Literatura y sociedad: otra perspectiva. Una experiencia personal en Venezuela | Centro Cultural de la Cooperación

Literatura y sociedad: otra perspectiva. Una experiencia personal en Venezuela

Autor/es: Daniel Freidenmberg

Sección: Comentarios

Edición: 3

Español:

Daniel Freidenmberg (poeta, crítico y periodista), participó, invitado por la Casa Nacional de las Letras Andrés Bello, del Quinto Festival Mundial de Poesía, que se llevó a cabo del 18 al 25 de mayo último en Venezuela y que es hoy uno de los mayores eventos poéticos del mundo, con poetas invitados de cerca de cincuenta países. A raíz de esa experiencia, se organizó un encuentro en el Centro Cultural de la Cooperación en el cual el autor desarrolló temas que ahora nos presenta sintetizados en este artículo, entre ellos: ¿qué función cumple la literatura en la sociedad? ¿tiene que cumplir una función? ¿Funciona del mismo modo la literatura en todos los sectores sociales? Los criterios de valor que, en mayor o menor grado, con mayor o menor aceptación, rigen para eso que los sectores letrados de la clase media argentina llamamos “literatura” ¿rigen también para otros textos que circulan en otros ámbitos sociales, con enorme eficacia, aunque a nosotros esos textos nos digan poco y nada?


El título de la charla que di el 31 de julio en el CCC era “Literatura y sociedad: otra perspectiva”, y el subtítulo “Una experiencia personal en Venezuela.” Subrayo “experiencia personal”, porque de verdad se trataba de, literalmente, una charla. No una conferencia, sino una conversación que apenas aspirara a dar cuenta de una experiencia nada fácil de transmitir pero que uno intuye muy productiva (por todo lo que ofrece de nuevo, de desafiante a la capacidad de comprensión) y sin ninguna intención de dejar enseñanza alguna, sino apenas de contar, transmitir, dejar abiertas cuestiones que la experiencia concreta suscitó.

El motivo fue mi participación, invitado por la Casa Nacional de las Letras Andrés Bello, en el Quinto Festival Mundial de Poesía, que se llevó a cabo del 18 al 25 de mayo último en Venezuela. No me propuse –desde ya– hacer una crónica del festival (hoy convertido en uno de los mayores eventos poéticos del mundo, con poetas invitados de cerca de cincuenta países), aunque a algo de eso no pude dejar de referirme en la charla. Tampoco, aunque me habría gustado, intenté dar cuenta de lo que pude apreciar del proceso político bolivariano, una experiencia sin duda impresionante para mí por todo lo que me mostró de desconocido e inesperado, de creativo y sorprendente. De todos modos, sin las acciones culturales concretas llevadas a cabo por la revolución liderada por Hugo Chávez entre los sectores más humildes de la población no habrían sido posibles las experiencias personales que me llamaron tanto la atención como para convertirse en motivo de una charla.

Ofrecerla como parte de las actividades del Departamento de Literatura y Sociedad del CCC era bastante más que una formalidad, porque precisamente la relación entre la literatura y la sociedad queda concernida por esa experiencia: ¿qué función cumple la literatura en la sociedad? ¿tiene que cumplir una función? ¿Funciona del mismo modo la literatura en todos los sectores sociales? Los criterios de valor que, en mayor o menor grado, con mayor o menor aceptación, rigen para eso que los sectores letrados de la clase media argentina llamamos “literatura” –incluidos los progresistas y de izquierda, por ejemplo, en este departamento del CCC–, ¿rigen también para otros textos que circulan en otros ámbitos sociales, con enorme eficacia, aunque a nosotros esos textos nos digan poco y nada? De ahí que, al título y el subtítulo con los que la charla aparecía en el programa, en las gacetillas de invitación agregué un breve resumen: “Autonomía del texto y/o comunicación. El lugar y la función del texto literario considerados desde su concreta inserción social. Constataciones e interrogantes, para empezar a pensar.”

“Para empezar a pensar”, insisto. Punto de partida, nada más que eso. Algo que propongo desplegar de acá en adelante, sin saber hacia dónde puede llevarnos, pero que a mí, y a varios de quienes asistieron a la charla –según pude comprobar– nos inquieta y nos interroga con fuerza. Y si anuncié la charla como “conversación e intercambio de opiniones” fue precisamente porque más importante me parecieron el intercambio y la propuesta que las conclusiones (que no las hubo ni las podría haber).

Concretamente: más allá de las actividades habituales de las que uno espera participar en un festival internacional de poesía (en este caso, participación leyendo poemas en la Inauguración, junto a todos los poetas extranjeros, en el monumental teatro Teresa Carreño y luego en el Recital de los poetas de América del Sur, en el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, ambos en Caracas, a lo que se agrega la tradicional actividad social con otros poetas en desayunos, almuerzos, cenas y sobremesas en el hotel, con vino, cerveza, café, ron o whisky de por medio, casi siempre muy disfrutable y a veces poéticamente muy productiva), lo importante fueron las otras, las que no esperaba: 1) en Cagua, estado de Aragua, el martes 20 un taller de lectura por la mañana, en la Casa de la Cultura, y a la tardecita un recital en la plaza con cinco o seis poetas locales, 2) el miércoles 21 a las 10 de la mañana, en la plaza Bolívar de La Vega, uno de los extensos barrios pobres situados en los cerros que rodean a Caracas, un recital compartido con poetas del lugar, y 3) junto con el poeta brasileño Vicente Franz Cecim, un recital en la plaza de Caucagua, en el Municipio Acevedo, Estado de Miranda.

Ahí venía el problema: no soy lo que se supone “un poeta popular”. Hace años ya elegí encarar mi trabajo de escritura como una labor de búsqueda que plantee al lector un desafío, que lo lleve a replantearse no pocas cuestiones. Me gusta concebir a la poesía como un lugar de indagación, de extranjería. Como un lenguaje que, en su propio despliegue, cuestiona los usos habituales del lenguaje, los saberes, los sentidos aceptados. Esa es la poesía que más amo: Vallejo, Char, Montale, Eliot, Gelman, Urondo, Ortiz, Baudelaire, Rimbaud, Levertov, Quevedo, Góngora, San Juan de la Cruz, Beckett, Pessoa, Eluard, Lezama. No se trata de elegir entre poesía “fácil” o “difícil”, “tradicional” o “de vanguardia”, “comprensible” u “oscura”: se trata de pensar el trabajo de escritura como una crítica de la lengua y la cultura, una búsqueda sin fin ni consuelo, una extrema responsabilidad en el manejo de la palabra, un rechazo de los sentidos establecidos y unívocos. Y de pensar a la lectura como un acto de extrañamiento o de extrañeza, que no ve nada de natural en la relación entre las palabras y las cosas ni en las visiones del mundo.

Había una situación de incomodidad por partida doble, entonces: enfrentarme, por un lado, a un público que probablemente no estuviera acostumbrado a una poesía como la que a mí me interesa. Y, por el otro, compartir el recital con desconocidos, seguramente aficionados, cuyos textos desconocía y que, por ser integrantes de la comunidad, contaban ya a priori con el favor del público. El caso es que fueron precisamente esas presuntamente incómodas experiencias las más reveladoras, incitantes e inquietantes que tuve durante mi estadía en Venezuela.

Dejemos de lado el caso de Cagua, una ciudad próspera, en el centro del país: al ser, tanto el público como los poetas locales que me acompañaron, de clase media, la experiencia no fue muy diferente a la que podría haber tenido en un ateneo cultural del Gran Buenos Aires o de algún pueblo de la Pampa Gringa. El gran impacto lo tuve al llegar bajo un sol quemante, a la mañana siguiente, a la arbolada y vasta plaza Bolívar, frente a una iglesia, en La Vega. Habíamos tenido que ir subiendo por callejuelas en la combi del ministerio de cultura y preguntando la dirección a los vecinos, hasta llegar a la plaza, en ese momento aún casi vacía. Más arriba seguía, en la falda del cerro, el barrio, uno de los muchos que, un poco a la manera de las favelas de Río de Janeiro, pero en una extensión mucho mayor, rodean a Caracas, y de los que bajaron los pobres a reponer a Hugo Chávez en el gobierno cuando el golpe de Estado de 2002. “Por aquí a la noche se escuchan todo el tiempo tiros”, me decían los vecinos que empezaban a llegar, o algunos de mis compañeros de lectura –no podía distinguirlos–, pero no se veía preocupación alguna en su actitud ni mucho menos. Por el contrario, y a diferencia de lo que vi en Cagua, el clima era de distensión, alegría, camaradería, una especie de fiesta vecinal, en la que no había modo de distinguir a poetas de vecinos y vecinos de funcionarios, y donde nadie se cuidó de guardar las apariencias ante el invitado llegado desde un lejano país del sur: todos eran unánime, despreocupada y convencidamente chavistas, bolivarianos, y lo decían, del mismo modo en que en la Argentina un hincha de Boca dice “soy de Boca”.

No es que recitaran algún dogma aprendido ni se empalagaran en consignas. Hablaban, simplemente, de su vida. Y así, también, fui viendo que eran sus poemas en el momento en que empezaron a leerlos. ¿Hace falta que diga que no eran buenos poemas? No lo eran. Ni el que cantaba a Hugo Chávez Frías ni el que despotricaba contra el imperialismo yanqui, ni el que reivindicaba al pueblo palestino ni el que se deshacía en elogios a la mujer amada, ni el que homenajeaba la memoria de su madre muerta ni el que recordaba el día en que su autor llegó del campo a la ciudad ni el que aconsejaba no despreciar a los negros. No me extrañó que, cuando durante la charla leí algunos que traje como ejemplos, provocaran risas en un auditorio integrado mayormente por investigadores en letras y gente vinculada a la literatura. No habían provocado risa, en cambio, en La Vega, salvo aquellos de temática deliberadamente humorística: por el contrario, muchos conmovieron, exaltaron, y estoy seguro de que la emoción era sincera. Algo les estaba pasando a aquellos hombres y mujeres congregados en una plaza al decir y escuchar esos versos elementales, previsibles. Había un clima de estar compartiendo, tan visible como era tangible la sensación de que esa gente se siente protagonista de su propia vida, de que a algo sienten que le deben –no es ningún misterio saber a qué– una nueva sensación de dignidad. ¿Y mis poemas, tan extraños, modernos, hechos para ser leídos con cierta distancia crítica? La recepción fue excelente: no sé si por simpatía hacia quien había venido desde lejos o si porque algo en los textos, en esa atmósfera que predisponía a recibir todo de la mejor manera, lograba de veras superar las barreras.

Algo parecido ocurrió dos días después, en medio de un calor sofocante, en otra plaza, la de Caucagua, un pueblo cerca del Caribe, de población predominantemente negra. Más allá de los recitales que dimos Cecim y yo, y en los que nos ingeniamos para hablar de la poesía en general y leer a Girondo y a Vallejo, lo más interesante fue otra vez compartir el escenario –aquí había un escenario, y un toldo, porque de lo contrario nos habríamos asado– con los poetas del lugar: la mujer cincuentona que compuso décimas para celebrar que gracias a la campaña educativa se pudo recibir de bachiller, el anciano que les avisa en verso a las mujeres que llevan pantalones que mejor empiecen a usar faldas porque así no pueden atraer a los hombres (al menos a él), el hombre de sombrero llanero que asistió a la inauguración del Festival de Poesía en Caracas y lo relata en décimas. Y los homenajes a la alfabetización y las diatribas contra los canales de la TV privada, y, por supuesto, los elogios a Caucagua y a su gente. ¿Importaba la calidad de los poemas? “Es que el acontecimiento no son los textos”, anoté en mi cuaderno, al volver al hotel. “Lo que verdaderamente importa es el acontecimiento, lo que le ocurre a la gente, lo que vive la gente. Y es el acontecimiento (esa fuerza cultural, corporal) el que sostiene los textos, por eso no necesitan ser buenos textos”.

Pensé, entonces, en una sociedad donde la literatura no está escindida de la vida concreta. No es la nuestra. Nuestra poesía, mi poesía, es en cierto modo a-social. Quiere ser social, aspira a ser social, pero sabe que muere, en tanto fuerza o intensidad poética, si se integra a esta sociedad, si pierde capacidad de salir de lo consabido. La poesía de la gente de La Vega o de Caucagua, en cambio, es poesía completamente integrada a un cierto ámbito, y está bien, porque es un ambiente comunitario. Es aquí donde empiezan a abrirse para mí los interrogantes y estos son los interrogantes que dejé abiertos en la charla del CCC. Defendiendo, como defiendo, un lugar crítico para la literatura en la sociedad, ¿esto vale en todo momento? ¿puede un texto valer por su inserción en una determinada situación, más allá de su valor como texto? Cuando hablamos de literatura y sociedad, ¿de qué sociedad hablamos? No es que suponga que en lo observado en dos sectores humildes de Venezuela haya una fórmula universalmente aplicable, de ningún modo, o que lo proponga como un ideal hacia el que habría que avanzar. Sí, en cambio, significó para mí una suerte de shock, algo que me saca de algunas certezas y me obliga a repensar cuestiones que daba por seguras. En todo caso, no dar nada por seguro en la relación entre literatura y sociedad es uno de los puntos básicos a partir de los cuales repensar esa misma problemática.

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