Bicentenario: los desafíos del cooperativismo argentino | Centro Cultural de la Cooperación

Bicentenario: los desafíos del cooperativismo argentino

28/02/2011


«Tenemos que pasar a una vida más justa, en que los intereses de cada uno sean contemplados como cosa de todos. Nuestras dificultades económicas no devienen solamente del hecho de que se nos cobra muy caro lo que consumimos, o de que se nos suele pagar por la producción menos de lo que vale, sino que en ambos casos las mayores ganancias quedan en manos de quienes están situados superfluamente entre los dos factores: productores y consumidores. Por ello, el productor y el consumidor deben hermanarse, vincularse directamente, crear en primer lugar una gran familia de cooperativistas en el país y unirse más tarde también con otros compañeros de allende las fronteras de la República, a quienes se enviaría la producción en naves cooperativas que cruzarían los mares y traerían, al regresar, en trueque, los productos e implementos que los cooperativistas de otras latitudes elaborasen y crearan. De esta manera, las personas y los pueblos se unirán bajo la bandera del cooperativismo, que es la justicia e igualdad de todos».

Este era el desafío para el incipiente movimiento cooperativo argentino que soñaba en 1909 David Merener, arribado a nuestro país desde el Imperio Ruso.

Pocos meses después –celebrando el “Centenario de la Patria”- se desarrollaban en Buenos Aires los pomposos festejos con los que las clases dominantes expresaban su poder económico, político y social. Para evitar que pudieran ser empañados por el reclamo de los sectores que luchaban por “la justicia e igualdad”, los festejos se realizaron bajo el imperio del estado de sitio, la represión a los sindicatos y organizaciones políticas obreras y la aplicación de la Ley de residencia, que permitía expulsar a los extranjeros “indeseables”.

Fueron justamente esos inmigrantes europeos, requeridos por el modelo económico impuesto en el país a partir de la organización del Estado, los que desarrollaron las primeras experiencias cooperativas en nuestro país a partir de las últimas décadas del siglo XIX. Ellos aportaron no sólo técnicas y procedimientos de trabajo sino también tradiciones y formas mutuales de organización que introducían ideas de solidaridad y cooperación.

Estas organizaciones comunitarias les servían a los inmigrantes para agruparlos, mantener viva su cultura de origen, representarlos ante el Estado y otros sectores sociales, brindarles acceso a servicios sociales y educativos y construir liderazgo para las asociaciones privadas, sindicatos, entidades mutuales y partidos políticos de la clase obrera. Pese a sus intentos, el Estado oligárquico no pudo penetrar esas organizaciones, que expresaban valores y actitudes muy diferentes del autoritarismo y paternalismo predominante en la vida socio política argentina.

La participación en estas instituciones era valorada por diferentes sectores sociales y desde diversas fuentes ideológicas que compartían la concepción de que eran una manera de construir una sociedad libre, moderna, democrática y solidaria. Desde las corrientes del pensamiento vinculadas al socialismo y el anarquismo se las concebía además, como una escuela de fraternidad humana. En este último grupo se encuadraban algunos inmigrantes que, como Merener, venían con experiencia en la organización de actividades políticas y sociales y conocimiento de las ideologías revolucionarias desarrolladas en Europa. «Amaos los unos a los otros, dice el evangelio. Pero no basta amarse: es necesario unirse, entenderse y asociarse –afirmaba Alejo Peyret, otro de los precursores del cooperativismo, arribado desde Francia- La fe transporta las montañas e inunda los valles, dice también el Evangelio. ¿Cuál es esta fe todopoderosa? Es la fe de la solidaridad social, de la fraternidad humana»

Todos ellos habían llegado a nuestra tierra buscando mejores posibilidades de desarrollo o huyendo de las persecuciones raciales y religiosas o de la represión desatada en sus países en contra de los intentos de transformación social.

Hasta la sanción de la primera “Ley de Sociedades Cooperativas”, en 1926, bajo tal denominación coexistían entidades solidarias basadas en la idea de transformación social con otras que sólo ponían el acento en la resolución de necesidades económicas, e incluso un gran número de empresas lucrativas. En algunos casos esto se debía a la falta de conocimiento sobre el tema, pero en otros muchos a un intento de aprovecharse de una seudo finalidad social, ya que el Código de Comercio era muy pobre en la caracterización institucional y aceptaba que las cooperativas se establecieran bajo cualquiera de las formas societarias mercantiles.

Según las escasas y poco confiables fuentes estadísticas, hasta comienzos del siglo XX se habían desarrollado poco menos de 60 entidades cooperativas, llegando a ser 206 con 120.000 asociados al momento de dictarse la primera Ley. Al analizar las características de las mismas, se observa que corresponden a dos tipos de experiencias diferentes: algunas entidades fueron creadas por sectores obreros con el fin de liberarse de la explotación capitalista o, por lo menos, atenuar sus efectos, mientras que otras fueron promovidas por integrantes de las capas medias y la pequeña y mediana burguesía con el objetivo de buscar soluciones a sus problemas sociales y económicos y poder desarrollar su actividad comercial o industrial.

 

Un cooperativismo para el siglo XXI

Las cooperativas que guían su accionar sobre la base de valores y principios solidarios, centrándose en la satisfacción de las necesidades de las personas, han demostrado ser relativamente más resistentes a las crisis nacionales e internacionales que las empresas cuyo fin es el lucro. Sin embargo, su desarrollo –en tanto empresas y movimientos sociales– está siempre ligado al contexto institucional y económico en el que deben desenvolverse. Al mismo tiempo, persiguen cumplir con una función correctiva o transformadora de la realidad, por lo que actúan modificando ese contexto.

En tanto movimiento social, las relaciones de tipo horizontal que se dan entre sus asociados se potencian en las múltiples relaciones que cada uno de ellos establece con otros miembros de la comunidad, creando un terreno fértil para el desarrollo local de relaciones y prácticas participativas y democráticas. Pocas veces en la historia argentina, el desarrollo de esa red social contó con el visto bueno estatal, y cuando el neoliberalismo instaló sus valores en la cultura dominante, se transformaron en un potencial enemigo.

En tanto empresas sin fines de lucro, las cooperativas operan –compitiendo en el mercado– con las ventajas que les dan sus características distintivas: voluntariedad, autogestión, reciprocidad, territorialidad y sentido de pertenencia. Como contrapartida, suelen tener que enfrentarse a una normativa legal que no está orientada a que esas ventajas puedan desarrollarse, y que en períodos de auge de políticas neoliberales entra directamente en contradicción con las mismas.

El Instituto Nacional de Asociativismo y Economía Social (INAES), registra actualmente la existencia de 16.000 cooperativas, de las cuales dos tercios están relacionadas con el trabajo. Le siguen las de vivienda y construcción, consumo y provisión, agropecuarias, de servicios públicos y de créditos y seguros. Más de 11.000 de aquel total se registraron en los últimos 6 años, de las cuales 9.000 son cooperativas de trabajo. En conjunto, el sector cooperativo argentino genera aproximadamente el 9 por ciento del PIB.

El crecimiento del cooperativismo de trabajo, vivienda y construcción confirma su contribución a la creación de empleos decentes, la movilización de recursos y la generación de inversiones, mitigando los efectos de las crisis. Pero es el cambio en la actitud del Estado hacia el cooperativismo, manifestado desde 2003, el que marca un nuevo contexto que abre inéditas posibilidades y desafíos para el sector. Al mismo tiempo, lo impulsa a continuar y profundizar sus reclamos y a ocupar espacios concretos de poder desde los cuales incidir en las políticas públicas, constituyéndose en una herramienta de transformación social.

Entre los reclamos del sector, pueden señalarse la necesidad de crear órganos locales en las provincias donde no los hay; elevar la jerarquía institucional del organismo nacional que regule y establezca estrategias para el sector; reconocimiento estatal de la particular situación jurídica, económica y social de las cooperativas de servicios públicos; ley nacional de expropiación y modificación de la ley de quiebras para las empresas recuperadas. Se solicita también la incorporación, en una futura reforma constitucional, del reconocimiento expreso de la función económica y social que cumplen las cooperativas, tal como se dio en los últimos procesos de reforma constitucional latinoamericanos, desarrollados en Bolivia, Ecuador y Venezuela.

Para eso, el movimiento cooperativo debería sumar a su tradicional integración institucional federativa, la interacción económica, avanzando en emprendimientos empresariales conjuntos como la utilización recíproca de servicios y el desarrollo de proyectos comunes.

Especial consideración merece el cooperativismo de trabajo. El recientemente creado “Plan Ingreso Social con Trabajo”, en tanto apunta no sólo a resolver la desocupación e informalidad laboral sino a que la gente se organice socialmente para combatir la pobreza, refleja un importante esfuerzo del gobierno nacional. Presenta, sin embargo, el riesgo de que las cooperativas actúen como pasivos instrumentos de contención social, desnaturalizando su carácter autónomo y transformador. Por eso el desafío para el movimiento cooperativo es acompañar a estas nuevas entidades en un camino que les permita despegarse gradualmente del Estado y promueva una participación real y efectiva de sus asociados, consolidando su carácter autogestivo a partir de la sustentabilidad económica.

 

Daniel Plotinsky

 Periódico Acción Nº 1053

http://www.acciondigital.com.ar/01-07-10/pais.htmlBicentenario

 

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