AFRODESCENDIENTES (II Parte) | Centro Cultural de la Cooperación

AFRODESCENDIENTES (II Parte)

09/05/2011

Por: JORGE NÚÑEZ SÁNCHEZ en: El Telégrafo. Primer Diario Público. Guayaquil, Ecuador.

IV

La independencia marcó la primera ruptura en el sistema de esclavitud. Los líderes criollos entendieron que sin el concurso de los negros no podrían enfrentar con éxito al poder colonial. Así, enrolaron en sus ejércitos a muchos esclavos, ofreciéndoles a cambio la libertad personal.

Esos soldados negros se destacaron por su valor, lo que los hizo merecedores de ascensos y premios. El Libertador dictó la “Ley de Haberes Militares”, por la que les entregó tierras, para que las cultivaran luego de la guerra. Además, Bolívar buscó liberar de la esclavitud a todos los esclavos del país. En su Discurso al Congreso de Angostura, el 15 de febrero de 1819, expresó: "Es imposible ser libre y esclavo a la vez... Yo abandono a vuestra soberana decisión la reforma o la revocación de todos mis estatutos y decretos; pero yo imploro la confirmación de la libertad absoluta de los esclavos, como imploraría mi vida, y la vida de la República".

En 1821, el Congreso colombiano, dominado por los propietarios terratenientes, limitó este beneficio a una simple “libertad de vientres”, por la cual se otorgaba libertad únicamente a los futuros hijos de los esclavos.

Las páginas de nuestra historia americana están llenas de historias de heroicidad de los combatientes negros. En Venezuela es famoso el nombre del teniente de caballería Pedro Camejo, apodado “Negro Primero”, un legendario ayudante del general Páez en la guerra de independencia. Y también son famosos los batallones de “llaneros”, muchos de los cuales eran negros o mulatos.

Los soldados negros también jugaron papel clave en la “Campaña de los Andes” de San Martín. En las batallas de Chacabuco, Maipú, Cancha Rayada y otras, se destacaron los batallones argentinos séptimo y octavo de infantería, formados por  unos 1.500 soldados negros, cuya heroicidad fue alabada por el Libertador del Sur.

Cuando San Martín llegó a la costa peruana, en septiembre de 1820, en menos de 15 días se le presentaron unos 3.000 negros esclavos, que huían de las haciendas vecinas y deseaban enrolarse en el ejército de independencia.

En la independencia del actual Ecuador también participaron soldados y oficiales negros, tanto locales como procedentes de Colombia y Perú. Se destacaron entre ellos Fernando Ayarza y Juan Otamendi, que lucharon heroicamente en Pichincha y Ayacucho y que luego llegaron a ser generales del Estado ecuatoriano.

Pero si la guerra abrió un sistema de ascenso social para los negros, la república oligárquica buscó clausurarlo, para volver al antiguo sistema de dominación.

Al bravo Ayarza, general glorioso de la independencia, se le hizo azotar en público por el dictador Gabriel García Moreno, quien lo acusó de conspirador y afirmó que "Ese negro no merece otro castigo que el acostumbrado en las haciendas de trapiche”.

Y Otamendi, héroe condecorado de las luchas libertarias, fue despreciado junto con su esposa en una fiesta de la alta sociedad riobambeña, lo cual provocó su ira y generó un incidente armado que causó varios muertos. Años más tarde fue asesinado oscuramente, según parece por orden del mismo general Flores, al que servía con fidelidad.

V

Los trabajadores jamaiquinos son parte de nuestra historia y nuestra leyenda. Los primeros llegaron durante el gobierno de Gabriel García Moreno, contratados por la empresa de construcción del Ferrocarril del Sur. Vinieron desde el istmo de Panamá, a donde diez mil obreros jamaiquinos habían sido llevados por la Panamá Railroad Co. para construir el ferrocarril interoceánico (1850–1855). Su fama de buenos trabajadores, que además resistían bastante bien las enfermedades tropicales, determinó que fueran contratados para el Ecuador, cuando esa masa de obreros se dispersó al terminar la obra.

Los jamaiquinos cumplieron una gran labor en los trabajos del ferrocarril garciano. Y dejaron tan buena fama que, al emprenderse los trabajos del ferrocarril Guayaquil–Quito, en tiempos de la Revolución Liberal, fue traído al país un nuevo contingente de cuatro mil trabajadores jamaiquinos.

No está por demás aclarar que el nuevo ferrocarril planeado por Alfaro implicó una revisión a fondo de la obra inicial de García Moreno, de acuerdo con los avances tecnológicos habidos en las casi tres décadas intermedias. Según las técnicas usadas por entonces en los Estados Unidos, el sistema de “vía ancha” sustituyó al antiguo de “vía angosta”, se corrigió el trazado de la ruta y se utilizaron nuevas y más poderosas locomotoras, todo lo cual garantizaba un tren de mayor capacidad de carga y potencia de arrastre.

La labor de esos obreros migrantes del Caribe fue fundamental. Al ser angloparlantes, conocedores del empleo de explosivos y los usos del trabajo en cuadrillas, se adaptaron rápidamente a los sistemas de trabajo impuestos por Archer Harman y los jefes norteamericanos. Empero, ni unos ni otros contaban con la dureza del clima andino, que atravesaba por un período de gran pluviosidad. El río Chimbo y otros de la ruta se desbordaron y causaron destrozos en las obras del tren. Y muchos trabajadores murieron en esa circunstancia o durante los trabajos con explosivos. Eso produjo protestas y huelgas de los jamaiquinos, que exigían mejores condiciones de trabajo, las que fueron duramente reprimidas.

Lo que ocurrió entonces es parte de la leyenda, más que de la memoria histórica. Se dice que los guardias armados de la empresa aplastaron sangrientamente esas protestas y que hubo muchas víctimas, que luego fueron cargadas en un tren, al que se hizo descarrilar en la laguna de Yambo para ocultar la matanza.

Esta leyenda, difundida por los enemigos del gobierno alfarista, es contradictoria y no resiste un análisis serio. La huelga se habría producido  en la zona de la Nariz del Diablo, cuando la obra iba por la mitad, pero los muertos se habrían tirado en Yambo, es decir, en un tramo posterior, construido mucho más tarde.

Cierta o falsa, esa leyenda es parte del imaginario de aquel tiempo de intermitente guerra civil. Lo que es indudable es que muchos de esos trabajadores negros pasaron luego a trabajar para la Anglo, en la zona petrolera de Santa Elena, y que algunos de sus descendientes se convirtieron en glorias del deporte ecuatoriano: los Sandiford, Spencer y Klinger, entre otros.

VI

En Ecuador hubo al menos dos Presidentes de la República que fueron afrodescendientes. El primero de ellos fue Vicente Ramón Roca, que gobernó entre el 8 de diciembre de 1845 y el 15 de octubre de 1849.

Hemos mencionado en otra ocasión que, a inicios de la república, este comerciante liberal de Guayaquil ganó en buena lid la Presidencia de la nación a José Joaquín Olmedo, en la Asamblea Constituyente de 1845, y que esto motivó la ira de sus rivales, algunos de los cuales lo acusaron de ser “negro” o “zambo”, mientras que Rocafuerte ironizaba sobre la elección, diciendo: “La vara del mercader ha vencido a la musa de Junín”.

Aquellos calificativos raciales fueron dichos con mala intención, pues buscaban descalificar a un hombre que se había destacado por su patriotismo antes y después de la independencia. Y es que don Vicente Ramón fue perseguido por las autoridades españolas desde 1818, acusado de mantener correspondencia subversiva con un amigo de México. Luego fue miembro de la Junta del Distrito de Guayaquil en 1820, Jefe General de Policía entre 1829 y 1832, Diputado por Guayaquil en 1830, Prefecto de Guayaquil entre 1831 y 1834, Juez de incendios en 1832, Consejero de Estado en 1832, Vicepresidente del Congreso en 1833, Gobernador de la provincia del Guayas en 1835, Senador por Guayas en 1837-1839, Consejero Municipal en 1840, Miembro del Gobierno Marcista Provisorio en 1845 y finalmente Presidente de la República entre 1845 y 1849.

Por su parte, un hermano suyo, Francisco María Roca, fue miembro de la segunda Junta de Gobierno del Guayaquil independiente, en 1820, e instaló la primera imprenta del puerto y segunda del país, con la que dio a luz el afamado periódico El Patriota de Guayaquil, en mayo de 1821.

Pero volvamos al tema central de este artículo. La verdad es que don Vicente Ramón era afrodescendiente. Su padre, Bernardo Roca, era un mulato panameño que llegó en 1765, como tesorero de la expedición militar enviada por el Virrey de Nueva Granada para reprimir la Rebelión de los Estancos. Afincado en Guayaquil, este personaje, que sabía de cuentas y negocios, había destacado por su afán de trabajo e iniciativas, que lo convirtieron en un comerciante de éxito y hombre afortunado. Luego, su don de gentes le granjeó amistades poderosas, como la del gobernador Ramón García Pizarro, que lo hizo nombrar Coronel del Batallón de Milicias de Pardos. Y tuvo el buen sentido de educar muy bien a sus hijos, con preceptores privados.

Su hijo, el presidente Roca, hizo un gobierno con éxitos y errores. Pero la vieja aristocracia del país nunca le perdonó su origen racial, como lo revela un incidente ocurrido en Cuenca, años después. Según me cuenta la historiadora Raquel Rodas, Roca se hallaba en esa ciudad y fue invitado a un banquete en casa de la famosa señora Hortensia Mata, al que también concurrieron algunos personajes de la aristocracia morlaca. Molesto con la presencia de Roca, uno de ellos pidió silencio e hizo un brindis de doble sentido: “Supongamos que este vaso fuera santo y entonces brindemos por este San Vaso de Roca”. Salta a la vista que se estaba refiriendo al “Zambazo de Roca”.

VII

Otro famoso afrodescendiente de nuestra historia fue el presidente Juan de Dios Martínez Mera (1875-1955), que dirigió el país entre el 5 de diciembre de 1932 y el 19 de octubre de 1933. Era nieto de don Juan María Martínez Coello (1805-1861), que fuera un reputado artesano de color (carpintero de ribera), maestro mayor del Astillero de Guayaquil, fundador y primer presidente de la Sociedad Filantrópica del Guayas (1849), un organismo masónico de socorro mutuo y beneficencia, que se interesó por la educación del pueblo. Y era hijo de Tomás Martínez Ávalos (1838-1894), destacado intelectual y pedagogo porteño, que fundó una reputada escuela privada.

Martínez Mera fue un abogado y auditor de prestigio, cuyos vínculos con la banca y el liberalismo determinaron que fuera nombrado diputado, presidente de su Cámara y Ministro de Hacienda dos veces, antes de ser elegido Presidente de la República en 1932. Venció al conservador Manuel Sotomayor y Luna y al liberal de izquierdas Pablo Hanníbal Vela. Proclamado su triunfo, le fue colocada la banda presidencial por el presidente de la Cámara de Diputados, José María Velasco Ibarra, quien, al poco tiempo, lideró un movimiento para proclamar la nulidad de las elecciones, acusándolas de fraudulentas. Velasco Ibarra lideraba al bando derechista, que aún estaba herido por la destitución de Neptalí Bonifaz y su derrota en la guerra civil de los “Cuatro Días”.

Aprovechando en su favor los efectos de la crisis económica que golpeaba al país, el patrioterismo exacerbado por el conflicto de Leticia (que enfrentaba a Colombia y Perú, que disputaban territorios antes ecuatorianos) y aun la actitud orgullosa e inflexible con que el Presidente se había distanciado de sus amigos, Velasco logró el respaldo de muchos diputados liberales para destituir a Martínez Mera, supuestamente electo con fraude electoral. El diputado Joaquín Dávila mocionó la destitución del Presidente “por culpabilidad en los manejos de los asuntos internacionales”.

Ante esa injusta destitución, el Presidente se negó a renunciar y nombró un nuevo gabinete, que fue descalificado por el Congreso, en uso de sus atribuciones. Martínez Mera nombró un nuevo gabinete, que siguió igual suerte. Tras la destitución de siete gabinetes ministeriales, Martínez Mera se negó a la tentación dictatorial y simplemente abandonó el mando y viajó a Guayaquil, no sin antes dirigir un mensaje a la nación, que expresaba: “Al alejarme de la capital de la República no penséis  que llevo en mi pecho la más ligera huella de rencor. Nunca soñé ni con el poder ni con la venganza, sueño con la justicia. Me queda la satisfacción de que ni una lágrima se ha vertido por mi culpa, ni una gota de sangre ha salpicado mi ejercicio presidencial…”.

Lo sucedió en el mando, como encargado del poder, el último ministro de Gobierno,  doctor Abelardo Montalvo, quien convocó a nuevas elecciones, en las que triunfó José María Velasco Ibarra.

Años más tarde, pasadas las pasiones del momento, el Congreso de 1948 reconoció que, “cuando fue presidente de la República, Martínez Mera se desempeñó con dignidad, honradez y patriotismo”.

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