Maeterlinck, el teatro del poema | Centro Cultural de la Cooperación

Maeterlinck, el teatro del poema

Autor/es: Mariana Gardey

Sección: Palos y Piedras

Edición: 7

Palabras clave: Maeterlinck, Poesía, Teatro, Simbolismo
Español:

Para hacer ver y representar lo invisible, el dramaturgo recurre a lo espectacular: lo invisible, lo sobrenatural, es mostrado en escena por efectos ópticos o juegos de máquinas. El teatro de Maeterlinck propone así una nueva concepción de la puesta en escena, fundada en una escenografía de imprecisión, mediante la visión de imágenes borrosas o juegos de luces. Esta imprecisión se comprende como el corolario de la “incertidumbre”, actitud principal de los personajes de su teatro. Este teatro diseña una sugestión por el decir, el ver, el enunciado, el ritmo y el signo. Algo se dice, o se hace, fuera de personajes que devienen desencarnados, puras voces inseguras de lo que pronuncian. Entre los personajes tiene lugar una no-conversación, un no-diálogo, porque otra cosa se dice en otro lugar que no son las palabras. Para entender la estética de Maeterlinck hay que tener en cuenta la desviación que representa con respecto a los conceptos del racionalismo. Su experiencia de la mística y del esoterismo se distancia de la tradición clásica occidental que ve como una cultura reduccionista del análisis y de la separación.


Poco después de la primera representación de La intrusa (1890), Maurice Maeterlinck publica un artículo en la revista literaria Jeune Belgique titulado “Menus propos –le théâtre” (“Pequeño discurso –el teatro”), donde comenta su deseo de despersonalizar a los seres físicos en escena, para preservar el misterio y la complejidad de la obra teatral, dedicada a la vida del alma:

“Cuando nos sentamos en un teatro antes de una representación –opina Maeterlinck– nos sentimos ansiosos. Esta ilusión preliminar puede compararse a un aviso que viene desde más allá de nosotros. Todos sabemos algo que no hemos aprendido, y eso muy bien puede ser lo único que sabemos precisamente, porque todo lo demás es dudoso. Debemos prestarle atención sólo a lo que no podemos aseverar apropiadamente, porque nuestra ignorancia está estampada en la imagen casi impalpable de todo lo mejor de nosotros. Es como si una mano que no nos pertenece golpeara, en ocasiones, las puertas secretas de nuestro instinto –podríamos decir las puertas del destino, tan cerca están uno del otro. Uno no puede abrirlas, pero debe escucharlas con precaución. En el origen de esta inquietud puede residir un viejo malentendido, como consecuencia del cual el teatro nunca es exactamente lo que la multitud siente instintivamente que es, a saber, el templo de los sueños. Manifiestamente el teatro, al menos en sus tendencias, es un arte; pero no encuentro allí ninguno de los rasgos característicos de las otras artes; o más bien, encuentro dos rasgos, cada uno de los cuales parece cancelar el otro. El arte siempre parece evasivo y nunca habla cara a cara. Podría decirse que es la hipocresía del infinito. Es la máscara temporaria bajo la que lo desconocido sin rostro nos intriga. Es la sustancia de eternidad dentro de nosotros, introducida por la destilación del infinito. Es la miel de la eternidad extraída de una flor que no vemos1.”

“El poema –explica Maeterlinck en ese escrito– es una obra de arte caracterizada por esos rasgos oblicuos y admirables. Pero la representación teatral constituye una contradicción. Causa que los cisnes vuelen del estanque; vuelve a tirar las perlas en el abismo. Pone otra vez las cosas exactamente donde estaban antes de que el poeta llegara. La densidad mística de la obra de arte ha desaparecido. El teatro, a diferencia del poema, sólo produce lo que pasaría si uno quisiera darle sustancia a la materia principal de una pintura y, haciéndolo, la regresara a la vida cotidiana: si uno transportara a sus personajes profundos, silenciosos, llenos de secretos, hasta el medio de glaciares, montañas, jardines y archipiélagos donde parecen estar, y si después uno entrara en ellos, una luz inexplicable se extinguiría de repente, y sin el deleite místico experimentado antes, uno podría encontrarse de pronto en la situación de un hombre ciego en el mar2.”

Gérard Dessons (2005) afirma que las obras del dramaturgo belga superan los límites del teatro en tanto que conducen a una verdadera reflexión en acto sobre el lenguaje. En efecto, la palabra entra en competencia con lo invisible y el silencio, dos abstracciones a priori difícilmente representables en la escena. ¿Cómo decir el silencio? ¿Cómo mostrar lo que no podemos ver? La atracción por lo invisible en el siglo XIX encuentra su origen en las investigaciones de la época en los dominios de la fotografía y de los rayos X, por las que se busca mostrar lo que subyace a las apariencias. La tentativa de Maeterlinck, influenciada por estos descubrimientos científicos, se inspira en el mismo objetivo, pero aplicado al dominio teatral: la experiencia dramatúrgica es para él una tentativa de “hacer ver” –expresión fundamental de Le trésor des humbles (El tesoro de los humildes), su texto teórico sobre el teatro-, de hacer escuchar lo invisible. Para hacer ver y representar lo invisible, el dramaturgo recurre a lo espectacular: lo invisible, lo sobrenatural, es mostrado en escena por efectos ópticos o juegos de máquinas. Pero este desvío es una falsa respuesta, porque las didascalias plantean problemas en cuanto a su representatividad: por su asociación de palabras sorprendentes, se prestan a la imaginación más que a la visión –el “aspecto eterno” del bosque y sus “árboles funerarios” en Los ciegos sirven de ejemplo. El teatro de Maeterlinck propone así una nueva concepción de la puesta en escena, fundada en una escenografía de imprecisión, mediante la visión de imágenes borrosas o juegos de luces. Esta imprecisión se comprende como el corolario de la “incertidumbre”, actitud principal de los personajes de su teatro.

El silencio es para Maeterlinck más significante que el diálogo vano de la vida cotidiana. Él caracteriza dos tipos de silencio: por una parte, el silencio negativo o pasivo, que es una ausencia de lenguaje, una suerte de vacío inexpresivo; y por otra, el silencio positivo o activo, que es un modo específico de decir, una forma de silencio expresivo que permite la comunicación. Pero este diálogo debe ser “subentendido” –de la misma forma que es necesario “entrever” lo invisible-, o incluso “sobreentendido”, o “entendido al lado”, o “alrededor” de lo que se dice realmente. Estas declaraciones de El tesoro de los humildes (1896) ponen de relieve una teatralidad de la palabra. El silencio se traduce en escena por las aposiopesis –silencios bruscos que interrumpen una frase y marcan duda, sorpresa, miedo, sobreentendidos, ironía– o bien es significado en el texto por las didascalias. A través de este silencio, el dramaturgo hace escuchar el “no sé qué que es el secreto de los poetas”, lo no dicho que termina por devenir la única y verdadera continuidad del diálogo, “al lado” de la conversación aparentemente insignificante. Así, lo indecible no es explícitamente enunciado sino que atraviesa las frases y, en su camino, crea la unidad de la pieza. Ese “no sé qué” se descubre en el trabajo de las repeticiones, las asonancias, las recuperaciones de palabras, las sílabas, las vocales que recorren toda la obra. Es necesario, por ejemplo, comprender que el nombre de “Maleine” (en la pieza epónima La princesa Maleine) comporta en sí una red de significantes: mal, maladie (enfermedad) que anuncian de cierta manera el final de la obra; incluso una métrica particular, por inesperada (especialmente la aparición de alejandrinos como versos que prefiguran el destino de los personajes en La muerte de Tintagiles) puede contribuir a la comprensión de ese “no sé qué”. Se trata, entonces, de desencriptar el simbolismo. Se distinguen en Maeterlinck dos tipos de símbolo: el símbolo evidente, fácilmente reconocible por pertenecer a una conciencia colectiva (por ejemplo, la “guadaña” del jardinero en La intrusa), y el símbolo que escapa incluso a la conciencia del poeta, y que constituye para Maeterlinck la verdadera obra. Este teatro diseña una sugestión por el decir, el ver, el enunciado, el ritmo y el signo.

Algo se dice, o se hace, fuera de personajes que devienen desencarnados, puras voces inseguras de lo que pronuncian. Entre los personajes tiene lugar una no-conversación, un no-diálogo, porque otra cosa se dice en otro lugar que no son las palabras. Ese “no sé qué” será el “tercer personaje” de Maeterlinck, la “voz de la obra”, el personaje colectivo que permite la coherencia dramática. Si lo más importante en este teatro es lo que se dice “bajo” el diálogo insignificante, lo que se cuestiona es el estatuto mismo del actor. Maeterlinck era reticente a ver su teatro representado; pensaba que la mayor parte de los grandes poemas de la humanidad no eran adecuados para la escena. Lear, Hamlet, Otelo, Macbeth, Antonio y Cleopatra no podían ser interpretados por actores. La escena es el lugar donde las obras maestras mueren, porque la presentación de una gran obra por medios accidentales y humanos es una contradicción. Todas las obras maestras son símbolos, y el símbolo nunca resiste la activa presencia del hombre. Las fuerzas del símbolo continuamente divergen de las del hombre que lucha contra ellas. El símbolo del poema es un centro brillante, cuyos rayos se diseminan hacia la infinitud, y los rayos, si emanan de esas obras, tienen un espectro limitado sólo por el poder del ojo que los sigue. Pero cuando el actor avanza hacia el corazón del símbolo, se manifiesta una polarización con respecto a la pasividad del poema. Para el actor los rayos ya no divergen sino que convergen; el accidente destruye el símbolo, y la obra maestra esencialmente muere durante esta manifestación y sus secuelas3.

Sostiene Maeterlinck que siempre que un hombre penetra un poema, el inmenso poema de su propia presencia extingue todo a su alrededor. El hombre sólo puede hablar en su propio nombre, y no tiene derecho a hablar en nombre de una multitud de seres muertos. Un poema recitado por alguien es siempre una mentira; en la vida cotidiana debemos ver a la persona que nos está hablando, porque la mayor parte de sus palabras no tienen significado independientemente de su presencia; pero un poema es un conjunto de palabras tan extraordinario que la presencia del poeta está encadenada para siempre a él; y no es permisible que un alma deba liberarse de su cautiverio voluntario sólo para asimilar para sí el vestuario de otra alma, que casi nunca tiene sentido porque no es asimilable. La eliminación del ser humano de la escena era esencial para Maeterlinck, quien evaluó la posibilidad de reemplazarlo por una marioneta, una escultura, una figura de cera, una sombra, un reflejo, una proyección de formas simbólicas, o un ser que pareciera vivir sin estar vivo. Había que poner en escena seres sin un destino, cuya identidad no borrara la del héroe. Cualquier ser aparentemente vivo pero privado de vida emana los extraordinarios poderes que exige el poema.

Se preguntaba Maeterlinck si el miedo inspirado por esos seres, como nosotros pero dotados de un alma muerta, derivaría de su absoluta falta de misterio, o de la ausencia de eternidad en ellos, o bien del miedo nacido de la falta de miedo. ¿Es la vista de nuestra ropa cotidiana en esos cuerpos sin un destino? ¿Estamos aterrorizados por los gestos y las palabras de un ser similar a nosotros, salvo por una monstruosa excepción, porque sabemos que esos gestos y palabras no reverberan en ningún lado ni revelan nada de la eternidad? ¿Es porque ellos no pueden morir? La atmósfera de terror en que ellos se mueven es la atmósfera misma del poema; son seres muertos que parecen hablarnos. El alma del poeta, no encontrando ya el lugar destinado a él, ocupada por un alma tan poderosa como la suya, ya no objeta descender por un momento en un héroe cuya alma celosa ya no le prohíbe entrar4. La cuestión de la representación participa de la problemática de la sugestión. El actor debe lograr borrarse para dejar lugar al “no sé qué”, que es el rechazo de la nominación, de la verdad. Aparece el problema del “hablar” y del “decir”: “hablar” se asocia a la conversación, al diálogo banal y cotidiano; es contrario al silencio. En cambio, “decir” es plenamente el “verbo poético”, verbo del “sobreentendido”, de la significación silenciosa continua. Es el “verbo de silencio” de los simbolistas, que da testimonio de esta reflexión sobre el lenguaje. El teatro es el lugar de la visión y de la escucha, nuevos rasgos de una obra teatral que es un poema.

“En el fondo, tengo del arte una idea tan grande que se confunde con el mar de misterios que llevamos en nosotros5.” Maeterlinck tenía veintinueve años cuando en 1890 le escribió a Edmond Picard esta declaración, en la que formula un proyecto estético en ruptura con un arte de la significación y la transparencia, focalizado en lo indefinido, en lo ininteligible, en el enigma de la existencia. Esta posición, que implica una inversión de los valores tradicionales y de los criterios de la escritura, va a determinar su carrera: “No somos más que un misterio, y lo que sabemos no es interesante6”, cree junto con Novalis en 1895.

La estructura analógica es parte integrante de la poética dramatúrgica maeterlinckeana7. A partir del momento en que el misterio de la muerte se sitúa en el corazón del drama, la cuestión, la paradoja del teatro, era sugerir, hacer perceptible para el espectador ese “tercer personaje”, siempre presente, sin figurarlo ni materializarlo en una alegoría obsoleta. Considerando cualquiera de los dramas de su primer teatro como La intrusa, Los ciegos, La muerte de Tintagiles, Peleas y Melisanda o Aladino y Palomides, el cambio de paradigma que estas piezas representan para la dramaturgia es que Maeterlinck logra confrontar al espectador con un hecho ineluctable, la muerte, haciéndolo tomar conciencia de ella, de manera indirecta. Representa el doble de una acción dramática, lo que la acción visible en escena evoca o provoca en el subconsciente del espectador. El drama de Maeterlinck, como el poema, está construido sobre el efecto a producir.

La intuición indefinida de la desgracia o de la muerte que acecha, los signos premonitorios, devienen los instrumentos que el dramaturgo pone en obra para liberar el miedo de lo que no puede ser directamente figurado ni conceptualizado. Maeterlinck innova sugiriendo en el drama la vida oscura, tejida de presentimientos y de coincidencias, por los cuales el ser está ligado al cosmos. Un desplazamiento del centro de gravedad se opera en el drama: la analogía asume un rol clave –en proporción con la reducción extrema de la acción, la falta de psicología de los personajes, y la casi ausencia de diálogo. El mundo se convierte en el espejo en el cual se refleja el destino de las almas: el día, la noche, el sol, los astros, las estaciones. El dramaturgo ha explicado esta concepción de la “Gran Naturaleza” con sus misterios, según la cual la tierra es un campo de fuerzas que emanan de la creación entera y del hombre: “Debajo y alrededor del sentido literal y literario de la frase primitiva flota una vida secreta, casi inasible y sin embargo más potente que la vida exterior de las palabras y de las imágenes8”, dice en su Introducción a Macbeth (1910).

Comunicar esta vida secreta, la que importa comprender y reproducir, es el proyecto del dramaturgo. A tal efecto, los signos premonitorios que envía la naturaleza jalonan o reemplazan una acción difusa. Todas las fluctuaciones, los juegos de la atmósfera, los seres y las cosas están llenos de un simbolismo que descansa en una relación permanente entre las almas y el universo. El propósito es hacer descubrir, bajo el drama de sus personajes, la realidad tal como su propia metafísica la imagina: no de orden moral ni espiritual, sino cósmico. Maeterlinck enuncia la idea matriz de su teatro: “Se trata de hacer ver la existencia de un alma en sí misma, en medio de una inmensidad que nunca está inactiva9.” Maeterlinck concibe el teatro como el lenguaje propio de la expresión de la vida cósmica, en la cual la persona, en tanto que individuo, existe en estrecha connivencia con las potencias surreales.

La revalorización del pensamiento analógico es evidente en esta dramaturgia. Desde La princesa Maleine, donde los presagios están fuertemente sobredeterminados, la técnica de escritura se va afinando. En La intrusa, la muerte de la joven parturienta está sugerida indirectamente por analogía: la simple aparición de la religiosa que avanza hacia el proscenio encargada de envolver el cadáver de la difunta, en un claroscuro significante. El dramaturgo no ha renunciado a acumular signos demasiado visibles, que aumentan la tensión dramática de esa noche en la que hay un “silencio de muerte”: el bebé que no llora y parece de cera, su vagido final, el jardinero que con su guadaña siega la hierba de noche, los ruiseñores que se callan, el frío que entra en la habitación, la puerta que chirría y no puede cerrarse totalmente, la lámpara a punto de apagarse. Pero por otra parte, encarna el presentimiento de la desgracia en el abuelo ciego, quien percibe la presencia y la tarea de la muerte en la habitación. Símbolo de la intuición, este personaje pone al lector/espectador en contacto con el mundo interior oculto e inexpresable, cuyo conocimiento escapa a los personajes que ven.

El paisaje entero en el que los dramas se inscriben ya no es un simple decorado. Vale en tanto analogía del estado de alma de los personajes. Suele estar compuesto de una isla, espesos bosques, subterráneos o grutas, el mar, acantilados, ríos, montañas, valles, un castillo, un jardín con su fuente de agua, animales, plantas y cosas, las grandes fuerzas de la naturaleza, lluvia, viento, tempestad, sol. Todo lo que existe deviene materia dramática, que actúa en un teatro estático, sustituto de la acción. Peleas y Melisanda está llena de estos signos. La fuente milagrosa, simbólicamente llamada “fuente de los ciegos”, puede abrir “los ojos de los ciegos”; es el lugar donde se descifra el llamado del alma; la caída del anillo en su fondo es el signo de que los vínculos que unen a Melisanda y Golaud están irremediablemente rotos; la cabellera de Melisanda que se escapa y flota en el agua simboliza las fuerzas inconscientes que la atraen a Peleas; las ovejas que se pierden, las estrellas que caen, el barco que Peleas y Melisanda ven salir del puerto, los cisnes que luchan contra los perros, son presagios simbólicos del drama que se desencadena; el lector/espectador presiente por las analogías la fatalidad inexorable. El drama se construye sobre la trama de correspondencias que ligan los seres al universo.

En esta perspectiva debe interpretarse El pájaro azul. Se puede leer la obra como un cuento de hadas, sin tener en cuenta el contenido esotérico que porta, disimulado bajo la apariencia del juego. Pero el autor ha advertido: “Este pájaro que no tiene el aire de nada, es en realidad más difícil de traducir que una página de filosofía10.” La pieza plantea las cuestiones filosóficas del misterio de la existencia y del secreto de la felicidad. Los niños, Tyltyl y Mytyl, han partido en busca del pájaro azul del “gran secreto de las cosas”. El secreto reenvía a algo que existe y se esconde, pero que se puede descubrir. Es del orden del tener y del saber, mientras que el misterio es del orden del ser. El problema metafísico de la ininteligibilidad y de lo inaprehensible se materializa. Lo inaccesible se ha convertido en objeto. En El pájaro azul, Maeterlinck adapta al gran público la problemática que ha dominado su teatro. Para encontrar el paraíso perdido, “es necesario saber mirar”, sería el mensaje. El descubrimiento del secreto se reserva a los iniciados, a los que han aprendido a ver. Pero ¿qué es ver? En realidad, esta moral de la vida cotidiana se alimenta en las fuentes del esoterismo y se inspira en una concepción neoplatónica organicista y simbolista de la naturaleza. Está dotada de un “alma universal” en el seno de la cual cada alma puede encontrar la imagen del universo gracias a una misteriosa “simpatía” que liga al ser que percibe y conoce con el objeto percibido y conocido.

Maeterlinck aplica aquí la concepción cabalística del microcosmos y del macrocosmos; significa que para quien ha aprendido a ver, dotado como el niño de la intuición total adivinatoria, nada está aislado en lo profundo de la gran alma cósmica. Los hombres, los animales, las plantas, las piedras y los astros, lo animado y lo inanimado, lo que el no iniciado ve como contrarios irreductibles, el yo y el no yo, la vida y la muerte, todo se corresponde en el universo a través de una red de analogías sin fin. La aventura de Tyltyl y de Mytyl es la de la iniciación gradual del alma a la “simpatía”. Quien la posee puede ir de lo múltiple de la creación a la Totalidad, y conocer el secreto del universo. Maeterlinck reactiva a fines del siglo XIX y principios del XX, en plena racionalidad, las antiguas tradiciones del imaginario mágico: la visión de un mundo feliz, unitario, donde pasado, presente y futuro coexisten, y donde no existe la muerte.

La serie de obras inaugurada por La vida de las abejas en 1901 podía hacer creer que el poeta-dramaturgo se había convertido en un científico de objetividad rigurosa. Pero imaginar a dos Maeterlinck radicalmente diferentes, suponer semejante ruptura en la evolución de su pensamiento, sería cometer un contrasentido. Si la observación de la vida de los insectos tiene su valor científico, el cuestionamiento del entomólogo sobre la vida de los insectos y de las plantas no debe aislarse de la pregunta fundamental que el poeta-dramaturgo nunca dejó de hacerse. Sobre el misterio de la vida, “la verdad suprema del no ser, de la muerte y de la inutilidad de nuestra existencia”, que él denuncia en su prefacio de Théâtre (1901), Maeterlinck hace una constatación similar en el espejo de la vida de lo infinitamente pequeño. Ceguera, misterio y absurdidad son comunes a los hombres y a los insectos. A la fatalidad de la que el individuo es la víctima le responde la fatalidad que golpea a las sociedades colectivas –abejas, hormigas y termitas. Los resultados son parecidos –concluye-, y las sociedades de animales son las prefiguradoras de nuestros propios destinos. En el siglo de la ciencia, Maeterlinck continúa creyendo en la simbiosis universal, en la unidad viviente del mundo atravesada por las manifestaciones de la inteligencia universal.

En Maeterlinck, el simbolismo no significa la simple adhesión a una corriente literaria. No puede reducirse a la elección de un procedimiento de escritura; es una manera de ver y de concebir el mundo. Para el simbolista, la analogía se inscribe en la percepción intuitiva de la unidad profunda entre los diferentes escalones de la vida. Para entender la estética de Maeterlinck hay que tener en cuenta la desviación que representa con respecto a los conceptos del racionalismo. Su experiencia de la mística y del esoterismo se distancia de la tradición clásica occidental que ve como una cultura reduccionista del análisis y de la separación. En el espacio poético que él renueva, en la reflexión de sus ensayos, Maeterlinck propone seguir otro camino para aproximarse al mundo. Este abordaje implica una ampliación de la herencia humanista mediante la integración de la realidad del hombre interior en connivencia estrecha con el misterio del mundo. El objetivo es restablecer el contacto con el sentido cósmico, creando una escritura fundada en correspondencias, captadas en el mundo de los sentidos y en la realidad cotidiana.

La intuición de la estructura analógica del universo había inspirado a Mallarmé en 1867 el relato breve titulado El demonio de la analogía (Le démon de l’analogie). Pero en él se constata que la analogía se transforma para el poeta francés en “demonio” inquietante, bizarro, que escapa a su control. Mallarmé se esfuerza en arribar a una correspondencia con la realidad universal, asociando las palabras por su sonoridad, su colorido, su poder de sugestión, más que por su sentido. Esto de manera que la materia bruta sea abolida, que el objeto se suprima hasta su ausencia. Sólo subsiste la idea. En la concepción analógica del mundo de Maeterlinck, al contrario, la materia permanece en tanto tal. No es una búsqueda de la esencia o de absoluto. Las cosas existen, y además tienen valor de símbolo, significan espiritualmente. Maeterlinck confía en las órdenes del inconsciente. Los objetos, sin que ninguna transposición sea necesaria, le permiten sugerir y fijar lo inaudito. Recordemos su declaración a Jules Huret en 1891, a propósito del símbolo: “El poeta debe ser pasivo en el símbolo, y puede ser que el símbolo más puro haya tenido lugar sin que él lo sepa, e incluso contra sus intenciones.” Leída en esta perspectiva, la obra de Maeterlinck documenta la experiencia de un yo que deja de ser el centro psicológico de la creación para aparecer sólo bajo la forma de un yo transrelacional, de un nudo de relaciones con los elementos de la naturaleza y con el orden cósmico. Para Maeterlinck, la analogía, más que medio, instrumento o técnica, es el signo que asegura los vínculos ocultos que unen, en la continuidad y la armonía del cosmos, la naturaleza y el hombre.


Bibliografía

  • Brisson, Adolphe, 1895, "M. Maurice Maeterlinck", en La comédie littéraire: notes et impressions de littérature, Paris, A. Colin (formato PDF de Gallica, Bibliothèque nationale de France). 
  • Dessons, Gérard, 2005, Maeterlinck, le théâtre du poème, Paris, Éditions Laurence Teper.
  • Gorceix, Paul, 2008, "Maurice Maeterlinck et l’analogie", Bruselas, Académie royale de langue et de littérature françaises de Belgique.
  • Hovey, Richard, 1894, "Symbolism and Maurice Maeterlinck", en The Plays of Maurice Maeterlinck, Chicago, Herbert S. Stone & Company (Theatre History.com).
  • Maeterlinck, Maurice, 2008, Le trésor des humbles, Paris, Grasset & Fasquelle [1896].
  • Thomas, Edward, 2004, Maurice Maeterlinck, Whitefish (Montana), Kessinger Publishing [1911].

Notas

1 Citado en Dorra, Henri, 1995, Symbolist Art Theories, Berkeley, University of California Press, pp. 144 s. Traducción propia.
2 Ídem, p. 145.
3 Ídem, p. 145.
4 Ídem, p. 145-146.
5 Maeterlinck, Maurice, Confession de poète, respuesta a la Enquête de Edmond Picard, aparecida en L’Art moderne, febrero de 1890.
6 Maeterlinck, Maurice, 2008, Le trésor des humbles, “Novalis”, p. 145.
7 Ver sobre el tema Gorceix, 2008.
8 Maeterlinck, Maurice, 1910, Introduction a su traducción de Macbeth, París, Fasquelle.
9 Le trésor des humbles, op. cit., “Le tragique quotidien”, pp. 161-162.
10 Carta a Charles Doudelet, 1907, Annales de la Fondation Maeterlinck, t. 1, 1955, p. 113.

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