La Venezuela pactada: entre el Punto Fijo y el paquete neoliberal | Centro Cultural de la Cooperación

La Venezuela pactada: entre el Punto Fijo y el paquete neoliberal

Autor/es: Agustín Lewit, Luis Wainer

Sección: Especial

Edición: 20


Introducción

Venezuela ocupa, desde hace algo más de una década, un punto neurálgico de la geopolítica continental. Fue allí, en esa nación medio caribeña y medio sudamericana, donde a fines de la inefable década de los noventa comenzó a abrirse la grieta por donde se colaría desde entonces la posibilidad de un nuevo tiempo, no sólo para dicho país, sino para gran parte de la región.

Desde su consolidación, el proceso iniciado en 1998 con la asunción de Hugo Chávez ha fungido real y simbólicamente como el motor de lo que –asumiendo los riesgos de toda generalización– llamamos una nueva época en el subcontinente. Por ocupar ese centro, es allí, en su incierto y convulsionado presente, donde actualmente se dirime gran parte del futuro regional, tensionado por un pasado neoliberal que plantea sendas resistencias a perecer y un nuevo orden –difuso e indefinido aun– que le sale al encuentro.

Pero, ahora bien: comprender las condiciones particulares que posibilitaron la emergencia de la Revolución Bolivariana, implica necesariamente ahondar en la historia contemporánea de dicho país, fundamentalmente en la segunda mitad del siglo XX. Sólo a condición de desandar esos años, es que se torna posible vislumbrar el verdadero carácter disruptivo de la emergencia del chavismo.

Bucear por ese período histórico –tal el objetivo del presente trabajo– no es otra cosa que desentrañar la manera particular en que se estructuró la versión venezolana del neoliberalismo –sobre la base de un capitalismo sui géneris atravesado por frondosas reservas petroleras–y la posterior resistencia al mismo traccionada por un sector importante de la sociedad.

El final del ciclo neoliberal –propiciado, como se verá, por dicha resistencia– significará en términos políticos la caída de un modelo de democracia absolutamente singular, vigente desde fines de los cincuenta, la cual, entre otras cosas, tuvo la particularidad de mantenerse en pie cuando el resto de los regímenes democráticos de la región se derrumbaron.

Un pacto entre las principales fuerzas políticas del país y las implicancias –tanto positivas como negativas– de las enormes reservas petroleras, serán los principales elementos que configurarán la democracia venezolana en las últimas décadas del siglo pasado. Un itinerario que recorra ese período es tarea obligada para calibrar con justeza el presente de dicho país.

En el trabajo que sigue proponemos, entonces, analizar los elementos más importantes que dibujaron la gramática social, política y económica de Venezuela a partir de la década del 70, poniendo especial atención en el proceso de desembarco del neoliberalismo en dicho país.

En el caso de Venezuela, la relación entre democracia, neoliberalismo y rebelión social se torna significativa para el análisis de la profunda estela de crisis que va dejando el período que aquí trabajamos. Allí opera el neoliberalismo: en esa relación que marca el pulso de una sociedad que se politiza rápidamente y que encuentra actores fundamentales para canalizar su expresión social. Un país que no padece las clásica crisis de la región sobre el modelo sustitutivo de importaciones en los primeros años 70 –en un mundo trastocado luego de la crisis que produce la subida de los precios del petróleo– por un motivo sencillo: ser una nación petrolera que va definiendo funciones –bien y mal– a partir de la renta petrolera y la red de actores y acciones que esta produce.

El caso venezolano obliga entonces a situarse entre una “democracia modelo” –a partir del puntofijismo ofrecida como ejemplo a la región durante largos años, y una salida de la misma –de los términos del pacto cupular– justamente cuando éste muestra sus límites y, sobre todo, por la particular forma de conjugar una democracia excluyente que, readaptada fuertemente a los valores neoliberales, eclosionaría luego de una seguidilla de intensas crisis y revueltas sociales.

El Pacto de Punto Fijo: un modelo para la democracia venezolana

Luego de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez (1952-1958), en Venezuela surgiría lo que Hugo Chávez llamó modelo adecopeyano, un acuerdo institucional entre los dos partidos más importantes del país, Acción Democrática (AD) y el Comité de Organización Política Electoral Independiente (COPEI), más la Unión Republicana Democrática (URD). Formalmente, el acuerdo comenzó a funcionar el 31 de octubre de 1958, tras el pacto firmado en la residencia de Rafael Caldera llamada Punto Fijo.

El partido con más peso al interior de dicho acuerdo era AD, una fuerza de tendencia socialdemócrata, que se había conformado a partir de una alianza de carácter policlasista hegemonizada por universitarios y profesionales de los sectores medios, pero que también incluía una importante porción del campesinado y sectores populares y obreros de los centros urbanos. En cuanto a COPEI, el cual ocuparía el lugar de socio menor en el acuerdo, era un partido identificado con la derecha, vinculado a la Iglesia antirreformista y con influencia en las clases altas y medias del país, con fuerte incidencia en el ámbito educativo a través de los colegios católicos.

El pacto entre las principales fuerzas políticas implicaba un acuerdo para actuar conjunta y solidariamente en torno a aspectos como la defensa de la constitucionalidad y del derecho a gobernar según los resultados electorales. Se establecía que las fuerzas políticas que no resultasen victoriosas en las elecciones no podían contemplar el uso de la fuerza para cambiar dicho resultado. También se apelaba a la conformación de un “gobierno de unidad nacional” a partir de un “gobierno de coalición”, donde ninguno de los tres partidos podría tener total hegemonía en el gabinete ejecutivo. (Pacto Punto Fijo, 1958)

En suma, el Pacto de Punto Fijo buscaba una consolidar una estructura que pudiera dotar al país de estabilidad en términos políticos, económicos y sociales; un verdadero acuerdo que estableciera la alternancia en el poder de los partidos mayoritarios, garantizando, por otro lado, la exclusión del Partido Comunista de Venezuela (PCV). Para entonces, el PCV contaba con una importante influencia en vastos sectores de la sociedad, producto de su posición de liderazgo en la resistencia contra la dictadura militar. Así, al salir del gobierno dictatorial, Venezuela daba una clara señal para la burguesía local y los Estados Unidos respecto a los parámetros que se respetarían en la nueva etapa que se iniciaba (Nicanoff y Stratta, 2008).

El Pacto de Punto Fijo permitió que se realizaran las elecciones del 7 de diciembre de 1958, resultando electo presidente Rómulo Betancourt (AD). Posteriormente, para fines de 1960, la URD abandonaría la coalición de gobierno, dando inicio formal al bipartidismo conformado por AD-COPEI, que caracterizaría al sistema de partidos venezolano hasta el año 1993.

Desde 1958, lo que se debía garantizar era una alternancia pero en sentido restringido, al tiempo que AD y COPEI cohabitaban conjuntamente el aparato estatal. Así, independientemente de quién tenga el turno de gobierno, se garantizaba el acceso común a mecanismos clientelares y la disposición de herramientas públicas como el empleo estatal, los planes sociales, subsidios, becas, así como mecanismos financiados a partir del reparto de la renta petrolera, articulando entonces funcionarios locales pertenecientes a estos partidos con los grupos económicos, tanto nacionales como extranjeros. A su vez, como suele ocurrir con estos acuerdos de gobernabilidad, por fuera de los mecanismos de control que suponía el pacto quedarían un conjunto de organizaciones populares a partir de un esquema delineado –que incluía procesos de cooptación y represión– que podría verse, por ejemplo, en repartos de tierras públicas, combinadas con desalojo de tierras ocupadas.

Tal como indican Nicanoff y Stratta: “…este proyecto requería la condena, eliminación y/o cooptación de toda forma de organización de las clases subalternas que estuvieran por fuera de los mecanismos de control clientelares del Estado (…) De todas maneras, el edificio montado por el modelo del Pacto de Punto Fijo se torna escasamente entendible si no se profundiza en la relación estructural que existía en Venezuela entre la renta petrolera, la dependencia de Estados Unidos y el tipo particular de Estado que surgió de esos elementos (…) El pacto cupular de Punto Fijo, la lógica de cooptación y control, el peso de la renta petrolera, la dependencia de Estados Unidos, el rol del Estado en la acumulación y su relación con el capital extranjero y local constituyeron las coordenadas donde debieron moverse los esfuerzos de las clases subalternas y sus organizaciones por romper ese entramado” (Nicanoff y Stratta, 2008).

Es importante mencionar que el puntofijismo fue exitoso y estable y, además, muy propagandizado en América Latina como modelo que daba cuenta de las virtuosas posibilidades de la democracia parlamentaria en la región, frente a una destacada presencia de dictaduras militares en el resto del subcontinente. Por otro lado, también es necesario resaltar para el caso venezolano el rol del petróleo como un elemento estructural para la vida política y económica de dicho país. En efecto, el Estado capitalista venezolano no solo era un elemento que permitía garantizar el desenvolvimiento de un patrón de acumulación, sino además era aquel donde se producía dicha acumulación por el peso de la renta petrolera. El resultado de ello fue un perfil industrial menos volcado al mercado interno por el potencial de su producción, y más centrado en industrias complejas capital-intensivas y con un protagonismo decisivo por parte del Estado, con el cual las diversas fracciones de la burguesía local articularon constantemente. Así, las empresas que empezaron a aparecer en los años sesenta eran directamente impulsadas desde el Estado en asociación con el capital privado y extranjero (Nicanoff y Stratta, 2008).

Cuando durante el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez se nacionalizó el petróleo, entonces este modelo alcanzaría su máxima expresión en cuanto a la lógica de acumulación: la porción cada vez mayor de la renta petrolera apropiada desde el Estado era derivada, en parte, a través de caminos indirectos hacia las empresas privadas. El hecho decisivo de este período sería la creación de la compañía estatal Petróleos de Venezuela –PETROVEN– que más adelante será PDVSA, la cual asumió con el tiempo rasgos de Estado dentro del propio Estado.

Hecha esta caracterización y en vistas a avanzar en la caracterización del desembarco de la matriz neoliberal en Venezuela, nos situaremos en el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez, de Acción Democrática, en el año 1974.

Entre el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez y la crisis de 1983

El primer gobierno de Carlos Andrés Pérez contó con los mayores ingresos provenientes de la extraordinaria renta petrolera, al mismo tiempo que favoreció el mayor endeudamiento externo que se había conocido hasta entonces. Dicha bonanza económica resulta paradójica –sobre todo a la distancia– si se toma en cuenta que el país no logró establecer las bases para romper con la economía monoproductora fuertemente dependiente del petróleo. Por el contrario, la riqueza obtenida creó una fuerte ilusión de prosperidad capaz de ocultar una estructura económica impotente para hacer derivar la riqueza petrolera hacia una economía productivamente diversificada e independiente en términos económicos.

Esta fue la época de la “Gran Venezuela”, también denominada la “Venezuela Saudita”, en alusión al aumento de la renta petrolera, el financiamiento de grandes proyectos desarrollistas, así como también a la asistencia a actores emergentes –sectores financieros y económicos– y la aparición de los denominados “nuevos ricos”, que encarnaban una nueva elite surgida durante este período, ante las oportunidades que brindaron las riquezas que emanaban del “boom petrolero”, así como también a raíz del clientelismo que caracterizó a los partidos políticos de la época, especialmente AD y COPEI (República Bolivariana de Venezuela, Defensoría del Pueblo, 2007).

Por su parte, y como hemos indicado, el puntofijismo permitió a Venezuela la emergencia de una clase obrera reducida en su número, pero con un núcleo fuerte ligado a la industria petrolera, hecho que la convertía en un sector con un peso político importante por su posición en la estructura económica. Hacia principios de la década del ochenta, tan solo un 3% de los trabajadores venezolanos generaban el producto del 90% de las exportaciones; escena que se complejizaría por el lugar que comienza a adquirir la clase media urbana, consolidada alrededor del mayor consumo de ciertos bienes que proporcionaba la distribución de la renta petrolera.

Así, Carlos Andrés Pérez, pudo “dotar” de una gran capacidad política y económica al sistema que ya se había institucionalizado a partir del Pacto de Punto Fijo, por contar con cuantiosos recursos económicos para “ofrecer” a los distintos sectores sociales. Al mismo tiempo, la capacidad del sistema de generar la subordinación de las luchas populares dio un nuevo salto cualitativo. Esos mecanismos, junto al restablecimiento de relaciones con Cuba y el activo protagonismo de Pérez en la Internacional Socialdemócrata –con miras a convertirse en su principal expresión en Latinoamérica– generaron efectos devastadores en buena parte de la izquierda (Nicanoff y Stratta, 2008), lo que fortalecía la posición del gobierno.

Entre el gobierno de Pérez y el de Luis Herrera Campins (1979-1984) comienzan a vislumbrarse los signos de un sistema político económico con fuertes limitaciones en el mediano plazo, las cuales llevarían a una crisis que, en poco tiempo, cambiaría la estructura económica, política y social del país. El “despilfarro” y la “corrupción” (dos elemento señalados a posteriori sobre el gobierno de Pérez), llevaron a Luis Herrera Campins, a fundamentar su campaña electoral a partir del eslogan: “¿Dónde están los reales?”, interpelando acerca del destino de los vastos recursos económicos que ingresaron al país en el período anterior.

Luis Herrera Campins recibe al país con la mayor deuda externa que había tenido el mismo en su historia republicana, y con un modelo de desarrollo económico francamente agotado. De ahí que, ya durante su campaña electoral, empezara a plantear la necesidad de estimular la iniciativa privada, fundamentalmente en relación a la pequeña y mediana industria, además de –y, sobre todo– la no intervención directa del Estado en el libre flujo de la economía. Es interesante resaltar aquí cómo comienzan a ensayarse las primeras medidas de corte neoliberal, como ser la reducción del gasto público y la liberación parcial de los precios.

A partir del año 1981 y hasta 1983, los ingresos fiscales del país se vieron fuertemente disminuidos producto de la baja en los ingresos petroleros, al mismo tiempo que gran parte de las divisas que ingresaban al país se fugaban de dólares, situación que se prolongaría al menos durante dos años.

El anuncio de devaluación por parte del gobierno de Herrera Campis, el 18 de febrero de 1983, y con él el cambio de paridad cambiaria, constituyó un baño de realidad en cuanto a la sobrevaluada situación de dos elementos sustanciales para la democracia venezolana: un bolívar sobrevaluado que nada se condecía con la realidad económica y una democracia que de tan pactada, encontraba fuertes límites a la participación política.

Ambas situaciones –primero la económica, luego, más adelante, la política– irían a mostrar los límites del modelo adecopeyano y la pronta movilización social de vastos sectores de la sociedad, que de una u otra manera quedaban excluidos de dicho sistema. Así, las medidas asumidas por Herrera Campis profundizaron la complicada situación de vastos sectores de la ciudadanía, generando una situación de insatisfacción y deslegitimación del gobierno que, de a poco, empezaba a dar cuenta de un descontento mayor con el sistema institucional.

Tal como indica el politólogo venezolano Luis Salamanca, entre los años que separan los dos gobiernos de Caldera (1969-1974 y 1993-1999), Venezuela completó su proceso de modernización y movilización social iniciado con el hallazgo de petróleo. En palabras del autor, el país alcanzó una alta tasa de urbanización, un crecimiento económico persistente, un importante incremento de la densidad demográfica (con alta concentración en los llamados “polos de desarrollo”), un fuerte impulso de las actividades económicas no agrícolas; al mismo tiempo que una significativa reducción del analfabetismo, una fuerte penetración de los medios de comunicación en la conformación de la opinión pública y, por último, la incorporación de los sectores rurales y urbanos a la participación político-electoral (Salamanca, 1994).

Sin embargo, y como luego veremos, este proceso de “movilización social petrolera” ha sufrido un fuerte cimbronazo a partir de 1983, cuando comienza una nueva historia económica marcada por el traumático fin de la convertibilidad de la moneda nacional en relación al dólar. En febrero de ese año, el gobierno de Luis Herrera Campíns devalúa el bolívar, iniciándose así un ciclo que se caracterizaría por una inflación persistente, estancamiento económico, eclosión de la crisis de la deuda externa, deterioro de las condiciones de vida y empobrecimiento de amplios sectores sociales, crisis fiscal recurrente, caída de la inversión y descenso de los precios del petróleo, entre otros factores. Estos elementos se han ido articulando de tal forma, que activaron, junto a otros, la crisis socioeconómica más profunda de la historia contemporánea.

Las grietas del puntofijismo: el viernes negro de 1983

El 18 de febrero de 1983 se conoce en Venezuela como el “viernes negro”. Ese día, fue la cristalización de una serie de fenómenos que venían, como dijimos, desarrollándose en el contexto de la década de bonanza petrolera. Los elementos que convergieron en ese momento fueron tres: la incontrolable y creciente deuda externa (con la particularidad que en 1983 el país debía cancelar una suma equivalente al 50% de su deuda), la fuerte fuga de divisas y la caída de los precios del petróleo (elemento clave para una economía que dependía y se estructuraba sobre la renta del petróleo).

El viernes negro venezolano daría lugar a la mayor devaluación en la historia de dicho país: el bolívar dejaría su condición fija de 4,30 dólares para, luego de diez días de haberse suspendido toda venta de divisas, tomar tres valores diferenciales según la utilidad (4,30 para pagar deuda pública y privada, así como también para la compra de bienes indispensables; 6 bolívares para bienes necesarios pero no esenciales y, finalmente, 7 bolívares para el resto de las transacciones, flotante entre oferta y demanda). Esta reestructuración monetaria, que era inédita para una moneda que había mostrado una gran estabilidad durante muchos años, ahora daba lugar a todo tipo de especulaciones financieras, como así también –producto de la misma– a acaparamiento de bienes. Era, como se dijo, el final de “la plata dulce”, del “tá barato, deme dos” propia del modelo rentista o, el “adiós Miami” que tanto caracterizaba a los sectores medios venezolanos acostumbrados a recorrer dichas playas.

El endeudamiento externo del país mostró un alza de gran significación durante los gobiernos de Carlos Andrés Pérez (1974-1979) y Luis Herrera Campins (1979-1984), con relación a los gobiernos anteriores del período democrático: pasó a ser 23.000 millones de dólares en 1979, finalizado el mandato de Pérez; y 36.200 millones de dólares en 1984, luego del gobierno de Herrera Campins. Tal aumento en este período, parece verdaderamente alarmante si pensamos que, durante los gobierno de Carlos Andrés Pérez y Herrera Campins el ingreso petrolero fue el más alto durante de todo el Siglo XX (con los cuantiosos aumentos en el precio del petróleo que hemos mencionado, propios de esta época).

Otro de los elementos que confluyeron en el 18 de febrero de 1983 fue la fuga de capitales: esta fue de tal envergadura que el gobierno debió recurrir a la transferencia de dinero desde la industria petrolera –o sea de PDVSA hacia al Banco Central de Venezuela– con el objetivo de intentar disminuir el déficit. En cuanto a la caída de los precios internacionales del petróleo, luego de 1982 los países centrales resuelven “racionalizar” el consumo de energía, disminuyendo así el consumo de hidrocarburos, lo que llevaría que los miembros de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) a disminuir su cuota en la producción mundial. Esto implicó para Venezuela una caída significativa del volumen de sus exportaciones de crudo, lo que significó una enorme pérdida por ingresos petroleros.

El segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez y el “paquetazo” neoliberal

A partir de febrero de 1989, la sociedad venezolana entraría en una fase de profundas transformaciones, sobre un escenario que incluyó importantes estallidos sociales, uno de ellos a pocos días de la asunción del presidente y de la presentación de un paquete de medidas económicas y programas de ajustes de corte estrictamente neoliberal; dos intentos de golpe de Estado en 1992; la posterior destitución del Carlos Andrés Pérez por cargos de “malversación y peculado de fondos públicos”; así como también los altos niveles de abstención registrados en los procesos electorales ocurridos a partir de 1989 ; y la crisis del sector financiero de 1994 y 1995. Desde entonces, y hasta la asunción de Chávez en 1998, Venezuela ha conocido un sinfín de programas de ajuste económicos, tales como El Gran Viraje, el Plan Corrales, el PERE o la Agenda Venezuela.

Intentaremos repasar en este apartado, los elementos centrales de este período para pensar de qué modo el paradigma neoliberal se transforma para Venezuela en una racionalidad política, en una práctica de gobierno y en un consagrado sentido común. Dicho de otro modo, nos interesa reflexionar acerca del modo en que un conjunto de temas políticos y económicos novedosos para una Venezuela –que mostraba hasta entonces una fuerte presencia estatal, proteccionista y rentista– logran convertirse en sentido común económico tanto para la clase dirigente como para vastos sectores de la sociedad en general.

El 16 de febrero de 1989, en el comienzo de su segundo período presidencial, Pérez anunció el programa que se conoció como el “Paquetazo Económico”, en el que se presentaba un conjunto de medidas que incluían, entre otras, el endeudamiento externo con la supervisión del FMI, la liberalización del mercado, el incremento de tarifas de los servicios públicos, la privatización de empresas estatales, el aumento del precio del combustible; es decir, un plan de reestructuración neoliberal para la economía venezolana.

Rápidamente, en respuesta a tales medidas, pero fundamentalmente como producto del largo proceso de deslegitimación del sistema político e institucional, el 27 de febrero estalló una revuelta popular conocida con el nombre de Caracazo. Es este un elemento a prestar destacada atención en relación al devenir del punto fijo pero, sobre todo, en cuanto a rápida reacción y resistencia de la sociedad venezolana para hacer sentir su malestar frente a un modelo excluyente. Sobre este punto volveremos luego, en la medida que avances las medidas del paquetazo.

Sobre el segundo gobierno de Pérez se suscitaban grandes expectativas, a partir de un imaginario que se sostenía sobre la década del setenta, imaginario que, como muchas veces sucede, se construye justamente a partir de una selección de imágenes que deja por fuera los elementos que venían produciendo y producirían el fin de la “Venezuela Saudita” y el rentismo del que ya hemos hablado. En medio de esas expectativas el nuevo presidente presenta el 16 de febrero de 1989, –solo a catorce días de haber asumido– su Plan de Gobierno denominado “El Gran Viraje”, conocido popularmente como el “Paquetazo Económico”. Como veremos, en dicho plan, en contraposición a lo planteado en su discurso inaugural, se llamaba taxativamente a una salida de corte neoliberal a la crisis, planteando la renegociación de la deuda ante el FMI, fundamentalmente la firma de una Carta de Intención con este organismo y un conjunto de políticas económicas que iban en la línea propuesta por los organismos internacionales y los Estados Unidos para América Latina.

El Gran Viraje, ideado por economistas venezolanos en Washington, se corresponde con el paradigma neoliberal en cuanto a programas implementados en la región. Las líneas básicas del mismo fueron redactadas en las oficinas del Departamento del Tesoro de los Estados Unidos, el Banco Mundial y el FMI por dos brillantes economistas venezolanos egresados de Yale: Moisés Naim, futuro ministro de Fomento, y Miguel Rodríguez, futuro ministro de Planeamiento. Si el Pacto de Punto Fijo había nacido en Nueva York, el gran viraje ahora lo hacía en Washington.

Este plan fue diseñado como un texto básico del Consenso de Washington: liberalizar el sistema financiero; devaluar la moneda; eliminar las tarifas de importación; liberar los precios, principalmente combustibles y tarifas públicas subsidiadas. El resultado fue la explosión popular en las calles conocida como Caracazo entre los días 27 y 28 febrero 1989.

Como decíamos, el gobierno presentó el “Gran Viraje” o VIII Plan de la Nación, que caracterizaba y entonces justificaba, el paquete económico neoliberal. Este documento planteaba los principales problemas del país, intentando evidenciar el agotamiento del modelo basado en la sustitución de importaciones, al mismo tiempo que cuestionaba el modelo institucional “centralista”, postulando la necesidad de contar con un Estado reducido en sus funciones, para que el mercado operara de forma libre. Como ya hemos visto en términos teóricos, el espíritu sería el que sigue: “El paradigma que orienta al nuevo modelo es lograr el Equilibrio Social a través de la Gerencia Social. El Estado interviene en forma selectiva, procurando mantener los criterios de Equidad y jerarquización, dando prioridad a la ‘eficiencia’. Las Políticas Sociales se tornan Mixtas (de corte Neoliberal y Neoestructuralistas) por un lado se encuentran aquellas de carácter estructural que se promueven a través de la cogestión y, por otro, se mantienen políticas focalizadas para los grupos vulnerables”.

El gobierno de Pérez, luego de presentar el VIII Plan de la Nación, llevó a cabo en Washington, el 28 de febrero de 1989, una carta de intención con el FMI, cumpliendo con los objetivos que se habían planteado en el plan. En dicha carta se establecía un financiamiento externo de seis mil millones de dólares, un 35 por ciento de inflación y se calculaba en 3000 millones de dólares el capital que retornará al país entre los años 1989 y 1991. Como contraparte, el Estado venezolano se comprometería en llevar adelante “un programa de ajuste económico”. El documento compromete al gobierno venezolano a limitar las restricciones a las transacciones internacionales y reestructurar la deuda externa, evitando caer en nuevos atrasos en sus pagos. De esta manera, cada una de las recomendaciones que había formulado la misión del FMI en el año 1987 se convertiría en compromiso afectivo por parte del gobierno venezolano.

Al respecto de la carta de compromiso, y en relación a la disputa desatada en el Congreso de Venezuela, se señalaban situaciones en relación al no envío de la carta por parte del Poder Ejecutivo al Congreso para que este la tratase, se cuestionaba el proyecto en sí mismo, al mismo tiempo que se marcaban episodios de corrupción alrededor del gobierno de Carlos Andrés Pérez.

“No es posible, colegas parlamentarios, que comencemos este período constitucional –sin mayoría por parte del partido de gobierno– dándole al Ejecutivo Nacional el derecho a que pisotee las facultades constitucionales que tenemos. Hoy dos ministros declaran públicamente que no van a enviar la carta. Entonces, ¿qué hacemos aquí en el Congreso? O el Ejecutivo nos respeta, o asumimos actitudes categóricas. (Aplausos). No podemos aceptar que el Gobierno Nacional desconozca las facultades constitucionales de vigilancia y de control así como la obligación que tiene de enviar cualquier información que solicite el Congreso y sus Comisiones” (Diputado Orlando Fernández, del MAS, 23 de febrero de 1989)

“Esa estrategia sería un grave error del equipo económico del presidente Pérez. Los planes de ‘shock’ han fracasado en toda América Latina [...] en el propósito de estabilizar y reequilibrar las economías y han dejado un cuadro social desolador, caracterizado por el incremento de la pobreza, el desempleo y la inestabilidad política”. (Vivas Terán en: Urdaneta, Marié. “La política de shock sólo ha dado como resultado la ruina”, El Diario de Caracas, Caracas, 11 de febrero de 1989, pág. 4.)

Los resultados que arrojarían el quinquenio de Pérez no lograron lo que se propusieron en términos económicos, ni mucho menos fueron satisfactorios en cuanto a lo social, motivo por el cual se generó el proceso de mayor protesta social conocido por el período democrático. Las condiciones de vida y el salario real habían sido fuertemente afectados: para el año 1994, según indicaba la Oficina Central de Estadística e Informática, más de 8 millones de personas estaban bajo la línea de pobreza, y 11 de los 23 Estados del país concentran entre su población un 50% en situación de pobreza.

El Caracazo y la crisis de hegemonía

El 27 de febrero de 1989, es decir, once días después de los anuncios del Gran Viraje de Pérez y casi simultánea con la firma de la Carta de Intención con el FMI, explotó en las ciudades más importantes del país una protesta popular en respuesta a la implementación de las medidas económicas propuestas por el presidente, en el contexto de las difíciles condiciones de vida de la población y –de forma específica y como disparador concreto– ante el aumento del pasaje del transporte que se derivaba del fuerte aumento del precio de los combustibles. El estallido social mostraría las limitaciones del sistema político institucional vigente, agravado por un contexto económico y social de crisis aguda.

No era posible encauzar la protesta por medio de los canales institucionales creados desde el Pacto de Punto Fijo hasta las medidas estrictamente neoliberales decretadas por el Estado Nacional, cuando los partidos políticos –y su alternancia medida– se encontraban fuertemente deslegitimados, junto a un conjunto de actores sociales –como muchos gremios y sindicatos– que se movían con la lógica que el pacto requería.

Otro elemento a considerar es la aparición en la escena pública de algunos sectores de las fuerzas armadas autoproclamados como “bolivarianos”, los que venían gestándose al calor de los acontecimientos, y que se potencian en este contexto de fuerte movilización, sumado a una gran represión por parte de un Estado que ya no podía convencer, ni frenar, ni contener el desborde social. Frente a este hecho, es sustancial recordar que durante el gobierno de Caldera (1969-1974) se decidió realizar una apertura en las Fuerzas Armadas que consistió en –la lógica del puntofijismo– evitar un proceso de desestabilización por parte de las mismas, por lo que se profesionalizó la carrera militar, con su incorporación al sistema universitario que ahora la dotaba de rango académico. Esa reforma militar, como consecuencia imprevista, traería la formación de cuadros militares con contenidos teóricos y políticos inéditos para América Latina, formación que no había sido monopolizada por la Escuela de las Américas, acostumbrada a formar los militares de la región. También, otro elemento que daría una singular forma a las Fuerzas Armadas, es su composición social: la academia militar no se nutre fundamentalmente de sectores medios y altos; sino más bien de sectores populares.

Así, estos dos elementos permiten comprender por qué la cruenta represión que recibió el Caracazo produciría un profundo rechazo en muchos militares, que vieron su función social distorsionada en relación a los intereses del pueblo venezolano; motivo por el cual la revuelta militar encontraba aquí otro de los motores. Ese grupo del Ejército buscaría descifrar en pleno auge neoliberal una matriz autónoma de pensamiento que recogía banderas de grandes líderes de nuestra América. (Nicanoff y Stratta, 2008).

Las dos revueltas militares del año 1992 (febrero y noviembre) también daban cuenta del gran malestar a nivel social que empezaba a coincidir con la búsqueda de construir, por otros canales más amplios, un nuevo proyecto político y social. No se trataba de un golpe de Estado de forma tradicional, sino que se intentaba lograr un cambio social profundo, a partir del cual se tenía como objetivo revocar los mandatos del presidente, congresistas y magistrados mediante un referendo, al tiempo que acceder a una convocatoria de carácter constituyente

La irrupción en la escena de los militares el 4 de febrero de 1992, potenció la crisis político-institucional y condensó el resto de los desajustes sociales, económicos y psicosociales en una sola gran crisis: todos los elementos emergían a la vez, actuando con una potencia disolvente nunca antes vista en la historia contemporánea del país (Salamanca, 1994). Cuando Hugo Chávez sale de la prisión, producto del levantamiento del 4 de febrero de 1992, se va a concretar un paso más en esa crisis profunda y emergente, colocando al sistema político y económico del país en una situación de derrota casi infranqueable. En el momento de la rendición de la toma de Caracas, Chávez había sido detenido y en un tono propio de quien no dudaba en interpretar la condición de un sistema político derrotado -y mirando por sobre encima de las circunstancias inmediatas– daba un mensaje que no pasaría desapercibido ni para amigos ni para enemigos: “Hemos fracasado por ahora, tiempos mejores vendrán”.

En las elecciones del 6 de diciembre de 1998, habiendo salido Chávez de prisión, este se presentaría como candidato a presidente, logrando imponerse con el 57% de los votos; lo que significaría el fin de ese ciclo abierto a partir de la búsqueda por recomponer la hegemonía –en disputa– desde finales de la década del o80. Ahora sí, otros tiempos mejores vendrían.

El siguiente fragmento de Hugo Chávez, en el año 1996, grafica el conjunto de los puntos que a lo largo de este apartado sobre Venezuela, intentamos condensar:

Fragmentos de “Pacto de Punto Fijo: El Fin”

“Sin duda, estamos ante una crisis histórica, en el centro de cuya irreversible dinámica, ocurren simultáneamente dos procesos interdependientes: uno es la muerte del viejo modelo impuesto en Venezuela hace ya casi doscientos años, cuando el proyecto de la Gran Colombia se fue a la tumba con Simón Bolívar, para dar paso a la Cuarta República, de profundo corte antipopular y oligárquico y el otro es el parto de lo nuevo, lo que aún no tiene nombre ni forma definida y que ha sido concebido con el signo embrionario aquel de Simón Rodríguez: "La América no debe imitar modelos, sin ser original. O inventamos o erramos". Por supuesto que el viejo modelo ha venido cambiando de ropaje y de nombres a lo largo de todo este tiempo, pero siempre se ha basado en la imposición, en la dominación, en la explotación, en el exterminio. En este siglo, durante la última década de gobierno del Genera! Gómez, fue incubándose un modelo político al que perfectamente pudiéramos llamar "el modelo adeco", fundamentado especialmente en la explotación petrolera (en 1926 ya el petróleo había desplazado al café como primer producto de exportación), en el populismo y en el autoritarismo. El "modelo adeco" irrumpió el 18 de octubre de 1945; echó sus bases en el Trienio 45-48, para ser desplazado durante una década y reaparecer en 1958, a la caída del gobierno del General Marcos Pérez Jiménez. Ahora sí había venido para quedarse. Desde entonces el nefasto modelo pisó el acelerador al proceso de sustitución de importaciones, profundizando el rentismo petrolero y la dependencia, sobre un pacto político cupular-partidista al que se conoce como "Pacto de Punto Fijo", reforzado desde ese momento por el calderismo copeyano, cómplice, a pesar de su papel de actor de reparto, en el festín. El "Modelo Adecopeyano" devino, como tenía que ocurrir, en una crisis avalancha que hoy es ya una verdadera catástrofe moral, económica, política y social. Es histórica e irreversible. Conjuntamente con el Pacto de Punto Fijo, que lo hizo posible, están no solamente agotados, sino que se encuentran ahora en la fase terminal de su triste historia y con ellos se hunde también el modelo económico colonialista-dependiente.

Esa fase terminal, entrópica, agónica, ha generado un verdadero maremágnum social, con violentas reacciones populares, civiles y militares, como aquéllas del 27 de febrero de 1989, e14 de febrero y el 27 de noviembre de 1992. El viejo modelo, sin embargo, se resiste a morir. A través de sus pensadores, escritores y argumentadores de todo género, trata desde hace varios años de esconder su realidad, elaborando y presentando planes o proyectos de "estabilización" y de "ajustes", según los cuales bastarían unas cuantas medidas monetaristas y fiscalistas, además de las "incómodas pero necesarias políticas sociales", para "superar" la crisis. Claro que aquel viejo modelo y estos nuevos planes se inscriben dentro de todo un proyecto político transnacional que, en alianza con poderosos sectores nacionales, arrecia su ofensiva en todo el continente con un discurso fetichista de libre mercado, libertad individualista y competencia, tras el cual se esconde la pretensión de recuperar y consolidar "por los siglos de los siglos" la hegemonía de un modelo de acumulación (…) Todos estos planes –ayer "El Gran Viraje", hoy "La Agenda Venezuela"– se basan en la tradicional visión fragmentaria y simplificadora que pretende dividir en partes una realidad que ha demostrado con creces no tolerar tal descuartizamiento. Así, en un país como Venezuela, donde se han dilapidado cerca de 300 mil millones de dólares en los últimos veinte años, ahora se quiere convencer a los venezolanos de que esta crisis dantesca se solucionará con nuevos créditos del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, además de los dineros provenientes de las privatizaciones y la desnacionalización petrolera y minera. Con esto se quiere reducir la magnitud de la crisis al ámbito meramente económico.

Como también intentan los defensores del viejo modelo presentar soluciones políticas basadas en el simplismo de una" Reforma del Estado", llevada al extremo del reduccionismo en la llamada "Agenda Venezuela", según la cual bastaría con despedir unos cien mil empleados públicos para que ya el putrefacto Estado venezolano comience a funcionar. De la misma forma, según esta visión, "la democracia" es perfectible y puede madurar con sólo reformar algunas leyes y mejorar unas pocas instituciones. Realmente podría madurar algo que esté verde, pero una vez podrido, como 10 está este sistema político, sólo le resta su final desintegración.

Con el mismo enfoque fragmentario aspiran los ahora flamantes neoliberales enfrentar la espeluznante situación social, agravada precisamente a raíz de la aplicación del "Shock Pérez" y del "Ultrashock Caldera". Con los degradantes programas de ayuda social como artificio, estos engendros prometen ir atenuando las tremendas convulsiones que azotan a la población venezolana. Es una nueva "Alianza para el Progreso", en su momento igualmente fracasada, pero ahora en versión calderiana. Claro que el esfuerzo reduccionista les lleva a ignorar la fantástica desigualdad en la distribución del ingreso, cuya brecha se ensanchó en un 30% durante los tres años del primer shock. Para los cultores del Capitalismo Salvaje, estos indicadores no tienen la mayor importancia. Como tampoco les dice nada en sus tableros, el hecho criminal de que entre 1988 y 1991, el número de venezolanos por debajo de la línea de pobreza crítica se incrementó de 45% a 60% y ahora con ultrashock se acerca al 90%, mientras que la pobreza extrema saltó sus barreras históricas desde un 25% hasta la descomunal cifra d 50% en mayo de 1996, nivel de cuyo registro no hay precedentes en la memoria histórica venezolana, ni siquiera en los años posteriores a la larga y dolorosa Guerra de Independencia y que a su vez precedió a la Revolución Federal. Por encima de todo esto, avanza la Agenda Venezuela, aplaudida en los lujosos salones de Washington y Caracas, con el mismo rigor con que es sufrida por millones de hogares de la clase pobre venezolana.

Para salir del laberinto: Alternativa Bolivariana

“El enfoque fragmentario y simplificador de la "Agenda Venezuela", es además fundamentalista, al ser presentada como la única vía disponible, sin la posibilidad de que pueda haber por alguna recóndita dimensión del pensamiento, otra modesta opción para los venezolanos. Es el "fin de la historia" de Fukuyama tomando por asalto la tierra de Bolívar. Es la negación de la inteligencia misma. "Muera la inteligencia", pareciera ser el lema central de la "Agenda Venezuela". Los bolivarianos, los revolucionarios, los patriotas, los nacionalistas, nos negamos a aceptar y mucho más, a seguir, tales postulados. El fin de su vieja historia es para nosotros el comienzo de nuestra nueva historia. Es en medio de esta dinámica cuando surge la Agenda Alternativa Bolivariana, producto del estudio, del pensamiento, del trabajo y la experiencia de hombres y mujeres que hemos comprometido nuestra acción vital con una doble y formidable tarea: la muerte de 10 viejo y el nacimiento de 10 nuevo. La AAB, rompe con el fundamento neoliberal, se rebela contra él; derriba los estrechos y negros muros de la visión unilateral, fragmentaria y reduccionista, para mirar en derredor y percibir la realidad en toda su magnitud, a través de un enfoque humanístico, integral, holístico, ecológico. Por ello la AAB comienza diciendo que el problema a solucionar no es económico meramente, ni político ni social. Los abarca a todos ellos, es verdad. Pero va más allá de su conjunto. La forma de enfrentarlo, entonces, es a través de un poderoso ataque coordinado a lo largo de todo el frente. Atacar por partes implicaría la derrota, parte por parte. Así, la estrategia bolivariana se plantea no solamente la reestructuración del Estado, sino de todo el sistema político, desde sus fundamentos filosóficos mismos, hasta sus componentes y las relaciones que los regulan. Por esa razón hablamos del proceso necesario de reconstitución o refundación del Poder Nacional en todas sus facetas, basado en la legitimidad y en la soberanía. El poder constituido no tiene a estas alturas la más mínima capacidad para hacerlo, habremos necesariamente de recurrir al Poder Constituyente, para ir hacia la instauración de la Quinta República: la República Bolivariana”.

Hugo Chávez Frías, 1996

Algunas consideraciones finales

Tal como vimos, el despliegue del neoliberalismo en Venezuela tuvo tintes muy particulares que, si bien en términos de consecuencias sociales terminó luego asemejándose a lo acontecido en el resto de la región, hicieron del mismo una experiencia singular. Mucho influyó el tipo de democracia pactada entre las principales fuerzas políticas que, al tiempo que quitó lugar a cualquier tipo de interrupción militar, excluyó a fuerzas minoritarias dejando así fuera del juego político a importantes sectores de la sociedad. Este entramado, sumado a las posibilidades brindadas por la renta petrolera y a un Estado que se configuró alrededor de la misma, hacen de Venezuela un caso sui géneris.

Como también hemos resaltado, el éxito del puntofijismo fue altamente difundido en la región y presentado como un modelo de virtuosa democracia parlamentaria, que garantizaba un desarrollo social en paz. No hay que perder de vista que tal difusión ocurrió en paralelo a un período de intensas movilizaciones populares en América Latina, signada además por la proliferación de los gobiernos dictatoriales en el subcontinente. Frente a dicho escenario, a Venezuela le bastaba aislar el fantasma de la revolución a partir de un consagrado pacto entre sus cúpulas partidarias.

Asimismo, resaltamos que en dicho contexto –junto al rol de la renta petrolera como un elemento estructural para la vida política y económica del país– va a tener lugar el desembarco del paradigma neoliberal en Venezuela. Pero el mismo va a ocurrir en un país con un perfil productivo menos volcado al mercado interno y más centrado en industrias complejas y con un protagonismo central del Estado, lo que corona una situación esencialmente diferente a la de otros países del continente.

Igualmente, y por sobre las particularidades señaladas, Venezuela compartiría el derrotero regional en tanto, tras la incursión de una fuerte intervención estatal, sobrevenía un período neoliberal clásico, similar al aplicado en el resto de América Latina. Y, tal como sucedió en otros países del subcontinente, dicho viraje despertó la resistencia de un sector variopinto de la sociedad –que incluyó la fundamental participación de una fracción de las Fuerzas Armadas– el cual abriría en el mediano plazo las grietas por donde se presentaría la inédita experiencia chavista.

De este modo, el Caracazo abriría un campo de disputa por la hegemonía, caracterizado por una constante movilización social: numerosas y confrontativas protestas populares, aunque carentes de un proyecto definido y de una conducción que nucleara a las mismas, marcarían el pulso de los años que se aproximaban para la escena política del país. Los sectores populares empezaron a ocupar la escena política tanto real como simbólicamente: entre ambos elementos, estos sectores empiezan a contar con la posibilidad real de construir un nuevo tipo de poder. Por eso decimos que la disputa era por la hegemonía, porque como indica Stratta, “uno de los elementos más disruptivos de la rebelión fue la puesta en acto de la violación de fronteras sociales, espaciales, simbólicas, invisibles pero existentes. La destrucción violenta de imágenes y objetos representativos (como fue la destrucción de vidrieras, el saqueo de electrodomésticos y distintas mercancías que resultaban ostentosas e inalcanzables para muchos de quienes se manifestaban) equivale a eliminar una jerarquía que ya no se admite, a suprimir las distancias válidas generalmente establecidas. Asimismo, el hecho de que las barriadas populares de Caracas se encuentren en los cerros, rodeando desde arriba el casco urbano central, permitió construir en las clases altas y medias una sensación de “amenaza”, de asedio que se transformó en paranoia a partir del Caracazo” (Nicanoff y Stratta, 2008, p. 5).

Por ello hemos intentado plantear preliminarmente –y con todas las limitaciones del caso– una situación venezolana de largo alcance; porque no es posible comprender el significado del “sacudón” de febrero sin atender a procesos de complejo anclaje en la sociedad venezolana. La eclosión marca el agotamiento del sistema político, entendido, en términos gramscianos, como crisis orgánica (Gramsci, 2003) del sistema inaugurado con el puntofijismo, más la profundización de ese modelo de acumulación basado en la renta petrolera, que fue excluyendo a amplias capas de las clases populares y, finalmente, la saturación de un modelo burocrático estatal, ahora al resguardo de los intereses de empresas multinacionales en acuerdo de control con los organismos de crédito internacional.

Crisis orgánica, porque lo que se cuestiona es la relación que constituyen dominantes y dominados, donde lo que se problematiza son las condiciones para establecer un consenso duradero: los sectores dominantes venezolanos ya no pueden representar el interés común de la sociedad, y el Caracazo lo expresa de ese modo; lo seguirá haciendo hasta la llegada del gobierno de Hugo Chávez Frías, que intentará recomponer la hegemonía a partir de un intento decidido de romper la trama neoliberal.

Los quince años que el chavismo lleva al frente de Venezuela hay que mirarlos a la luz del pasado-presente que intentamos analizar. Es en esa distancia entre el pasado neoliberal y un presente que batalla cotidianamente por cerrar dicho ciclo y construir un nuevo orden, donde reside la verdadera densidad de la Revolución Bolivariana, y en base al cual hay que juzgar la trascendencia de dicha experiencia para la historia venezolana y regional contemporánea.


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