La música de Nuestra América y sus notas disonantes en las relaciones de poder | Centro Cultural de la Cooperación

La música de Nuestra América y sus notas disonantes en las relaciones de poder

Autor/es: Mercedes Liska

Sección: Investigaciones

Edición: 21


En este ensayo proponemos un recorrido intermitente por algunos mojones de la historia musical que pueden pensarse desde una perspectiva latinoamericana en un sentido identitario que se superpone a la marca colonial del término.

El escritor y musicólogo cubano Alejo Carpentier ha señalado que las músicas en América Latina surgieron de manera caótica e intempestiva. Mientras que la historia de la música europea pareciera presentar un encadenamiento de hechos artísticos perfectamente coherentes sin aparentes accidentes, este tipo de relato para nuestras realidades parece imposiblei. Cuando nos topamos con las sonoridades de Nuestra América encontramos manifestaciones sin antecedentes que anuncien su desarrollo, sólo la densidad de sus rasgos musicales bastan para resistirse a producir un discurso inocente o a aplicar un riguroso método analítico. No obstante, siempre nos vemos seducidos por construir discursos reduccionistas para asir realidades que desbordan los conceptos.

Se ha llegado a plantear que la música latinoamericana se nutre de tres raíces fundamentales: la indígena, la europea y la africana, incluso, que en un proceso de “encuentro” entre culturas, el cancionero hispánico se nutrió de la riqueza rítmica africana y se tiñó de los trazos melódicos propios de las culturas originariasii. Pero la situación de “encuentro” que condensa la música latinoamericana está envuelta de tensiones irresueltas cuya definición, pertenencia y “autenticidad” continúan siendo un terreno fértil para la disputa simbólica por el poder. De este modo, podemos decir que el discurso musical pertenece tanto a los gestos de resistencia y procesos de negociación, como a mecanismos de control social y formas de construir hegemonía.

Sorteando las disquisiciones sobre los orígenes de sus rasgos musicales, nos interesa reflexionar sobre cuáles fueron las condiciones históricas que afianzaron la conformación discursiva de una música latinoamericana. Casi sin esfuerzo, surge la idea de que el clima de época que se tradujo en el movimiento artístico de la década de 1960, fue quizás el proceso social más intenso en la vinculación entre música y política desde una clara perspectiva latinoamericanista.

En sus inicios la industria cultural llegó a dar circulación a un repertorio de diversos géneros que en su mayoría representaban las músicas nacionales de los países. En las décadas de 1930 y 1940 en las radios locales convergieron sonoridades vecinas que daban la presencia de un “otro”, entre distante y próximo, a través de las tecnologías disponibles. Luego de la Segunda Guerra Mundial, la cultura norteamericana desplazó a las músicas regionales en circulación, empujando a lo latinoamericano en su reconocimiento sonoro al encuentro de otro espacio de crecimiento muy distinto vinculado con los proyectos políticos emancipatorios.

Los músicos comenzaron a explorar líricas de contenido social en canciones que recuperaban el repertorio folklórico tradicional de sus respectivos países, haciendo explícitas las situaciones de desigualdad y reponiendo a actores sociales olvidados como los campesinos o las comunidades étnicas. La problemática de lo popular se hizo canción en una resignificación de los folklores locales, que por su discurso crítico se la reconoció también como “canción de protesta”iii. Esta producción musical generó un espacio de identificación regional debido a que sus narrativas reflejaban situaciones de opresión que podían hablar de muchas de las realidades latinoamericanas, creando un repertorio que circulaba por las voces de diferentes intérpretes. En este sentido, los artistas se vincularon fuertemente con la práctica política.

El movimiento de la Nueva Canción surgió de manera simultánea en varios países de América Latina cristalizado a través del canta-autor interpelado por sus motivaciones políticas, figura que desplazó a las músicas nacionales como representativas de cada país. Entre sus principales exponentes encontramos a Silvio Rodríguez y Pablo Milanés (Cuba); Mercedes Sosa y Jorge Cafrune (Argentina); Amparo Ochoa (México), los hermanos Carlos y Luis Enrique Mejía Godoy (Nicaragua); Cecilia Todd (Venezuela), Víctor Jara y el conjunto Quillapayún (Chile), Alfredo Zitarrosa y Los Olimareños (Uruguay); mientras que entre los músicos que los antecedieron e inauguraron este campo de producción se destacan Atahualpa Yupanqui y Violeta Parra.

Algunos de ellos participaron activamente en la gestión cultural de gobiernos populares, como en Nicaragua, país en el cual Sergio Ramírez Mercado en el año 1982 reflexionaba lo siguiente: “Yo no sé cuánto debe la Revolución a las canciones de Carlos Mejía Godoy, que lograron organizar un sentimiento colectivo del pueblo, extrayendo sus temas y sus acordes de lo más hondo de nuestras raíces y preparando ese sentimiento para la lucha”iv.

La gestación de estas composiciones y su carácter regional puede remontarse al impacto que tuvo la Revolución Cubana en la vida cultural del Continentev, reflejada en la Nueva Trova Cubana que, conjugando relatos, voces y guitarras a modo de trovadores medievales, convertía a la Antilla Mayor en el faro de la producción musical de la regiónvi. Sin embargo, no era la primera vez:

(…) La Habana, puerto marítimo muy frecuentado y ciudad propensa a las diversiones y al intercambio de ritmos y figuras, tuvo, además de una intensa vida artística, una profusión inusitada de sitios de baile, Un cronista estima, en 1798, que existen en La Habana unos cincuenta bailes públicos diarios. Resulta verosímil la idea de que los ritmos que allí se plasmaron bajo el nombre eufónico de tangos se difundieron en todo el litoral atlántico merced al tráfico de esclavos y al comercio marítimo entre las ciudades portuarias. Además, corresponde a Cuba el haber sido foco de irradiación hacia Europa de las novedades americanasvii.

La estrecha relación entre discurso político y música fue el resultado de un particular contexto del campo artístico en interacción inusitada con el campo intelectual y la militancia política. No es de desdeñar que la militancia en el Partido Comunista constituyó un eje de articulación del campo cultural y de comunicación entre los diferentes países. Incluso, en algunos territorios, las juventudes comunistas impulsaron sellos independientes para la edición de músicas que no hallaban difusión por medio de empresas discográficasviii. En la década de 1970, Casa de las Américas en Cuba fue el lugar de vínculo efectivo entre los músicos latinoamericanosix.

En definitiva, hacia la década del 1960 hablar de música latinoamericana significó consolidar la idea de Patria Grande, remitirse un proyecto político integrador que fortaleciera las efervescencias colectivas de resistencia. En este sentido, la música no fue el simple resultado de un alineamiento político sino una instancia de creación de la identidad compartida.

Por su parte, el musicólogo chileno Juan Pablo González sostiene que el pronunciamiento discursivo sobre la existencia de una música latinoamericana fue una idea que paradójicamente fue consolidándose en Europa, donde los músicos de distintas regiones del Continente comenzaron a ponerse en contacto, a partir de la década de 1950, cuando empezaron a ser desplazados por razones políticasx. González afirma que músicos como Atahualpa Yupanqui o Violeta Parra fueron dando dimensión regional a su producción musical desde una mirada creada desde el distanciamiento respecto de sus territorios concretosxi.

Tras la obturación de los procesos emancipatorios, el exilio de los artistas fue mayor, generando que una parte importante de la producción musical latinoamericana se realizara por fuera de sus países de origen, siendo que París fue el epicentro de la creación musical de Nuestra América en tierras ajenas. No obstante, en Europa la música proveniente de los países de la periferia ha sufrido sistemáticamente la exotización de sus rasgos, configurando objetos de consumo atravesados por la noción de un “otro” incivilizado que por efecto del mercado generó una especial atracción. González añade que, para la vista exótica del Viejo Mundo, la música andina se consolidó como el paradigma del imaginario sonoro latinoamericano. Puede pensarse que la idea de la patria grande que venía gestándose en el Nuevo Cancionero fue continuada por nuevas representaciones producidas desde el distanciamiento y la exotización.

De este modo, el imaginario latinoamericano se compone de múltiples miradas, territorios y experienciasxii, o por lo menos en la música pareciera mapearse según esta perspectiva. Por el contrario, existieron operaciones políticas simultáneas en las cuales la música fue pensada como un dispositivo para distensionar, cohesionar y homogeneizar las sociedades y las culturas.

Desde los proyectos de modernización social a comienzos del siglo XX, los sectores dominantes establecieron arbitrariamente que ciertas músicas populares eran parte del acervo cultural “de todos”, buscando ordenar lo que Carpentier resaltaba como lo fundacional en la música latinoamericana: el “caos”. Resulta interesante que la resignificación de las prácticas musicales fue fomentada desde los intelectuales y sus discursos nacionalistas con interlocutores en cada país. Se pusieron en acción operaciones discursivas a través de las cuales se buscaba legitimar la música nacional mediante el uso emotivo de la tradición como fundamento histórico, instalando nociones como música auténtica” o cultura “genuina” y en esos enunciados repetidos hasta el cansancio, fueron estableciendo la idea de que determinadas músicas poseían el “espíritu” de la gran comunidad. Para que las músicas nacionales pudieran representar los ideales modernos de la cultura patriótica, sobre la base de prácticas populares se realizaron transformaciones de las mismas en virtud de resaltar determinados rasgos culturales sobre otros.

El bambuco se perfiló como lo distintivo y original del pueblo colombiano a partir de una música de la zona andina que fue proyectada hacia el conjunto del país, y a pesar de su convergencia con otras de igual popularidad. “Nada más nacional y patriótico que esta melodía que tiene por autores a todos los colombianos”, afirmaba un referente intelectual nacionalistaxiii. Jaime Cortés sostiene que con las transformaciones musicales del bambuco se pretendía eliminar sus rasgos afrocolombianos y así ocultar su condición “plebeya”, a la vez que fuera capaz de incorporar “imaginariamente” a los sectores populares como parte de la Nación. Cortés señala también que los intelectuales pensaban que al introducir modificaciones en las prácticas musicales se podrían corregir ciertas pautas de comportamiento social.

En Ecuador existió un proceso similar en torno a la nacionalización del pasillo. Ketty Wong sostiene que este género fue idóneo para consolidar la cultura dominante del siglo XX que buscaba su “esencia” en la cultura hispánicaxiv. Su nacionalización implicó la adopción de una lírica de temática nacional, el reemplazo del piano como acompañamiento del canto y la modificación del contorno melódico que evadía el sistema musical (pentatónico) indígena. Wong sostiene que en el presente, en la memoria colectiva los pasillos se alojan junto a la guerra por la Independenciaxv.

En Guatemala este proceso no estuvo centrado en un género sino en un instrumento musical: la marimba. En la lucha por el dominio del objeto simbólico, la marimba “simple” compuesta de resonadores de tecomatesxvi e interpretada por etnias pertenecientes a la cultura maya, fue desplazada por la marimba “orquestal” confeccionada en madera con el fin de adecuar se resonancia al gusto burgués, que además modificó la escala de sonidos que permitía ejecutar la música europea y criollaxvii. Jorge Taracena Arriola afirma que las innovaciones del objeto sucedieron a la par del surgimiento de una nueva clase dominante, que tras la apropiación del instrumento buscaba dar la percepción de su cercanía con el puebloxviii.

Los miembros de la elite brasileña fueron reacios a considerar la herencia africana como parte de la tradición nacional. La visión del samba bahiano y otras formas de música popular que participaron en la formación del samba urbano carioca, se vincula a un discurso que asociaba la descendencia africana con ideas de primitivismo “salvaje” y sensual visto como negativo y peligroso para la conformación de la identidad nacionalxix.

En sus inicios, el tango intentó dar respuesta a los desencuentros sociales en la ciudad de Buenos Aires con una población atravesada por conflictos. La corporalidad del tango surgida de la hibridación cultural tuvo que atravesar por un minucioso proceso de adecentamiento coreográfico para constituirse en una práctica cultural “digna” de la identidad nacionalxx. El rechazo de los sectores dominantes por el tango tuvo punto final a raíz del triunfo de la danza en París, lugar que acunó una exotización de la práctica que generó su estilización corporal. El tango, convertido en un objeto de consumo de cultura “salvaje” de la periferia del mundo (operación que como dijimos anteriormente Europa realizó sistemáticamente con las músicas latinoamericanas) fue adoptado por la burguesía porteña, (auto)exotizando la cultura porteñaxxi.

En definitiva, los géneros musicales que vertebraron la cultura latinoamericana son expresiones cosificadas de la cultura que a través del blanqueamiento, la invención de sus tradiciones musicalesxxii o el adecentamiento de sus bailes, buscaba edificar el universo simbólico de los Estados Modernos. Estos procesos parecen impensables sin la sensación de pertenencia e inclusión social que las músicas, como territorio de lo común por excelencia, fueron capaces de favorecer. Pero esta marca del poder dominante en historia musical del Continente tiene antecedentes muy profundos.

En el periodo colonial, la música ocupó un lugar estratégico en la evangelización de los pueblos originarios. Para la Compañía de Jesús, la práctica musical fue una herramienta eficaz para la transmisión de las creencias y formas de vida exportadas del Viejo Mundo, no obstante, se desconoce si respondía a un plan premeditado o al interés que despertaban los sonidos en las comunidades nativas y por lo cual fue empleada para tal finxxiii.

En sus anotaciones, los misioneros detallaron estas experiencias, esbozando teorías sobre la musicalidad de cada comunidad y coincidiendo en que la sola interpretación musical provocaba un “efecto tranquilizador” incomparable:

El jesuita Francisco Charlevoix, en su Histoire du Paraguay (París, 1756), diría al respecto: ‘La natural afición de los indios sirvió asimismo en gran parte para poblar las primeras reducciones. Los jesuitas, navegando por los ríos, echaban de ver que cuando para explayarse santamente cantaban cánticos espirituales, acudían a oírlos tropas de indios, y parecían tener en ellos [en los cánticos] especial gusto. Aprovecháronse de ello para explicarles lo que cantaban; y como si tal melodía hubiera cambiado sus corazones, haciéndole susceptible de los afectos que les querían inspirar, no tenían dificultad en persuadirlos a que los siguiesen; los hallaban dóciles, y poco a poco hacían entrar en sus ánimos los grandes sentimientos de la Religión’xxiv.

El canto acompañaba las actividades cotidianas en las misiones, construyendo un régimen de soportabilidad para el trabajo y la vida rutinaria. Los sacerdotes señalaban que en las clases de baile, canto y construcción de instrumentos era sorprendente como los nativos recreaban sus enseñanzas a la perfecciónxxv, aunque sostenían que el “indio” no era para inventar (para componer) sino para imitar. Sus paradigmas de superioridad les impedían quebrantar la barrera paternalista, aunque sus propios relatos dan cuenta de que la diferencia cultural no residía en las capacidades sino en las cosmovisiones. Al respecto de esto, Serge Gruzinski se pregunta si realmente hubo una penetración de lo “invisible”, si efectivamente existió tal evangelización más allá de la incorporación de prácticas entre las que se encuentra la músicaxxvi. El padre Antonio Sepp expresaba en su diario personalxxvii:

El gozo mayor lo recibo en la escuela de música que erigí. Es admirable el sentido musical que muestran los indios. Nos fabricamos flautas y tambores (…) Les enseño las danzas de los Auto Sacramentales que estudié en Innsbruck y vi representar en los pórticos de las iglesias de Sevilla. Se lo permitiese, todos ellos se inscribirían en la escuela respectiva. Al principio quise conservar las danzas indígenas, pero me fue imposible. Los jaros solían decirme: ‘¡Eran danzas buenas para la selva! Pero nosotros queremos llegar a ser como los españoles’. Cuando les hablo de la fe en conceptos tales como gracia, esperanza, sacramento, pronto se revuelven inquietos y noto que se aburren. Pero cuando, en las fiestas mayores, tras las vísperas vespertinas, doce indiecitos ataviados con ropas multicolores, danzan solemnemente ante el pórtico de la iglesia situada frente a la Plaza, reina tal silencio que es posible percibir cada susurro. Sus ojos brillan, y la honda magia de sus antiguas danzas de conjuro se transforma y sublima en otra de adoración a Dios. El temor a los demonios de la naturaleza, muy enraizado en ellos, se disuelve mejor en el baile que en conceptuosos términos de nuestra doctrina cristiana. Entonces sus espíritus se abren a la graciaxxviii.

En las últimas dos décadas fue surgiendo un gran interés por el repertorio creado en las misiones jesuíticas, conservado en archivos catedralicios o en el canto vivo de algunas comunidadesxxix, debido a que el cosmopolitismo de los sacerdotes hizo que convergieran diversas músicas europeas que generó en las misiones un resultado sonoro particularxxx, tras la idea de que más allá de la asimetría de poder, la música reflejó el “encuentro” entre culturasxxxi. Oponiendo otro tipo de reflexión, cabe preguntarse si las apropiaciones sonoras pueden leerse como huellas de la efectividad de las técnicas de poder o, parafraseando a Oswald de Andrade, como formas de fagocitaciónxxxii de la música europea a favor de alimentar las creencias preexistentes. Actualmente, los mbyá-guaraní de la provincia de Misiones poseen un instrumento musical llamado “ravé” que remite a la adopción, en tiempos misionales, del rabel, instrumento anterior al violín perteneciente al periodo renacentista. Los mbyá se desentienden de la vinculación y el instrumento, con una forma de ejecución propia, fue adecuado a la sonoridad ancestral de su música. Es que la historia musical de Nuestra América muestra gestos de resistencia más y menos visibles.

Así vemos que la confluencia etnocultural en la región del Caribe se convirtió en un espacio paradigmático de la creación musical. Frente a la situación de esclavismo, el despojo económico y la confrontación racial, las prácticas alrededor de lo sonoro fueron adquiriendo el sentido de la resistencia, un eje articulador de modos de lucha, en especial, en la conformación de la “cultura del cimarrón” que luego fue atomizada por la matriz industrial.

Los esclavos se sublevaron desde los inicios de la implantación del sistema esclavista en territorio caribeño, no obstante, la imagen que se instauró fue la de una profunda sumisión, opacando incluso que fue la región precursora de las independencias en Américaxxxiii. Miles de africanos comenzaron a fugarse ni bien arribaron a suelo tropical, convirtiéndose en esclavos fugitivos llamados “cimarrones”, que se dispersaron por la región insular y peninsular formando comunidades autónomas que resistieron el permanente asedio del blancoxxxiv. Entre los distintos grupos étnicos provenientes de África se generaron alianzas, y los caribes y otras etnias autóctonas completaron el mapa de la configuración de las nuevas culturas híbridas emergentes, como la garífuna en la zona de Guatemala, Honduras y Belice, y en la actualidad, algunas comunidades subsisten con relativa autonomía en Jamaica, Surinam, Guyana, Colombia, Guatemala, Belice, Honduras, y fuera de la región caribeña en Brasil, como por ejemplo en Palmaresxxxv.

A través de prácticas de rasgos heterogéneos, los cimarrones crearon una cultura surcada por la tensión política, incluso, ciertas expresiones culturales africanas lograron subsistir entre los insurrectos, adquiriendo nuevos sentidos intrínsecamente políticos. Es el caso de los rituales vudú, donde las deidades dahomey comenzaron a coexistir con los dioses bantúes, entre cantos y ritmos circulares que inducían al trance:

Durante la colonización, unos esclavos rebeldes como Boukman o Makandal se sirvieron del vudú para animar a sus hermanos negros (inmolando, en Bois-Caiman, un cerdo negro, ligándose por un pacto de sangre y entonando cantos bantúes) y más tarde ciertos dirigentes lo explotaron con fines políticosxxxvi.

Otras tantas expresiones musicales creadas por los grupos cimarrones,xxxvii incluso géneros populares modernos como el reggae en Jamaica, nacieron de los profundos conflictos etnoculturales, músicas que, como exponentes de lo “caribeño”, han surgido de la lucha por la liberación. ¿Ha sido suprimido el gesto de resistencia de la música?

Este interrogante nos conduce al presente. ¿Hablar hoy de música latinoamericana nos remite simplemente a una sección dentro de la batea comercial?, ¿Es posible reponer el marco latinoamericano desde una articulación crítica que sortee las especulaciones del mercado?, ¿La producción musical actual en Latinoamérica rechaza su dimensión política? Irlemar Chiampi advierte sobre la falsa resolución de respuestas antinómicas:

De Sarmiento a Martí, pasando por Bilbao y Lastarria, en el siglo XIX; de Rodó a Martínez Estrada, en un primer arco contemporáneo que comprenden entre muchos otros, los nombres de Vasconcelos, Ricardo Rojas, Pedro Henríquez Ureña y Mariátegui, las respuestas a aquellas indagaciones [sobre la identidad] varían conforme a las crisis históricas, las presiones políticas o las influencias ideológicas. En sus escritos, América había pasado por el sobresalto de antinomias románticas (civilización o barbarie?), por los diagnósticos positivistas de sus males endémicos, por la comparación con Europa y la cultura anglo-americana; había reivindicado su latinidad unas veces, otras, a su indígena autóctona; se vio erigida, luego, como un locus cósmico de la quinta raza (...) Con pasión vehemente o frialdad cientificista, con optimismo o desaliento, con visiones utópicas o apocalípticas, con nacionalismo o hispanofobia, progresistas o conservadores, como los ensayistas del americanismo expresaran –como en un texto único– su angustia ontológica por resolver sus contradicciones en una forma identitariaxxxviii.

La instauración de los proyectos neoliberales postdictatoriales configuraron en la región un mercado de bienes de consumo donde la música aparecía como un objeto visible desconflictuado que desató diagnósticos depresivos. En contraposición, George Yúdice reflexionaba sobre la presunta apoliticidad de los funkeiros en Brasil, altamente criminalizados por la música que escuchan, rotulados de antinacionalistas y generadores de una producción musical desesperanzadoraxxxix. Para el investigador, la apropiación de la música funk desde la década de 1980 por parte de los jóvenes de los sectores populares, principalmente de Río de Janeiro, ha sido una manera de abordar el racismo y la exclusión social en fractura con el imaginario de “paz social” construido alrededor del samba como mojón de la cultura nacionalxl. Según Yúdice, el abandono del género representativo de la nación por parte de estos jóvenes es un gesto que resalta la situación de exclusión que pretendió ocultarse en la operación hegemónica generadora de la percepción de un todo social, agregando que el proceso de globalización cultural permitió la resemantización e identificación con músicas subalternas creadas en otros paísesxli.

Con el nuevo milenio comenzaron a visualizarse nuevas formas de lo político en la música. La producción de “rap político” en Bolivia, especialmente en El Alto de La Paz a partir del año 2000, se vincula directamente con la eclosión de los movimientos sociales que provocaron la formación de más de un centenar de conjuntos musicalesxlii. Un subgrupo de este movimiento motorizó el rap “aymara”, es decir, un discurso ritmizado en idioma aymara apoyado por pistas que reproducen timbres de instrumentos andinos. Estas sonoridades convergen con temáticas que tratan la discriminación, las reivindicaciones étnicas y realizan críticas a la clase políticaxliii.

Las propuestas políticas de disrupción con los proyectos neoliberales fueron legitimando la noción de una diversidad cultural latinoamericana que fue sistemáticamente obturada y su concepto apropiado por los discursos dominantes que, reconociendo la multiplicidad, pretenden disgregar a las culturas subalternas. Walter Mignolo sostiene que la legitimación de la multiculturalidad en los discursos dominantes esteriliza la interacción entre culturas, por tanto, hay que recuperar la noción de interculturalidad que nos permita pensar en una dimensión dinámica de intercambio frente al mosaico estanco que nos ofrece la idea de lo multiculturalxliv.

Esto es lo que señala Carlos Bonfim al sostener que actualmente, los textos musicales se encuentran carentes de diálogo efectivo como en los años sesenta, pero se puede apreciar una música latinoamericana en el diálogo intertextual que establecen los músicos desde sus produccionesxlv. Bonfim sostiene que estamos ante la configuración de un modo de relación entre saberes musicales y culturales que se diferencia substancialmente de los conflictos y antinomias que marcaron una tradición artística en América Latina. Si parte de los debates y los conflictos se establecían a partir de la oposición entre lo local y lo mundial, entre lo tradicional y lo moderno, se puede vislumbrar en estas nuevas maneras de hacer música un modo “otro” de relacionarse con la simultaneidad de referencias culturales; un modo de articular redes de sentido que, aún si no superan el binarismo de estas discusiones, por lo menos las problematizanxlvi.

Términos como reciclaje, rescate, sincretismo, mestizaje, apropiación, collage, fusión, sampleo, hibridación, entre otros, intentan dar cuenta de la producción musical contemporánea, ya que las configuraciones intertextuales apelan a producir un diálogo entre voces que no se fusionan, sino que conviven con relativa autonomía. La yuxtaposición de los rasgos sonoros apela a desmembrar la identidad de la “obra”, generan una cohabitación del espacio que según Bonfim, impiden hablar en términos de “música mestiza” o “música sincrética”, ya que no implican la disolución de los diferentes saberes musicales sino que los rasgos son percibidos como una polifonía. Esto puede entenderse como una forma de cuestionar los paradigmas de homogeneidad cultural establecidos alrededor de los géneros musicales, como lenguajes herméticos que expulsaron recursos supuestamente ajenos. Como hemos visto, pueden ser formas de parodiar la identidad nacional alrededor de la pretensión de incluir imaginariamente a los sectores populares, cuando se los apartaba de todo el resto. Quizás sólo podamos problematizar la noción de collage “posmoderno” analizando cada caso puntual, pero no estigmatizar nuevamente las creaciones que reflejan el desmembramiento de ideas edificantes como formas de opresión inscriptas en la música.

Reflexiones finales

En la música subyace un saber o una forma de ser latinoamericano que no ha sido “digerida” por la Academia, poco valorada como lugar de conocimiento o producción de pensamiento. Al circular por distintos procesos sociales en los cuales la música ocupó un lugar central en la construcción de identidades latinoamericanas, vemos que nociones como disciplinamiento u opacidad de la cultura popular, exotismo, emergencia y resistencia, han configurado el mapa musical de la región. La música se conforma como un espacio de reconocimiento y vigilancia, un instrumento político cuyos efectos nunca están del todo determinados. Desde la conquista de América, lo sonoro ha servido como estrategia de disciplinamiento social al mismo tiempo que se constituyó como el espacio para las efervescencias colectivas y la construcción de subjetividad.

Tratando de sortear el desenlace nostálgico al que nos puede llevar la remisión del “fantasma sesentista”, que en ocasiones nos impide ver la intensidad de lo que ocurre en el presente, un planteo posible surge de avizorar lo latinoamericano implicado en horizontes de creación comunes donde la apropiación de diferentes saberes adquieren una multiplicidad de lecturas de la realidad.

Entonces, ¿qué es la música latinoamericana? Es un objeto complejo, desbordado por la razón pero atravesado por técnicas de poder. Tampoco es posible abordarla al margen de su relación con la industria cultural. Lleva en su seno la marca de la tensión, la detección de lo emergente, aquello que se repone cada vez que la escuchamos y nos retumba en el cuerpo, desafiándonos, interpelándonos al movimiento, al desenfreno, a la revolución. Por transmisión de la biopolítica, si la dominación se ancla en los cuerpos, la música (que es ante todo cuerpo) contiene el viso de lo posible a lo que tanto se teme y por eso el interés de domesticarla.

Finalmente, donde las construcciones discursivas se tornan inasibles, la música nos permite vivenciar a los “otros” cercanos, habitar esos cuerpos. Vibrar con la quena y los sikus del altiplano aymara; bailar cumbia, merengue o reaggeton; improvisar con el rap o cantar un son, son experiencias que nos hacen jugar a ser “otros”, fundirnos en ellos, ofreciéndonos formas de relacionarnos con diferentes saberes, maneras de vivir o formas de crear.


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Notas

i Carpentier, Alejo. “América Latina en la confluencia de coordenadas históricas y su repercusión en la música”, en Musicología en Latinoamérica, La Habana, Editorial Arte y Literatura, 1985 (1977), pp. 254-271.
ii Locatelli de Pérgamo, Ana María. “Raíces musicales”, en América Latina en su música, México, Siglo XXI, 1997 (1977), pp. 35-52.
iii En Argentina, Mercedes Sosa, Manuel Oscar Matus, Armando Tejada Gómez y Tito Francia fueron responsables del Movimiento “Nuevo Cancionero”. Publicaron su primer disco en 1961, La voz de la zafra (RCA LXA-7009) y luego grabaron un segundo álbum en 1965, Canciones con fundamento, que constituye el máximo exponente del movimiento.
iv También podemos mencionar a Víctor Jara, quien fuera nombrado Embajador Cultural del Gobierno de la Unidad Popular, en Chile.
v Fernández Retamar, Roberto. Pensamiento de Nuestra América. Autorreflexiones y propuestas, Buenos Aires, CLACSO, 2006.
vi Junto a los mencionados Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, Noel Nicola, Vicente Feliú, Eduardo Ramos, Augusto Blanca, Lázaro García, Sara González y Pacho Amat son los músicos que formaron el movimiento de la Nueva Trova Cubana.
vii AAVV. “Primeras noticias y documentos”, Antología del Tango Rioplatense. Desde sus comienzos hasta 1920, Buenos Aires, Instituto Nacional de Musicología “Carlos Vega”. Edición en CD-ROM, 2002 [1980].
viii En 1968, se creó la Discoteca del cantar popular (DICAP) perteneciente a las juventudes comunistas de Chile para publicar a los artistas que no tenían espacio en los sellos multinacionales por sus temáticas contestatarias y anticapitalistas. La primera placa publicada fue Vietnam de Quilapayún.
ix Además, en 1972 se realizó en La Habana el “Encuentro de Música Latinoamericana” y en 1974 se celebró en República Dominicana el festival internacional de cantautores “Siete Días con el Pueblo”, al cual asistieron artistas de diversos países.
x González, Juan Pablo. “¿Existe la música Latinoamericana?”, en revista Todavía, nº 17. http://www.revistatodavia.com.ar/todavia17/notas/gonzalez/gonzalez.html, 2007.
xi González señala que Parra, en su primera estadía en Europa en año 1956, recibió la influencia de los cantautores del Barrio Latino parisino, y en 1964 se presentó en el museo del Louvre, siendo la primera latinoamericana en hacerlo. Por su parte Yupanqui (y también Parra) grabaron para un importante sello discográfico parisino en esos años. González, Juan Pablo. Ob. cit.
xii García Canclini, Néstor, Latinoamericanos buscando un lugar en este siglo, Buenos Aires, Paidós, 2004.
xiii La frase pertenece al pensador José María Samper. Cortés, Jaime. “La polémica sobre lo nacional en la música popular colombiana”, en Actas del III Congreso Latinoamericano de la Asociación para el Estudio de la Música Popular: http://www.hist.puc.cl/iaspm/pdf/Cortes.pdf, Bogotá, 2000.
xiv Es interesante que similares pasillos eran interpretados en Colombia y Costa Rica, quiere decir que no era una práctica distintiva de Ecuador aunque luego fue percibida como tal. Wong, Ketty. “La nacionalización del pasillo ecuatoriano a principios del siglo XX”, en Actas del III Congreso Latinoamericano de la Asociación para el Estudio de la Música Popular: http://www.hist.puc.cl/iaspm/pdf/Wong.pdf, Bogotá, 2000.
xv Wong, ob. cit.
xvi Fruto seco “pariente” de la calabaza.
xvii Se refiere a la escala cromática, compuesta de doce sonidos a distancia de tonos y semitonos.
xviii Taracena Arriola, Jorge Arturo. “La marimba: ¿un instrumento nacional?”, en Tradiciones de Guatemala, Universidad de San Carlos de Guatemala, revista del Centro de Estudios Folklóricos, nº 13, 1980.
xix Garramuño, Florencia. Modernidades primitivas. Tango, samba y nación, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2007, p. 25.
xx Sobre este tema he realizado la tesis de Maestría en Comunicación y Cultura de la Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires, mayo de 2010, titulada “El proceso de adecentamiento y sistematización coreográfica del tango en las dos primeras décadas del siglo XX”.
xxi Savigliano, Marta E. Tango and the Political Economy of Passion, San Francisco/Oxford, Westview Press, 1995.
xxii Este concepto alude a la noción de Eric Hobsbawm en “Entrada libre: inventando tradiciones”, en La invención de la tradición, Barcelona, Editorial Crítica, 2002.
xxiii Luis María Veniard, en base a las afirmaciones del historiador jesuita Guillermo Furlong, sostiene que la lectura de La República de Platón en la formación de los jesuitas puede vincular el uso sistemático de la música como método de cristianización a las consideraciones del filósofo acerca de que la música y la danza constituyen prácticas muy formativas de lo moral y espiritual en las personas. Veniard, Luis María. “La música en una florida y numerosa cristiandad” En Aproximación a la música académica argentina. Buenos Aires, Ediciones de la Universidad Católica Argentina, 2000.
xxiv Ibid., p. 23.
xxv Estas consideraciones aparecen en Veniard, Luis María. Ob. cit.; Gruzinski, Serge. El pensamiento mestizo, Barcelona, Paidós, 2000.
xxvi Gruzinski señala una problemática entre la noción de representación y de significado analizando en particular la relación entre la virgen de Guadalupe y la diosa Toci de origen nahua. Gruzinski señala que a pesar de la aseveración naturalizada de la conversión al cristianismo por parte de los pueblos indígenas, estos sostienen que la diosa Toci encarnó en una nueva imagen que es la representación mariana de la virgen, y que por lo tanto ha cambiado su representación pero no su significado. Gruzinski, Serge. “La cristianización de lo imaginario”, en La colonización de lo imaginario. Sociedades indígenas y occidentalización en el México Español, siglos XVI al XVIII, México, Fondo de Cultura Económica, 2004, p. 195.
xxvii Anton Sepp estuvo en las reducciones de San José y Yapeyú. Era de origen tirolés y había sido niño cantor de la corte de Viena. Fue uno de los principales referentes de la actividad musical en las misiones jesuíticas. García Muñoz, Carmen; W. Axel Roldán. Un archivo musical americano, Buenos Aires, Eudeba, 1972.
xxviii Antonio Sepp en: Sonia, Stengel. Padre Antón Sepp. Un tirolés entre los guaraníes, Misiones, Casa Parroquial, s.f, p. 48.
xxix El emblema de la pervivencia de este repertorio colonial es la música de Moxos y Chiquitos en el oriente boliviano.
xxx Los misioneros jesuitas provenían de Italia, Bélgica, Irlanda, Francia y Alemania, entre otros.
xxxi Veniard, ob.cit.
xxxii Andrade, Oswald de, “Manifiesto antropófago”, en revista Antropofagia, año 1, Nº 1, 1928.
xxxiii Fernández Retamar, Roberto. Ob. cit.
xxxiv Pierre-Charles, Gérard. “La sociedad e ideología en el Caribe”, en El pensamiento sociopolítico en el Caribe, México, Fondo de Cultura Económica, 1985.
xxxv Rodríguez, Olavo Alén. “Caribe”. En Diccionario de la música española e hispanoamericana, Madrid, SGAE, 2000.
xxxvi Leymarie, Isabelle. Músicas del Caribe, Madrid, Akal, 1998, p. 38.
xxxvii Ritos de vinculación con los antepasados como el Dugu o la Jombee Dance, donde se entremezclaron cantos, tambores, triángulos y violines de origen europeo; bailes como La Punta entre los garífuna de Honduras para la celebración de bodas o funerales; danzas ceremoniales como el Banya, Laka, Susa, Matuay y Agankoi; danzas pugilísticas (artes marciales) para el desarrollo de técnicas de combate como defensa del blanco, como el Baile de Maní, en Cuba. Leymarie, Isabelle. Ob. cit.
xxxviii Bonfim, Carlos. Maneiras de fazer música: a música urbana latino-americana nos anos 90. Tesis de doctorado presentada al Programa de Postgrado en Integración de América Latina (Prolam) de la Universidad de S. Paulo, 2007. (inédito), capítulo III. La traducción es mía.
xxxix Yúdice, George. “La funkización de Río”, en La cultura como recurso, Barcelona, Gedisa, 2003, pp. 137-167. Los funkeiros son los bailarines de música funk.
xl Ibid., p. 137.
xli El hip hop es uno de sus géneros más representativos del funk, que nació como cultura emergente en los barrios marginales de Nueva York (Estados Unidos) en la década de 1970. Asimismo sostiene que la técnica de sampleo que se utiliza en el funk, significa la oposición a cualquier identidadl nacional fija. Ibid., p. 164.
xlii Kunin, Johana. “Rap político en el altiplano boliviano: (re) construcción de identidades juveniles y de ciudadanía afirmativa a través de negociaciones en un mundo globalizado”, en I Jornadas de discusión. Arte, política y sociedad (IDH-UNGS), 2008.
xliii Aunque como dice la autora, en algunos casos los rasgos “aymaras” de estas manifestaciones están sometidos a operaciones de exotización lideradas por los medios de comunicación más que surgidas de un gesto de reconocimiento propio.
xliv Walsh, Catherine. “Las geopolíticas del conocimiento y la colonialidad del poder”, entrevista a Walter Mignolo, en www.campus-oei.org/salacts/walsh.htm, 2002.
xlv Bonfim, ob. cit.
xlvi Entre algunos conjuntos que Bonfim describe como los artistas que acentúan o explicitan los procesos interculturales en su elaboración musical, menciona a Orishas (Cuba), Lenine, Chico Science & Nação Zumbi, Chico César y Zeca Baleiro (Brasil), La Rocola Bacalao y La Grupa (Ecuador), Bersuit Vergarabat (Argentina) y Café Tacuba (México).

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