La narración argentina hacia el bicentenario | Centro Cultural de la Cooperación

La narración argentina hacia el bicentenario

Autor/es: Vicente Battista

Sección: Invitado

Edición: 8

Español:

Muchos siglos de producción han cimentado la conformación de reconocidas literaturas nacionales como la española, la italiana, la francesa o la alemana. Ante tan abultado bagaje, nosotros, que de aquí a unos meses recién cumpliremos 200 años de historia, ¿podemos hablar de narrativa argentina? El autor se atreve a afirmar que estos escasos dos siglos han bastado para cimentar una literatura propia, una identidad nacional.


A la hora de hablar de narrativa española, sin mayor esfuerzo podríamos retroceder hasta finales del 1200 para encontrarnos con el Infante Juan Manuel y los cincuenta cuentos que integran el Libro del conde Lucanor, si de allí avanzáramos hacia el 1500 tropezaríamos con El Quijote, y de ahí para adelante se multiplicarían los textos hasta llegar a este 2010 que recién comienza. Un poco más de ocho siglos de narrativa. Algo parecido nos sucedería con Italia, Boccaccio propuso sus cuentos de El Decamerón a mediados del 1300, y con Inglaterra, los Cuentos de Canterbury, de Chaucer, corresponden a la misma época, y con Francia, Rabelais publica su Gargantúa y Pantagruel a mediados del 1500. Y con Portugal y con Alemania, para no hablar de los chinos o de los griegos. Muchos siglos de literatura. Ante tan abultado bagaje, nosotros, que de aquí a unos meses recién cumpliremos 200 años de historia, ¿podemos hablar de narrativa argentina? Tal vez suene presuntuoso, pero me atrevo a decir que estos escasos dos siglos han bastado para cimentar una literatura propia, una identidad nacional.

El matadero, de Esteban Echeverría, y Facundo, de Domingo Faustino Sarmiento, son piezas fundadoras de la narrativa argentina. Facundo se publicó en 1845, El matadero en 1871, 20 años después de la muerte de Echeverría. Según se dice, Juan María Gutiérrez, su albacea testamentario, encontró los originales mezclados con otros escritos póstumos. ¿Por qué razón Echeverría no publicó en su momento ese categórico relato? Él era un perseguido de Rosas (debió exiliarse en Montevideo) y ese texto era una clara denuncia al gobierno que lo había llevado al exilio. Entre los diferentes argumentos que se esgrimen para explicar ese silencio elijo uno. El matadero es un texto de pura ficción y en aquellos días ese mero hecho (“las mentiras de la imaginación”, había proclamado Sarmiento) le quitaba valor de denuncia. Facundo, por el contrario, se refiere a un personaje real quien, además, ofrece la notoria ventaja de haber muerto. Acaso adelantándose un siglo a lo que luego se conocería por Non Fiction, Sarmiento publica su biografía o ensayo sociológico o alegato político o novela o como quiera llamársele e instaura una disyuntiva que, obstinada, se mantiene hasta nuestros días: civilización o barbarie.

Un par de líneas antes para referirme a Facundo dije biografía o ensayo sociológico o alegato político o novela. En una carta dirigida a Valentín Alsina, que se publicó como prólogo a la segunda edición, Sarmiento insiste en el carácter testimonial de su trabajo, “los hechos están ahí consignados, clasificados, probados, documentados”, al que en ningún momento le otorga categoría de ficción. Por el contrario, El matadero cumple fielmente con todas las prerrogativas de la ficción. Algunos teóricos insisten en que es sólo el fragmento de un todo que, por otra parte, jamás se ha encontrado, y en base a esa propuesta le anulan la categoría de cuento moderno. Conviene detenerse en este concepto. En mayo de 1842 Edgar Poe publicó en el Graham’s Magazine un ensayo acerca de Cuentos contados otra vez de Nathaniel Hawthorne. En ese texto, Poe desarrolló las pautas que caracterizarían al cuento moderno. El matadero cumple al pie de la letra con esas pautas, lo singular es que fue escrito en 1839: tres años antes de que Poe postulara sus teorías. Habrá que aceptar que esos supuestos, íntimamente ligados al romanticismo, ya estaban en el aire; Poe se ocupó de exponerlos. Poe y Echeverría eran poetas románticos, existía una ligazón más allá del tiempo y las fronteras.

Facundo ofrece diversas lecturas posibles: como una biografía de Quiroga o una autobiografía del propio Sarmiento, como un ensayo histórico, como un estudio sociológico o como un estudio antropológico, incluso se puede leer como un panfleto (alguna vez Sarmiento lo denominó de ese modo), pero por sobre todas las cosas se lee como una novela; tal vez porque la novela incorpora naturalmente los otros géneros.

Se ignora qué proyectaba Echeverría cuando escribió El matadero, pero definitivamente se lee como un cuento. Un año antes de que se conocieran la humillación y la muerte del joven unitario en manos de los matarifes, apareció Una excursión a los indios ranqueles y un año después El gaucho Martín Fierro. El texto de Lucio V. Mansilla incorpora el lenguaje coloquial, un modo ajeno a la escritura de aquellos días, y muestra a través de los ojos del civilizado (Mansilla había vivido tres años en Europa) en qué condiciones subsistían los “bárbaros”, no los cuestiona, intenta entenderlos e incluso protegerlos: “prefiero la barbarie a la corrupción”. En unas tolderías como esas se refugiarán Fierro y Cruz: van hacia la barbarie, perseguidos por la civilización. Ellos mismos son bárbaros. José Hernández elegirá la voz del “bárbaro” para cantar o contar esa desventura.

En 1926 aparece Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes. Esta novela ejemplar pone en escena a un resero al que apenas le quedan algunos rasgos de aquel gaucho que pintara Hernández. Las tierras tienen dueño. Don Segundo Sombra es un peón de campo que trabaja a sueldo de su patrón. El gaucho ha desaparecido como sujeto social: la civilización se impuso por sobre la barbarie. En Martín Fierro José Hernández recurre al lenguaje del bárbaro para dar cuenta de ese final: el progreso por el que bregaba Sarmiento ya es una realidad. Ricardo Güiraldes se referirá a esa realidad. Pone en escena a Fabio Cáceres, una suerte de boyero que admira fervorosamente a don Segundo Sombra: ambos son la viva imagen de la barbarie. Güiraldes, por el contrario, era un acabado ejemplo de civilización: miembro de una familia poderosa, viajaba constantemente a Europa y París se había convertido en un sitio habitual de residencia. Será Fabio Cáceres quien nos hable de su admirado don Segundo Sombra. En principio, sorprende su lenguaje, no coincide con el de un boyero iletrado. El enigma se resuelve al final de la novela, ahí nos enteramos que Fabio Cáceres es patrón de estancia, algo que él mismo ignoraba en su juventud: de la barbarie pasó a la civilización. No es casual que una vez cumplida la “formación” de Fabio Cáceres, su maestro, don Segundo Sombra, desaparezca y que Cáceres señale: “aquello que se alejaba era más una idea que un hombre”. El gaucho Martín Fierro es el cierre definitivo de la llamada “literatura gauchesca”, Don Segundo Sombra el de la llamada “novela de la tierra”. La civilización parece haberse impuesto por sobre la barbarie. No obstante, la disyuntiva continuará en pie.

En 1929 Roberto Arlt publica Los siete locos y pone en movimiento lo que podríamos denominar narrativa urbana. Si para Sarmiento Buenos Aires era la civilización en tanto que la pampa era la barbarie, el espacio físico en donde Arlt desarrolla su historia sería el de la civilización. Sin embargo, los protagonistas de esa historia parecen estar ligados a la barbarie. “Los seres humanos son monstruos chapoteando en las tinieblas”, sostenía Arlt. Los siete locos se completará dos años después con Los lanzallamas. Ambas novelas constituyen un todo y en el absoluto plano de la narración encontraremos técnicas (las notas del comentador al pie de página) y modos adelantados para su época.

La ciudad es escenario. Y esa ciudad es la que pondrá en movimiento Leopoldo Marechal en Adán Buenosayres (1948). “La aportación idiomática más importante que conozcan nuestras letras desde los experimentos de Leopoldo Lugones”, señalaría Julio Cortázar, uno de los pocos escritores que supieron ver la importancia decisiva que iba a tener esa obra para nuestra narrativa. Y será el propio Cortázar quien 15 años después, en Rayuela (1963), conjugará los mundos de allá con los mundos de acá, con el fin de constituir un todo definitivamente civilizado.

En tanto Marechal pone en movimiento un Buenos Aires pujante y positivista y Cortázar ensaya una ciudad que puede estar aquí, en el viejo mundo o en ambos, Jorge Luis Borges entiende que es una ciudad sin pasado (“A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires”), al menos comparada con México o Lima. Por consiguiente, “necesita ser escrita”. Se hace preciso inventar mundos, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, y trazar un Buenos Aires que bien puede ser real, como el que vemos en “Emma Zunz”, o algebraico y fantástico, como el que se nos presenta en “La muerte y la brújula”. Borges más que un libro es una literatura, pero a la hora de elegir un libro no podemos soslayar dos: Ficciones (1944) y El Aleph (1952).

Aunque pareciera que la ciudad (civilización) se hubiera impuesto por sobre el campo (barbarie) aún habrá importantes títulos que tendrán al interior, a las provincias, por escenario. Entre ellos pienso en un autor y en un libro injustamente olvidado: Alfredo Varela y El río oscuro (aunque, por lo que sé, en estos días el sello editorial Capital Intelectual ha reeditado la novela). Varela fractura su relato en tres ángulos distintos que finalmente se unirán en un punto común: la explotación del mensú en los yerbatales de Misiones. Horacio Quiroga ya se había referido a ese tema en algunos de sus cuentos y aún antes Rafael Barrett lo trató en Lo que son los yerbales (1910), pero fue Alfredo Varela quien logró una acabada síntesis de esa barbarie gestada por la supuesta civilización

Otro título a tener en cuenta es Zama (1956), de Antonio Di Benedetto. La historia transcurre en la última década del siglo XVIII y presenta a don Diego de Zama, un asesor letrado del gobernador español. Don Diego vive en un bárbaro rincón del Virreinato del Río de la Plata y aguarda impaciente la llegada de la Real Orden que podrá llevarlo a una ciudad más distinguida o incluso a las puertas mismas de Europa, donde podrá encontrar la civilización hasta ese momento negada. Don Diego de Zama no logra cumplir su sueño: el civilizado queda condenado a la barbarie.

Hemos realizado un rápido recorrido por la narrativa argentina. Fatalmente, en el espacio de la literatura toda elección puede tener reminiscencia de canon. No fue mi propósito. Sólo intenté recordar a aquellos autores y a aquellos libros que de alguna manera han consolidado lo que hoy entendemos por narrativa argentina. Por supuesto, la lista es incompleta. Habría que incluir a La huella del crimen (1877), de Raúl Waleis, la primera novela policial que se publica en lengua española, a Las fuerzas extrañas (1906), de Leopoldo Lugones, cuentos que inauguran el género fantástico en el país, a Sin embargo Juan vivía (1947), de Alberto Vanasco, novela que se anticipa al objetivismo, y habría que agregar novelas como Tres golpes de timbal (1989), de Daniel Moyano, No habrá más penas ni olvidos (1978), de Osvaldo Soriano, La Traición de Rita Hayworth (1968), de Manuel Puig, El limonero real (1974), de Juan José Saer, y tampoco aquí se acabaría la lista. Por fortuna, en la Argentina en menos de doscientos años se ha producido un cuerpo narrativo de primer nivel. Otra de las buenas razones para celebrar el bicentenario.

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