Onofre Lovero o el desafío del primer Galileo Galilei porteño: a cincuenta años de una aventura teatral | Centro Cultural de la Cooperación

Onofre Lovero o el desafío del primer Galileo Galilei porteño: a cincuenta años de una aventura teatral

Autor/es: Carlos Fos

Sección: Palos y Piedras

Edición: 21


Teatro y Onofre Lovero fueron las dos caras de una misma moneda desde que, en 1942, armó un grupo con sus compañeros de quinto año del Colegio Nacional Buenos Aires y representaron En familia, de Florencio Sánchez. Lovero la dirigió e interpretó el personaje de Jorge; alquilaron el Teatro Lasalle, la utilería y todo el personal de la sala para representarla. La pasión guiaba a ese joven estudiante secundario, pasión que nunca dejó de acompañarlo en la senda creativa.

En enero de 1949 comenzó a trabajar en la Editorial Abril. Allí permaneció durante dieciséis años, llegando a ocupar el cargo de director de coordinación. Pero su verdadera vocación estaba en el teatro. En Villa Crespo, el barrio donde creció, había varios teatros: el Regio, de la calle Córdoba; el Villa Crespo, también cine; el Rívoli, y el Soleil, donde se hacían temporadas de teatro en hebreo. Allí, vio a Jacobo Ben Amí haciendo El plato de madera, un hecho que lo marca. El mandato de una carrera universitaria también quedó trunco ante su vocación artística. Comenzó su formación en dos grupos de teatro independiente: El Teatro Experimental Argentino y el Tinglado Libre Teatro, donde intervino en 1945 en la primera puesta de El Gigante Amapolas de Juan Bautista Alberdi, un siglo después de escrita. No pasa allí inadvertido, y su deseo de mejorar, de aprender más, lo lleva a relacionarse con colegas conocidos y con otros jóvenes inquietos, como Rubén Pesce. Luego dirige La multitud, de Aurelio Ferretti, que obtiene, en 1945, el primer premio otorgado por la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires. Tuvo participación en el estreno de El oso de Antón Chejov, una de las primeras incursiones de nuestra escena en la poética de este maestro ruso, a través de una propuesta seria. Pero este proyecto, que realizó como miembro del grupo Nuevo Teatro, no lo retuvo en el colectivo, sino que lo abandonó por primera vez para trabajar bajo la dirección de Mane Bernardo en La Fábula del Sueño (1951), de Osvaldo Svanascini, y en El Escorial (1951), de Michel de Ghelderode.

De regreso al conjunto encabezado por Pedro Asquini y Alejandra Boero, participa en El amor al prójimo, de Leónidas Andreiev. Pero las diferencias con la conducción de este agrupamiento eran insalvables, y Onofre ya había decidido fundar su propio proyecto: El Teatro de los Independientes. Convencido de que era hora de comprometerse con la construcción de una sala, sin haber meditado en cuánto dinero la empresa exigía –el monto que era inalcanzable para un empleado de la editorial Abril, que compartía sus horas de oficina con la pasión por el teatro–. Onofre ha relatado en muchas oportunidades, con el tono de los momentos épicos, su encuentro casual con el local que de depósito de quesos y ocasional boîte se transformaría en pujante proyecto artístico. Las averiguaciones sobre el estado de la propiedad, la colecta entre los miembros del colectivo escénico, la creación por acta de la sala el 6 de octubre de 1952 y la falta de acuerdo por el nombre de bautismo, son parte de una historia que será relatada.

En ese subsuelo de la calle San Martín 766 brotaron las propuestas dramáticas y en la memoria se agolpan títulos como 14 de julio (1953) de Romain Rolland, El convidado (1954), de Humberto Riva y Oscar Modolo; La cuerda (1954), Distinto (1955) y El mono velludo (1958), de Eugene O´Neill; Una libra de carne (1954) y Para que se cumplan las escrituras (1965), de Agustín Cuzzani; A la sombra del mal (1954), de Henri-René Lenormand, El médico volante (1954), de Molière; Farsa de farsas (1954), de Ferretti; La ópera de los dos centavos (1957), de Bertolt Brecht y Kurt Weill; La fuerza bruta (1957), de John Steinbeck; Más allá del invierno (1959), de Maxwell Anderson; Galileo Galilei (1964), de Brecht, Romeo y Julieta (1963), de Shakespeare y La dicha impía (1956), de Pablo Palant, por citar sólo algunas obras con poéticas diversas y un único deseo de ofrecer calidad al público. En cada programa de mano, solía entregarse un suelto en el que aparecían los principios rectores del grupo, principios que iban en consonancia con los que animaban a todo el teatro independiente en aquel período. Como una suerte de compromiso, establecían como propósitos:

  • Provocar el acercamiento del teatro al pueblo, por ser aquel vehículo fundamental de cultura.
  • Contribuir a la cultura popular mediante la organización de ciclos de conferencias, exposiciones y la realización de un programa de superación artística.
  • Estimular las nobles inquietudes de la inteligencia, propiciando el acercamiento al público, de los escritores y artistas jóvenes que estén impulsados por una vocación auténticai.

Bajo el paraguas del ideario estético y ético del maestro francés Jacques Copeau, Onofre repitió el recurso de la creación de un Círculo de Amigos para sostener el emprendimiento y alimentar los cursos que se dictaban en al sala. Este instrumento era una suerte de vale contribución que daba libre entrada a los talleres y conferencias, a una función dominical de cine artístico, (verdadera herencia del espíritu del teatro independiente inicial en la concepción de grupo –desarrollada por Leónidas Barletta– como agente modificador del campo cultural), y a una rebaja del cincuenta por ciento sobre el precio de las localidades en relación con los pecios de los acontecimientos teatrales que se ofrecían, dentro de la programación regular, los sábados por la tarde. En el mismo sentido que esta experiencia, Los Independientes lanzaron una tarjeta de libre acceso, que otorgaba múltiples beneficios a los que optaban por adquirirla. Funcionaba como un abono anticipado que habilitaba el ingreso a dieciséis funciones; ingreso pensado para dos personas, y que mantenía la entrada libre a los cursos, talleres y conferencias de formación, y a una función dominical de cine. En un número importante de estos sueltos, pilares de la relación íntima que se pretendía con el público, solían replicarse textos de los grandes maestros europeos que guiaban el movimiento.

Hay un documento sobre el espíritu de los pequeños teatros, escrito por Copeau, que era parcialmente rescatado en estos folletos del tamaño de media hoja oficio. Decía el director francés:

El movimiento actual es, tal vez, más tradicionalista que revolucionario. Y es, quizás, más moral, en su esencia, que literario y estético. Es un cambio de espíritu. Se trata de dar al teatro un alma nueva, de sanear sus costumbres, de renovarla completamente. No vemos hombres nuevos invadiendo la vieja escena y acomodarla a sus exigencias. Tampoco pretenden destruirlas. Ni siquiera la tocan, pero se apartan de ella con desprecio, con disgusto. Buscan modestamente, apartados, lo más lejos posible de la feria teatral, un pequeño lugar neto y puro sobre el cual puedan construir con sus manos intactas, con el sudor de su frente, sus sueños. Se los trata de orgullosos porque se conducen como si no existiese otra cosa, porque, en efecto, no existe otra cosa para ellos que las cuatro tablas de su pequeña y flamante escena, desprovista de todos los perfeccionamientos modernos, pero donde ya vive, arde y se eleva esa cosa divina, ese don de la juventud y de la fe, esa promesa de vida: un espíritu. ¿Qué espíritu? Un espíritu de amor y de libertadii.

Cuando un periodista le sugirió a Lovero montar la primera puesta en el país de La opera de los dos centavos, el director se sintió tentado, pero con ciertas reservas ante la escasa información con que contaba acerca de los autores. Recuerda Onofre:

Debo confesar que en aquella época tenía una noción muy somera de Bertolt Brecht y de sus obras, aunque después de muchos años me han transformado en una suerte de especialista brechtiano. Lo cierto es que sabía muy poco del dramaturgo alemán pero me atrajo mucho el planteo de la obra. (…) Aparté las partituras, porque no leo música, pero me puse a escuchar el disco. Mi depresión fue total. Creí que a partir de allí no sólo no iba a montar la obra sino que no iba a poder seguir haciendo teatro. (…) Tras el primer abatimiento saqué fuerzas de flaqueza y me decidí a continuar con la responsabilidad que había asumido, a fuerza de repetirla, se transforma en familiar, y que si yo aprendía las canciones, luego se las podía enseñar a mis compañeros. Claro, había en esto una dosis de superlativa omnipotencia, pero en aquellos años o se tenía esa actitud o no se podía hacer teatroiii.

En relación a la versión y adaptación del texto, que aun sigue utilizándose como base para trabajar la obra del autor alemán, comentaba en una charla con la sinceridad y humildad que lo caracterizan:

Yo entendía algo de alemán pero una señora muy amable me fue explicando palabra por palabra y una vez que estuvo integrada hubo que musicalizarla, pero como yo no entendía de música, recurrí a la onomatopeya y busqué a un músico amigo. Así logre la música, y luego comencé a poner palabras copiando las partituras en papel transparente. Hicimos una versión con Haydée Padilla y un buen día la puse en escena, todavía me acuerdo la melodía de memoria –y aquí Onofre comienza a tararear eufóricamente para luego continuar–: El nombre original era tres centavos y pero yo le puse “de dos centavos” porque no buscaba la traducción literal, sino el espíritu de la obra para identificarla como la más barata: “no vale dos guitas”iv.

Esta puesta fue un éxito rotundo, con más de trescientas funciones. Su percepción del teatro de Brecht se agudizará con futuras lecturas, convirtiendo a Onofre en uno de los actores y directores que más transitó la obra del dramaturgo alemán. La posición ideológica y la coherencia de Lovero no pasaron inadevertidas para nuevas expresiones de la extrema derecha vernácula. En uno de sus tantos actos de vandalismo e intimidación, la Alianza Libertadora Nacionalista ametralló el frente de la sala mientras estaba en cartel el estreno de El otro Judas de Abelardo Castillo, primera obra de este destacado escritor. Ese mismo año, 1961, Tacuara agrupación inicialmente de corte nacionalista, católico, fascista, anticomunista, antisemita y antidemocrático- se atribuye un atentado durante una función de Enterrad a los muertos de Irving Shaw. En este episodio de violencia hieren a uno de los actores y producen destrucciones irreparables en cuadros de la galería de arte y en el busto de Romain Rolland que presidía el hall.

La reacción de las dos asociaciones que representaban a las salas independientes, F.A.T.I. y U.C.T.I., no se hizo esperar. Más allá del repudio generalizado, organizaron un acto de desagravio en la Casa del Teatro y un paro inédito en todos los teatros adheridos para ese mismo día. En un comunicado titulado ¡Alerta Pueblo!, la Unión Cooperadora de Teatros Independientes expresaba:

Un grupo de delincuentes armados –la mayoría de ellos adolescentes– perpetraron con sincronismo de operativo militar un bárbaro atentado contra el Teatro de los Independientes el sábado 19 del corriente. En uno o dos minutos quedó en dicha sala el saldo de dos actores heridos de bala y destrozos de toda índole, tal como lo señalara la crónica periodística. Sólo la buena suerte o la casualidad, impidieron que el salvajismo del citado grupo, al grito de “Viva Tacuara”, no cometiera uno o varios asesinatosv.

Fiel a su compromiso militante con el teatro, Lovero continuó su producción artística en Los Independientes con títulos como La fuerza bruta, de John Steinbeck, (1957), El mono velludo, de Eugene O´Neill, (1958), El constructor Solness, de Henrik Ibsen, (1960), El Hamlet del barrio judío, de Bernard Kops, (1962), Concierto para un caballero, de Pedro Orgambide, (1963), Hedda Gabler, también de Ibsen, con Héctor Giovine, Gloria García y María Inés Maderal, (1963), Mademoiselle, de Jack Deval, con Virgiania Lago, Alba Mujica y Susana Latour, (1964). Maduro, con más de veinte años transitando los escenarios y, demostrando sus avances en campos como la dirección de actores, la gestión de salas y la participación en Instituciones prestigiosas como el Centro Argentino del Instituto Internacional del Teatro, se sentía listo para encarar un desafío que consideraba punto de quiebre en su carrera.

Luego de esa incursión en la poética brechtiana desarrollada en este breve artículo, estaba dispuesto a protagonizar Galileo Galilei. Decía, frente a la posibilidad cierta de encarnar un papel que ya habían realizado en el mundo intérpretes de la talla de Charles Laughton, George Wilson o Tino Buazelli:

Galileo Galilei importará una afirmación frente a mí mismo y realmente un punto final. Ya no se trata del éxito del público o de la opinión de los demás. En este caso, lo que interesa es mi propio juicio antes que ninguna otra cosa. Si yo sucumbo, me será difícil enfrentar otro personaje así. Galileo Galilei es para mí una cuestión personalvi.

Este discurso cargado de pasión y compromiso no puede sorprenderlos porque, además de la personalidad detallista y perfeccionista que animaba a Onofre, teatros como el T.N.P. de Francia o el Píccolo de Milán lo habían puesto en versiones a cargo del mismo Wilson o de Giorgio Strehler. Lovero estaba dispuesto al sacrificio profesional para concretar este proyecto, que contaría con la dirección de Carlos Serrano y la compañía actoral del experimentado Pascual Naccarati (Inquisidor), Gloria García (Virginia) y Naúm Krass (Andrea), entre otros. El Teatro de los Independientes atravesaba un período de recambio de elenco, pensado como una etapa de transición por su fundador, quien lo había organizado con una estructura que escapaba a la tradicional en el mundo del teatro independiente. El sótano de la calle San Martín se preparaba para recibir tamaña empresa y su protagonista reflexionaba:

Sutilmente analizado, escapa un poco a nuestras posibilidades. Pero nos lo impusimos quizás en nombre de de una antigua disposición del teatro independiente todo: hay que hacer las cosas. Además, habiéndome atraído el personaje desde un punto de vista humano, entiendo que ahora se den las condiciones materiales y espirituales en el Teatro de los Independientes que lo hacen viable. La presencia de Carlos Serrano, que ejercerá la dirección me asegura cierta tranquilidad, como actor que soy, para componer el personajevii.

Luego de meses de ensayo, se produjo el esperado estreno que cosechó opiniones favorables en crítica y público. La afluencia de éste, en una apreciable cantidad, permitió que el espectáculo se mantuviera en cartel dos años. El impacto en el campo teatral puede verificarse en los medios escritos de la época y en las entrevistas realizadas en ese momento y, con posterioridad, a referentes del teatro porteño que recuerdan la puesta como valiosa e inspiradora. No es objetivo de este breve vistazo sobre este primer Galileo Galilei en Buenos Aires realizar un análisis pormenorizado del mismo. Pero no podemos cerrar este recuerdo, a cincuenta años de la puesta, sin reproducir las palabras de Lovero, al ser entrevistado pocos días antes de presentarse la versión de Jaime Kogan, al iniciarse la postdictadura, en 1984. Decía el maestro:

Hacía muchísimo calor en aquel diciembre de 1964. Pero la sala estaba colmada de espectadores atentos y pacientes. Durante los once meses que duró el espectáculo, el interés del público no decayó nunca, y cuando anunciamos la última función, quedó gente fuera y debimos continuar una semana más. (...) Sé muy bien que el mío fue el procedimiento menos ortodoxo para un personaje brechtiano; pero estoy persuadido de que el primero en dejar la ortodoxia fue el propio Brecht. Cuando comencé a frecuentar el personaje de Galileo, noté que se iba produciendo una simbiosis entre él y yo. Me sentía reflejado en sus sentimientos y lo abordé como se hace con un ser querido, ligado a uno por el afecto. Llegué a identificarme con ese antihéroe. Ingresaba en mí a través del sentimiento e imaginaba que la señora Sarti, además de ama de llaves, era una esposa morganática, y a su hijo llegué a quererlo como si lo fuera de Galileo-Brecht-Loveroviii.

Su aventura en los escenarios no se detuvo, así como su presencia en el sindicato de actores o en la lucha por una Ley Nacional para el teatro. Un artista que había seguido como principio el mismo que había movido a Brecht a ser un hombre “pleno de amor por el hombre”.


Notas

i Cita en folleto de mano, sin fecha de edición.
ii Cita en folleto de mano, sin fecha de edición.
iii Reportaje a Onofre Lovero en Revista Teatro Año 8, Nº 34, de abril de 1988, pp. 70-71.
iv Charla abierta en el Centro Cultural Devoto en septiembre del 2009.
v Suelto del 22 de agosto de 1961 conteniendo el comunicado de la U.C.T.I.
vi Revista Teatro XX, Año 1, Nº 5, Buenos Aires, 1º de octubre de 1964, p. 3.
vii Ibídem cita 2.
viii Revista Teatro, Año 5, Nº 17, septiembre de 1984, pp. 78-79.

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