Carne y patria: la masculinidad en escena en Lote 77 y Criollo | Centro Cultural de la Cooperación

Carne y patria: la masculinidad en escena en Lote 77 y Criollo

Autor/es: Florencia Angilletta

Sección: Palos y Piedras

Edición: 11


Tres hombres, cuatro hombres, la carne, lo criollo. Y tres incógnitas: ¿cómo un hombre construye un varón?, ¿cómo es la identidad del baile patrio?, ¿de qué hablamos cuando hablamos de cuerpos masculinos? En el marco de diversas propuestas escénicas que parecen obturarse en la tendencia a la androginia, al no-cuerpo o a los (malos) entendidos de los cuerpos sin órganos, tanto la tercera temporada de Lote 77 (viernes a las 23.30 en el Teatro del Abasto) como el estreno de Criollo (viernes a las 23 en el Portón de Sánchez), cada una en su registro, confirman, en el panorama escénico de 2010, que otras performances –y otros hombres– son posibles en la Ciudad de Buenos Aires.

Mucho se ha dicho sobre la aclamada obra escrita y dirigida por Marcelo Mininno, y protagonizada por Andrés D’Adamo (De Andrea), Lautaro Delgado (López) y Rodrigo González Garillo (Ferreiro). Pero la densidad de lo que acontece en escena habilita nuevas lecturas. La acción se inicia con una descripción de las tareas que los tres personajes realizan en torno a la crianza, selección y clasificación del ganado bovino en lotes de venta. La obra maneja cierta ambigüedad argumental entre lo que estos tres hombres hacen –lo que podríamos pensar como un plano de acciones físicas– y lo que ellos describen que hacen. Con estos dos ejes (describir y repetir), lo que se crea es un clima exasperante para el espectador. Con cada toque de campana, se reinicia el circuito, aunque siempre con desvíos, y cada una de las secuencias es nombrada por los personajes como prácticas de género.

Por su parte Criollo, de Gerardo Litvak, puede entenderse como una puesta en movimiento de algunas de estas prácticas de género. Cuatro bailarines –Mauro Cacciatore, Víctor Campillay, Esteban Esquivel y Luis Monroy– abren sus cuerpos para que esto suceda. La búsqueda de Litvak, junto con los cuatro intérpretes, comienza con el baile patrio: pero los resultados lo exceden, lo rearman, lo expanden. Y en ese mover(se) confluye la pregunta por lo masculino, por lo propio y por lo popular. Los momentos estructuradores de la obra pueden pensarse a través de los círculos, las filas y las diagonales. Hay también ejecuciones individuales (impactante Luis Monroy) y dúos. Aunque predominan movimientos sin contacto entre los bailarines, también hay secuencias que deconstruyen los enlaces típicos del baile de pareja e interrogan sobre qué es lo folclórico y cómo bailar según usos y costumbres cuando sólo lo hacen cuerpos masculinos.

En Lote 77 ya desde el comienzo (y desde el programa, que imita la bandeja de telgopor para la venta de carne congelada), hay un juego entre la carne y el cuerpo. Objeto de deseo y objeto de consumo. En una época de sobresaturación de exhibición del cuerpo femenino, esta obra se toma la audacia de homologar el cuerpo de un hombre con un toro y con la carne para la venta. Es poner en serie cuerpo-carne-consumo. Y en un país de tradición agroexportadora, es un modo de vincular espacios públicos y privados, política y política de género.

En este sentido, la obra gana cuando sugiere más y explicita menos. Dos escenas resaltan. Una: cuando De Andrea y López colocan una soga al cuello de Ferreiro y lo “montan” como si quisieran reducir el cuerpo del que decide vivir otra sexualidad. Otra: cuando van mencionando distintos cortes de carnes (nalga, entraña, cuadrada, entre otros) inscriptos en el cuerpo de un actor, que mueve sus hombros, brazos y panza casi como un fisicoculturista.

A partir de este cruce entre las tareas rurales y la construcción de la masculinidad, puede ponerse en serie Lote 77 con Criollo, porque en ambas obras el cuerpo es el soporte político del ser varón: es en el cuerpo que se inscriben las relaciones de poder, los mecanismos de control y las expectativas sociales. Sin embargo, la originalidad de ambas puestas es que en los cuerpos de los performers y en las relaciones que se establecen entre ellos hibridan amistad, complicidad, consumos. Lo guarro en la energía de la garra: se mora en la diferencialidad ontológica respecto de la feminidad, pero se horadan los propios supuestos y se provocan desvíos. En Criollo esto se trabaja en la preferencia por los planos altos pero para producir agachadas, sacudidas, zapateos. Y en un insistente ir-venir de las caderas.

En Criollo, los cuatro bailarines arman continuidades y rupturas: movimientos espejados que realizan en círculo, y diferentes que ejecutan en líneas. Esta búsqueda de la homogeneidad y la disrupción se inscribe en el mismo origen que indagan: lo mismo y lo distinto, lo propio y lo ajeno. Esta composición coreográfica se articula con la excelente musicalización: tango, malambo, pericón. Y una base (un pulso) rítmico característico de la música electrónica. Sin embargo, no se trata de pastiche ni de burla: los bailarines no parodian los movimientos populares ni los imitan; habitan en ellos. Es la búsqueda por bailar la identidad, por (re)construir un concepto de patria posible que hibride movimientos entre la danza contemporánea –mayormente, de formatos escénicos– y la danza popular. Esta búsqueda por explosionar el movimiento hasta agotarlo es, también, una política de la estética que denuncia que la polarización entre elaboración conceptual y movimiento laborioso es un falso problema.

Tanto en la matriz de Criollo como en la de Lote 77 hay un trabajo con la repetición: repetir las secuencias y repetir las prácticas de género. Esta insistencia, casi exasperante, en ambas obras es trabajada a partir del in-crescendo de velocidades hasta la saturación que parece exponer el carácter construido de las prácticas gestuales masculinas. No se trata de trabajar con energías contrastivas (culturalmente llamadas femeninas) ni neutrales, sino indagar en la violencia, la resistencia, la gravedad, pero produciendo matices, corrimientos. Generar risa, llanto, atracción.

Los cuerpos de los hombres que interpretan estas obras no son homogéneos. Tienen diferentes contexturas físicas, rasgos, presencia escénica. Estas distinciones no sólo no son minimizadas sino que son hiperbolizadas a través de la sobriedad del vestuario y el maquillaje.

Y estos cuerpos escénicos exponen gestualidades (identidades) que, a la vez, se adoptan y se rechazan, se reproducen y se terminan. Todos los performers trabajan con el movimiento del propio cuerpo, el tocar(se), como si esa reproducción del gesto pudiera terminar de asirlo. El mismo juego sucede con la ropa: frotarla, moverla. Como si la masculinidad también pudiera pensarse como un traje construido.

Formas de vida, prácticas discursivas que se corporalizan: la masculinidad en escena como una construcción que puede horadarse y producir ¿nuevas? masculinidades. Abiertas al goce del movimiento, a la complicidad de las miradas y a la sutilidad del erotismo.

Lote 77 y Criollo son lecciones de estética y política: los actores actúan, y los bailarines bailan; no para hacer una apología de un virtuosismo sin red sino para confirmar que las performances pueden articularse desde su propia singularidad técnica con la trama política y social. Sin relegar conceptualizaciones, pero sin subordinarlas a políticas de la edulcoración (que parecen trabajar más sobre el cuerpo que en el cuerpo). Ni autonomía feroz ni ingenuidad falaz. Audacia. Y trabajo.

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