Griselda Gambaro: Una mirada distinta sobre la violencia | Centro Cultural de la Cooperación

Griselda Gambaro: Una mirada distinta sobre la violencia

Autor/es: Julieta Ambrosoni

Sección: Palos y Piedras

Edición: 5 / 6

Español:

Paredes que se aproximan, cuartos que se achican hasta aplastar personas, un hombre que despierta atado a un extraño artefacto oxidado, un campo argentino que parece un campo de exterminio nazi, carros que anuncian melones y dejan cabezas en la época de Rosas; las imágenes dramáticas de Griselda Gambaro ponen al espectador frente a un mundo poblado de situaciones absurdas donde predomina la crueldad, la violencia como aire que se respira en el ambiente. Sin embargo, gran parte de sus personajes no son conscientes de la situación en la que se mueven y actúan tomando estas situaciones extremas con una naturalidad que hace posible el avance de la crueldad. Sólo algunos se rebelan y, casi nunca, pueden escapar. Pero de alguna manera en la conciencia, en el reconocer, hay un modo de redimirse.


Nota del editor (de la Sección Palos y Piedras, Jorge
Dubatti): Julieta Ambrosoni (1970-2006), excelente dramaturga e
investigadora, integró el equipo del Área de Artes Escénicas
del CCC. Publicamos este trabajo de su autoría, a manera de
Homenaje de todos los compañeros del equipo a su memoria.

Paredes que se aproximan, cuartos que se achican hasta aplastar personas,
un hombre que despierta atado a un extraño artefacto oxidado, un
campo argentino que parece un campo de exterminio nazi, carros que
anuncian melones y dejan cabezas en la época de Rosas; las imágenes
dramáticas de Griselda Gambaro ponen al espectador frente a un
mundo poblado de situaciones absurdas donde predomina la crueldad, la
violencia como aire que se respira en el ambiente. Sin embargo, gran parte
de sus personajes no son conscientes de la situación en la que se
mueven y actúan tomando estas situaciones extremas con una
naturalidad que hace posible el avance de la crueldad. Sólo algunos
se rebelan y, casi nunca, pueden escapar. Pero de alguna manera en la
conciencia, en el reconocer, hay un modo de redimirse.

Gambaro comienza a escribir teatro hacia fines de los años 60,
época de inicio de una violencia que desembocaría en una de
las dictaduras más trágicas de nuestro país, época
de la represión en la Argentina durante la dictadura de Onganía.
El campo, una de las obras que me parecen más significativas al
respecto, está fechada en 1967 y se estrenó en 1968 en el
teatro SHA de Buenos Aires. Desde el título, la obra alude a la
tradición argentina, al “modelo agro exportador” de
principios del siglo pasado, al paisaje vernáculo. Sin embargo, está
lejos de la estética “realista” con la que
tradicionalmente se pintó esta realidad en el teatro. Ya desde el
comienzo del texto, desde la aparición de Franco, se enfrenta al
espectador con una situación desconcertante, inquietante, que
genera tensión:

(…) la puerta de la derecha se abre y entra Franco. Viste
uniforme reluciente de la SS y lleva un látigo sujeto a la muñeca.
A pesar de esto, su aspecto no es para nada amenazador, es un hombre
joven, de rostro casi bondadoso. Entra con aire atareado, lleva tantos
papeles y carpetas viejas en las manos y bajo el brazo, que no da abasto
y los va perdiendo por el camino.

Franco (se queja bonachonamente, mientras recoge los papeles): ¡Estos
chicos! ¡Estos chicos! ¡Parecen potros! (Deposita los
papeles y carpetas sobre el escritorio. Con naturalidad, se saca el látigo
de la muñeca y lo empuja con el pie debajo del mueble. Tiende la
mano a Martín) Acá estoy por fin. ¿Cómo le
va? ¿Esperó mucho?

La imagen, que liga al campo argentino a un campo de exterminio nazi, se
contrapone claramente con el diálogo y la actitud del personaje de
Franco, que genera en Martín, el personaje protagonista, la misma
inquietud que en el espectador. A lo largo de toda la obra, el punto de
vista será el de Martín, quien lentamente sufrirá un
proceso de “toma de conciencia” de la situación del
campo. Su desconcierto, su “incomodidad” se acrecienta con la
presencia de Emma, que viene a “confirmar” la imagen generada
por el uniforme de Franco:

Casi inmediatamente, se abre la puerta de la izquierda y empujada con
violencia, virtualmente arrojada sobre la escena, entra Emma. Se queda
inmóvil, con un aspecto entre asustado y defensivo, al lado de la
puerta. Es una mujer joven, con la cabeza rapada. Viste un camisón
de burda tela gris. Tiene una herida violácea en la palma de la
mano derecha. Está descalza. Martín se vuelve y la mira.
Ella se endereza y sonríe. Hace un visible esfuerzo, como si
empezara a actuar, y avanza con ademán de bienvenida. Sus gestos
no concuerdan para nada con su aspecto. Son los gestos, actitudes, de
una mujer que luciera un vestido de fiesta. La voz es mundana hasta el
amaneramiento, salvo oportunidades en las que la voz se desnuda y
corresponde, angustiosa, desoladamente, a su aspecto.

Esta contraposición, característica del teatro de Gambaro,
nos habla de una actitud de negación frente a la violencia, una
negación del horror. La mayoría de sus personajes, de algún
modo consciente o inconsciente, “prefiere” vivir en la
violencia, por miedo, por estupidez, porque esa violencia general, anónima
casi siempre en las obras de Gambaro, les permite desarrollar su propia
violencia. Bajo un aspecto de cándido exterior, de amable
familiaridad, se esconde cómplicemente el horror de un poder que
nunca aparece definido. ¿Cómo no pensar en lo que pasó
una década después en la Argentina, en los centros
clandestinos de detención (con su inocente apariencia exterior), en
los treinta mil desaparecidos? El campo resulta, en este
sentido, un texto tristemente profético. Acaso en la “dictadura
blanda” (como se la dio en llamar en comparación con la
posterior) de Onganía, Griselda Gambaro percibió la situación
del pueblo argentino y el momento histórico que le esperaba. El
único personaje de la obra que quiere escapar, Martín, y que
rescata solidariamente a Emma, es finalmente exterminado por la violencia
de los otros:

El enfermero [un personaje enviado “del campo” para
buscarlos] le sonríe amigablemente. La sonrisa es común,
completamente distanciada de lo que está sucediendo. Martín
se debate de pronto, con una energía salvaje y desesperada que
cesa cuando lo inyectan. Grita. Luego permanece como aletargado,
vencido. Los otros dos lo sostienen con una especie de bondad, uno de
ellos saca un pañuelo del bolsillo y le seca el sudor de la cara.
Cuando el hierro está al rojo, el Funcionario (otro personaje
“del campo”, empleado de Franco) abandona su lugar en la
puerta, lo toma y se acerca a Martín. Se escucha sólo el
gemido de Emma que aprieta su pequeña valija.

La malasangre, escrita en 1981 y estrenada en 1982, poco
después de la guerra de Malvinas, en el Teatro Olimpia de Buenos
Aires, tiene una visión similar de la violencia y el poder.
Ambientada en el Buenos Aires de la época de Rosas, la pieza es una
metáfora de la situación por la que estaba atravesando la
Argentina de comienzo de los ochenta “Un salón hacia
1840, las paredes tapizadas de rojo granate. La vestimenta de los
personajes varía también en distintas tonalidades de rojo”
.
La “relectura” de la historia sirve a Gambaro para plantear en
este texto, de forma sutil, el dilema del argentino frente a la dictadura:
rebelarse o no frente a un poder que se presenta como brutal y al mismo
tiempo anónimo e inapelable. La tensión entre sobrevivir
aceptando o luchar contra una situación inaceptable está en
la base del conflicto dramático de gran parte de sus obras. Para
eso, claro, como vimos al referirnos a El campo, antes es
necesario darse cuenta (Es necesario entender un poco se
llama una pieza posterior de Gambaro) porque la situación
inaceptable aparece en un primer momento como irreconocible, disfrazada
tras la anodina apariencia de la realidad cotidiana. Sólo unos
pocos llegan a esta comprensión (Martín en El campo,
Dolores y Rafael en La malasangre) y reaccionan en
consecuencia, más allá de los resultados; la mayoría
permanece inmersa en la superficialidad de las apariencias. El teatro de
Gambaro apunta, en su crítica, no tanto a las instituciones como al
argentino como “individuo social”. La imagen del Poder que se
desprende de sus textos es cercana a la visión foucaultiana. Para
Foucualt el ejercicio del poder es el ejercicio de la fuerza de represión
sobre el otro, y la dominación no está únicamente en
manos de quienes nos gobiernan, sea el aparato del Estado, las
Instituciones, sino, fundamentalmente, en el “campo social” y
circula entre los individuos, más que en un sentido vertical (de
gobernante a gobernando, de jefe a subordinado) en un sentido transversal:

No está nunca localizado aquí o allí, no está
nunca en manos de algunos, no es un atributo como la riqueza o un bien.
El poder funciona, se ejercita a través de una organización
reticular (...) Entre cada punto del cuerpo social, entre un hombre y
una mujer, en una familia, entre un maestro y un alumno, entre el que
sabe y el que no sabe, pasan relaciones de poder que no son la proyección
pura y simple del gran poder del soberano sobre los individuos.

Las relaciones entre los personajes de Gambaro hablan de un cuerpo social
enfermo. Aunque encontremos casi siempre víctimas y victimarios,
represores y reprimidos y esos roles resulten claros al espectador, la
relación no es simple. Para que alguien ejerza la violencia sobre
otro debe haber un cuerpo social que se lo permita. Las víctimas en
sus piezas muchas veces son cómplices de sus victimarios (como Emma
de Franco hasta que aparece Martín en El campo) o
terminan transformándose en un juego escénico de cambios de
roles como en el caso de Decir sí, una obra
estrenada dentro del espacio del ciclo “Teatro Abierto”, en
julio de 1981 en el Teatro del Picadero de Buenos Aires, en la que la
relación víctima- victimario se da entre un peluquero y un
cliente que cambian de roles. Esto no quiere decir que en sus obras no
quede claro quién es quién. Es que el modo de ver la relación
es más profundo. Simplemente que se descree de la división
de los seres humanos en buenos y malos, al menos de su interés para
la mirada estética. No es que no se condene la violencia. En un
reportaje a Gambaro hecho en 1988 por Gerardo Guthman para la colección
Actual Art Videos Serie Entrevistas a Escritores Argentinos, la escritora
dice que ella, desde lo personal, condena a los torturadores pero que su
intuición de artista la hizo darse cuenta de que la distancia entre
el verdugo y la víctima no es tan grande, que muchas veces el
verdugo existe porque la víctima lo permite, aunque no siempre. El
teatro de Griselda Gambaro se aparta, en su estética y en la
lectura de la realidad argentina que se desprende de esa estética,
del modo en que el teatro de su tiempo, un teatro hecho en su mayoría
por hombres, habla de esa realidad. Desde la soledad del género, y
a veces la del exilio, Gambaro tuvo una mirada diferente de la violencia
de la dictadura, distinta de la mirada producida por la inmediatez de la
denuncia de muchos textos de la época para plantear el trauma desde
otro lugar. Si el teatro es espejo de la sociedad que lo produce, la
imagen deformada de la estética absurdista de este primer teatro de
Gambaro, muestra al argentino, si no su culpa, su parte de
responsibilidad. Una mirada similar a la de Gambaro es la de Eduardo
Pavlovsky. Tomemos, por ejemplo, la imagen inicial de una obra como El
Señor Galíndez,
estrenada por el grupo del Teatro
Payró en su sala en 1973:

Escenográficamente la primera imagen que el espectador recibe es
“extraña”. Al subir muy lentamente la luz, se le
presenta sobre el escenario un ámbito no muy definido.
Deliberadamente no se grafica “qué es” ese ambiente.
Muebles, un colchón en el piso. Objetos sueltos, diseminados sin
relación unos con otros, un florero, un teléfono. Fotos de
actrices, modelos en malla, jugadores de fútbol, pegados aquí
y allá. Las luces, muy concentradas sobre estos muebles y
objetos, delimitan el espacio de la acción. Fuera de este límite:
nada, la oscuridad, negro. Sólo después de transcurridos
varios minutos de la acción de los actores, el espectador
comenzará a intuir en esa oscuridad que enmarca el ámbito,
oscuras formas, como si se tratara de hierros, enrejados, alambres, elásticos
de camas. Sin embargo todos los elementos que tiene claramente
iluminados ante su vista son reales (…) Todo esto, en conjunto,
buscando dar la sensación de que “estamos” en un
“lugar” que en realidad podría ser “otro”.
El mismo ocultamiento de los instrumentos de tortura, el mismo disfraz
del horror.

Volviendo a obras como La malasangre , podremos notar
claramente la presencia de este personaje colectivo (el pueblo) que
aprueba con el silencio el terror en el silencio que acompaña la
voz de los pregoneros que anuncian melones y dejan cabezas, en los hombres
que hacen cola bajo la lluvia para que Benigno los contrate como
preceptores para su hija. Al situar la acción en la época de
Rosas, el texto se aleja de toda denuncia de lo que pasaba en el momento
histórico en que se escribió y se llevó a la escena
para situar frente a una situación, reflejo de aquella en la que
está inmerso, que permite reflexionar sobre cualquier gobierno
dictatorial (Rosas, el nazismo, poco importa), es más, sobre
cualquier situación de desequilibrio de fuerzas en el delicado
manejo del poder, aun fuera de la relación gobernador gobernado.
Esto le permite al espectador la distancia necesaria para reflexionar
sobre su propia actitud frente al estado de cosas que lo rodea. Como
dijimos anteriormente, los textos de Gambaro apuestan a la conciencia, a
la memoria, a la rebeldía frente a toda violencia. Aunque Martín
en El campo y Dolores y Rafael en La malasangre
resulten vencidos, esta derrota no empaña el que hecho de que sean
los héroes, los protagonistas, en términos teatrales,
aquellos que propulsan una voluntad de cambio. Sus antagonistas quedan
como circunstancialmente vencedores porque, en última instancia,
toda relación de fuerzas, todo juego de poder, es finalmente
reversible.

Una obra en la que aparece con claridad el tema de los desaparecidos es Antígona
furiosa
, estrenada en 1986 en la sala del Instituto Goethe de
Buenos Aires, en la que se toma el mito de Antígona (obra prohibida
durante la dictadura del General Videla), para hablar del derecho a
enterrar a los muertos y se juega con la figura de Ofelia de Shakespeare
para aludir a las Madres de Plaza de Mayo a las que se tildaba de “locas”.
La muerte de Antígona se transforma en una metáfora:

Antígona: Que las leyes, ¡qué leyes!, me arrastran a
una cueva que será mi tumba. Nadie escuchará mi llanto,
nadie percibirá mi sufrimiento. Vivirán a la luz como si
no pasara nada. ¿Con quién compartiré mi casa? No
estaré con los humanos ni con los que murieron, no se me contará
ni entre los muertos ni entre los vivos. Desapareceré del mundo,
en vida.

¿Cómo no recordar las declaraciones de Videla sobre los
desaparecidos “No están ni muertos ni vivos, están
desaparecidos”?

No es casualidad, creo, que el teatro de Griselda Gambaro tenga la
vigencia que hoy tiene, ni que los jóvenes lo aceptemos con
entusiasmo, ni que el año pasado se hayan puesto en escena tantas
de sus obras. Para quienes formamos parte de otra generación, la de
los hijos de los desaparecidos, las obras de Gambaro nos muestran una visión
de la dictadura diferente de la políticamente correcta, ligada a la
teoría de los dos demonios y de la guerra civil, y nos permiten de
algún modo plantearnos un pasado que nos atañe, entender lo
que pasó en el país durante uno de los períodos más
crueles de nuestra historia y nos enseñan a tener los ojos abiertos
ante cualquier posibilidad totalitaria, a entender a la generación
de nuestros padres y a mantener la memoria.

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