Poética / Política | Centro Cultural de la Cooperación

Poética / Política

Autor/es: Daniel Freidenmberg

Sección: Opinión

Edición: 5 / 6

Palabras clave: Carta abierta, Lenguaje, Política
Español:

Los lenguajes de las distintas tradiciones políticas populares, nacionales, de izquierda y progresistas tienen mucho que aportar, constituyen una herencia invalorable a la que renunciar sería suicida, pero ninguno alcanza porque cada tiempo plantea su propio desafío y cada fenómeno y cada situación requieren ser encarados como la singularidad que constituyen. Ver las cosas, las situaciones y los fenómenos como son, en toda su magnitud interrogante, implica buscar palabras no del todo dichas: Carta Abierta es en gran medida la búsqueda de un lenguaje y todo movimiento político debería buscar serlo en cierto modo.


En la tecnocrática, ultrarracionalista y utilitarista sociedad distópica
que, quizá con ingenuo didactismo, imaginó Jean-Luc Godard
para su película Alphaville, la poesía está
prohibida “porque no se entiende”, según explica el
personaje de Anna Karina al visitante que trae consigo un ejemplar de Capital
del dolor
, de Paul Éluard, pero lo que demuestran esos
mismos extraños versos que un instante después ella empieza
a pronunciar (quizá la extrema belleza de ese tramo baste para
justificar toda la Nouvelle Vague francesa) es que si
alguien no los entiende es porque lo que quiere entender es otra cosa que
lo que la creatividad de Éluard tiene para ofrecerle. Porque con qué
otras palabras podría haberse dado el tipo de iluminación
mental que suscita la percepción de inesperadas relaciones que a la
inteligencia, a la sensibilidad y a la imaginación les propone el
anómalo discurso éluardiano: no existe ni podría
existir un solo modo de entender, y salir de los modos habituales de lo
que se llama “entender” es una de las tareas de la poesía
o de buena parte de la poesía, pero no de la poesía únicamente.
Si bien no es literalmente “no se entiende” el reproche que
suelen recibir los documentos que, con el nombre de “cartas”,
emite el colectivo de intelectuales Carta Abierta, más o menos a lo
mismo aluden expresiones como “barroco”, “innecesariamente
complicado”, “poco accesible para la gente común”,
con que la Carta/3 o la Carta/5 han sido recibidos, incluso entre algunos
de los propios adherentes a esas declaraciones o participantes de sus
asambleas.

El hecho, sin embargo, es que si Carta Abierta logró articular e
instalar expresiones que buena parte de la sociedad argentina adoptó,
como “clima destituyente” o “restauración
conservadora”, es porque, cuando nació, en medio del fragor
de la rebelión nacional desatada por la patronal agromediática,
nació ante todo para decir lo que no se decía y para decir
de otro modo lo que se estaba diciendo. Nació, entre otros motivos,
pero muy especialmente, porque nació de la percepción de que
hacía falta decir con otras palabras, porque de lo contrario no era
posible decir lo necesario: había que encontrar palabras distintas,
otros modos de decir. Carta Abierta nació para escribir una carta,
y esa carta suponía que la política, o “lo político”,
reclamaba ser interrogado de un modo diferente. Si convenimos en llamar
“anomalía”, como se ha dicho, al inusitado fenómeno
que están viviendo los pueblos y estados de América Latina
–y que hoy corre serio peligro ante la recuperación de la
iniciativa de los tradicionales detentadores del poder y sus ultramodernos
socios–, quizá pueda convenirse también en que, como
fenómeno nuevo e inusitado, esa anomalía no tiene aún
su lenguaje: los viejos lenguajes de la política no alcanzan para
dar cuenta de lo que se está viviendo en esta parte del mundo y en
la Argentina en particular. Los lenguajes de las distintas tradiciones políticas
populares, nacionales, de izquierda y progresistas tienen mucho que
aportar, constituyen una herencia invalorable a la que renunciar sería
suicida, pero ninguno alcanza porque cada tiempo plantea su propio desafío
y cada fenómeno y cada situación requieren ser encarados
como la singularidad que constituyen. Ver las cosas, las situaciones y los
fenómenos como son, en toda su magnitud interrogante, implica
buscar palabras no del todo dichas: Carta Abierta es en gran medida la búsqueda
de un lenguaje y todo movimiento político debería buscar
serlo en cierto modo.

Algo quizá tenga que ver la dificultad para abandonar los lenguajes
políticos conocidos y transitados de las fuerzas populares
argentinas, incluidas las que están en el Gobierno, con los
resultados electorales del 28 de junio. Más eficaz, en ese sentido,
la derecha modernizada y espectacular no ofrece una vía a
incorporar, porque las formas que adopta son “formas que traen
contenido”, están cargadas de ideología, portan una
dirección de clase y una intencionalidad en su propio modo de
presentarse, conllevan una ética y una concepción del sujeto
al que se dirigen, de ahí la magnitud de la tarea que se abre a las
fuerzas populares. Preguntarse –y es una pregunta acuciante–
por nuevos lenguajes no equivale a dirigir la mirada hacia estudios de
marketing ni a esperar algo de sofisticados productos de ingeniería
publicitaria. Entre otros motivos, y ante todo, porque a lo que se apuesta
no es a vender un producto. Se trata de algo mucho más difícil
y de más ardua comprensión, se trata de hacerse cargo de un
complejo estado de cosas. “La situación es grave y se
resuelve con autenticidad en la palabra, y ésta es creación
colectiva pero inesperada
”, lo resume uno de los
fundadores de Carta Abierta, Horacio González. La autenticidad y lo
inesperado (a diferencia del lenguaje de la política de marketing,
que va a lo eficaz y aparentemente inesperado, sin duda sorprendente pero
programado e inauténtico) como modo de superar, hasta donde sea
posible –nunca lo será del todo, ni mucho menos–, el
acostumbramiento al discurso inmediatista que practica un lenguaje que se
recuesta en referencias bien conocidas y remite a retóricas y códigos
ya establecidos en política, que ya probaron que podían
conmover, pero que por eso mismo terminan por volverse lugares
confortables del pensamiento, acostumbrados, y que como tales pierden
capacidad de inquietar,

En vez de un lenguaje constituido, “un lenguaje al que echar
mano como quien recurre a una caja de instrumentos
” (al
decir de González), se está ante una tarea por encontrar la
palabra que falta –y que tal vez nunca se alcance– y que los
hechos cambiantes o siempre de alguna manera inabordables reclaman para
poder ser encarados. Que es también, en el mismo movimiento, una
tarea por desembarazarse de las palabras que portan cargas viciadas o
traicioneras o anquilosadas, que apenas sirven ya para regodearse con el
recuerdo de lo que fueron una vez. Y también en ese movimiento que
es uno y muchos, además, una tarea que no cesa de enfrentarse a
ellas, las palabras, con los misterios que inevitablemente portan, sus
peligrosos o seductores rebordes, sus extrañas conductas, sus
superficies, sus modos de generar realidad y crear algo en nosotros, para
ver qué hacer con ellas y qué ellas podrían hacer
–o no– con nosotros: es una batalla de poetas, y en ese
sentido la batalla política reclama poetas en el más
profundo y responsable de los sentidos que se le pueda dar a la palabra, y
reclama que quien piense a la política con un sentido emancipatorio
y popular, si la piensa en serio, deba indefectiblemente asumirse, en gran
medida, como poeta. Y esto de ningún modo implica, por supuesto,
escribir versos, menos aun en un tiempo en que muchos de quienes escriben
versos están muy lejos de plantearse inquietudes de esta índole,
alentados en ese desdén por un campo literario saturado hasta sus
resquicios más íntimos por los valores supuestamente “igualitaristas”
y banalizadores del mercantilismo neoliberal disfrazado de vanguardia
democratizadora.

Si entre otros motivos la poesía merece un reconocimiento de la
sociedad, cuando de verdad merece ser llamada “poesía”,
es porque nos lleva a sorprendernos ante las palabras, a no darlas como
partes de lo ya hecho y sabido, a considerarlas de nuevo. Y ahí, en
la poesía que se presenta como posibilidad de sorprenderse ante las
palabras, hay un modelo de relación con las cosas, los seres y las
personas: sorprendernos, no dar por sentado, respetar a ver qué o
quién o cómo es ese otro o eso otro, qué podemos
aprender, descubrir que no sabemos. Y de ahí también que en
tiempos de tanto desprecio y envilecimiento la propia poesía
empiece a sufrir el deterioro y surja una poesía que desprecia
cualquier posibilidad de extrañamiento o extrañeza ante la
palabra y por el contrario valore lo consabido, el prepoteo discursivo que
apenas tiende a arrollar o a ganar complicidad, la insignificancia como
valor de supuesta resistencia que, en su falaz llamado de defensa de lo mínimo
y pequeño, se resuelve en mero y mezquino entretenimiento
narcisista.

Toda escritura, todo modo de entender la escritura, presupone una relación
entre la escritura y el sujeto con el que esa escritura habrá de
encontrarse. La relación preestablecida, basada en sentidos
compartidos, en claves ya conocidas, supone un sujeto amistoso, o compañero,
o cómplice, o al que en todo caso no se le exige nada y nada se
espera de él. Hay un universo compartido entre personas que se
entienden –“compañeros”, tal vez, o “camaradas”–
y el resto queda afuera. Las ideas se dan por sentado, los objetivos también.
Un discurso político que no da por sentado, que renuncia a las señas
de pertenencia compartida, implica una relación política de
respeto e igualdad con el sujeto al que el texto se dirige. Un discurso
político que se plantea un lector extraño y dispuesto a
poner en acción sus capacidades intelectuales en la lectura o la
escucha presupone un sujeto no apoltronado en su relación con las
palabras, alguien que no naturaliza las palabras y es capaz de
considerarlas en vez de dejarse arrastrar por ellas, como quisieran y
necesitan la publicidad y los medios. Exactamente lo opuesto a cuando la
relación con las palabras, y de éstas con la sociedad y la
política, entiende a esa relación como hecho establecido. Se
trata de apostar, por el contrario, a una relación no estereotipada
con las palabras, que no permita que nos dominen, nos limiten y nos
impidan pensar, que establezca con ellas una distancia fraternal y
respetuosa (y a la vez irrespetuosa). El respeto no revisado a los siempre
necesarios códigos –palabras, emblemas, símbolos–
nos congela, nos encorseta, nos castra. Nos da cierta seguridad y cierta
tranquilidad, ciertamente, y ahí, en esa tranquilidad, está
la amenaza ante la que es imprescindible mantenerse alerta, porque es la vía
por donde un ideario o un discurso emancipatorios o de resistencia
empiezan a actuar como factores de inmovilidad o conservación, e
incluso en sentido contrario al que se supone que actúan.

Política como poética, no apoltronamiento, búsqueda
en lo incierto. No tiene que ver, aunque pareciera, con lo que se ha dado
en llamar “posmoderno”, aunque ha sabido recoger sus marcas: más
tiene que ver con una experiencia histórica, dolorosa incluso, del
mundo, y de América Latina en particular. Tiene que ver con la
aparición de lo inesperado, con la fuerza de lo no existente y
también con la potencia de lo impensado. Y la necesidad de dar
lugar a lo impensado, en una época vertiginosa en que buscar nuevas
formas se vuelve prioritario, como lo advierte la Revolución
Bolivariana al adoptar el “si no inventamos, erramos”, del
maestro Simón Rodríguez. Lo contrario de la tendencia a
recostarse en lo ya sabido, trabajar con lo probado, confiar en lo
conocido, descartar la curiosidad. Es más que riesgoso pensar así
la política en estos tiempos inciertos y cambiantes. Más aun
que con lo coyunturalmente político, esto tiene que ver con la gran
cuestión estratégica que se ha dado en llamar “la
batalla cultural”, y que entiende que, sin un cambio radical en los
modos de plantarse de las subjetividades ante el mundo y la sociedad,
cualquier cambio político es superficial: las importantes
modificaciones de muy diversa índole y en muy distintos planos
vividas por la sociedad argentina a fines de 2001 y durante 2002, primero,
y luego con la puesta en marcha del proyecto político iniciado
inesperadamente en mayo de 2003, no tuvieron suficiente correlato en las
subjetividades, como quedó demostrado en la repercusión
subjetiva que tuvieron los sucesos de 2008 y su corolario en las
elecciones de junio último.

Y la batalla cultural es, necesaria e ineludiblemente, una cuestión
de largo plazo porque en lo profundo las subjetividades no cambian –ni
tendrían por qué hacerlo– de un día para otro
ni de un año para otro y ni siquiera puede medirse entre décadas,
y no solamente porque los medios de difusión están en manos
del gran capital concentrado: es la sociedad toda la que vive
estructuralmente sumida en una cultura, lo que Zygmunt Bauman llama
“modernidad líquida” y mucho antes Pasolini llamó
“irrealidad burguesa” y “mutación antropológica”,
en la que, entre otros aspectos de la tendencia dominante a principios del
siglo XXI, la palabra “no se engancha a cosa alguna”, según
señala el psicoanalista José Slimobich. Palabra vaciada,
palabra como cinta para transporte de lo que se consume, ahora más
bien llena espacios o funciona como ruido, impresiona, puede muy bien
patotear o vender pero no se queda, no inscribe casi, no hace vínculo,
se desentiende: “Fugacidad, desecho permanente, ruido de cosa caída,
inactualidad”, escribe Slimobich. “Sólo la izquierda
–y cuando digo izquierda digo aquellos que saben que no habrá
mundo vivible sin incluir a los que no tienen, a los desechos del capital–,
puede pensar que hay cosas invariables. Pero ahora hay que probarlo, hay
que hacer ese invariable. Porque la palabra ha cambiado de lugar: queda
atada a la nada”. Ahí encuentra Slimobich la razón de
tantos momentos escépticos, el cansancio, la angustia, y sobre todo
el hartazgo. “Nada que puede hacer esa palabra nada”, que a
veces, paradójicamente, puede ser palabra crítica, porque la
capacidad de criticar no le resulta de ningún modo ajena, como no
le resulta ajena la virulencia, “pero jamás creará ni
un mundo nuevo, ni un mundo más o menos: sólo términos
de dominio, de poder obsceno”. No es que sea lo único que
existe y opera, pero es la tendencia que avanza y se mueve gozosa,
haciendo nido y efecto en los cuerpos que operan sobre otros cuerpos:
“nuevos sistemas de hablar que están orientados por ese
‘objeto nada’, cuyo efecto es que la palabra no dice nada:
puede transmitir información, puede repetir, pero no puede crear,
pues encuentra lo que se llama su ‘nadificación’.”
Operada por técnicos expertos, esa “nadificación”
permite ganar elecciones, con la misma eficacia con que vende celulares o
cerveza: se lo ha visto hace poco cuando miles votaron algo que no sabían
qué era ni les importaba y votaron contra una imagen que les fue
vendida, entre otras cosas porque no hubo cómo llegarles con otra
verdad. ¿No se encontraron los medios? ¿No se encontraron
las palabras? ¿Ambas cosas?


Frente a eso, una de las alternativas es erigirse como resistencia a largo
plazo. Y en esa línea, y es la apuesta de Carta Abierta, como
laboratorio colectivo de búsqueda de la palabra que pueda dar
alguna cuenta de lo que no está dicho y tiene que decirse en política,
y de desbrozamiento de los empantanamientos verbales que impiden ingresar
a fondo en el corazón candente y desconcertante de la política.
El otro modo, por supuesto –quién podría dudarlo–,
es la acción concreta, física, material, cuerpo a cuerpo y
persona a persona; la lucha, la calle. Pero, en el momento en que las
realizaciones de la lucha y de la acción necesitan resolverse en
palabras o ser respaldadas por palabras, una y otra vez vuelve a
plantearse el dilema: con qué palabras, cómo. Los pueblos,
las clases, los sectores populares lo van encontrando de a poco, en la
lucha misma, pero los intelectuales que forman parte del pueblo y sienten
como propia su lucha pueden hacer mucho al respecto, y no aportando
recetas sino dedicándose ante todo a lo suyo, desplegando su propia
potencia, manejando en todas sus posibilidades sus instrumentos y sus
saberes. Con plena conciencia de que el grueso de la movilización y
la lucha se lleva a cabo con las palabras que cada cual tiene a mano o
recuerda, poniéndolas a prueba en cada ocasión concreta,
pero apostando a la experiencia histórica, según la cual el
trabajo de elaboración profundo y complejo tarde o temprano llega a
aquellos a quienes está destinado, a través de las cadenas
también complejas y riquísimas que conforman el diverso
campo de lo popular en un país como la Argentina. En un campo como
el de la política concreta, donde es poco menos que inevitable
recurrir a fórmulas, aferrarse a lo que mostró alguna
eficacia, porque lo que está en juego es ni más ni menos que
el poder, se trata, una y otra vez, paradójicamente, de plantarse
contra cualquier tentación de recurrir a fórmulas y de
volver a hacer lo que ya se hizo. Se trata de buscar cómo acudir al
nunca del todo definido llamado de las necesidades de la situación,
que es siempre “otra situación”. Y de hacerlo
colectivamente. No es sólo una tarea de Carta Abierta, pero Carta
Abierta lo ha tomado como su tarea, en cierto modo para demostrar que es
posible, y aunque Carta Abierta no es sólo eso, es muchas cosas más
también, no puede ignorar que tiene allí una función
estratégica, un específico deber último, y eso que
tal vez pueda llamarse “una poética de la política”
es una de las novedades que, entre tantos claroscuros, puede presentar en
los últimos tiempos la vida política argentina.

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