LOS LLANEROS VENEZOLANOS | Centro Cultural de la Cooperación

LOS LLANEROS VENEZOLANOS

08/12/2009

POR RICHARD VOWELL En la revista Memorias de Venezuela (junio 2009)

memoriasnuevejunio09

www.cenhisto.gob.ve

Los Llaneros, --hombres de las sabanas-- raza sencilla y pacífica, vivían en familias separadas, cada una bajo un jefe común, a usanza de los antiguos patriarcas. Habitaban hatos remotos, o granjas, de ordinario situados a muchas leguas unos de otros con el objeto de que sus respectivos rebaños tuviesen mayor extensión de pastos y al propio tiempo para evitar la intromisión dentro de los linderos del vecino, cosa que no podría impedirse de otro modo en

un país donde las cercas y aun las marcas de límites son del todo desconocidas. Las ocasiones de choque entre los peones de las diversas familias eran, por consiguiente, raras en extremo, mientras la inagotable abundancia de ganado salvaje y la facilidad con que en todo tiempo podían obtenerse caballos y vacas para el uso y subsistencia de los habitantes, no daban lugar a piques ni móvil para actos de agresión o violencia. Por lo demás resultaba evidente para un observador atento que la templanza de costumbres, características de los llaneros de Barinas, no obedecía a apocamiento de espíritu, sino que era consecuencia natural del constante trato en que los jóvenes vivían con los mayores de su familia, a quienes estaban acostumbrados a rendir obediencia implícita y en cuya presencia adoptaban habitualmente una actitud respetuosa y tranquila.

Aunque usualmente se les llama pastores y se les considera como tales, sus hábitos y sistema de vida eran en realidad los del cazador, porque siendo del todo salvaje el ganado que constituye su única riqueza, el trabajo requerido para recogerlo y arrebañarlo en la vecindad del hato era necesariamente violento e incesante. Constante ejercicio a caballo; noches pasadas en vela para guardar el ganado, proteger los becerros y potros contra los rigores del tiempo, todo ello había contribuido ya a prepararlos para la igualmente ruda profesión de las armas. Por de contado, al interrumpir la guerra la comunicación entre los Llanos y la costa marítima de Caracas, quedando paralizado su tráfico habitual de mulas, cueros y sebo, sintiéronse inquietos e impacientes por su desacostumbrada inactividad. Todos cuantos eran capaces de llevar una lanza acudieron en masa a enrolarse bajo la bandera de su paisano José Antonio Páez, quien ya se había distinguido por su valentía y éxito, como jefe de guerrilla, y quien tuvo poca dificultad en disciplinar tan valiosa recluta y en hacer de ellos buenos soldados en el campo de batalla.

Las familias de los llaneros, que aún permanecían en casa, aunque abandonadas por los más jóvenes, no corrían el peligro de padecer necesidad, porque los viejos y los muchachos, que muy a pesar suyo se quedaban rezagados eran capaces de abastecerlas con largueza escogiendo de vez en cuando alguna ternera cerril en el rebaño próximo, la cual, atada con el lazo certero, traían a la cola de sus caballos como provisión para el hato. Sin embargo, los amigos de aquellos que habían tomado las armas sentían la separación mucho más de los que hubiera ocurrido probablemente si el país que los rodeaba hubiese sido más populoso, porque en su vida de apartamiento la ausencia de un solo individuo dejaba un vacío sensible en el círculo familiar, y a causa de su casi aislada situación era probable que tuviesen poca o ninguna noticia relativa a los sucesos de una guerra en que por vez primera comenzaban a tomarse un profundo y doloroso interés.

La alarmante nueva de la próxima invasión española extendióse con velocidad por las pequeñas aldeas y haciendas de las orillas de los ríos que separan las llanuras de los distritos montañosos. Los habitantes de éstos, muchos de los cuales estaban en algún modo ligados a los patriotas por lo cual tenían buenas razones para temer la llegada de Morillo y de su inmisericorde tropa de invasores, huyeron con precipitación a refugiarse en los hatos, en el fondo de las sabanas; su arribo fue saludado como un evento feliz por los sencillos y hospitalarios llaneros, quienes encantados con tan insólita e inesperadavisita no experimentaron el más leve temor de que ellos también se verían pronto compelidos a huir ante el azote de la guerra.

En la estación lluviosa, cuando los Llanos permanecen por lo regular anegados durante tres meses, todas las casas, construidas sobre pequeñas eminencias, se ven aisladas por completo mientras dura la inundación, aunque el invierno esté lejos de mostrarse en todo su rigor. Entonces, las crecientes expulsan poco a poco de los bajíos los rebaños de reses bravías, los cuales tienen que acogerse a los únicos parajes secos que pueden hallarse, y en consecuencia no nos veíamos en el caso de ir tan lejos a caballo y todos los días para traer un novillo destinado al consumo de la familia. Además nunca nos faltaba que hacer, fabricando o reparando nuestras sillas, tejiendo cabestros de cerda tan solicitadas en las comarcas montañosas. Nuestras noches transcurrían alegremente en la extensa sala del hato con los bailes del jaís, tales como el Bambuci y la Zambullidora, muy superiores a las rígidas contradanzas y afectados boteros de Europa; las llaneras con célebres por su destreza en tocar la guitarra y el arpa y por su canto de los aires nacionales.

Era a mediados de la época de caza entre las selvas que orillan el Orinoco y también la estación en que sazonaban los maíces, de modo que cuando llegó la partida a las inmediaciones del campamento tamanaco, todos los indios guerreros se hallaban ausentes en las selvas, demasiado distantes de sus viviendas para tener noticia del ardid que se tramaba contra la felicidad doméstica de su cacique. Cuanto a las mujeres, hallábanse dispersas entre los pequeños conucos, recogiendo con afán las mazorcas de maíz con el propósito de preparar depósitos de chicha, como de costumbre, para el regreso de sus maridos y hermanos. Las madres únicamente podrían juzgar de la angustia de Ancáfila cuando al volver en busca de otro canasto de maíz, quiso darle una mirada al dormido chiquitín; su pena contenida fue acaso más intensa por no haber estallado, pues aún entre las tribus salvajes, las mujeres olvidan raras veces lo que deben al honor de sus maridos y de su tribu, por lo cual las esposas y madres luchan en silencio contra las calamidades más terríficas, antes que humillarse con lamentos y lágrimas.

Los llaneros, que para aquel temprano período de la guerra no estaban en modo alguno acostumbrados a la artillería, sobresaltáronse y se prepararon a ponerse fuera del alcance de las piezas de campaña; pero antes de que pudiesen montar, otro disparo mató un caballo, casi llevándole el brazo a un lancero, mientras le ponía el freno al animal. Páez cogió rápidamente al herido, a quien colocó en su propia silla, montando luego en las ancas para regir el caballo y sostener al maltrecho camarada. Mientras se alejaban al galope, en su forma usual de retirarse a la desbandada, un tercer proyectil disparado tras ellos por elevación, apenas levantó el polvo entre los pies de los caballos, sin causar daño alguno. Las tropas españolas, que hasta entonces habían guardado profundo silencio, celebraron la precipitada fuga de Páez y su Guardia, con gritos de ¡Mueran los insurgentes! ¡Abajo los chucutos! Suponiendo que habían abandonado el terreno por pánico y que al menos por aquel día no volvieron a molestarlos.

Algunas se ocupaban en ordeñar; mientras otras que tuvieron el cuidado de traer los útiles necesarios, pilaban maíz en grandes morteros de madera y con pesados majaderos; o bien cocían arepas en anchos platos de tierra. Buen número de las muchachas reuníanse a orillas de la laguna, para lavar la ropa de sus respectivas familias, y su incesant vocerío, junto con las risotadas que resonaban en el bosque, hacían ver que la emigración no embargaba sus ánimos tan hondamente como podía esperarse. La mujer de Páez, doña Rosaura residía en uno de los ranchos más grandes, preparado para recibirla con más holgura que de costumbre, por una partida de la Guardia de Honor, que se prestó espontáneamente para este servicio, pues, en realidad, los llaneros demostraban siempre extremada consideración por La Señora, como la llamaban de ordinario. Ella no debía semejante deferencia al solo hecho de ser la esposa favorita de su jefe, sino a que poseyendo una educación muy superior a la de todos los que la rodeaban, mostrábanse al propio tiempo tan modesta y bondadosa con cada uno, que aquellos le profesaban indecible respeto y admiración.

La caza de tigres, como se practica en los Llanos de Barinas, constituye uno de los espectáculos más interesantes, no sólo para quienes toman participación en ella y la emprenden con el objeto de proteger sus rebaños y para seguridad de sus mujeres e hijos, expuestos al ataque de tales fieras, cuando está ordeñando, sino también para los espectadores que acuden por simple curiosidad y entretenimiento.

Los dueños de hatos acostumbraban darse con anticipación una cita, a la que concurrían como punto de honor, con cuantos parientes y peones pudiesen reunir, todos en caballos de freno y armados de lanzas (porque antes de la revolución no se permitía generalmente a los criollos el uso de armas de fuego), excepto aquellos que se distinguían por su agilidad y destreza en arrojar el lazo, el cual se utilizaba con el propósito de coger a los animales feroces cuando salían de sus cubiles y mantenerlos asidos para que los demás cazadores los mataran sin peligro. Por consiguiente, considerábase honrosa distinción el figurar entre los enlazadores, puesto reclamado habitualmente por los principales ganaderos, sus hijos mayores y sus mayordomos, los cuales procuraban ir a la cacería en caballos seguros, hechos al ruido y alboroto, lo mismo que a la vista de las fieras, porque la menor rebeldía o timidez del caballo, en el momento de arrojar el lazo, podía tener fatales consecuencias para el jinete o para el compañero a quien había convenido en prestarle ayuda.

 

RICHAR VOWELL.

SABANAS DE BARINAS.

CARACAS,

MINISTERIO DE EDUCACIÓN, 1988.

 

 

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