Memorias de una transición impura | Centro Cultural de la Cooperación

El Búho y la Alondra

Memorias de una transición impura

Autor/es: Alejandro Sosa Dias

Edición: Transiciones


Decadencia y caída

El último año feliz que tuvo el Proceso de Reorganización Nacional (PRN) fue 1980. La conmemoración de un nuevo centenario de la ciudad de Buenos Aires invadió la mayor parte de la escena política nacional. Sin embargo, este aire de efemérides continua no lograba ocultar una dosis de malestar y escepticismo sobre el destino y los fines del PRN que recorría los círculos dirigentes de Argentina. Esto se puede verificar desde el presente volviendo a leer algunos editoriales de La Nación y Clarín así como declaraciones de varias cámaras empresarias. Una vez liquidada, política y militarmente, la llamada subversión, con las últimos acciones y asesinatos (Padilla y Soldati, miembros del equipo económico) de la organización Montoneros en 1979, para algunos actores sociales la finalidad del PRN pareció perder gran parte de su sentido. La política económica de Martínez de Hoz estaba lejos de ser unánimemente comprendida y apreciada por la elite. Tanto la burguesía agraria como la industrial, en distintos tiempos y con diferentes énfasis, recusaron y repudiaron algunos de sus aspectos centrales. En 1981 Martínez de Hoz abandona el Ministerio de Economía. Antes de irse realiza una devaluación (moderada, si se compara con las que seguirían) que anticipa la salida del esquema de la “tablita”. Después de que “Joe” Martínez de Hoz instauró las bases mínimas del régimen social de acumulación conocido como valorización financiera no quedó espacio para ningún otro proyecto alternativo en el marco de la dictadura del PRN. 1981 fue un año difícil y agitado en el que la crisis económica se manifestó de forma abierta. También en ese año fue posible empezar a visibilizar formas de oposición al régimen, principalmente en el campo de los derechos humanos pero también en el sindicalismo que entre 1979 y 1981 da un giro paulatino hacia la oposición. Además, se da el cambio del humor social de sectores de las capas medias que habían acompañado pasivamente el curso del país propuesto por el PRN. Una vida cotidiana signada por el silencio y la uniformidad comenzó a adquirir algunos matices. La crítica al gobierno se convirtió en un lugar de enunciación posible, superando la matriz puramente cultural (conocida como “cultura de catacumbas”) a la que estaba reducida. Apareció una sensibilidad opositora, posiblemente minoritaria pero real. Aunque sin la menor posibilidad de proyectar ninguna propuesta política que pudiera materializarla. El malestar social y la crisis se extendían transversalmente por la sociedad.

Los disparos que desalojaron a la escueta guarnición que custodiaba la posesión británica de las Malvinas inició la transición a la democracia en Argentina, a pesar de que el fin buscado era el opuesto. La dictadura del PRN ansiaba una nueva legitimación social a través de erigir una causa que pudiera ponerse por encima de la crisis económica y a la que nadie pudiera discutir. Poco tiempo antes, las bandas represivas habían secuestrado a Ana María Martínez, militante del Partido Socialista de los Trabajadores, que apareció asesinada pocos días después.

Los militares estaban lejos de ser acosados por las luchas de la clase obrera, el pueblo o la sociedad civil. El relato periodístico en clave conspirativa suele vincular la incursión militar en Malvinas con la manifestación de la CGT reprimida unos días antes por la dictadura. Como si la recuperación militar de las islas hubiese sido una fuga hacia adelante para escapar de un repudio popular cada vez más alto. Indudablemente esto siempre fue un error, propio del imaginario conspirativo del periodismo. El proyecto malvinista estaba presente desde casi el inicio del PRN y había circulado en sendas carpetas por las mesas de los jerarcas del Ejército y la Armada. Antes de su concreción, Ronald Reagan había intentado disuadir a Galtieri de llevar adelante el proyecto, poniendo como principal obstáculo para su conveniencia el carácter decidido de Margaret Thatcher, como aparece en la edición del New York Times del 3 de abril de 1982.

No interesa relatar el curso de la guerra sino su final previsible: la derrota del Ejército nacional ante las tropas británicas. Este hecho imponía un resultado: el fin de la dictadura del PRN.

Hacia una tierra desconocida

La dictadura debía irse. El equilibrio político que la sostuvo no existía más. El mundo occidental la consideraba una gavilla de torturadores y asesinos que habían desaparecido a miles de personas así como a numerosos ciudadanos europeos. Los estados poderosos no guardan agradecimiento por los servicios prestados en tiempos anteriores. Cuando el lodo de sus antiguos aliados les salpica la cara no tienen inconveniente en retirarles su apoyo. La burguesía argentina tenía una mirada parecida. Recibió con agrado la liquidación política, y en parte física, de la oposición de carácter revolucionario pero iniciar un conflicto con Inglaterra, que escaló hasta transformarse en guerra, le resultaba una lumpeada completa. Los militares habían tratado de poner en valor su participación destacada en el apoyo a la Contra antisandinista y en el apoyo al Ejército salvadoreño en la represión a la insurgencia y a los sindicatos. Sin embargo, a pesar de esos indudables méritos al servicio del orden existente, como era previsible, EE.UU. valoraba más la alianza con Inglaterra, cosa que fue ratificada por Alexander Haig en sus reuniones con Galtieri en Buenos Aires.

La dictadura debía irse. Pero nadie era capaz de echarla. La burguesía no tenía interés en apurar la transición. El núcleo de los cuadros políticos de los partidos mayoritarios debería poder probar su utilidad para el orden social existente. El PRN no tenía herederos políticos. Tampoco existía en el país ninguna expresión abiertamente derechista que tuviera un mínimo peso político. Subsistía la estructura de partidos democrático-populista, cuyo vértice plebeyo era el peronismo mientras que los radicales encarnaban mayormente a las capas medias habitadas por cierto temor/rencor hacia la clase obrera. El resto de la sociedad civil estaba ansiosa por recuperar las libertades esenciales pero carecía de poder para conseguirlo. La idea de que la dictadura fue derrocada o derrotada no resiste el menor análisis. Es cierto que existieron destacamentos políticos que resistieron a la dictadura, incluso con actos heroicos. Pero nunca superaron un carácter intensamente minoritario y, en algunos casos, marginal.

Los militares negociaron su retirada durante un interminable año y medio. En ese interludio pudieron darse el lujo de asesinar a algunos miembros de la dirección montonera (Yaguer y Pereyra Rossi), al último sobreviviente de la masacre de Trelew (Ricardo René Haidar) y a recientes presos políticos liberados (Osvaldo Cambiasso). La prensa y los medios de comunicación de la época no perdieron una de sus últimas oportunidades para alertar a la sociedad argentina sobre el “rebrote subversivo”. La Multipartidaria, salida de las conversaciones entre Balbín y Viola y acompañada por el peronismo, condenó la violencia de los dos lados. Sólo la convocatoria de los organismos de derechos humanos pudo garantizar una manifestación de repudio al asesinato de Cambiasso y Pereyra Rossi, que por supuesto fue muy grande numéricamente pero representaba a lo que hoy se nombra como minorías intensas. En los años noventa saldría a la luz la participación del comisario Patti en este hecho. El citado policía había devenido en un relativamente exitoso político bonaerense y había ganado la intendencia de Escobar. En los años noventa fue exculpado gracias a la Ley de Obediencia Debida pero posteriormente fue enjuiciado y encarcelado durante los años kirchneristas.

La obligada retirada de la dictadura cerró un ciclo político y social inaugurado en 1930. La inestabilidad política acompañó el desenvolvimiento de lo que después se conoció como industrialización sustitutiva de importaciones (ISI), iniciada por los conservadores y cristalizada por la emergencia del peronismo. La ISI estimuló la divergencia de intereses entre la burguesía agraria y la industrial, dividiendo el campo burgués y generando alineamientos que en varias ocasiones se resolvieron por la vía del enfrentamiento entre sectores militares rivales, potenciando a esa corporación armada a cumplir un papel arbitral en la política argentina de esas décadas. Al mismo tiempo, las clases populares contaron con un actor social sumamente fortalecido: la clase obrera industrial, que contaba con la capacidad corporativa de impedir la implementación de planes económicos que la perjudicaran.

La dictadura del PRN acabó con esta sociedad y produjo una transformación global de contenido reaccionario. La democracia posterior a la guerra de Malvinas era, forzosamente y más allá de los anhelos de amplias franjas de la sociedad, la democracia de la derrota. Era la democracia de la derrota en varios sentidos. El más inmediato es la derrota militar en la guerra de Malvinas. El proyecto de los militares de llevar a cabo la “guerra limpia”, que borrase la “guerra sucia” de la década pasada, terminó con la victoria de las tropas extranjeras, resultado adverso que, paradójicamente, posibilitó el establecimiento de la democracia política y el envío del protagonismo político de los militares hacia un limbo por tiempo indefinido. La realidad era que las FF.AA. habían llevado a cabo la misión de orden que les había sido solicitada (lo cual conformaba a los que mandan) pero algunos de los medios elegidos para perseguir sus objetivos terminaron siendo inaceptables. Una cosa era torturar a un subversivo y otra muy distinta secuestrar a un empresario para pedir rescate a su familia y encima asesinarlo. Un límite había sido traspasado por los militares en el poder, que los volvía desagradables e inseguros para el gran empresariado argentino. La aventura de Malvinas fue el traspaso de este accionar a la escena de las relaciones internacionales.

La democracia de 1983 también era la heredera de la derrota de los proyectos políticos de transformación radical. La revolución social arrastró en su caída al país populista, cuya economía industrial semicerrada fue juzgada por los ideólogos del PRN como el “caldo de cultivo para la subversión”.

Los intelectuales exilados volvían al país reivindicando la democracia como proyecto y ya no el cambio socialista ni la llamada “liberación nacional”. La dictadura había suprimido tanto el horizonte socialista como el nacional-populista. La democracia en general, sin adjetivos, se convirtió en la utopía compartida de los sectores más amplios y disímiles. La condición de mejora para los problemas argentinos era el establecimiento de este régimen político. Una creencia de contenido semimágico que hacía abstracción de las condiciones reales en que la democracia iba a ser construida, aunque más edificante y racional que el actual predominio de la antipolítica zonza y permanentemente indignada.

El radicalismo alfonsinista fue el que mejor advirtió este clima de época. Algunos de sus eslóganes daban cuenta astutamente de ello. El “Ahora Alfonsín”, que terminaba con la frase “más que una salida es una entrada a la vida”, expresaba como nadie las aspiraciones minimalistas de la mayoría de los ciudadanos/individuos. Una demanda de vivir en paz, de que se erigiera alguna clase de valla de contención que alejara la muerte y la violencia.

Otro acierto alfonsinista fue el eslogan “Con la democracia se come, se cura y se educa”. Sin ponernos a analizar lo verdadero o lo falso de este enunciado, hay que señalar que ganaba adhesiones por derecha e izquierda. El progresismo y la izquierda podían encontrar en este eslogan la referencia a una democracia social que fuera más allá de lo procedimental. O quizás un guiño hacia un país hermano en el que esas conquistas materiales estaban garantizadas. O por lo menos eso se pensaba. Al mismo tiempo, la palabra “democracia” resonaba todavía en ese tiempo como una voz de orden de la elite argentina, que la pregonaba como un ideal deseado pero en general inalcanzable en la práctica por las malas inclinaciones del electorado plebeyo y que justificaba ideológicamente la realpolitik despótica que fuera necesario aplicar en cada momento. Cierto antiperonismo de capas medias se expresó durante la campaña alfonsinista mediante el cantito: “Perón, Evita / devuélvannos la guita”. Alfonsín hizo lo más lógico. No lo legitimó pero tampoco lo censuró. Sabía que también necesitaba de esos votos.

El gorilismo y el progresismo podían darse la mano en el apoyo a Alfonsín. Al mismo tiempo, el fenómeno alfonsinista los superaba a ambos. La victoria alfonsinista también se produjo debido a su captura de un electorado “independiente” ajeno al partido radical y a su éxito entre los nuevos votantes. La imagen de Alfonsín lo convertía en una versión criolla de algún primer ministro europeo, que dejaba atrás los costados más provincianos y decadentes del balbinismo. Pretendía transmitir una imagen socialdemócrata aunque no contaba con el apoyo de ningún sector significativo del movimiento obrero. Esta deficiencia intentó resolverse a través de la denuncia de un pacto sindical-militar que tenía tanta vehemencia como carácter genérico e indeterminado. Fue exitosa de todas maneras. Sirvió como un arma más para ganar las elecciones. El reposicionamiento sindical que ensayó la CGT respecto de la dictadura, encarnado en la figura de Ubaldini, fue deslegitimado por el alfonsinismo que logró asociar al sindicalismo organizado con otro de los varios enemigos corporativos de la democracia.

La campaña alfonsinista también supo expresarse a través de dos películas: La república perdida y No habrá más penas ni olvido. La primera película era un documental que intentaba la narración histórica de los golpes militares y los conflictos socio-políticos desde el Centenario hasta el golpe de 1976. El guión lo hizo Luis Gregorich, astuto periodista cultural con poder en las redacciones de diarios durante los años setenta y ochenta y decidido partidario de Alfonsín. La narrativa de Gregorich conseguía bordar el énfasis institucionalista como clave para la solución de los problemas argentinos con una recuperación de la cultura nacionalista peronista en la que todo confluía para que el espectador encontrase en Alfonsín la llave maestra para recuperar esa república extraviada en pasiones corporativas y autoritarias y que al mismo tiempo conformara y sumara a una parte del espectro nacional y popular. No habrá más penas ni olvido era la versión cinematográfica de la novela de Osvaldo Soriano en la que la cruenta lucha interna del peronismo setentista era desarrollada en el marco de un pueblo bonaerense. Fue dirigida por Héctor Olivera, abierto alfonsinista. Con las limitaciones de todo lo que es de orden personal me interesa reseñar mi experiencia de espectador de ambos films. El documental lo vi con unos amigos peronistas y un fervoroso lector de Jorge Abelardo Ramos que se indignaba recurrentemente con los usos que Gregorich se permitía con la versión revisionista de la historia argentina. Sin embargo, todos quedaron bastante deprimidos ante la ovación y el estruendoso aplauso que recibió la brevísima aparición de Alfonsín en la película, que después de todo fue un personaje relativamente secundario en la política de los años setenta. Quizás sintieron premonitoriamente algo del desenlace de octubre de 1983. Cuando vi la película de Olivera, después de terminado mi horario de clases en el secundario, una vez concluido el travelling final en el que se ven los resultados de la reyerta y los muertos, durante los créditos de la película suena, casi atronadora, la marcha peronista. Bajando la escalera del cine, mientras todavía sonaba la canción partidaria, un individuo de pelo rojizo enrulado y de unos cincuenta años aproximadamente me mira y me dice enfáticamente: “Para no votarlos nunca más”. Sin duda, la idea que transmitía la película en ese contexto resultó eficaz. El alfonsinismo supo jugar hábilmente con los sentimientos de los antiperonistas sin dar jamás el paso de ser abiertamente antiperonista, ya que necesitaba atraer a una parte del voto peronista para poder ganar, objetivo que logró en gran parte si atendemos a la fuerte diferencia porcentual de votos entre Alfonsín y Luder así como la cómoda victoria de Alejandro Armendáriz en la provincia de Buenos Aires.

El peronismo se encontraba en un momento bastante menos favorable y con una evidente ausencia de orientación política. En su dirección estaba una mixtura de los cuadros que quedaban del tercer gobierno (incluyendo a varios lopezrreguistas vergonzantes) con los sectores que habían puesto la cara durante la dictadura y condujeron una serie de negociaciones con los militares. Existía además una hipertrofia de la presencia sindical entre los candidatos (en un país que ya no era el mismo de los años sesenta y setenta en materia de industria). Probablemente este factor haya sido decisivo en la resolución de la farragosa interna del PJ que concluyó con la candidatura de Ítalo Luder a la presidencia y Herminio Iglesias a gobernador de la provincia de Buenos Aires. Poco tiempo antes, Cafiero fue corrido con bastante descortesía de ambas candidaturas. El discurso peronista retomó una versión bastante desteñida de la campaña del Frejuli (Frente Justicialista de Liberación) de 1973 en la que la diferencia de contexto transformaba todo en una farsa. No se podía hacer la campaña de Cámpora, Perón y Gelbard con un elenco monopolizado por los restos del isabelismo y la “patria metalúrgica”. Faltaban varias piezas para que la opción “liberación o dependencia” tuviera un mínimo verosímil. Incluso, en términos de lo que era la situación argentina de ese momento, Luder era una opción de gobierno que implicaba una mayor continuidad con la dictadura. Ni siquiera estaba dispuesto a anular la amnistía promulgada por los militares en favor de sí mismos. La excusa era la de siempre: no se puede anular retroactivamente una ley. El peronismo como tal presentaba su peor lado a la sociedad civil y la imagen de Perón por sí sola no podía ganar las elecciones, como el Cid, después de muerto.

Los años maravillosos

La victoria alfonsinista fue una consecuencia lógica de este escenario. Era más congruente con la imagen que la mayoría de la sociedad argentina tenía de sí misma y sacaba de la escena a un peronismo que no había cambiado de fisonomía después de la experiencia traumática que había significado su tercer gobierno, inflacionario y represivo. Quizás empequeñecido, comparado con el PRN, pero vivo en la memoria de la sociedad. Para los sectores conservadores, los gobiernos peronistas implicaban siempre una decisiva proporción de caos y presencia masiva en la calle de sectores de la clase obrera. Para los sectores progresistas y de izquierda, el tercer gobierno peronista era la represión abierta y los asesinatos a la vista de todo el mundo. A pesar de ser minoritarias, estas imágenes operaron en favor de la opción alfonsinista. La imagen mayoritaria fue aquella que vio en Alfonsín una figura tranquilizante, que parecía garantizar una vida en paz para cada uno de los ciudadanos. Se rechazaba “la violencia” una entidad poco definida en la que entraba la dictadura militar pero también la guerrilla, el sindicalismo, etcétera.

La épica alfonsinista se sustentó en la pretensión de que la democracia no era un terreno ya plenamente conquistado y que lo que en ese momento se planteó desde sus filas como la contradicción democracia vs autoritarismo era una pelea que había que ganar día a día. Esta épica contenía partes de verdad y partes de mentira.

Desde el punto de vista institucional, la democracia argentina jamás estuvo en peligro. No podía haber un golpe porque la institución necesaria para llevarlo a cabo había quedado fuera de juego como consecuencia de la derrota de Malvinas. Los militares procesistas, de igual modo que los futuros carapintadas, podían pensar que Alfonsín era un idiota, un subversivo camuflado o cualquier otra tontería similar. Pero de ningún modo podían derrocarlo. Sabían que el orden internacional al que ellos pertenecían y al que debían obedecer había optado por una política que los excluía.

La forma de conducir a la sociedad civil que mostró Alfonsín no se diferenciaba mucho de la de cualquier otro político que represente a su base social en una democracia de baja intensidad. Era “apóyenme pero el que hace soy yo”. Quizás dicho así no sea algo intrínsecamente criticable. El contexto de ilusiones democráticas, dominante en ese momento, requería cierto manejo táctico envolvente para neutralizar los conflictos y hacerlos jugar a favor de esa determinada iniciativa política. Cuando asumió la presidencia Alfonsín les dijo a los movimientos de derechos humanos algo así como: “ustedes han llevado a cabo una lucha muy valiente pero ahora hay democracia en Argentina, así que pueden irse a su casa y nosotros nos ocuparemos del tema”. Consecuente con eso Alfonsín formó la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas), un grupo de notables (en el que convivían tránsfugas que fueron críticos en el último tramo del PRN con gente de diversas extracciones que había sido verdaderamente opositora al régimen militar) que iban a investigar las desapariciones. En ningún momento buscó integrar a los movimientos de derechos humanos a una política pública. Los únicos que contaron con apoyo oficial alfonsinista fueron los que solamente aplaudían pero tampoco ganaron un protagonismo mucho mayor al de la mera obediencia. Con los demás movimientos, especialmente los que nucleaban a los afectados (madres, familiares, abuelas) la relación fue tensándose en forma paulatina hasta la total ruptura con varios de ellos.

El alfonsinismo tuvo considerable éxito político desde 1984 hasta el inicio de 1987. El fallecido Oscar Landi habló en ese momento de la capacidad que tuvo Alfonsín para ser creíble para la sociedad, para que su actividad política apareciese como una continuación de sus convicciones. Los peronistas, derrotados por primera vez en una elección democrática, iniciaron un proceso de cambio. Con su victoria, Alfonsín los había convertido en un partido como los demás, quitándoles el halo mágico que los transformaba en la encarnación de algo que los trascendía a sí mismos (el llamado “movimiento nacional”) y los convirtió en un grupo más que lucha por el poder. Antonio Cafiero fue el hombre que condujo la primera etapa de la reconversión peronista en un partido. Curiosamente, el único político peronista que jugó como aliado firme del gobierno fue, el entonces gobernador de la Rioja, Carlos Menem.

La conducción económica del alfonsinismo fue bastante errática. Su primer ministro de Economía, Bernardo Grinspun, llevó adelante una política de estímulo del mercado interno y recuperación salarial que habría sido muy progresiva si Argentina hubiera funcionado como una economía cerrada, si no se hubiera dado la persistencia inflacionaria conocida y no hubiese existido la terrible hipoteca de la deuda externa. En reemplazo de Grinspun el Presidente ubicó a Juan Sourrouille y a un equipo de los mejores técnicos de raíz estructuralista. Estos diseñaron un plan de ajuste heterodoxo que tuvo un importante éxito inicial que le aseguró al gobierno la victoria en las primeras elecciones de medio término.

El otro momento triunfal de la épica alfonsinista fue su política de derechos humanos, y especialmente el juicio a las juntas militares. Si nuestra premisa de que la democracia argentina es producto de la derrota en Malvinas es correcta, la pertinencia del juicio a las juntas era un eslabón necesario de la situación política. Si el ejército no podía volver a gobernar la Argentina, y esto era una decisión clara tanto del bloque de clases dominantes locales como del orden internacional, era bastante lógico iniciar un proceso purgativo que lo readaptara a sus nuevas funciones e incumbencias. La hiperideologizada derecha de la Argentina (liberal, nacionalista y de pequeños sectores del peronismo) entendía esto como un “plan para destruir a las FF.AA.”, que abarcó tanto a Alfonsín como a Menem. Una tesis absurda, si se recuerda que al mismo tiempo que instruía los juicios a la cúpula represiva Alfonsín solicitaba la persecución a las dirigencias sobrevivientes de Montoneros y del casi extinguido PRT-ERP (Partido Revolucionario de los Trabajadores-Ejército Revolucionario del Pueblo).

El proyecto alfonsinista en la cuestión militar tenía dos pilares: la subordinación de los militares al poder civil y el juicio a las cúpulas de las FF.AA. Respecto a lo primero el alfonsinismo buscaba invertir una historia de automanejo del Ejército, en el que estos eran los únicos que podían juzgar a sus pares (orden instaurado por el golpe de Estado de 1943). Alfonsín hizo la comedia de dar ciertos plazos para que los militares realizaran esa tarea pero todo el mundo, incluido él mismo, sabía que este procedimiento no iba a concluir en nada sustancial. A partir de allí el gobierno decidió impulsar en el Congreso una ley respecto al juzgamiento de los jefes de la represión. No era necesario, para el alfonsinismo, juzgar al Ejército como institución. En muchas ocasiones los radicales criticaron esta posibilidad mentando los juicios populares de los procesos revolucionarios y asociando esta postura a los movimientos de derechos humanos, los cuales jamás propusieron nada semejante. El alfonsinismo iba a juzgar a las cúpulas exclusivamente.

La ley salida del Congreso adquirió una dinámica propia. El proyecto alfonsinista de juicio a los jefes de la represión sufrió una modificación imprevista, que ampliaba el radio de lo que se podía poner a juicio. La propuesta del senador Sapag (que tenía un hijo militante montonero que fue asesinado por los militares), aconsejado por el obispo Novak, incluyó el enjuiciamiento a los actos aberrantes en contra de las personas. Esto ponía a todos los torturadores del PRN como potenciales enjuiciados. El alfonsinismo advirtió rápidamente esta implicancia y pensó en utilizar el veto presidencial pero también era consciente del desencanto que este acto causaría en una parte de su base electoral y en el inicio de su gobierno. Apostó a neutralizar este imprevisto inconveniente en el curso de los hechos. En el mundo civil contaba con numerosos aliados para llevar adelante estos fines. Paralelamente, la franja más independiente de los movimientos de derechos humanos aprovechó esta inesperada apertura para iniciar la mayor cantidad de juicios posibles a represores.

Esta circunstancia permite comprender que momentos tan aparentemente opuestos como el juicio a las juntas y la ley de obediencia debida formaban parte de la reestructuración militar que el alfonsinismo tenía en mente. Por supuesto, en diferentes tiempos y circunstancias a las que terminó dándose. El fallo del juicio a las juntas también fue controversial y tuvo gusto a poco si lo comparamos con el discurso bombástico y algo fatuo del fiscal Strassera (el cual, de todas maneras, era un lujo si se lo comparaba con los abogados de los comandantes). Únicamente Jorge Rafael Videla y Emilio Eduardo Massera tenían condenas a perpetua. Los demás condenados oscilaban entre cuatro y doce años y en el caso de Roberto Eduardo Viola a diecisiete. Algunos –como Leopoldo Fortunato Galtieri– fueron absueltos. Los militantes radicales solían resaltar ese resultado como una decisión completamente política, agregando que no valía la pena condenar a Leopoldo Fortunato por sus crímenes cuando en verdad “le vamos a caer con todo cuando juzguemos Malvinas”.

El juicio a las juntas se presentaba como una reparación a la sociedad civil por los crímenes de la represión pero constituía en realidad una necesaria puesta a punto del Estado argentino y los aparatos institucionales que lo conforman; lo cual refería en primer plano a las fuerzas armadas. Esta reconfiguración incluía un aspecto internacional, ya que la circunstancia que la había posibilitado partió de la derrota de los militares en un conflicto con un enemigo externo.

Durante los años alfonsinistas la vida cotidiana de las personas mejoró bastante en el plano de lo que se podía hacer. Muchos vivieron intensamente este ingreso a la libertad civil. No esperaban que el gobierno mejorara considerablemente la cuestión social o la economía. Existía un sentimiento de vivir la vida aquí y ahora. En una canción de Virus titulada “Hay que salir del agujero interior” aparece claramente este estado de ánimo. Esta estructura de sentimiento permeó muchas de las manifestaciones culturales y sociales de la época, tanto en la vida juvenil como en el desarrollo de la militancia política de esos años. Sin embargo, la irrupción coactiva de los policías en la vida social de los jóvenes siguió siendo un dato bastante presente durante la presidencia de Alfonsín.

La militancia de izquierda de esos primeros años democráticos tuvo como expresiones principales al Partido Comunista (PC) y al Partido Intransigente (PI). El PC tenía a la Fede como bastión principal. Su militancia universitaria era importante pero lo que impresionaba por su masividad era su influencia en los estudiantes secundarios. En el movimiento secundario de la época era frecuente la alianza de todos o casi todos los grupos en contra del PC. El PI, a pesar de su fuerte impulso inicial y la potencia de su frente universitario, no supo maniobrar políticamente y quedó diluido, primero frente al alfonsinismo y después con el peronismo. Dentro del trotskismo, venía avanzando tesoneramente el Movimiento al Socialismo (MAS).

Las discusiones políticas que tenía la militancia progresista y de izquierda se centraban en la actitud hacia el gobierno de Alfonsín y en la naturaleza de la transformación que se postulaba. Había dos actitudes: los que poniendo la democracia por encima de todo planteaban apoyar las medidas positivas y criticar las negativas y, por otro lado, ejercer una oposición completa al gobierno en vista de su carácter capitalista. La primera fue la actitud de los grupos nacionales y populares y también esa fue la actitud inicial del Partido Comunista. La segunda fue la actitud del MAS y del Partido Obrero (PO). El primero de estos partidos buscó pegarse a sectores peronistas disconformes, tratando en la medida de sus posibilidades que la crisis de ese espacio no se cerrara. Sabía que, para la construcción militante que intentaba, la base social alfonsinista no era la adecuada. Donde el MAS de los ochenta falló rotundamente fue en la elaboración programática. Su sano dinamismo constructivo, que lo convirtió en pocos años en el partido de izquierda más importante de Argentina, no pudo equilibrar una falta de análisis que lo llevó a perspectivas políticas de un optimismo afiebrado. El PO, que compartía esa matriz irrealista de pensamiento, tenía análisis parecidos pero su relativa marginalidad en ese momento evitó que trascendieran.

El ocaso

El punto de no retorno entre el gobierno y los movimientos de derechos humanos fue la Ley de Punto Final. El alfonsinismo puso una fecha tope para presentar las causas de juzgamiento a los represores de la dictadura militar. Los equipos jurídicos de los movimientos de derechos humanos iniciaron una carrera a contrarreloj y presentaron en el poder judicial varios miles de causas. Esta respuesta puso en crisis a la iniciativa del punto final. El gobierno mantenía su programa frente a la cuestión militar y las causas presentadas involucraban mayormente a cuadros medios de la represión, los cuales no estaban incluidos en los planes de reparación del gobierno.

Esto desembocó en la crisis de Semana Santa de 1987 en la que una rebelión de oficiales, que no incluía a generales, se diseminó por numerosos cuarteles mientras el gobierno se esforzaba por encontrar poder de fuego y ver si podía forzar una rendición de los alzados. Los carapintadas, como se los llamó en los mass media, afirmaban que no querían dar un golpe. Sabían cuáles eran los límites de lo tolerable por el orden social, nacional e internacional. Pretendían acabar con los juicios a los represores de la dictadura militar, oficiaban como una forma sui generis de sindicato de torturadores. No casualmente eligieron el nombre de “Operación Dignidad” para lanzar su primera iniciativa, como si su accionar representara el hartazgo de una minoría injustamente perseguida. Las reivindicaciones carapintadas se proyectaban a la línea de sucesión en el Ejército, ya que la presencia o la ausencia de determinados cuadros militares significaba el estímulo o la inhibición de ciertas políticas sobre la institución.

La Semana Santa de 1987 generó una formidable movilización antimilitarista en la sociedad civil. Amplios sectores de la población llenaron plazas y se movilizaron hacia los cuarteles repudiando a los militares alzados. A pesar de ese entusiasmo y voluntad, las personas movilizadas querían defender la democracia pero no sabían cómo hacerlo. Eso lo dejaban a criterio de los partidos políticos, los cuales presentaron un frente unido a partir de la política del gobierno. Este les hizo firmar una declaración, el Acta de Compromiso Democrático, cuyo tercer punto era la formulación abierta de la obediencia debida. El acta fue firmada por todas las fuerzas políticas y sociales a excepción del MAS, el PO y las Madres lideradas por Hebe Bonafini. El MAS salió ampliamente beneficiado por su política en la crisis de semana santa. Su activo militante se incrementó cualitativamente. De todas formas, la oposición a la política del gobierno ante la crisis tenía poca entidad en cuanto a volumen político. El alfonsinismo estaba cubierto por el lado político civil pero, como ya se dijo, no tenía fuerza militar para reprimir.

La negociación era inevitable. Lo que necesitaba Alfonsín era poder presentarle a la sociedad civil la imagen de los carapintadas rindiéndose o alguna escena similar y así dejar tranquila a la multitud que lo esperaba en Plaza de Mayo. Allí se produjo el célebre “Felices Pascuas, no ha habido sangre entre los argentinos” que hoy en día se recuerda con poca simpatía como algo que está entre el engaño a la sociedad y la complicidad con los carapintadas. No fue así en ese momento. La duda y la necesidad de elaboración de qué fue lo que pasó era lo que primó en la población. Con los años sedimentó la visión crítica que tiene gran parte de la gente sobre estos sucesos.

No cabe la menor duda de que alfonsinistas y carapintadas eran enemigos y se percibían como tales. Sin embargo, su mutuo accionar operó como una pinza en la que se encerró a los movimientos de derechos humanos. Alfonsinistas y carapintadas derrotaron a estos movimientos y en el mediano plazo acabaron con la posibilidad de enjuiciar a los represores. El indulto menemista fue solamente la cereza del postre de un encubrimiento a la represión de la década del setenta. También le permitió a Menem terminar de desarmar las tensiones residuales que quedaban del conflicto iniciado por los carapintadas y aislar a su sector más extremista (el de Mohamed Alí Seineldín), que cuando volvió a rebelarse fue reprimido sin contemplaciones. Con el resultado de la obediencia debida alfonsinista y el indulto que él mismo dictó, Menem tuvo las tropas que le faltaron a su antecesor.

Semana Santa fue el inicio de la ruptura de la sociedad civil con el alfonsinismo. El otro punto conflictivo que llevó al fin del alfonsinismo y terminó de delinear los rasgos de la transición democrática argentina fue la crisis económica que se coronó con la hiperinflación de 1989.

La política económica del alfonsinismo tuvo un importante éxito con la estabilización del Plan Austral. Por razones que sería largo detallar, la inercia inflacionaria volvió a adquirir dinamismo, alimentada además con la licuación del capital político del gobierno después de Semana Santa y la victoria peronista en las elecciones de 1987. Los salarios iban muy atrás de los precios, lo cual estimulaba el conflicto distributivo. Los trece paros que el sindicalismo llevó a cabo contra Alfonsín tenían esa base material a favor. La alta inflación también actuaba en contra de los impuestos que recaudaba el Estado nacional, lo cual volvía interminables los tarifazos y aumentaba la ingobernabilidad de la administración radical. A esto hay que sumar que el gobierno había dejado de pagar de hecho la deuda externa, era presionado por los industriales para que aumente los planes de promoción industrial y por la burguesía agraria, que buscaba mantener su renta y su ganancia en un contexto internacional que comenzaba a salir de la depresión de precios de 1986-1987. El gobierno le había prometido no subir las retenciones durante el Plan Primavera (sucesor del Austral) pero intentó recuperar lo que perdía a través de un desdoblamiento cambiario que desató las iras de la burguesía agraria, que se manifestaron en la célebre silbatina de julio de 1988 en el predio de La Rural.

La política económica alfonsinista, a pesar de que contó con un equipo económico heterodoxo, no tuvo nunca la intención de romper con el régimen social de acumulación de la valorización financiera. Más bien intentó coexistir con él y tratar de civilizarlo paulatinamente. Reproducía en la economía la misma táctica a lo Sherezade que para el ámbito de la política le aconsejaron una pareja de escritores que compusieron algunos de los discursos presidenciales.

En enero de 1989, la demanda de dólares era cada vez más creciente. El actor clave en estas compras de divisas fueron los bancos privados más fuertes. A esto se agregó el retraso en el desembolso de los créditos del Banco Mundial, principal organismo internacional que apoyaba al gobierno después de la retirada del Fondo Monetario Internacional ante la virtual moratoria de la deuda externa. El gobierno se retira del mercado de cambios y el dólar empieza su ascenso a la cumbre. El nivel de precios acompaña al tipo de cambio y desde febrero se duplicó mes a mes hasta llegar al máximo en julio de 1989. El índice de precios de todo 1989 fue de casi un 5.000%. Se derrumbaban las transacciones porque se carecía de parámetros para llevarlas a cabo. El gobierno empezaba a caerse a pedazos.

La literatura académica sobre este primer episodio hiperinflacionario (hubo una segunda hiperinflación menemista tras el derrumbe del plan BB –Bunge & Born–) clarificó bastante la estructura que guió los hechos vertiginosos de esos días, planteando el origen de la crisis hiperinflacionaria en el enfrentamiento entre los acreedores externos y la burguesía local. Al tener los primeros vedada la intervención directa en el sistema político recurrieron a su poder económico en tanto que acreedores para introducir elementos de shock en una economía argentina crónicamente necesitada de dólares. De alguna forma se puede decir que así como el juicio a las juntas era necesario para dejar fuera de la cancha sine die al partido militar después de su derrota en Malvinas, el disciplinamiento económico que introdujo la hiperinflación limitó el poder de la burguesía local para hacer lo que quisiera en materia de deuda e inserción en el mercado mundial. Las privatizaciones masivas y el Plan Brady se insinuaban en el horizonte. Si todo esto favorecía o perjudicaba la instauración de la novel democracia sudamericana, era algo que a los acreedores les importaba bien poco.

El alfonsinismo fue triturado al quedar en medio de esta disputa. Probablemente le hubiera pasado lo mismo a cualquier otro gobierno en circunstancias parecidas. Quién se encontró en mejor posición para acumular poder mientras veía cómo se resolvía la puja entre los burgueses argentinos y los acreedores al mismo tiempo que advertía la dirección que tomaba este momento histórico fue Menem. Este aprovechó la desgracia alfonsinista y las embestidas carapintadas residuales para que ambos contendientes se debilitaran mutuamente y él pudiera surgir en una posición cubierta. Seguramente no podemos reputar su pauta de conducta como muy republicana pero fue completamente racional y, desde ese exclusivo punto de mira, imposible de criticar. La democracia argentina sigue fantaseando de manera neurótica a través de los años con “Pactos de La Moncloa”, concertaciones, políticas de Estado, consensos y todo ese tipo de cosas, pero la mayoría de las personas sabemos que las grandes encrucijadas de la vida nacional se resuelven mediante vías de hecho y cada grupo social con poder y cada corporación juega sus fichas sin importarle demasiado quién salga lastimado.

Retrospectivamente se ha querido proceder a una glorificación de Alfonsín como si hubiera sido una especie de Salvador Allende sitiado en La Moneda, no por los fascistas sino por los capitanes de la industria y los terratenientes que le hicieron un “golpe de mercado”. Otra falacia solidaria con esta afirma que la transición democrática argentina fue la única transición “de ruptura” con el régimen anterior. Ambas falacias provienen de respetables partidarios progresistas del alfonsinismo. Ni la conmoción hiperinflacionaria como tal respondió a una movida de la burguesía local ni las otras transiciones democráticas de la región habían tenido la ventaja de tener que negociar con un Ejército derrotado por una potencia extranjera. La ausencia de este factor, en los casos uruguayo, brasileño y chileno, fortaleció la potencia y la capacidad de negociación de esas dictaduras militares. El paralelo posible de la transición argentina probablemente haya que hacerlo con Grecia. La dictadura de los coroneles termina cayendo gracias a su aventura en Chipre y también fue juzgada por el gobierno del conservador Karamanlis. Aunque a los militares griegos les tocó pasar unos cuantos años más de prisión que a los argentinos durante la transición democrática.

Lo que sí hay que reconocerle a los progresistas alfonsinistas es que el primer gobierno constitucional intentó cortar o limitar la irresistible ascensión del Grupo Clarín a la categoría de monopolio mediático. Evitar esto hubiera sido positivo ya que cada medio crea a sus consumidores y, una vez que logra esto, cualquier limitación a su monopolio es vivido por esa misma parte de la sociedad como un atropello estatal a la libertad de expresión, que en este caso se reduce a la de consumir sus golosinas simbólicas preferidas.

Otro aspecto reivindicable del legado alfonsinista fue la Ley de Divorcio. Su sanción debió enfrentar a la Iglesia y al entonces relativamente importante sector que orbitaba a su alrededor. El catolicismo argentino estuvo esos años en pie de guerra para prohibir películas y cualquier manifestación cultural que pudieran percibir como contradictoria con su ideal religioso. Cumplía, aunque lo ignorara, el papel que Hegel le asignaba a las iglesias en una sociedad en la que el Iluminismo hubiera triunfado: la de ser juez, y en parte policía, de los usos y costumbres de la moral de su tiempo. La campaña católica contra la Ley de Divorcio invocaba la casi segura disolución de los vínculos familiares, lo cual era disparatado pero sirvió para que el trámite de divorcio concluyera siendo dificultoso y muy caro.

Con la hiperinflación y los saqueos, la ilusión alfonsinista se diluía y enterraba a la ilusión democrática como tal. Ya casi nadie tendría interés en la participación en la vida política. Cada hogar intentaba administrar lo más racionalmente que podía un signo monetario cuyo valor se le deshacía entre los dedos. La diferencia de horas en comprar una determinada mercadería o la circunstancia inversa de no poder comprarla, ya sea por una suba de precio mayor a la esperada o a que el comerciante no quisiera venderla en ese momento, incidían en que la vida cotidiana fuera altamente dificultosa. Por supuesto, los principales grupos económicos ganaron mucho con esa crisis, especialmente en sus implicancias políticas y sociales.

Los saqueos fueron un shock para la sociedad argentina. Pero no se debe creer que fue una experiencia traumática vivida de forma protagónica por las mayorías. El grueso de la población lo vivió como espectadores, como si se tratase de un programa de TV que contara los problemas de los carenciados. Otra parte de la población, sin duda muy minoritaria, recuerda el tiempo de la hiperinflación con cierta nostalgia debido a que gastaba todos sus ingresos en salidas y diversiones, dada la imposibilidad de cualquier clase de ahorro. La avenida Corrientes, que todavía constituía el principal centro de la vida nocturna de Buenos Aires, tuvo una actividad permanente en esos días. La precariedad evidente de la vida de ese tiempo fue un estímulo para, los que eran jóvenes o divorciados o carecían de obligaciones fijas, se concentraran en sus aventuras personales, encontrándose a veces con los conspiradores de bar y sus mil causas disímiles. Por detrás del vértigo y el caos del último tramo del alfonsinismo se insinuaba el advenimiento de un orden duradero. El futuro era desconocido y la actitud más lógica que tenían los individuos era aferrarse a vivir el presente en la acepción más inmediata que tiene este tiempo. La transición terminaba, la política se alineaba con los grupos sociales dominantes y el orden se impondría por un largo tiempo a través de la promesa primermundista y su aparente materialización en la realidad así también como la emergencia de un neoliberalismo asumido entusiastamente por los individuos. La política, por un lado, obtenía la garantía de conservar su lugar a cambio de renunciar a cualquier decisión trascendente y, por el otro, iniciaba su lento distanciamiento de la sociedad civil, convirtiéndose paulatinamente en el culpable universal de las frustraciones argentinas. La valorización financiera había probado su fortaleza y pasado la prueba de la transición democrática, la cual de cierta manera la había legitimado, apoyándose en la apatía y desilusión de las mayorías. Los políticos quedaban a cargo de legitimar las orientaciones básicas del orden social y las masas se retiraban hacia esa otra ilusión llamada vida privada.

A la memoria de mi amigo Fernando Garcia (1967-2019)

Diciembre de 2018


Cómo citar este artículo:
Alejandro Sosa Dias. "Memorias de una transición impura". El búho y la alondra [en línea]  Julio / Diciembre 2019, n° Transiciones. Actualizado:  2019-06-24 [citado 2024-04-25].
Disponible en Internet: https://www.centrocultural.coop/revista/transiciones/memorias-de-una-transicion-impura. ISSN 2618-2343 .

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