Historia de la magia en los períodos colonial y post-colonial | Centro Cultural de la Cooperación

Historia de la magia en los períodos colonial y post-colonial

Autor/es: María Belén Landini

Sección: Palos y Piedras

Edición: 21


Para poder apreciar un espectáculo de magia

es necesario saber sentir como los niños

y pensar como los hombres.

Alex Mir

Cuando hablamos de “magia”, es inevitable cargar esta palabra con cierto sentido poético, algo inasible, etéreo, algo que no nos animamos a creer que existe.

“Sentir como los niños y pensar como los hombres”, como dice en el epígrafe Alejandro Miroli (Alex Mir), nos remonta directamente a los orígenes de la magia: la ciencia (la física y la astronomía) y el juego (la simulación o el escamoteo).

Para la redacción de este artículo nos basamos en Historia de la magia y el ilusionismo en el Argentina. Desde sus orígenes hasta el siglo XIX inclusive de Mauro A. Fernández, (el mago Fénix) quien, para explicar el título de su obra, dice:

Entendemos por ilusión un concepto, imagen o representación sin verdadera realidad, sugeridos por la imaginación o causados por engaño de los sentidos. El ilusionismo es, pues, el arte de producir esos efectos ilusorios mediante juegos de manos, trucos y artificios varios. La magia, entonces, es una rama del ilusionismo, junto con la ventriloquía, el faquirismo, el mentalismo, las sombras chinescas, la fantasmagoría, el transformismo, los espectáculos de vistas y con autómatas, etc. (1996:14-15)

En consonancia con esto, el diccionario de la RAE en su 22º edición, tiene estas definiciones de “magia”:

Arte o ciencia oculta con que se pretende producir, valiéndose de ciertos actos o palabras, o con la intervención de seres imaginables, resultados contrarios a las leyes naturales. Encanto, hechizo o atractivo de alguien o algo.

Y como “magia blanca” o “natural”: “la que por medios naturales obra efectos que parecen sobrenaturales”. En todas las definiciones hay, entonces, algo sobrenatural que deviene de un artificio creado naturalmente y que, podemos inferir, atrae, hechiza a sus espectadores.

En el caso de la palabra “ilusión”, nos interesa agregar a la acepción del DRAE citada por el autor, la segunda de ellas, que habla de “esperanza cuyo cumplimiento parece especialmente atractivo”. Y allí está el “sentir como niños”. El espectador de magia espera algo que sabe será sorprendente, inexplicable.

En el capítulo “Las fuentes de la magia”, Fénix cita El gran libro de la magia de Ryndell y Gilbert, que define “magia es todo poder misterioso y aparentemente inexplicable o extraordinario capaz de controlar acontecimientos o producir efectos maravillosos”. En este sentido, los hechiceros de los pueblos nativos de todos los continentes fueron practicantes de la magia blanca, aquella que se realizaba para bien de los demás. Y así vinculamos la magia a la religión y a la medicina, porque tiene que ver con la subordinación o pseudo subordinación de la naturaleza al hombre.

En la misma línea, Delia Steinberg Guzmán, en su artículo “Historia de la magia” (www.nueva-acropolis.org.ar), habla de la “magna ciencia” de los antiguos como el origen de la magia, que requería tiempo y trabajo y, además, cumplir con la premisa del “conócete a ti mismo” para luego iniciarse en el conocimiento de la naturaleza. Esto implicaba silencio y reflexión y a la vez generosidad en la entrega del conocimiento. La magia, entonces, según esta autora, estaría relacionada con la introspección y la meditación, quizá lo que nos permita llegar a conjugar armoniosamente el sentimiento del niño y el pensamiento del hombre.

Si bien no concebimos en este trabajo la magia sino como juego y espectáculo, la definición dada más arriba aún nos compete. En este orden, el mago, como simple hacedor de juegos de habilidad apareció en América con el advenimiento de los españoles. Antes, no se pensaba en la magia como algo relativo a un espectáculo, sino como una herramienta o un medio para determinado fin.

Se sabe que, en América, al entrar en funcionamiento el tribunal de la Inquisición, fueron prohibidas las demostraciones de magia, porque los hechiceros de los pueblos nativos contaban entre sus saberes y rituales con destrezas de faquirismo o hipnotismo, muy vinculadas a las prácticas religiosas o medicinales, distintas de las españolas.

Sabemos también que los magos, tal y como los conocemos, llegaron a América con los españoles. El primer dato que se obtuvo fue de la Historia verdadera de la conquista de Nueva España de Bernal Díaz del Castillo, quien cita una crónica de un soldado de Hernán Cortés, testigo de que a éste último lo acompañaron en 1524 para la búsqueda de unos compañeros “cinco chirimías y sacabuches y dulzainas, y un volteador, y otro que jugaba de manos y hacía títeres...”.

En 1580, época de la fundación de Buenos Aires, dice Claudinet (1980) que entre los compañeros de Juan de Garay había un “físico” (médico) que, además de curar enfermedades, conocía la forma de impresionar a los nativos. Se llamaba Eliseo de la Torre y era bilbaíno.

Ahora bien, yendo a la cuestión del espectáculo, es importante aclarar que el primer documento que se rescató como evidencia de representación teatral en la colonia en el territorio de la Argentina es una loa santafesina de 1717, y sabemos además que el primer coliseo que tuvo Buenos Aires como capital del Virreinato del Río de la Plata se inauguró en 1757.

En paralelo a este circuito teatral, funcionaba aquello que se conocía como circuito de “volatines” o “volatineros”, simples hombres que hacían destrezas de varios tipos y entre los que se contaban los magos. Se trataba de artistas itinerantes que actuaban en espacios públicos. Muy pocos de ellos se consagraron en el escenario de un teatro.

Si bien el dato conocido generalmente indica que el primer coliseo porteño fue La Ranchería, varios autores (Bagalio, 1975; Casablanca, 1994; y Trenti Rocamora, 1946, entre otros), hablan de cierta sala teatral techada construida “para óperas y comedias de magia” entre 1757 y 1759 por el titiritero italiano Domingo Sacomano y el zapatero español Pedro Aguiar. El primero fue el autor de la suntuosa “máquina real”, que llegó a Buenos Aires a mediados del siglo XVIII. Aguiar, por su lado, se cree que explotó la sala con óperas de muñecos de tamaño real y cantantes entre bastidores.

Sacomano y Aguiar trajeron de Brasil en 1757, ya como empresarios, al volatinero valenciano Blas Ladro Arganda y Martínez. Entre julio y agosto de ese año, Arganda solicita al Cabildo licencia para mostrar sus habilidades de maromas, bailes y otras pruebas y juegos para los domingos y feriados. Se trata de la primera noticia de este tipo de actividades en nuestro territorio.

En 1757, proveniente del Perú, actuó en Buenos Aires, luego de una temporada en Santa Fe, Antonio Verdún. Luego, se conoce que en 1776 llegó el saltimbanqui, juglar y prestímano Joaquín Duarte y en 1785 Joaquín Olaes, volatinero, juglar, saltimbanqui y prestímano.

Ya con la inauguración del teatro de la Ranchería el 1º de mayo de 1804, sabemos que comenzaron a presentarse allí algunas “comedias de magia”. Ernesto Morales recuerda la titulada Kouli-Kan, rey de Persia o El Anillo de Giges, “donde fantasía y tramoya, disparate y magia se exponían en pésimos versos, y se recitaban por las aguardentosas voces de tronados cómicos de la legua” (Morales, 1944:33). Las comedias de magia, según Mariano Bosch, eran “piezas de teatro, de gran aparato, y en las que el talento del autor estaba suplido por las más descabelladas invenciones de maquinarias, escotillones, arrojos, telones, escamoteos y transformaciones escénicas” (1910:110).

Si bien las tramoyas datan ya de los autos sacramentales y las comedias devotas del siglo XVI, el siglo XVIII fue el de oro para las comedias de magia, ya que formaron series o ciclos de tres, cuatro, seis y más partes y también comedias sobre un mismo tema.

Según los documentos del Cabildo, Duarte y Olaes actuaron en el escenario de La Ranchería, lo que sería un indicio de la calidad del espectáculo, porque esto implicaba un público relativamente numeroso y la posibilidad de pagar la tasa acordada. Cuando el espectáculo no era de calidad, el lugar de la representación consistía en una plaza, una calle o espacios exteriores. Duarte y Olaes, asociados, se instalaron en los alrededores de la casa de comedias construyendo un circo de “maderos, lonas, pajas y enramadas”, lo que obligó a Velarde, empresario de la Ranchería, a solicitar la baja de su arancel al Cabildo, debido a la competencia que surgía. Se cree que esta precaria instalación de los volatines no duró demasiado, porque hay noticia de sus giras por el interior y del arrendamiento de la Plaza de Toros para realizar estos espectáculos.

Luego de la partida de Olaes en 1799, sólo hay pocas noticias de espectáculos de magia en el Paseo de la Alameda y en la Plaza el Retiro: quedaban pocos “huecos” para la instalación de carpas o espacios de circo.

El último volatinero que se conoció antes de la Revolución de Mayo fue José Cortés, alias “el Romano”, quien se autotitulaba “volatinero y maquinista”. Según Beatriz Seibel (1992:16), sale de Madrid en 1783 para actuar en gira en Francia y Portugal, y luego viene a América. En 1804 es quinto galán y actor en la compañía del Coliseo Provisional de Buenos Aires y en 1806 presenta sombras chinescas durante la Cuaresma. Después de la Primera Invasión Inglesa, el teatro cierra. El tipo de sombras chinescas que hacía, con el auxilio de la linterna mágica, “unía los recursos de la pantomima y del teatro de muñecos jugados detrás de la pantalla transparente” (1992:76).

En noviembre de 1807, el Romano solicitó licencia al Virrey Liniers para levantar su teatro, lo que éste autorizó sin el consentimiento del Cabildo, desatando una discusión política que demoró la habilitación del local. El teatro El Sol fue levantado en la esquina de las actuales Reconquista y Lavalle y se inauguró el 13 de abril de 1808, siendo clausurado tres meses después. Queda la duda acerca de si se reabrió posteriormente ya que las últimas noticias de este teatro datan de 1809.

Sombras chinescas

Lo que hoy conocemos como “sombras chinescas” (y que formaba parte de las comedias de magia) es sólo una rama de ellas, la de las “sombras de manos”, que puede o no recurrir a otros elementos. Como la prestidigitación, requiere de habilidad digital e independencia de los dedos, pero el hacedor de sombras o sombrómano no oculta su artificio. Además de las sombras chinescas existe el “juego de sombras”, donde los actores se mueven detrás de una pantalla translúcida interponiéndose entre ésta y la luz; y el “teatro de sombras”, en el que, por medio de siluetas recortadas y articuladas que se mueven detrás de una decoración translúcida, se representa en un escenario o en miniatura.

Las sombras chinescas tienen su origen en la China del siglo XI, pero llegan a Europa a comienzos del siglo XVII y las difunden en ferias y teatros los italianos. A partir de 1770 se ponen de moda en todo el continente. La linterna mágica y las sombras chinescas son el principal antecedente de nuestro cine actual.

El ilusionismo a partir de 1810

Como hemos mencionado en otras oportunidades, sabemos que el teatro fue un protagonista activo de los procesos políticos que se vivieron en el Río de la Plata. En consonancia con esto, así también sucedió con el ilusionismo y las compañías de volatineros. Anualmente, para conmemorar los sucesos del 25 de Mayo de 1810, el Cabildo ofrecía funciones de las que tomaban parte compañías de volatineros. Desde 1810, estos artistas actuaban en la Plaza de Toros del Retiro o en la Alameda, donde funcionó, después de las Invasiones Inglesas, el Circo de la Alameda.

La situación cambió un poco en 1812 luego de la sofocada conspiración realista de Martín de Álzaga contra el Gobierno Patrio, porque los volatineros españoles no pudieron quedarse en el país. De todos modos, sus discípulos negros y criollos o algún italiano que traía novedades en el rubro los reemplazaron.

Si bien el circo fue la diversión popular por excelencia, tuvo que competir con las corridas de toros (prohibidas en 1822), con algunas obras presentadas en el Coliseo y con las arias italianas en boga en el período. Los espectáculos de magia no tuvieron, en general, espacio en el teatro, comprometido con la política primero y con el clasicismo después, hasta la década de 1830. Sin embargo, hay noticia de algunos espectáculos de magia en el Coliseo en 1816 y 1817.

Los naipes

Los naipes fueron traídos a América por los españoles durante la colonización. Hacia 1550, entraron en Chile unos muy primitivos, y recién un siglo después la Real Hacienda autorizó su impresión en ese país. En España y en la América colonial había una gran afición por los juegos de cartas, tanto que numerosas disposiciones reales regularon su desarrollo. Se jugaban grandes sumas de dinero, y esas partidas terminaban en contiendas, lo que le dio el nombre de “baraja”, que en ese entonces era “pelea o riña”. Los naipes formaron parte de la magia también en las pulperías, donde algunos magos se presentaban con la excusa de “fantásticas reuniones de magia y escamoteo” para, en realidad, desplumar a los ingenuos que jugaban con ellos.

Autómatas y astronomía en el Coliseo

Se sabe que durante la Cuaresma de 1820 se presentó en el Coliseo de Buenos Aires un espectáculo de autómatas llamado Teatro Romano. La descripción de la Gaceta de Buenos Aires del miércoles 23 de febrero dice lo siguiente:

El Teatro Romano ha verificado dos funciones, sus exhibiciones son tan bellas como emuladoras de la naturaleza: los movimientos de los autómatas remedan con perfección a los seres animados, y aun sobrepasan en agilidad al común de ellos. Así lo demuestran las octavas y décimas que con los pies forman en el aire. Sería deseable no se elevasen tanto, pues mediando algunas veces más espacio desde sus pies al pavimento, que a su cabeza, resulta la inverosimilitud, y un medio para destruir la ilusión, por la falta de proporción entre el salto y el que lo hace. Las decoraciones son hermosas, y el salón magno portentoso. Sobre todo el remedo del día, es cuanto puede pedirse al arte; y el que lo vea por la primera vez, no podrá negarse a una agradable sorpresa que imperiosamente le arranque admiración. (en Fernández, 1996:76)

Un espectáculo del mismo nombre se presentó en la Cuaresma de 1824, alternando con otro de astronomía. El dato aparece en una disposición de la Secretaría de Gobierno que establece los días para cada representación. Teodoro Klein describe este espectáculo como una infinidad de autómatas que, moviéndose sobre rieles, animan escenas bíblicas (1947:43, en Fernández, 1996:77). Según este autor, el director era Francisco Bonamon, que luego trasladó su maquinaria a una sala de la Fonda de Comercio (hoy, 25 de Mayo y Rivadavia), publicando el 31 de mayo el correspondiente aviso publicitario en La Gaceta Mercantil.

Respecto de las sesiones de astronomía, J. A. Wilde (1998:40) comenta que se intentó una lectura pública sobre astronomía, pero no tuvo éxito porque “el público no estaba preparado ni se había aún creado el gusto para esa clase de recreaciones instructivas”.

Todo esto, claramente, no es ilusionismo, pero en aquella época estaba revestido de misterio. Los espectáculos de fenómenos físicos y químicos se presentaban como “magia”, tal es el caso de Mr. Stanislas, que tomaré más adelante.

Fantasmagorías

Este término es definido como “el arte de representar figuras, fantasmas, espectros u otras apariciones por medio de la ilusión óptica” (AAVV; 1903-33:232). Era derivado de la linterna mágica y precursor del cine. La linterna mágica era similar a lo que conocemos como un proyector de diapositivas, fabricado en 1671 por el jesuita alemán Anastasio Kircher; pero la máquina que aparece publicada en su Ars magna Lucis et Umbrae es un invento muy antiguo, quizá conocido por los romanos y explicado por Roger Bacon en el siglo XIII. Durante el siglo XVIII, todos los físicos se interesaron por este aparato y los ilusionistas pronto se encargaron de difundirlo. El falso conde siciliano Cagliostro presentó espectáculos con la linterna mágica en Versalles en la corte de Luis XVI, agregando al aparato un caballete rodante que le permitía moverlo hacia adelante y hacia atrás, con el fin de agrandar o achicar las figuras que se proyectaban.

El primer proyector que llegó al territorio de la Argentina fue traído por los jesuitas a las actuales ruinas de San Ignacio de Loyola, y los primeros espectadores fueron los nativos. Sabemos por Los muchos años del cine argentino que se trataba de:

...una máquina confeccionada de esta forma: una caja enorme, cerrada, con una chimenea en su parte superior y con una lámpara que funcionaba a combustible en su interior. Por uno de sus costados había una perforación donde se introducía la linterna mágica que proyectaba la luz del interior de la caja sobre una banda de dibujos y que proyectaba a una pared.

El creador de los espectáculos de fantasmagorías propiamente dichos fue el físico belga Étienne-Gaspard Robert o “Robertson” (1763-1837), quien a fines del siglo XVIII se propuso fabricar un aparato “para resucitar fantasmas de la Edad Media”. Su “Phantoscopio” le permitía proyectar en una pantalla transparente figuras dibujadas sobre cristales. Robertson se instaló con su máquina en Pavillon de l'Échiquier donde, entre humo, sangre, corrientes de aire helado y ruidos angustiosos, evocaba espíritus de rostros lívidos. Más adelante, debido a su éxito, se trasladó a una capilla abandonada del Convento de los Capuchinos en París, cerca de la Place Vendôme. Allí, con éxito de público, evocaba a Voltaire y Robespierre, entre otros. Robertson proyectaba sobre las columnas de humo de los braseros, lo que hacía que las imágenes se movieran y se deformaran. Un cronista de la época lo describe:

Desde muy lejos parece surgir un punto luminoso; una figura, primero muy pequeñita, se dibuja y se va acercando, a paso lento; parece que se agranda; rápidamente el fantasma que avanza hacia el espectador crece y en el momento en que el público está por gritar, desaparece con una rapidez inimaginable. (Madrid, 1946:20)

En Buenos Aires, en junio de 1820, Félix Tiola presentó un espectáculo de fantasmagorías, con mucho éxito. Sin embargo, cuando volvió de una temporada en Chile y presentó nuevamente su arte en 1826, la Gaceta Mercantil comenta que “salieron un número de personas fantasmagorizadas, de las cuales hemos visto algunas y de otras, sus retratos”. Y sigue:

Aunque estamos persuadidos, como el Sr. Profesor, de la antigüedad de la fantasmagoría, remontándola como él se expresa, al tiempo de los Sacerdotes de la soberbia Memphis; no obstante también estamos persuadidos de que estos Señores no exhibían más que seres ideales, y no reales como lo ha hecho antes de anoche; que á no ocurrido al sabio estratagema de dar los nombres antes de que apareciesen los individuos, nos les hubiésemos conocido jamás. Esto no es decir que no nos haya agradado su fantasmagoría, sino solo que queremos recomendarle la semejanza y que no sea tan avaro con sus fantasmas. (8-7-1826)

¿El público empezaba a acostumbrarse a los fenómenos de la óptica?

Antes y después de estos casos referidos, estuvieron en nuestro territorio varios artistas de linterna mágica: el platero José Boqui en el siglo XVIII, el pintor Martín de Petris y el relojero Santiago Antonini, italianos los tres. En 1795, el jesuita vasco Juan Bautista Goiburu adquirió la linterna mágica de Boqui con la que dio exhibiciones en el Real Colegio de San Carlos y en el Real Seminario Conciliar de Buenos Aires, hasta su fallecimiento en 1813. Su pariente y quien lo alojaba, el Presbítero Antonio Pisacarri, recordaba haber presenciado exhibiciones de la linterna mágica en su casa, realizadas por su tío.

Además de la linterna mágica, el cine tuvo como precursores a la “óptica” (Joaquín Pérez instaló una en le Plaza de la Victoria para las fiestas mayas de 1825, donde la gente podía ver batallas e imágenes alusivas); y el “panorama”, que ofrecía el inglés Juan Wynn en la Fonda de Comercio, una sala donde mostraba vistas de ciudades europeas.

Los magos

Un viajero inglés que vivió en Buenos Aires entre 1820 y 1825 dejó constancia de la actuación de Mr. Stanislas, uno de los primeros magos que pisaron nuestro territorio:

Un franco-norteamericano, Stanislaus de nombre, que viene de Harannah, ha dado varias exhibiciones de galvanismo, juegos de manos, etc. ayudado por artefactos de su invención. Es lo mejor que he visto en su género. Su actuación es superior a la de los prestidigitadores ingleses. Los nativos aseguran que está en relaciones con el diablo. ¿Cómo podría, de no ser así, transportar pañuelos de individuos sentados en la platea hasta las torres del Cabildo? Según dicen, ha hecho esto. Stanislaus llena el teatro. Su pintoresca pronunciación española divierte mucho: es una mescolanza de castellano, inglés y francés. (Un inglés, 1986:43)

Estanislao Surene era Profesor de Ciencias Naturales y Física experimental y destacado miembro de la Academia de Artes y Ciencias de París. En nuestro Coliseo dio seis representaciones entre agosto y noviembre de 1824. Luego partió a Montevideo donde permaneció hasta abril de 1825 y de allí pasó a Río de Janeiro. El 9 de septiembre de 1824 apareció su anuncio publicado en la Gaceta Mercantil: tenía un tono muy cientificista y Fernández (1996:84) agrega que esto no es para sorpresa, ya que el axioma del ilusionismo reza “Mientras no se entiende el arte, siempre se dice magia; luego es vulgar ciencia”. Se cree que el cambio en los programas, que se hicieron de a poco más cientificistas, y en los espectadores, se debió a que, en un principio, la magia estaba ligada popularmente a la hechicería y la brujería y, de a poco, para dar legitimidad a su arte, los ilusionistas se respaldaron en la ciencia, y el público empezó a aceptarlos como artistas y ya no como hechiceros. Mr. Stanislas fue el primer ilusionista que se sabe subió a los escenarios porteños, lo que le dio prestigio pero también redujo la cantidad de espectadores a la capacidad de la sala, lo que no les sucedía a los volatineros.

Después de Mr. Stanislas hubo que esperar un tiempo para que llegase a Buenos Aires otro mago de categoría. El 23 de junio de 1828 se presentó por primera vez en el Coliseo Provisional Guillermo Brown, que bailaba en zancos, hacía pruebas de equilibrio y fuerza, malabares con bolas y “magia chinesca”.

Como mago “estable”, el Coliseo Provisional de Buenos Aires contaba con un escenógrafo y maquinista, Mariano Pizarro, que de vez en cuando realizaba funciones “de tramoya” en su propio beneficio.

El Parque Argentino

Por último, como uno de los símbolos del período que denominamos post-colonial, se instaló en Buenos Aires el Parque Argentino o Vauxhall en 1828, ubicado en lo que hoy es la manzana de las calles Viamonte, Uruguay, Córdoba y Paraná. Su construcción se realizó por iniciativa de Santiago Wilde en terrenos de su propiedad. Se trataba de jardines perfectamente cuidados y, entre ellos, un pequeño teatro en el que, durante el verano, dieron varias funciones los actores del Teatro Argentino (ex Coliseo Provisional). El teatro del parque contaba con una pista para representaciones circenses y un escenario para lo puramente teatral, en cuyas plateas no se podía comer ni beber, habiendo para esto mesas en el jardín, desde las que se podía ver el espectáculo. La vida del Vauxhall fue muy corta: para 1838 se procedía a su demolición y vino a reemplazarlo el Jardín Florida, con las mismas comodidades, pero en Florida y Paraguay, una zona más accesible.

Como conclusión a la breve e introductoria historia de la magia que hemos contado hasta acá, podemos decir que, así como el teatro estuvo en sus comienzos unido al ritual, así también la magia. De a poco, el tiempo hizo que la teatralidad convirtiera una práctica cotidiana en algo espectacular. En lo que respecta estrictamente a la magia, vimos también que se encontraba emparentada a la óptica, a las sombras chinescas, a los malabares, a la titiritesca y a todas aquellas ramas del arte que implicaran habilidades físicas, manuales o científicas. Hoy en día constatamos que cada una de estas artes ha tomado su independencia y existen malabaristas, magos o titiriteros que deben abocarse a una disciplina por vez, con el desafío y la dedicación que ello requiere.


Bibliografía

  • AAVV; Enciclopedia Universal ilustrada europeo-americana; 111 tomos, Madrid, Espasa-Calpe; 1903-1933.
  • Bosch, Mariano G.; Historia del teatro en Buenos Aires; Buenos Aires, Imprenta El Comercio, 1910.
  • Fernández, Mauro A.; Historia de la magia y el ilusionismo en la Argentina. Desde sus orígenes hasta el siglo XIX inclusive; Buenos Aires, Producciones gráficas, 1996.
  • Madrid, Francisco; 50 años de cine; crónica del séptimo arte; Buenos Aires, Ediciones del Tridente, 1946.
  • Morales, Ernesto; Historia del teatro argentino; Buenos Aires, Lautaro, 1944.
  • Seibel, Beatriz; Historia del circo; Buenos Aires, Biblioteca de Cultura Popular, ediciones Del Sol, 1992.
  • Steinberg Guzmán, Delia; “Historia de la magia”, en www.nueva-acropolis.org.ar
  • Torrecillas Ruiz, Justo (Claudinet); Historia de la magia en la Argentina, 1980, inédito.
  • Un inglés; Cinco años en Buenos Aires 1820-1825; Buenos Aires, Biblioteca Argentina de Historia y Política, Hyspamérica Ediciones, 1986.
  • Wilde, José Antonio; Buenos Aires desde setenta años atrás; Espasa Calpe, 1948.

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