Iverna Codina, una exploradora de la realidad | Centro Cultural de la Cooperación

Iverna Codina, una exploradora de la realidad

Autor/es: Victoria Azurduy

Sección: Comentarios

Edición: 9/10

Español:

En la madrugada del 14 de agosto se apagó el largo trayecto de integridad y compromiso con la literatura y la gente que significó la vida de Iverna Codina. Allá por los años sesentas, cuando no era cosa de mujeres atreverse a la temática sociopolítica, hurgaba en las zonas más conflictivas del país para encontrar los personajes de sus novelas. Fue la primera en dar protagonismo al lenguaje coloquial de la región fronteriza con Chile, a través de relatos desgarradores que rompían con el costumbrismo o el paisajismo de la literatura regional. Entrevistó en la cárcel y en los campamentos de la selva salteña a los guerrilleros de Jorge Massetti para volcar luego todo ese material intangible de palabras, gestos, silencios y testimonios en su novela Los guerrilleros (1967). Su nombre estaba asociado al de los escritores y artistas más comprometidos con la realidad del país. Augusto Roa Bastos, Olga Orozco, María Esther de Miguel, Carlos Alonso, entre tantos otros, fueron parte de su círculo de amigos.


Allá por los años sesentas, cuando no era cosa de mujeres atreverse a la temática sociopolítica, Iverna Codina hurgaba en las zonas más conflictivas del país para encontrar los personajes de sus novelas. Y fue la primera en dar protagonismo al lenguaje coloquial de la región fronteriza con Chile, a través de relatos desgarradores que rompían con el costumbrismo o el paisajismo de la literatura regional. Semejante osadía la destacaron Miguel Ángel Asturias y Pablo Neruda entre otros miembros del jurado internacional del Premio Losada que recibió en 1960 por  Detrás del grito, novela que denuncia las condiciones de explotación y servidumbre en los salitrales y minas de la frontera cordillerana.

Lúcida representante de la euforia creativa de aquella década, chilena de nacimiento pero mendocina por adopción, fue también la primera escritora que en la Argentina se atrevió a ponerle voz a los guerrilleros. Con una credencial de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE) y un coraje a toda prueba, entrevistó en la cárcel y en los campamentos de la selva salteña a los guerrilleros de Jorge Massetti. Todo ese material intangible de palabras, gestos, silencios y testimonios lo volcó en la novela Los guerrilleros (1967), continuación de su método de indagación vivencial que había iniciado con Detrás del grito y los cuentos de La enlutada.

La capacidad de observación de Iverna Codina se volcó además de la literatura en sus rigurosos análisis sobre las nuevas formas de expresión del boom de la literatura latinoamericana. Apadrinada por el filósofo Carlos Astrada, publicó en 1964 “América en la novela”, un ensayo que repercutió en Europa y que destacó muy especialmente la revista francesa l’École de lettres. A fines de la década, su nombre estaba asociado al de los escritores y artistas más comprometidos con la realidad del país. Augusto Roa Bastos, Olga Orozco, María Esther de Miguel, Carlos Alonso, Mercedes Sosa, Ernesto Sábato, Reiner Estrada, Silvio Frondizi componían, entre tantos otros, su círculo de amigos. Luego del golpe militar de 1976, se vio obligada a un exilio de diez años, primero en Cuba y luego en México. En la Isla de sus amores, donde nació Ramiro –el nieto que le dio su único hijo, el cineasta Jorge Giannoni– trabajó durante cuatro años en el Centro de Investigaciones Literarias de Casa de las Américas. Allí no sólo obtuvo la entrañable amistad de colegas cubanos –con Roberto Fernández Retamar a la cabeza– y latinoamericanos exiliados –Juan Bosch, Alfredo Brice Echenique, Vicente Leñeros, Uslar Petri, Sergio Ramírez, Mario Benedetti– sino que ayudó a descubrir nuevos talentos literarios. A fines de los setentas, ya en el Distrito Federal, armó un taller literario donde entregaba sin retaceo alguno sus conocimientos profundos sobre el arte de narrar. 

Regresó a la Argentina comenzada la democracia, cuando “eran otras las preocupaciones y la literatura de compromiso interesaba poco menos que nada”, comentó a quien esto escribe y que tiene el orgullo de haber sido su alumna y amiga,  en la última entrevista que otorgó en septiembre de 2008 para la revista Nómada. Tenía entonces noventa y seis juveniles años, y pese a haber sufrido la pérdida de su entrañable hijo en 1995, leía sin descanso, estaba al tanto de todo lo que acontecía en la política y la cultura. Uno de sus mayores deseos fue llegar a ver editada en el país su novela más querida, Los días y la sangre –que se publicó en Cuba en 1977–, donde aborda el Cordobazo y la lucha armada. “Años atrás me decían que nadie quería recordar esa época. Ahora tengo esperanzas que la editen, porque esta nueva generación necesita saber sobre ese pasado reciente, y todo lo que yo cuento es de primera mano”, comentaba con una sonrisa pícara. Pero ella, siempre dispuesta a la crítica y el consejo para los tantísimos relatos y novelas inéditos que le acercaban principiantes y aun colegas renombrados a su departamento de la calle Paraguay, no pudo concretar este anhelo. En la madrugada del 14 de agosto se apagó su vida, un largo trayecto de integridad y compromiso con la literatura y la gente.

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