Bicentenario y revolución latinoamericana: dos temas de actualidad | Centro Cultural de la Cooperación

Bicentenario y revolución latinoamericana: dos temas de actualidad

Autor/es: Omar Acha

Sección: Opinión

Edición: 9/10

Español:

Se analiza la significación del Bicentenario latinoamericano a partir del reingreso de la noción de "revolución" al vocabulario político contemporáneo. Se trata de un término todavía en vías de definición, forjado al calor de realidad en proceso de cambio. A partir de esa evidencia se muestra la importancia de la cuestión revolucionaria en los 200 años de la historia latinoamericana y cómo ilumina la actualidad de las celebraciones en el subcontinente.


La revolución, de ayer a hoy: nuestras hipótesis

Los años setenta y los sucesos posteriores a 1989 en los llamados “socialismos reales” de Europa y Asia suscitaron la convicción de un fin de época para la política revolucionaria. Sus términos clásicos, sobre todo en sede marxista, parecieron declinar en su relevancia teórica. En América Latina el viraje ideológico fue previo. La sensibilidad anti-revolucionaria que legó el ciclo de la represión militar en todo el subcontinente latinoamericano redujo bruscamente el interés por las transformaciones radicales. Esto no se explica sólo por la radicalidad de la represión, sino también por las dificultades internas de las estrategias revolucionarias de la época. Las ciencias sociales y las humanidades se volcaron a los temas de la ciudadanía, la gobernabilidad y la democracia; la política radical se hizo posibilista y en algunos casos sistémica (el caso paradigmático es el de Fernando Henrique Cardoso en el Brasil).

La calificación de la revolución como desastre afectó pronto a la que fue durante varias décadas el caso por excelencia, la Revolución Rusa, que el historiador británico Orlando Figes representó a mediados de los noventa europeos como “la tragedia de un pueblo”; hoy esa imagen puede ser repensada sin caer en la dicotomía entre un liberalismo democrático y un revolucionarismo totalitario. La repulsa de la revolución ha perdido su autoevidencia con una sorprendente celeridad.

Ya es “histórica” la época en que mentar la revolución denunciaba la osificación del pensamiento, la captura imaginaria de la política por la ideología sectarizada. Quizá pueda decirse todo lo contrario: lo que retiene el pensamiento crítico en el pasado es la renuncia a reflexionar sobre la revolución como otra cosa que la abertura hacia el infierno; dicha asociación adeuda demasiado a una sensibilidad de la Guerra Fría y al antisetentismo. El actual anacronismo consiste en rechazar, más por prejuicio que por un examen de lo real, de lo activo, la posibilidad de cambios revolucionarios. Podríamos decir que se ha producido un corte generacional en el plano intelectual, pues el sistema de valores articuladores de la creación cultural de las décadas precedentes se ha transformado. La naturalidad del democratismo liberal y la repulsa de lo revolucionario son hoy lo necrosado, lo inerte, lo opuesto al deseo de justicia social y política.

Los recientes procesos de movilización popular y conformación de gobiernos con vocación democrática en América Latina (pensemos en primer término en Venezuela, Bolivia y Ecuador, pero oigamos las murmuraciones colectivas en otras situaciones tales como el mundo rural brasileño o en Chiapas) han conducido a repensar la política de izquierda. Y también el concepto de revolución. ¿De qué modo esto ha sucedido y con qué aperturas teóricas?

La primera hipótesis que habremos de desplegar ya ha sido indicada: nos hallamos en una nueva era teórico-política para pensar el concepto de revolución; quisiéramos agregar que dicha era supone revisar los fundamentos epocales del quehacer intelectual. ¿En que dirección? Esa es una cuestión que emplaza el objeto mismo de la faena intelectual. El mero hecho de que la revolución sea discutible conlleva una fractura ideológica con el pasado inmediato.

La segunda hipótesis sostiene que las categorías previamente empleadas para concebir los procesos revolucionarios merecen una reconsideración y revisión, pues no son plenamente aptas para captar las novedades contemporáneas. En este encuadre mostraremos a través de la concepción guevarista de la revolución en América Latina que no es factible postular un modelo único y válido para todo el subcontinente.

La tercera hipótesis dice que la revisión necesaria es irreductible a la idea de una concepción “postmoderna” en la que se anula la ruptura profunda, “mesiánica”, para dar paso a una “radicalización de la democracia”. La crítica de la economía política de corte marxiano continúa nutriendo la alternativa de un vivir-en-común caracterizado por la socialización de la riqueza y la socialización del poder, un proyecto de construcción de un socialismo de factura inédita.

El desafío político e intelectual de nuestra época

Es improbable que las categorías de antaño, inmodificadas, permitan una comprensión adecuada de la situación actual de las prácticas revolucionarias de nuestro tiempo. La recuperación nostálgica de las estrategias reprimidas por las dictaduras pro-capitalistas carece de relevancia programática. Esto no significa que las generaciones pasadas deban ser desechadas y su recuerdo derruido; por el contrario, urge un balance de sus experiencias sin resignar la convicción sobre la primacía del presente. En lenguaje existencialista, podríamos decir que nos hallamos arrojados en el “mundo”, en situación de inventar nuestros horizontes de deseo. No se trata tanto de deshacernos de las estrategias o teorías precedentes como de refigurarlas al calor de las circunstancias actuales, adaptando los conceptos pues se modificaron las condiciones de la política en América Latina. Uno de los principales resultados del debate político-intelectual consiste en determinar, a la luz de los desafíos impuestos por lo real, en qué medida son necesarias reformas conceptuales y en qué planos se precisan cambios fundamentales en el pensamiento y en las guías de la acción.

Un primer movimiento consiste en realizar un arqueo de los legados del pasado. La historia política latinoamericana produjo diversas prácticas y conceptos de revolución. Las investigaciones dedicadas a representar las revoluciones, sin embargo, avanzaron poco sobre una periodización, tipología y cartografía de los procesos revolucionarios.

Los estudios sociales con frecuencia postularon una idea de revolución aplicable al conjunto del subcontinente. O más exactamente, oscilaron entre una fenomenología de revoluciones sin inquirir por su estructura y una continuidad de la serie revolucionaria. Este problema dañó a numerosas reconstrucciones históricas. Mencionamos casi al azar los libros del colombiano Orlando Fals Borda, Las revoluciones inconclusas en América Latina, y del chileno Fernando Mires, La rebelión permanente. Las revoluciones sociales en América Latina, como prototipos de textos en los que se puede seguir una cadena de sucesos revolucionarios sin una detenida elaboración conceptual y sin la distinción de singularidades históricas. En ellos no se diferencia entre fases o situaciones epocalmente heterogéneas, desafiantes para una matriz interpretativa demasiado compacta. Los análisis más sofisticados han sido propuestos por estudiosos académicos aunque no han dado lugar a una historia general de las revoluciones en América Latina.

Hoy es inviable presentar una senda homogénea de lo revolucionario en la historia latinoamericana, una sucesión de “casos” reveladores de la continuidad insurrecta de un subcontinente en perpetua contestación. Sí podemos, en cambio, definir “eras” de las tendencias revolucionarias, “periodos” con una serie de rasgos característicos, regímenes de causas o de resultados.

Sin la posibilidad de ingresar a un debate sobre dichos periodos, indiquemos aquí la heterogeneidad detectable entre el segmento 1780-1902, que es el de los procesos revolucionarios independentistas de las dominaciones coloniales, del que se inicia en la fecha final del primer ciclo y concluye en 1979 con revoluciones sociales en las que se dirime la difícil relación entre los proyectos nacionalistas y los socialistas.

El primer ciclo comienza con las rebeliones de los años 1780-1781 asociadas a los nombres Túpac Amaru, Tomás Catari y Túpac Catari, ellas mismas pre-revolucionarias pero nutrientes decisivas de un proceso de movilización de mediana duración con importantes efectos posteriores. El ciclo prosigue con las revoluciones de la independencia desecadenadas en el bienio 1809-1810 y llega hasta la emancipación de Cuba en 1902. En el interín se produce la primera revolución social en Nuestra América con el proceso de subversión y construcción de poder autónomo de la población negra de lo que pasaría a denominarse Haití.

El nudo candente, por irresuelto, del ciclo revolucionario decimonónico se denomina bolivarianismo, esto es, la forma subcontinental en que debe afirmarse toda revolución nacional. Puede decirse que la estrategia bolivariana de la emancipación fracasó por las coagulaciones nacionales en la mal llamada “balcanización” americana, pero legó una deuda imperecedera. El segundo ciclo inicia con la revolución en México desde 1910 y encuentra su última expresión decisiva en el triunfo del pueblo armado en Nicaragua, en 1979. Veremos en una sección posterior cómo esta delimitación de ciclos aún demanda una cartografía más cuidadosa. Por el momento indiquemos que sus diferencias se basan en las condiciones histórico-materiales de cada etapa: en la primera (circa 1780-1860) las formaciones sociales coloniales y postcoloniales contaban con mercados internos débiles y estados ínfimos, las clases habían fraguado y las ideologías eran porosas; en la segunda (circa 1860-1990) el capitalismo dependiente está consolidado y las clases, aunque en flujo, han cuajado y tienden a organizarse, las divisiones étnico-raciales se tornan más efectivas al calor de las cristalizaciones nacionales y las migraciones, el estado ha desarrollado un aparato considerable de gestión y represión.

Esquematizando un pasado complejo, podemos distinguir dos perspectivas divergentes en el segundo ciclo de las revoluciones. Por un lado, una posición que evalúa las herencias coloniales y la subordinación imperialista como justificadoras de una revolución nacional, o democrático-burguesa, según la cual lo revolucionario involucraba el desarrollo de una fase capitalista en lo económico y liberal en lo político; el nacionalismo revolucionario se inclinaba a fórmulas políticas antiliberales en ambos órdenes. En esta estrategia gradualista se amparaban ideologías tan distintas como el liberalismo nacionalista, el populismo y el socialismo reformista, así como los comunismos de corte estalinista o maoísta. Por otro lado, una posición en la cual la definición capitalista de las formaciones económico-sociales predominantes orientaba la estrategia hacia metas socialistas más o menos inmediatas, pues la evaluación de los límites de las burguesías locales para propender al progreso social y político implicaba el reemplazo de su función histórica revolucionaria. Aquí podemos ubicar a los programas políticos trotskistas y guevaristas. Durante todo el siglo XX, la revolución en América Latina dirimió sus posibilidades entre ambas veredas, aunque no siempre fueron opciones enfrentadas. Con énfasis muy diversos, todas las opciones intentaron articular la liberación nacional con la revolución social.

Prontos a iniciar la segunda década del siglo XXI, la discusión recién sintetizada parece anclada de una época clausurada. En primer lugar porque el esquematismo de las etapas no está más regulado sólo por la caracterización de las estructuras económico-sociales. Es cierto que las peculiaridades de las relaciones de producción y la estructura de clases siguen disponiendo el orden de las posibilidades de transformación social. Sin embargo, se ha revelado igualmente importante considerar las dimensiones políticas y culturales de cada comunidad nacional, de sus microrregiones interiores y las macrorregiones continentales. De una parecida articulación de pilares económico-sociales se pueden derivar distintas políticas de cambio. El polimórfico territorio de las culturas políticas, de las formas ideológicas y temas identitarios (como el género y la raza), posee una relevancia cuya jerarquía con lo económico es imposible ordenar a priori porque la fórmula de toda revolución posible hoy hace confluir un conjunto abigarrado de cuestiones heterogéneas.

En segundo lugar, las gramáticas revolucionarias del siglo XX son inviables para una copia y remozado superficial porque, como veremos, la alternativa entre una estrategia de reformas importantes y el horizonte de una construcción del socialismo ya dejado de ser excluyente; porque la política democrática no es inexorablemente reproductora de lo existente; porque derecho y revolución no tienen una relación unívoca; en fin, porque contingencia y determinación ya no constituyen una oposición nítida.

El problema de una vía revolucionaria privilegiada

La pregunta por una revolución propiamente latinoamericana atravesó el siglo XX. Durante el siglo XIX preponderó la pregunta por las peculiaridades nacionales de la revolución independentista. Después de 1830 el romanticismo y el nacionalismo se encaramaron sobre las diferencias económico-políticas y las distancias geográficas, desplazando al olvido el proyecto bolivariano. Por ejemplo, cuando los intelectuales románticos de la Generación de 1837 en el área de influencia rioplatense (Sarmiento, Alberdi, Echeverría) pensaron la revolución que quebró la sujeción al imperio español, adoptaron el marco argentino como el recorte definitivo de la nación en ciernes. En cambio, al menos desde la enorme novedad de la Revolución Mexicana iniciada en 1910 (aunque ella misma, asediada por una lucha larga y sangrienta, no se impuso tal exigencia), la preocupación por destacar una especificidad revolucionaria subcontinental fue indisociable de la definición de las revoluciones nacionales y del programa de transformaciones sociales. En las izquierdas, el debate se tornó más agudo cuando la Unión Soviética promovió la Tercera Internacional con un programa revolucionario mundial que contenía una fórmula para los países periféricos. La estrategia de un andamiaje revolucionario internacional o adecuado a un conjunto latinoamericano en modo alguno inhibió la emergencia de álgidos entuertos en el seno de las izquierdas, situadas en recortes nacionales o macrorregionales, incongruentes con las fórmulas genéricas. Así aconteció en el Brasil, donde las peculiaridades históricas del gigantesco país impusieron temas relativos a una “revolución brasileña” irreductible a una latinoamericanidad abstracta.

Dentro de la misma compulsión a la adecuación histórica, el debate entre Víctor Raúl Haya de la Torre y José Carlos Mariátegui en el Perú estableció la urdimbre de un diferendo estratégico que se reiteraría, con las cadencias propias de las condiciones locales, en distintos momentos y países latinoamericanos. Mientras para Mariátegui las contrariedades irresueltas por la independencia y el desarrollo socio-económico exigían una revolución socialista que liderada por la clase obrera y el campesinado indígena eliminara las relaciones sociales feudales, Haya de la Torre sostenía que la revolución debía conducir a un capitalismo progresivo que preparara las condiciones para el socialismo en el futuro distante. La polémica de Haya de la Torre se dirigía contra lo que consideraba un europeísmo mariateguiano, invisibilizador de la situación de dominio imperialista que oprimía al Perú. Es que, según Haya, en América Latina era inviable aplicar sin cambios la idea universal de la revolución comunista. Era necesario considerar las singularidades históricas, con una derivación muy distinta a la del “ni calco ni copia” del autor de los Siete ensayos. En efecto, las concepciones de tiempo y espacio, y las regularidades de la vida misma, en “Indoamérica”, eran diferentes y demandaban, por lo tanto, una práctica revolucionaria intransferible.

En este sentido, hay un fantasma de Bolívar que debe ser reconocido a la vez como una promesa y un riesgo: sostiene por un lado la necesidad de una comunión emancipatoria latinoamericana y contiene por otro lado la tentación de una estrategia única y totalizante para situaciones que no por interconectadas dejar de ser distintas. La extensión latinoamericana de la estrategia revolucionaria es un destino obligado por la evidencia de que ninguna revolución que merezca ese nombre es imposible de sostener en una espacialidad “nacional”. Pero ha sucedido que este enunciado ha sido confundido con la creencia que una sola y misma concepción revolucionaria puede ser aplicada a toda América Latina. Puede decirse que la extensión un “guevarismo” a toda América Latina durante las décadas de 1960 y 1970 fue la última expresión de una idea generalizada de revolución latinoamericana. Nacido de una experiencia específica como la cubana, el guevarismo sufrió enormes dificultades cuando intentó ser trasladado sin fuertes mediaciones a circunstancias muy distintas.

Pero es preciso evitar pensar que las extensiones latinoamericanas de una revolución social y política fueron simples errores. Fueron tambien maneras lidiar con la agenda bolivariana de una revolución continental, una concepción todavía vigente. Por eso mismo es preciso pensar qué significaría hoy retomar el ideal bolivariano..

Las pretensiones de una simplificación de la política revolucionaria se lleva mal con la dialéctica entre unidad y diversidad del subcontinente. La historia nos muestra que América Latina puede ser matizada en distintas situaciones económico-sociales y político-culturales, que demandan estrategias revolucionarias que consideren las peculiaridades regionales. En este momento es preciso apelar a una sensibilidad por las diferencias. Ensayemos una argumentación al respecto. Pedro Henriquez Ureña y Ángel Rama han propuesto cartografías de zonas culturales de larga duración para el uso del idioma español americano y la construcción de horizontes literarios. Al enfoque “horizontal” de la dialectología de Henríquez Ureña, útil para detectar regiones culturales, Rama añadió una complejidad “vertical” al destacar las diferencias entre las clases sociales y entre los grupos étnicos (a lo que hoy podríamos agregar las cuestiones de sexo y género), en un dibujo conflictivo más adecuado para restituir las dimensiones de los antagonismos, de las matrices de las reformas y de las revoluciones. El propio marxismo ha mostrado en su desarrollo histórico en América Latina las variaciones de las pertenencias y desafíos situados, en los que las circunstancias regionales, no muy diferentes a las indicadas por Henriquez Ureña y Rama, tienen un papel fundamental. Del mismo modo, las condiciones para las revoluciones sociales demandan considerar las especificidades regionales, pues éstas suponen historias de larga duración, condiciones socio-económicas y político-culturales a veces intransferibles, coyunturas de disputa hegemónica muy particulares. Por ejemplo, la estrategia revolucionaria no puede evadir las tan distintas situaciones que imponen las realidades brasileña o andina, argentina o haitiana.

Dichos contextos son irreductibles a los límites de los estados nacionales. Así las cosas, los países de conformación inmigratoria, amplia urbanización y producción agrícola-ganadera de temperaturas templadas, como la Argentina y Uruguay, tienen rasgos compartidos. Ciertamente hay diferencias (como la dimensión territorial y las tradiciones políticas) pero las diferencias son menos importantes que las fuertes divergencias con una Venezuela en la que una inmensa renta petrolera instituye un lugar especial para el Estado (“mágico” lo denominó Fernando Coronil). O también son vigorosas las distinciones con los países de extensa población indígena y campesina como Perú, Bolivia y México. Sería necio pensar esta América Latina diversa como una unidad homogénea y derivar de allí la fórmula de una revolución latinoamericana monocromática. Y sin embargo, ninguna revolución triunfante en el plano nacional puede perdurar y desplegar su potencialidad liberadora sin una extensión a todo el subcontinente y en rigor al mundo, pues la historia del siglo XX mostró con claridad que el socialismo sólo puede ser planetario aunque esto no deba conducir a concebirlo unitariamente. En contraste con el dominio del capital, la dimensión latinoamericana no implica la unidad compacta ni la ausencia de diferencias. Sucede precisamente lo contrario. La multiplicidad es la condición imprescindible para una estrategia revolucionaria en el subcontinente, pues esa variedad es la consecuencia de la consideración de las situaciones particulares que habilitan la construcción hegemónica del poder popular en cada caso nacional y regional. Esa es quizá la mutación que necesita invocar nuevamente, para sus fines propios, al fantasma antiguo e insepulto de la hermandad de México a la Argentina, del Brasil a Perú, anhelada por Simón Bolívar.

El tema de la postmodernidad y la revolución

Hasta aquí hemos considerado el tema de la revolución en América Latina desde el sesgo de una renovación de la agencia política e intelectual. Hemos planteado la necesidad de una discusión cuidadosa de sus ciclos históricos, y hemos destacado el problema de una concepción monolítica que pretenda resolver el enigma bolivariano de una hermandad revolucionaria latinoamericana. Pasemos ahora a debatir un tema ideológico de corte más filosófico sobre la matriz “moderna” que notamos en el hecho revolucionario, a la luz de las experiencias contemporáneas en Nuestra América.

La versión “postmoderna” de la revolución previene la adopción “moderna” de un corte absoluto con el pasado como el rasgo principal del proceso revolucionario. La política radical postmoderna no rechaza la noción de revolución, a pesar de que desconfíe de sus orígenes “modernos”. Es refractaria a la convicción típicamente moderna de que la revolución supone una fractura vertiginosa e indeleble entre el pasado y el futuro. En cambio, la revolución postmoderna implicaría una estrategia de “radicalización de la democracia”, en la cual no hay un sujeto privilegiado, teleológicamente destinado a consumar la Historia. Tampoco halla en el Estado el núcleo del poder dominante a destruir, ni un “Estado revolucionario” es el ariete de la nueva sociedad por construir. Más que en las contradicciones económicas, la revolución postmoderna quiere asentarse en la constitución de hegemonías políticas. No es que niegue la importancia de las desigualdades económico-sociales; sólo afirma que ellas no producen automáticamente concepciones ideológicas. En lugar los partidos revolucionarios centralizados, propugna la autonomía de los movimientos sociales o los sectores excluidos. Obviamente, la perspectiva postmoderna define su principal debate con las diversas formas del marxismo, considerado como expresión típicamente moderna de la crítica y la revolución.

Es cierto que el marxismo es una formación teórico-política moderna, incluso si aspira a una “post-modernidad” no capitalista. ¿Qué significa lo moderno del marxismo y su programa socialista? Simplemente que (1) implica un corte absoluto entre pasado y presente, (2) introduce una idea de formación social radicalmente nueva y progresiva, y (3) es consumada por un sujeto dialécticamente predeterminado por la estructura para ser su enterrador. A pesar del matiz introducido por el período transicional del socialismo, la revolución marxista sería catastrofista. El cambio real encarnaría un tajo abismal. Su modelo inexhausto sería 1789 y luego 1917. En esencia, la revolución del marxismo descendería directamente del jacobinismo.

Para la percepción postmodernista, la revolución debería adaptarse al largo plazo, a la constitución de una hegemonía política y cultural en la sociedad civil (a veces filiada en los planteos de Antonio Gramsci), o alternativamente desde el campo de “la multitud”. El modelo de la revolución como conquista del poder estatal, en la forma de un golpe de Estado, tendría que ser resignado a favor de una lucha hegemónica más prolongada que instituyese una nueva subjetividad.

No sorprende en este contexto, retornando a la situaciones latinoamericanas (porque el sitial de elaboración del postmodernismo es básicamente euroamericano), la exterioridad de estas perspectivas societalistas respecto de procesos transformadores donde la activación de la sociedad civil y la acción reformadora profunda del Estado originada en elecciones democráticas impone agendas no reactivas a la noción de revolución.

Para dar un ejemplo, en Bolivia la ausencia de una noción clara y distinta de socialismo no inhibe la percepción de un proceso revolucionario que se puede imaginar como un “capitalismo andino”, pero que muy pronto despierta virtualidades que exceden el programa de un capitalismo más o menos potable. La intransigencia de la oposición política y social conduce a una ampliación de las perspectivas de un proyecto en un primer momento integrador y reparador para las etnias discriminadas hacia una tensión socialista. El caso boliviano desborda las nociones de la revolución “moderna” y la virtualidad de la “postmoderna”. Tiene al Estado como un campo de disputa, plantea a la historia boliviana y pre-colonial como una narrativa politizada; se sostiene en una sociedad civil con abierta potencialidad de activación política. Con otras características, la ecuación entre revolución moderna y postmoderna también se observa en Venezuela. ¿Podría entenderse sencillamente al gobierno chavista como un “populismo”? Tal nominación empobrecería un proceso palpitante. Si se quiere son experiencias revolucionarias posthistóricas porque no están teleológicamente destinadas a imponer un modelo preconcebido, pero no por eso dejan de abrir sendas radicales ni carecen de tensiones hacia el socialismo.

Pensar la revolución impone hoy la tarea de reflexionar sobre los hechos vivos de la realidad y captar sus tendencias en una dimensión nueva, irreducible a las matrices heredadas del siglo XX, tanto por las presunciones de una primacía de las diferencias clasistas como molde de construcción de la política revolucionaria, claramente distinguible de una evasión de las divergencias de clase como dimensión de la constitución de un poder popular, como de las nociones reformistas de una “radicalización de la democracia” calcada de las situaciones euroamericanas. Menos aún es factible totalizar las dinámicas transformadoras apelando a un concepto formal de “populismo” demasiado ligado a la memoria del siglo XX (lo que no implica que las demandas populares y las condensaciones políticas populistas estén agotadas como dimensiones de las mutaciones estratégicas del subcontinente).

Esto significa otra cosa que el rechazo del siglo XX; sugiere una apropiación crítica de su herencia en beneficio de las proyecciones palpitantes en las luchas emancipatorias del presente. Por ejemplo, las revoluciones latinoamericanas del siglo pasado atestiguaron la dialéctica de componenda y desgarramiento entre la salida nacional-populista y la salida socialista. Hoy encontramos procesos revolucionarios que despliegan fuertes trazos nacionales, a veces con algún componente populista, y la reemergencia de una agenda cercana al socialismo, llamado un nuevo socialismo de raíces singulares. Las divergencias con la experiencia pasada no son pocas. Respecto de la salida nacional-populista, existe una percepción de la autonomía de los movimientos sociales; respecto de la salida socialista, ha caído la confianza inmoderada en un estado dictatorial “de clase” y la soberanía ilimitada del partido revolucionario centralista. ¿Qué persiste y qué debe ser desechado de las estrategias revolucionarias del siglo XX? Ese es el enigma de las revoluciones de nuestro tiempo.

Cierre

La dicotomía entre modernidad y postmodernidad es insuficiente para captar las alternativas de las revoluciones posibles en la América Latina de nuestros días. Es su luz naciente la que ilumina los claroscuros de la historia del subcontinente en el presente. Desde su apertura alborozada y peligrosa (para entender eso basta pensar los contragolpes reaccionarios de Honduras y el avance de las derechas en Perú y Chile), el Bicentenario brinda relieve a las revoluciones en el subcontinente y propicia su interpretación como algo diferente del pasado narrable. De allí que el análisis de las revoluciones en América Latina supere la matriz de una celebración nacionalista-conservadora que las reprime como fundamento ideológico de lo actual.

No obstante, y con buenas razones, lo pretérito se resiste a ser arrojado por la borda. Como en la clínica psicoanalítica, el presente refigura la memoria del pasado. La revolución en América Latina posee una temporalidad compleja. No nace adulta. Emerge como resistencia y organización. Sus tiempos de acumulación pueden ser muy prolongados. Es plural en sus vertientes. En algunos casos se gesta en la política, e incluso desde el gobierno, pero jamás prescinde de lo social que deviene en programa de cambio sistémico. Sin ese fundamento social, popular, se vacía y pierde vigor.

La revolución es “histérica”, es decir, no sabe del todo, ni sabe todo, sobre su deseo. Depende de las variaciones regionales y de las relaciones de fuerza específicas. Capta las tradiciones emancipatorias y el recuerdo de las generaciones vencidas, refigurándolas en estrategias urgidas por los antagonismos en perpetuo desplazamiento. Son anticoloniales en sus ideas, porque si no rechazan las elaboraciones teóricas externas, sus activismos yugulan la subjetividad transformadora si renuncian a inventar sus propios conceptos, incitados y amenazados por sus circunstancias. Esta ocasión del Bicentenario convoca a repensar los ciclos de las revoluciones en América Latina y a forjar las representaciones de las luchas por venir. Su trajinar es infinito, en la alborada de un tercer ciclo de la lucha emancipatoria de los pueblos. Sucede que la pulsión revolucionaria renacerá mientras haya condenados de la tierra.

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