“La usurpación de la tierra en la literatura marcada por la Revolución Mexicana” por Lucas Panaia. Buenos Aires, CCC, 2008. (Cuaderno de Trabajo Nº 79) | Centro Cultural de la Cooperación

“La usurpación de la tierra en la literatura marcada por la Revolución Mexicana” por Lucas Panaia. Buenos Aires, CCC, 2008. (Cuaderno de Trabajo Nº 79)

Autor/es: Ana María Ramb

Sección: Comentarios

Edición: 3


tapa

Frente al despojo y la usurpación, la reforma agraria fue uno de los principales objetivos de la Revolución Mexicana de comienzos del siglo XX. Surgida con nitidez como el primer movimiento revolucionario de masas de Nuestra América contemporánea, podría decirse que fue una revolución que se inventó a sí misma, debido a que nació vigorosa de sus propias necesidades y condiciones objetivas. Es, incluso, anterior a la Revolución de los Soviets en Rusia, la que después del fallido intento de 1905, madura y estalla en octubre de 1917. Otra marca distintiva es que, mientras los bolcheviques se inspiraron en la lectura de Marx, la Revolución Mexicana careció de una teoría explícita. O de una metodología científica.

Sólo Dios, que está allá arriba, y que juzga la intención,
pudo saber que Zapata era de gran corazón,
y quedó viva en los indios la verdad de su palabra,
la tierra no pertenece más que aquél que la trabaja.

La estrofa pertenece a uno de los corridos más populares desde el asesinato de Emiliano Zapata, el 10 de abril de 1919. Zapata se había propuesto terminar con la situación de inequidad, y cuando accedió al poder lo hizo con la consigna del reparto de tierras; él venía de regiones de labranza donde el problema de la tierra era secular. La suya es la primera reforma agraria socialista del mundo, y consistió, básicamente, en declarar comunitaria toda la tierra de cultivo, que se repartiría en ejidos como una forma especial de tenencia de tierra. La tierra podría considerarse comunal, pero la explotación sería privada. Como en el calpulli.

La casa grande

Del náhuatl calpulle, “casa grande” o “caserío”, el calpulli era el territorio y unidad social constituido por personas emparentadas entre sí. En él se basaba la estructura política, económica, social, religiosa y militar de la nación azteca. Los miembros de un calpulli poseían la tierra en forma colectiva con derechos individuales de uso, y todo adulto casado tenía derecho a recibir una parcela y cultivarla. El administrador de los bienes inscribía en sus registros al flamante marido desde el momento inicial de su matrimonio. En cuanto a aquél que no hubiese heredado de su padre una parcela, el calpulli tenía obligación de otorgársela. De este modo, quedaba asegurada no sólo una economía de subsistencia, sino también cierta autonomía alimentaria. Aquella auténtica institución agraria sufrió abusos, latrocinios y desarticulaciones varias, de los cuales la Iglesia Católica fue testigo silencioso. Hasta que los calpulli fueron disueltos, y con el cura Miguel Hidalgo y su discípulo y continuador Morelos se encendió en 1810 la mecha de la lucha por la independencia. Que, como el resto de las revoluciones independentistas del siglo XIX en Nuestra América, necesita todavía alcanzar su completud.

En 1910, la oligarquía dominante en México estaba conformada por grandes latifundistas: las diecisiete familias que se habían apoderado del veinte por ciento de todo el territorio del país; es decir, del que había quedado después de las anexiones consumadas por los EEUU. Entre 1890 y 1910, mediante métodos tan violentos y/o fraudulentos como el agio, la compra de jueces, los contratos y escrituras falsos de toda falsedad, más el encarcelamiento, el asesinato, o la leva de los jóvenes de las clases más populares para obligarlos al servicio militar, la clase hegemónica mantuvo un sistema territorial a todas luces injusto, a contrapelo del modelo del calpulli que, bajo distintas formas de resistencia, dentro de los arrabales de la ruralidad mexicana había logrado mantenerse en estado de latencia a lo largo de siglos de dominación colonial española, y también durante los gobiernos criollos que la habían sucedido.

Memoria viva, narrativas notables

Si la historia de México a veces se representa e imprime con un colorido y superficial pintoresquismo, es preciso reconocer que, con una mayor dignidad, audacia, sobriedad y hondura que estudios muy específicos, la literatura mexicana asumió la empresa de dar cuenta de la gesta revolucionaria de 1910, compromiso del que resultaron narrativas notables.

El corpus del proyecto que Lucas Panaia trajo al Departamento de Literatura y Sociedad del Centro Cultural de la Cooperación incluía dos obras ineludibles: de Mariano Azuela, Los de abajo (1915), una escritura contemporánea a la Revolución, y de Juan Rulfo, Pedro Páramo y El llano en llamas (1955), alquimia operada con memoria viva y la mejor narrativa de Latinoamérica. Mucho se ha reflexionado sobre estas obras consulares, pero la investigación de Lucas aporta hallazgos sustantivos, como el de reconocer en Rulfo la emergencia del barroco de Indias, código cultural de buena parte de las letras hispanoamericanas.

Y bien, en el medio del arco singular entre ambas obras, con inicio y final consolidados, ¿qué más?

Pues Al filo del agua de Agustín Yáñez. Se trata de una novela poco conocida en nuestro medio, y a la que Lucas pudo acceder gracias a la donación de la biblioteca privada del padre del escritor Ariel Dorfman; con ella se había enriquecido el patrimonio bibliográfico del CCC, sobre todo en cuanto a textos literarios. La novela de Yáñez describe las condiciones sociales, económicas y políticas que debían desembocar en la exigencia de un cambio de paradigma en la posesión de la tierra. Fue publicada por primera vez cuando la presidencia de Miguel Alemán estaba en sus inicios, y ya las grandes ciudades concentraban el cuarenta por ciento de la población total en un México que, no obstante, seguía siendo primordialmente rural, pero donde la propiedad comunitaria de la tierra perdía terreno frente a un nuevo tipo de explotación individual, con una tendencia a restituir los viejos latifundios. Se consumaba en aquel momento una paradoja: el México socialista soñado por los revolucionarios de 1910, en la década del 50 se perfilaba como el país latinoamericano que mejor se adaptaba al renovado capitalismo de posguerra.

La lectura de este trabajo nos sugiere un triple reconocimiento. Primero, que la Literatura está en la encrucijada misma de otros saberes y discursos: la historia, el periodismo, la sociología, la vida cotidiana y otras series. Segundo, que merced a ello puede irrumpir fortalecida por esa "impureza" que le da, precisamente, su justificación y su capacidad de resistencia. Tercero: que con fiera arbitrariedad, la Literatura puede alcanzar cimas de verdadera grandeza en medio de un combate desigual, mientras soporta y rechaza la lógica de las leyes de mercado que la asedian, y que no pocas veces le ganan batallas. Es el caso de las novelas de la Revolución Mexicana, escritas sin la preocupación de complacer la exigencia de convertirse en fetiches.

El desafío planteado para la investigación propuesta era importante, pero no resultó difícil reconocer en Lucas Panaia las nobles aptitudes y herramientas de un sagaz crítico y teórico de la Literatura. Digamos que, además de las competencias escriturarias que es dable esperar en quien muy pronto se graduará en Letras, Lucas es escritor, y en su propia narrativa muestra ya un estilo propio.

Compartir en

Desarrollado por gcoop.