El espejo crítico de la crítica. Los cambios en la crítica teatral porteña en los años 60 a través del aporte de Kive Staiff | Centro Cultural de la Cooperación

El espejo crítico de la crítica. Los cambios en la crítica teatral porteña en los años 60 a través del aporte de Kive Staiff

Autor/es: Carlos Fos

Sección: Palos y Piedras

Edición: 12


Yo estoy convencido de que la cultura es una herramienta formidable de educación de la sociedad y de que, en la medida en que la gente de la cultura tenga claro esto, aparece la necesidad de hacer cosas, de entregarle cosas -sobre todo desde una institución pública, con un criterio de servicio público- a los integrantes de esa sociedad. (Kive Staiff)1

El desarrollismo, categoría político-económica acuñada a nivel local por el gobierno de Frondizi, implicaba una posición sobre la realidad del país y las estrategias a tomar para cambiarla en un lapso corto de tiempo. La llegada de la Unión Cívica Radical Intransigente al poder en 1958 respondió a diversas causas. Las disputas internas en el seno del partido militar y sus aliados conservadores habían diluido, por el momento, la salud de un régimen de facto pensada como cruzada restauradora de los principios republicanos ante la autocracia peronista. Ironía era presentar una dictadura como la legítima aspiración de buena parte de la población, que según varios de los libelos inspiradores del golpe de estado de septiembre de 1955, se hallaban prisioneros de un “populismo sin medida, sostenido en el más descarado desprecio por las libertades civiles y en un culto a la personalidad de corte tiránico”. Excede al objetivo de este ensayo analizar las pujas existentes desde sus inicios en la cúpula de la autodenominada Revolución Libertadora. Posiciones encontradas que produjeron deserciones, desplazamientos significativos (como el del primer presidente inconstitucional salido de su seno, el general Lonardi) y fracasos de políticas económicas, que pretendían fijar medidas traducidas en un retroceso en los derechos y beneficios de la masa trabajadora y del papel benefactor del Estado regulador ante los desequilibrios sociales, en beneficio de intereses transnacionales. El acuerdo entre Frondizi y Perón (ya en el exilio forzoso), permitió el triunfo en las elecciones del primero; elecciones que restablecían el marco institucional, ahora bajo el amparo de la Constitución reformada un año antes en reemplazo de la sancionada en 1949. Este entendimiento entre viejos rivales durará muy poco, así como buena parte de las políticas instrumentadas por el nuevo titular del ejecutivo, jaqueado por los sectores reaccionarios reorganizados, que motorizaron cerca de una treintena de planteamientos. Algunas de estas presiones facciosas acabaron con el vicepresidente Gómez (debió renunciar, acusado de izquierdista), condicionaron medidas económicas vitales para el desenvolvimiento del programa económico del desarrollismo y hasta colocaron en la cartera de Hacienda a un ortodoxo cercano a los mercados financieros internacionales como Álvaro Alsogaray.

Desde el discurso o los propios textos producidos por el presidente Frondizi o sus colaboradores más cercanos como Frigerio, entre otros, se insistía en la imprescindible necesidad de dotar al país de una estructura industrial moderna. Se apreciaba un agotamiento en el modelo propuesto por el primer peronismo, aunque coincidían en reconstruir un dinámico y amplio mercado interno. Era el tiempo del ingreso de capitales extranjeros para cimentar una nueva industria que aseguraría el pleno empleo. Con ello el obrero dejaría la situación de precariedad en que vivía (los que conservaban sus trabajos) y se sumaría a las bondades de un progreso concebido como integral. Repitiendo frases de los países centrales, la meta de este gobierno era terminar con las distancias entre países desarrollados y subdesarrollados. Y los pasos que debían darse en todas las áreas aspiraban a dejar de lado propuestas obsoletas y centrarse en la modernización de las estructuras políticas, económicas, sociales y culturales.

No quedan dudas que las mejoras producidas en el ingreso de las clases populares durante el peronismo tuvieron impacto directo en el acceso de los hijos de los trabajadores a los estudios superiores. El crecimiento de la matrícula durante los últimos años de las dos primeras gestiones justicialistas continuó en los años siguientes. Esa movilidad social se tradujo en un mayor consumo de bienes culturales. Desde los discursos oficiales, el país abandonaba “el provincialismo” anterior para ponerse en contacto con el mundo. La inserción internacional iba de la mano de la modernización de acuerdo a las precisas sostenidas por la gestión Frondizi. En el campo teatral se producen cambios desde las formas de producción, la concepción de la puesta en escena y las poéticas actorales y dramáticas. Autores foráneos comienzan a ser transitados por nuestras compañías desde los años cincuenta (Miller, Albee, Pinter, Beckett, Ionesco) con influencia en dramaturgos locales, renovando la escena. La circulación de textos de filósofos, sociólogos y otros estudiosos de las ciencias sociales contemporáneos (Sartre es un claro ejemplo de lo expuesto) demuestra la vitalidad de la industria editorial, de la cual Eudeba es modelo. Los maestros de actuación buscan profundizar sus conocimientos en la lectura de teóricos extranjeros; así se adoptan métodos como el que promueve Strasberg desde una particular visión de Stanislavski. El teatro y su doble de Artaud era ofrecido con éxito en las vidrieras de las librerías porteñas. Espacios como el Instituto Di Tella quebraban cánones, propiciando un teatro de creación colectiva, de improvisación, performático y hasta con pretensiones rituales.

Sin profundizar en otros elementos que exceden al objetivo del presente escrito, podemos imaginarnos que la crítica teatral debía acompañar el nuevo panorama someramente descrito. Era evidente que la complejidad y diversificación del sistema teatral porteño en el tiempo señalado no podía resolverse con los recursos teóricos utilizados para períodos anteriores, sin correr el riesgo de estratificarse y convertirse en anacrónico. Para sobreponerse a una actitud conservadora frente a las nuevas poéticas emergentes (que incluyeron negación y rechazo) era indispensable aportar nuevas herramientas que colocaran a la crítica especializada a la altura de las circunstancias. Planteamos este escrito como una contribución desde el rescate de fuentes. La historiografía de nuestro teatro exige de una revisión y recuperación de documentos imprescindibles por su valor en sí mismo y por su simbólica función de ladrillo en el edificio del derrotero de la escena argentina.

El referente de la época era la revista Talía, que mantenía en muchas de sus firmas un apego por el contenido y el desarrollo de la trayectoria de los artistas involucrados en las puestas comentadas. Uno de sus cronistas, Kive Staiff, comentaba en mayo de 1961:

Destouches pronunció alguna vez una frase que se ha hecho famosa: “La crítica es fácil y el arte difícil” (Toscanini dijo algo parecido: “El crítico es como un eunuco; quiere y no puede”). Por su parte, Amiel afirmó sobre el mismo aspecto algo que hay que reconocerlo, es menos famoso: “La crítica es ante todo un don, una intuición, una cuestión de tacto y de olfato. No puede enseñarse ni demostrarse: es un arte.” Quizá la mayor difusión de la frase de Destouches (o la de Toscanini) esté determinada por la circunstancia de que con ella ha hecho la crítica de la crítica. Pero lo cierto es que la crítica, a impulsos del periodismo moderno, el de las grandes aglomeraciones de población, es un factor necesario, casi imprescindible. La crítica debe orientar; más que eso, debe tomar de la mano al atareado espectador contemporáneo para conducirlo hacia los lugares –en el caso que comentamos, los teatros- donde la mayoría pueda hallar la seguridad de un espectáculo satisfactorio, obviándole las pérdidas de tiempo y dinero que el tanteo y la experiencia personal le acarrearían. Subsidiariamente, la crítica, al señalar defectos y destacar virtudes, coadyuva a una permanente superación del arte que la sustenta. (…) Otra vez trabaron su desenvoltura la falta de libertad de acción, los intereses extrateatrales entronizados en el periodismo, la incomprensión, el equivocado concepto de la amistad, la intemperancia. Las confusiones entre crítico y autor, entre crítico y traductor, entre crítico y director. Muchas veces la ausencia de rigor crítico fue resultado de un falso sentimentalismo, de una dañosa contemporización, de una pasividad comprometida, de un silencio cómplice.

Y culminaba con un descriptivo comentario del estado de cuestión de la crítica de la época:

Tratamos de alcanzar cierto grado de objetividad, aunque este concepto nos pareció siempre una mistificación y no una verdad sustancial. Por el contrario no hemos limitado el vuelo de lo subjetivo, ya que tratamos de abrirle ampliamente las compuertas. El margen de falibilidad puede ser entonces grande y ofrecer campo fértil a la opinión controvertida. Pero en todo caso dará lugar a un diálogo siempre anhelado en este país de monologuistas y pontífices laicos.2

Mientras tanto la situación política y social se deterioraba rápidamente; ante los planteamientos militares el frondizismo había abandonado los acuerdos que le permitieron contar con los votos y el apoyo del exiliado líder. Con el Plan de Conmoción Interna del Estado se legalizó la represión de huelgas y protestas, poniendo a los activistas y trabajadores a disposición de tribunales militares. Esta maniobra, a todas luces contrarias al derecho, restringía las garantías constitucionales y abría un peligroso camino hacia la militarización de la sociedad, camino que se profundizaría en los años por venir. La resistencia organizada de los obreros, a los que se sumaban expresiones políticas de izquierda de distintos signos, pretendía ser detenida con la intervención directa de las Fuerzas Armadas, las que podían declarar zonas de operación a los principales centros industriales, en especial a los cordones de producción de las ciudades de Buenos Aires, Córdoba y Rosario. Así se sucedieron allanamientos y detenciones que lejos estuvieron de frenar la violencia desatada. El descontento popular y los paros de actividades con movilización recrudecieron; la economía no daba señales de mejoría y el poder de maniobra del Presidente era cada vez menor ante las presiones castrenses. Finalmente el 29 de marzo de 1962, Frondizi fue derrocado y, en una suerte de fachada legalista, fue entronizado como titular del Ejecutivo José María Guido, hasta entonces presidente provisional del Senado. Terminaba abruptamente una gestión condicionada por los poderes reales; el conservadorismo local no le permitió cumplir con sus objetivos de campaña, traicionando varios de ellos. Así se deslizó en la vida institucional de la Argentina con aciertos y errores y con crecimientos y retrocesos. Los capitales extranjeros se dirigieron a la explotación petrolera, firmándose contratos con la estatal YPF que garantizaban el autoabastecimiento y un saldo exportador con grandes beneficios para las firmas foráneas. Asimismo hubo participación de los mismos en otras áreas favorecidas por un mercado interno protegido y aún en expansión. Las inversiones en este sentido se orientaron a las ramas automotriz, química, metalúrgica y la de maquinarias eléctricas de gran porte. Con el simple deseo de contextualizar esta nota, puntualicemos que Guido, como títere de los mismos poderes fácticos que culminaron con la experiencia democrática anterior, acentuó la aplicación de recetas económicas antipopulares. En 1963, con nueva proscripción del peronismo, la Unión Cívica Radical del Pueblo se imponía en las elecciones generales, imponiendo su fórmula encabezada por el médico Arturo Illia. Un hálito de libertad pareció extenderse de la mano de este nuevo Presidente. Durante este período nace la revista Teatro XX, un hito en el campo de la crítica teatral porteña. Con un abordaje muy diferente al que habían tenido sus predecesoras, se transformó en un medio respetado y de consulta. Reunía profesionales de diversas extracciones y formaciones, aunque todos receptivos y entusiastas ante la riqueza de las propuestas escénicas del momento. Jorge Andrés, Pedro Espinosa, Pablo Palant, Ernesto Schoo, Rául Castagnino y Edmundo Eichelbaum, entre otros, fueron convocados por el director Kive Staiff. Desde su editorial inicial sentaba posición frente al panorama teatral de la época:

En pocos lugares del mundo como en nuestro país se cumple con mayor claridad y rigor el principio de que el teatro es la síntesis acabada del espíritu de una colectividad, de las virtudes y los defectos de un pueblo. El panorama que se le ofrece al observador de las estructuras del teatro argentino actual es, generosamente, la nítida radiografía de las frustraciones, la desorientación, los ideales maltrechos y la impotencia que parecen ser el síntoma de nuestro tiempo, de hoy y de aquí. Un síntoma que abarca todos los niveles de la vida nacional y, también, por extensión y por consecuencia, el de la tarea cultural y artística. En el caótico paisaje, el Estado tiene una decisiva participación, por sus abstenciones en la materia, por sus errores, por su carencia de programas concretos y sólidos o porque la mentalidad estatal, enferma de politiquería, no está a la altura de los auténticos intereses del hombre argentino. O bien, porque invierte exitismo y demagogia allí donde debe poner idoneidad, y despotismo donde sensibilidad. El derrotero seguido en los últimos años por la Comedia Nacional y el Teatro Municipal General San Martín –que son las dos fórmulas que en Buenos Aires tenemos por ahora de teatro.

Luego de 18 números de la publicación, ya legitimada por colegas y teatristas, Staiff nos entrega esta reflexión sobre la crítica y los críticos, una radiografía impecable de la disciplina confeccionada en otro momento histórico de la Argentina, cuando el reformismo radical estaba siendo jaqueado por sectores que propugnaban instaurar una dictadura censora y moralista. Decía:

Las exigencias del periodismo, su medio de expresión, suelen envolver al crítico teatral en una vorágine alienante. Pocas veces puede liberarse de ella para objetiva su profesión, hacer un análisis de su ubicación, repensar conceptos para verificar su permanencia o su cambio, descubrir, en fin, la fluidez de una actividad sometida no solamente a las tensiones habituales del periodismo sino, además, a otra más poderosa y menos conciliadora: la de juzgar la tares de otros, e1 arte de otros. Esta nota y aquélla que la completará, hacía mucho que me la tenía prometida. Aparece ahora por propia gravitación, porque es el momento en que siento que tenía y podía escribirla, acaso sin explicarme demasiado bien por qué. Sencillamente, es el momento, mi momento; el de otros críticos pudo haberse producido antes o será más tarde. El mío es este de ahora.

A partir de esta introducción, el futuro gestor del Teatro San Martín comienza a desarrollar su punto de vista acerca de la crítica teatral, en un momento de debate, tanto interno en el seno de la revista, como externo en los distintos círculos que agrupaban a los especialistas. Sigue Staiff:

La utilización del pronombre personal no es, de ningún modo caprichosa y creo que no responde a envanecimiento o pedantería. Quiere significar, en cambio, que estas consideraciones estarán teñidas de la más rotunda subjetividad; de la misma que determina la tarea de cualquier crítico, de teatro o de otra expresión artística y no artística. Opinar, juzgar, es subjetivar. Es cierto que en todo espectáculo teatral hay márgenes de objetividad: son aquellos en que la mayoría de los críticos puede encontrarse en la coincidencia, la de ellos y con el público. La objetividad elemental se da en un hombre respecto de otro, aunque ambos sean esencialmente distintos. La aceptación de reglas de convivencia, la semejante extracción biológica, se traduce en una objetividad primera que todos reconocemos; pero cuando el pensamiento se agudiza y el sentimiento adopta hondura, aquélla cuota de coincidencias se consume velozmente y la subjetividad, la diferenciación, entra en la batalla para reinar en plenitud.3

En este momento de su análisis Kive arremete contra el diletantismo de los colegas que durante años dominaron el espacio de la crítica vernácula. Sus saberes, tal vez suficientes para otras etapas del teatro nacional, resultaban entonces escasos, ineficientes para realizar un aporte significativo. Exigía, entonces, un compromiso con el hecho teatral, un esfuerzo por alcanzar el pensamiento fundamentado.

En ese momento, la objetividad del crítico suele encubrir incompromiso, temor, falta de conocimientos, ortodoxia, inseguridad y superficialidad; en ese momento la objetividad se convierte en una vasta mentira protectora, en la omisión del deber de ser subjetivo hasta las últimas consecuencias y de amar esa subjetividad. Es entonces la negativa culpable, lisa y llana, a asumir responsabilidades. Porque en ese especial pasaje de un estrato a otro, en esa fluida tierra de nadie, el ser humano que hay en el crítico no puede cerrar los ojos ante el estímulo que le viene de afuera –el espectáculo teatral– y los estímulos consecuentes que va creando en su interior. Porque el crítico es también un ser humano, aunque muchas veces parezca lo contrario. Está, por lo tanto, sometido a influencias, responde a sus tendencias inconscientes, a los módulos de la educación recibida, a sus preceptos religiosos y morales, a sus experiencias infantiles y adolescentes, a su formación literaria e ideológica, al medio ambiente, a sus logros y frustraciones, a sus ideales y sus odios, a su vida amorosa, a su situación económica. En suma, se operan en el crítico las constantes que deciden la existencia de cualquier ser humano en cada una de las coyunturas que puede deparar la vida a un hombre no-crítico teatral.4

Staiff vuelve a proponer un diálogo, lo más horizontal y honesto posible, para conciliar la ruptura y continuidad en formulaciones que nos hablen de esta movilidad pendular que fomenta una tradición de ruptura y una tradición de lo nuevo. Pero partiendo de las cosmovisiones que guían a cada uno, en cuanto receptáculo de universos míticos conformados por sus experiencias de vida. Cada crítico responde a un imaginario que debe ser definido por las huellas del pasado territorializado en un presente problematizado. Prosigue:

Todo en él es, por lo tanto, subjetivo, de adentro hacia afuera y no en sentido inverso; parte de su interioridad hacia el conocimiento y la sensibilidad de los demás. Pero la cuestión tiene sus derivaciones. Porque el crítico debe dominar como pocos el oficio de pensar y de aquietar y equilibrar su subjetividad antes de colocarse la toga del juez que, tras haber analizado y meditado, deslinda virtudes y defectos y dictamina. Dar su opinión que no tiene que ser, necesariamente, la opinión de la mayoría. Solamente exponer sus ideas que sólo la madurez personal, la serenidad interior, el conocimiento de sí mismo, de las propias grandezas y las propias miserias, de sus limitaciones y posibilidades, de su particular condición humana, en fin, harán ponderables. Lo que quiero señalar, en definitiva, es que el crítico teatral debe ser ante todo un HOMBRE de mente lúcida y corazón ardiente, que comience por exigirse a sí mismo, exhaustivamente, para condicionar su humana exigencia con los demás. Que sea capaz de una implacable e ininterrumpida autocrítica, que acumule experiencia vital e intelectual, porque las dos le serán necesarias, que alcance el grávido estado del inconformismo consigo y del rigor con los demás hasta hacer de un hecho teatral una cuestión de vida o muerte; que sea capaz de sentir el bochorno de una ofensa personal a través de un mal espectáculo y la alegría de una conciliación estética frente a un buen espectáculo. Pero de ningún modo eso bastaría. Hay algo más: el coraje de dar la opinión franca y lealmente, sin reservas mentales y sin escudarse en el anonimato. De emitir su juicio aun a riesgo de equivocarse, aun a sabiendas de que resultará doloroso para el eventual criticado; emitirlo sin enmascararlo en eufemismos literarios ni compensaciones conformistas. A pesar de todo lo dicho, no creo haber dado una respuesta, hasta el momento, a los interrogantes sobre la condición íntima de la crítica teatral. Es decir, a su condición en el plano artístico. ¿La crítica es un arte o no? Una crítica, un comentario crítico, no lo es. Su restringida trascendencia, su limitación literaria, su dependencia de un hecho artístico previo sin el cual ni siquiera existiría, su transitoriedad para un público que, en general, responde antes a la información que al juicio, así lo establecen. El crítico puede en cambio escalar, pausadamente, a la condición de artista.5

En este punto, el autor cavila sobre una de las cuestiones que habían disparado disputas, la relación entre el producto del crítico y su operación como artista. En los extremos de la cinchada ideológica se hallaban los que elevaban a arte tal actividad y los que la desechaban como un mero ejercicio del punto de vista, un comentario sobre la creación de otro. Staiff utilizará este dilema para definir a la propia crítica y a los condimentos que la perfilan como tal.

Pero aquí se pone en juego un complejo mecanismo en el que se resumen periodicidad, pasión, conocimiento, principios éticos, rectitud, sinceridad, línea de conducta, ingenio e intuición. Y vocación, por supuesto. Sólo en una parábola en la que aparezcan orquestados todos los elementos que aquí he tratado de reunir -a partir de mi subjetividad, claro- refundidos a la vez en el término de una vida humana, pueden acordar a ese hombre que ejerce la función crítica la calidad de artista. Su opinión, la de él y de nadie más, adquirirá así, en perspectiva y por añadidura, en tiempo y espacio, la virtud del arte.6

En cuestión se habían puesto los deberes del profesional de la crítica, basándonos los mismos en amarillentos artículos sobre el poder del mismo ante su misión de educar al público. ¿Podía pensarse en una crítica censora, rectora como tribuna inapelable del buen gusto? A esto responde el periodista con una claridad que sorprende:

Frente a esto, toda una gama de míticas ideas sobre la misión de la crítica, sobre presuntos deberes del crítico, sobre lo constructivo y lo destructivo de una y otro, sobre la orientación que debe prodigar a quienes cumplen la tarea teatral (autores, directores, actores, escenógrafos) entra en la órbita de lo indemostrable; también de las frases hechas, del recurso para dejar a salvo propias insuficiencias. Porque no es al crítico que teme el artista sino al público que puede hacerse eco de la sanción de una crítica; y porque no es al artista a quien teme el crítico sino a su insobornable censor interno. Es decir, difícilmente un artista que lo sea auténticamente puede conmoverse por una crítica, favorable o desfavorable; aquélla halagará y ésta irritará su vanidad por momentos apenas fugaces. Sólo se conmueven con una crítica en profundidad aquellos que no tienen la convicción y seguridad esenciales que nada tienen que ver con las dudas creadoras, con los miedos inspiradores que cualquier artista debe tener, también necesariamente, para sentirse siempre impulsado hacia la perfección. Si el crítico orienta a un medio teatral, excluido el público, eso se da como una consecuencia no buscada, a pesar de él mismo. Personalmente no creo que el juicio de un crítico alcance para corregir defectos en los actores o para modificar conceptos y recursos técnicos en autores y directores. En unos y otros las cristalizaciones o las fracturas dependen de otros factores. La relación causa-efecto y la antinomia construcción-destrucción de los esquemas habituales, en cuanto a la presunta misión orientadora de la crítica se da en ecuaciones aparentes, psicológicamente simples. Se establece en función del elogio o de la reprobación del crítico y por el latente impulso a la reparación del artista, por su orgullo y su terquedad, por la excitación de su “yo”, por su deseo de superación. E1 crítico juega, entonces, como un Gran Padre psicoanalítico de quien dependen, en última instancia, el perdón o el castigo, la gratificación o la represalia, el aplauso o la invectiva. La crítica despierta odio y amor con la misma intensidad que los suscita la gigante figura Padre en nuestro psiquismo. Con el agravante de una toma de estado público de esa situación conflictual. Por el contrario, para el crítico la relación tiene el sutil encanto de una paternidad adquirida, de una impunidad y un discrecionalismo del que a veces hace uso indebido, la posibilidad de vengar él, de esta manera, los agravios recibidos en aquélla parecida situación dual de la infancia desprotegida. La relación entre crítico y criticado, en este nivel, se hace explosiva porque no parte de parejas posibilidades para uno y otro. Del crítico depende, de su madurez humana, de su autoconocimiento, una convivencia positiva. El crítico no puede mezclar sus juicios con sus desequilibrios emocionales o su neurosis.7

Staiff le otorga a los cultores de la crítica teatral un gran poder sobre el potencial creador escrudiñado en su obra, lo describe casi como a un juez. Encontramos, por lo visto, una instancia en la que la palabra de los especialistas legitimados tenía un peso sobre el espectador y sobre el artista. Sin embargo, el propio Staiff relativizará esa potestad de guía infalible en el final de su artículo. Distante del actual campo teatral, donde la voz del crítico no determina el éxito de un espectáculo, el futuro cronista de La Opinión argumenta:

Sin embargo, la crítica orienta. Pero orienta al lector que es un potencial espectador y en un doble plano. Uno objetivo, material, cotidiano, rutinario. Señalándole a ese lector-espectador los buenos y malos espectáculos y ofreciéndole el panorama escénico de una ciudad en la que generalmente funcionan simultáneamente muchas salas; es decir, lo ayuda a elegir. Aparte de prodigar la información sobre un acontecimiento, casualmente teatral, aparte de cumplir una definida obligación periodística, la crítica orienta al lector para resguardar su tiempo y su dinero: indicándole dónde no perderá ni uno ni otro y dónde los ganará o será compensado. Pero por debajo de todo esto, el crítico cumple frente al lector una misión más trascendente, aunque aquélla otra no deje de serlo. La de educarlo estética y culturalmente en la esfera que tiene expedita a fuerza de señalarle el mejor camino. La frecuentación ayudará a crear un espectador exigente, con capacidad para discriminar, estimulando en él valorizaciones de género diferente a las meras sensaciones oculares y auditivas; un espectador exigente hará un teatro mejor, autoexigido. Con todo, en este caso la influencia puede ser apenas perceptible, porque los objetivos dependen de la integración en una estructura amplia de la que el teatro forma parte. O sea, con las condiciones ambientales, la educación popular, la conciencia colectiva, la organización económica-social de un país, la experiencia creadora de una colectividad.8

Sin rechazar la función didáctica del crítico, en una expresión celebratoria comunitaria como el teatro, la misma no puede quedar circunscripta a su esfuerzo. En este pedido de formación de un nuevo espectador el crítico, según la visión de Kive, es la sociedad entera la que debe crear las condiciones necesarias para que ocurra. El teatro no puede concebirse como una creación aislada, se presenta como un entramado simbólico con la fuerza suficiente para atrapar fugazmente un cosmos en movimiento según principios de percepción, de actuación y de conocimiento crítico inherentes a un colectivo humano en particular. En este sentido, el autor deja sentado que nadie desde una crónica puede concientizar a ese colectivo, más allá del hecho de que su función sea esa. Culmina su estudio refiriéndose directamente a la disciplina en nuestro país. Hasta el momento sus cavilaciones tenían como destinario al teatro en general, sin un territorio específico. Sin lugar a equívocos, las sentencias planteadas parecían responder a una realidad diferente a la que palpaba en el ámbito doméstico. Para éste dedicará las siguientes frases y una promesa:

Estas son una serie de ideas generales, apenas. El tema no está de ninguna manera agotado, pero creo que es suficiente por ahora. Restaría una particularización que, como una consecuencia lógica tendré que desarrollar en la primera ocasión: la que tiene que ver con la crítica argentina, aún cuando, me consta, la crítica argentina sea refractaria a los autoanálisis, como si se sintiera privilegiadamente marginada del medio en el que está inscripta. Pero lo cierto es que la crítica forma parte del teatro argentino, de su estructuración, que registra los defectos y las virtudes del teatro argentino, que hay entre una y otro un constante trasvasamiento de frustraciones y éxitos. El teatro argentino tiene la crítica que se merece y la crítica argentina tiene el teatro que ha ayudado a edificar, bien o mal. Pero esta es otra historia, sobre la que volveremos.9

Al desaparecer poco tiempo después la revista Teatro XX, Kive Staiff continuó con su tarea de periodista cultural. Integró las redacciones del diario La Opinión y de las revistas Confirmado y Análisis, entre muchas otras. Se desempeñó como cronista en radio y televisión, ejerció la docencia y escribió estudios preliminares y ensayos en publicaciones como El teatro de August Strindberg (Editorial Nueva Visión, 1966), El teatro de Armando Discépolo (Nueva Visión, 1968) y Tadeusz Kantor y el teatro de la muerte (Ediciones de La Flor, 1984). Su larga trayectoria como gestor cultural excede a la década y media durante la que ocupó el cargo de Director General y Artístico del Teatro San Martín. Citemos simplemente su desempeño como responsable de la programación artística argentina en la Expo Sevilla 92, del pabellón argentino en la VII Feria Internacional del Libro de Bogotá (Colombia) y en la Feria del Libro de Guadalajara (México). No obstante, su labor al frente de la sala comunal, por la que fue reconocido mundialmente (ha sido distinguido por el gobierno de Francia como “Officier de L’Ordre des Arts et des Lettres”, en reconocimiento por su compromiso con la cultura y las artes, entre otros galardones), lo define en el imaginario de la población. Me gustaría traer desde el pasado las palabras con las que abrió el primer número de la revista Teatro, una de sus múltiples creaciones en el Coliseo de Corrientes 1530. Retornaba por unos instantes a su vieja profesión de periodista, precisando:

Puede parecer superfluo detallar las razones por las cuales una institución cultural como el Teatro Municipal General San Martín –éste de ahora, fundador de elencos estables de teatro, danza y títeres, ejecutor del llamado “teatro de repertorio”– ha resuelto editar, finalmente, una revista. Pero no resulta tan obvio hacerlo a la luz de la originalidad del proyecto o de la falta de antecedentes que en la materia registra el teatro nacional. Las páginas que se despliegan de aquí en adelante pretenden completar el interés del espectador de un hecho escénico, satisfacer en mayor medida aún su necesidad, expresada con su sola presencia en el teatro, de compartir un fenómeno artístico. Es también, la necesidad del Teatro Municipal General San Martín y de sus artistas de perpetuarse en la memoria afectiva del público, de consolidarse institucionalmente en la realidad cotidiana del espectador otorgándole un testimonio gráfico al que siempre podrá recurrir para ampliar el campo de su visión de un espectáculo, de un autor, de un tiempo histórico.10


Notas

1¿Adiós? Entrevista realizada a Kive Staiff por Natacha Koss para la revista on line Alternativa Teatral el 14 de agosto de 2010.
2 Revista Talía Nº 21, Año VI, Buenos Aires, mayo de 1961, p. 15.
3 Revista Teatro XX, Nº 18, Año II, 2 de diciembre de 1965, p. 13.
4 Revista Teatro XX , Nº 18, Año II, 2 de diciembre de 1965, p. 13.
5 Revista Teatro XX, Nº 18, Año II, 2 de diciembre de 1965, p. 13.
6 Revista Teatro XX , Nº 18, Año II, 2 de diciembre de 1965, p. 13.
7 Revista Teatro XX , Nº 18, Año II, 2 de diciembre de 1965, p. 13.
8 Revista Teatro XX, Nº 18, Año II, 2 de diciembre de 1965, p. 13.
9 Revista Teatro XX, Nº 18, Año II, 2 de diciembre de 1965, p. 13.
10 Revista Teatro, Año 1, número 1, 1980/1981, p. 1.

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