Cortázar, García Márquez, Varela: tres nobles militantes en el ruedo | Centro Cultural de la Cooperación

Cortázar, García Márquez, Varela: tres nobles militantes en el ruedo

Autor/es: Ana María Ramb

Sección: Comentarios

Edición: 20


Los dos primeros, autores mundialmente famosos. El tercero, escritor de culto en la izquierda argentina. Ninguno de ellos buscó refugio en la torre de Próspero, el protagonista de La Tempestad de Shakespeare, para observar el mundo y ser mero testigo de su devenir, sino que, en algún momento de sus vidas, decidieron incorporarse activamente a la realidad de su tiempo: opinaron, escribieron y actuaron de acuerdo a sus principios e ideales. Los tres asumieron, cada uno a su modo, un compromiso militante que trasegó la arena de la lucha intelectual en esta batalla de ideas que alcanza su punto crucial en el siglo XXI. Todavía no hemos evaluado cabalmente los distintos aportes de estos escritores al cambio de época y, tal vez, de paradigma. Este año, 2014, es el centenario de Julio Cortázar y Alfredo Varela. Gabo nos dejó en Jueves Santo. Con grande admiración y respeto, desde estas páginas rendimos a los tres nuestro conmovido homenaje.

Queremos tanto a Julio

Medía un metro noventa. Un aire de perpetuo adolescente. Cara de muchacho bueno, de escocés pecoso, dijo alguien. Tenía un niño en la mirada, dijo otro. Nadie describió mejor la imagen física de Julio Cortázar que Volodia Teitelboim, el gran escritor chileno. Por eso, para recordarlo mejor, tomamos en préstamo estas palabras de Volodia, que tan bien describen a Cortázar, a quien recordamos cuando nos cruzamos fugazmente con él en el Aeroparque de Buenos Aires. Frisaba ya los cincuenta, había publicado Rayuela y saboreaba las uvas del éxito de público lector y también de crítica. Parecía entonces un tímido veinteañero que viajaba junto a su madre, una bella mujer de más de cuarenta años, muy canosa. Ella era en realidad Aurora Bernárdez, su primera esposa. La segunda y última vez que lo vimos fue en la cortada Tres Sargentos, a metros del Bajo. Había perdido la lozanía que lo acompañara casi toda la vida, y que se había marchitado un par de años antes con la muerte de Carol Dunlop, tal vez, su más grande amor.

El periodista Alberto Catena fue quien llegó primero hasta el jefe de redacción, en Editorial Abril, y lo convenció de que Cortázar estaba aquí. Pero cómo, si ya debían de haberle rendido honores varios, si el Presidente tendría que haberlo recibido en la Casa Rosada, si... El caso es que Catena logró entrevistarlo antes de su partida, que sería definitiva. Y silenciosa. Corría el mes de diciembre de 1983. Temía, cuenta su amigo Osvaldo Soriano, que no lo dejaran andar en paz por esas veredas y aquellas plazas que recordaba con la memoria de un elefante herido. Julio Cortázar había vuelto a Buenos Aires para despedirse de la ciudad que tanto amaba, la misma que estuvo y estará siempre presente en su obra, y ella le había sido indiferente. Y aunque no había vuelto él para recibir homenajes, la multitud que lo aplaudió largamente de pie aquella noche en Teatro Abierto puso en su mirada una niebla salobre.

Exilios y desvelos

Hacía tiempo que Julio, el Julio que más amamos, había logrado un admirable equilibrio entre la responsabilidad del escritor ante la sociedad y escribir la mejor literatura que su enorme talento podía brindar.

En la Argentina de 1976, la dictadura recién encaramada al poder prohibía sus libros. El hecho no sólo oficializaba el exilio físico de Cortázar, sino también el cultural. En el fondo, al entender de Julio, según cuenta Volodia Teitelbaumi, el verdadero exiliado era el pueblo argentino, separado, desarraigado del producto artístico, literario y científico de centenares de artistas, escritores, intelectuales, sabios e investigadores. En medio de lo que ya asomaba como cultura light, donde el intelectual que intentaba insertarse en los procesos de liberación era tildado de iluso, afirmaba Cortázar:

El trabajo de un intelectual no es todopoderoso ni le cumple –como decía Shelley de los poetas del período romántico– el papel de “legislador de la humanidad”. La función del intelectual no puede decidir por sí misma el destino de nuestros pueblos, pero cumple un trabajo de avanzada que ilumina los caminos a seguir, tanto desde el punto de vista de los políticos progresistas, como de los que absorben ese trabajo en forma de ensayos, novelas, poemas, teatro, cine, televisión u obras musicales y plásticas de la más variada naturaleza.

Decía en su último artículo, publicado en enero de 1984 y titulado “De diferentes maneras de matar”, en referencia al estilo Reagan- Kirlpatrick aplicado al intento de ahogar en sangre la Revolución Nicaragüense, “¿Vamos a dejar sola a Nicaragua en esta hora, que es como su huerto de los Olivos?”

Meses antes de morir, había expresado:

Cada vez que bajo en Managua es como cuando lo hago en La Habana: es un sentimiento maravilloso de libertad y frescura.

Muchas veces bajó Julio en Nicaragua, país que ocupó buena parte de sus desvelos desde que él pisó por primera vez su suelo en 1979. Por entonces ya había descubierto “una humanidad humillada, ofendida, alienada” –según sus propias palabras– gracias a las visita realizadas a Cuba en 1os tempranos 60. De inmediato adhirió al proyecto revolucionario de Fidel Castro y el Che; en 1970 y 1979 visitó al presidente Salvador Allende en Chile –con el triunfo de la Unidad Popular y antes de su caída–; apoyó a los insurgentes de El Salvador y la lucha de los patriotas de Puerto Rico. Y si es indudable que su compromiso con la Revolución Sandinista fue el de un intelectual militante, trascendió los límites de Nicaragua para apoyar la lucha de los países latinoamericanos asolados por dictaduras militares, y para brindar una mano cálida a los exiliados. Lo hizo sin alardes, con una ayuda material concreta que incluyó la cesión de sus derechos de autor en algunas obras: el Libro de Manuel, a favor de los presos políticos en la Argentina, y Los autonautas de la cosmopista –en colaboración con Carol Dunlop– para la lucha sandinista, y escribió también cientos de textos literarios y periodísticos que revelaban una firme conciencia revolucionaria.

Mientras otros preparaban su giro para acomodarse a la sombra del poder neoliberal que se alistaba a ejercer la dictadura del mercado, Cortázar tomaba buena distancia del “intelectual institucionalizado” –en el sentido foucaultiano del término–, prisionero de sus estrechos intereses y deseos profesionales. No cesaba Julio de reivindicar las lucha del pueblo nicaragüense por su completa independencia, visitaba con frecuencia a Ernesto Cardenal en Solentiname, y hablaba en defensa de la causa sandinista en cuanto foro fuese invitado. Él mismo decía, en momentos en que el campo intelectual comenzaba ser anegado por el escepticismo político:

...publicar colaboraciones especiales en revistas que expresan una voz y una voluntad popular me parece una obligación en estos momentos, y por mi parte estoy cumpliendo cada vez que puedo.

De muy joven le costó asimilar el populismo democrático de Hipólito Yrigoyen, líder histórico de la Unión Cívica Radical, y tampoco pudo comprender el fenómeno de masas que convocaba la figura de Juan Domingo Perón. En entrevista concedida al periodista Ernesto González Bermejo – citada por el joven escritor Matías Bustelo–, de la mano de su primera experiencia en Cuba, Julio hace la autocrítica del antiperonismo de sus verdes años:

Y allí descubrí todo un pueblo que ha recuperado la dignidad, un pueblo humillado a través de su historia que, de golpe, en todos los escalones, desde los dirigentes a quienes prácticamente no vi, hasta el nivel de guajiro, de alfabetizador, de pequeño empleado, de machetero, asumían su personalidad, descubrían que eran individuos con una función a cumplir. Eso fue para mí algo catártico, fue una experiencia que me sacudió lo más profundo. De pronto vi en Cuba, con entusiasmo, fenómenos multitudinarios que en Buenos Aires había vivido con espanto.

En su visita a la Argentina en1973, compartió largas y sustanciosas charlas con Rodolfo Walsh, Paco Urondo y otros intelectuales del peronismo combativo, y tuvo, afirma Osvaldo Soriano, la percepción de que la construcción de una sociedad más justa tenía mucho que ver con la que él se atrevía a soñar. Supo al fin entender y valorar el componente popular y reivindicativo del movimiento peronista, más allá de los errores y agachadas de algunos de sus dirigentes.ii

Recuerda otro joven escritor, Lautaro Ortiz, que en el origen del libro-cómic Fantomas contra los vampiros multinacionales de Julio Cortázar hay una fecha clave: 18 de septiembre de 1973, exactamente una semana después del golpe de Estado que derrocó al presidente chileno Salvador Allende. En Roma, el senador italiano y luchador antifascista Lelio Basso convocó para ese día alrededor de una docena de intelectuales –Julio Cortázar y Gabriel García Márquez, entre ellos– con el propósito de formar el Tribunal Russell II, prolongación del Tribunal Russell original, creado a iniciativa del pensador inglés Bertrand Russell para investigar los crímenes cometidos por las tropas norteamericanas en Vietnam. El Tribunal Russell II se dedicaría a indagar la situación imperante en varios países de América Latina, y a verificar las múltiples violaciones de los derechos humanos de los pueblos asolados por las dictaduras que, como se sabría más tarde, respondían al Plan Cóndor.

“¿Qué son los libros al lado de quienes los leen, Julio? La pérdida de un solo libro nos agita más que el hambre en Etiopía; es lógico y comprensible y monstruoso al mismo tiempo”, escribe Cortázar, en una doliente disyuntiva. Y al cuestionar la figura canónica del intelectual, propone una solución: son los escritores los encargados de mostrarle la realidad a Fantomas: no sólo esa corporación de poderosos es la responsable de la destrucción de la cultura mundial, sino que es la culpable de la pobreza y de la represión política en Latinoamérica. De esta manera el enmascarado reconoce, a su pesar, que la batalla es casi imposible hasta para un héroe como él: “Me pregunto si no tenían razón, intelectuales de mierda, días y días de acción internacional y no parece que las cosas cambien demasiado”.

Premios esquivos y grandes desafíos

Resulta inexplicable la poca suerte corrida por la novela Los Premios en un concurso, en el cual Julio no obtuvo siquiera una mención especial. Los poco sensibles jurados del certamen descubrieron demasiado tarde que la obra era una mixtura realista-fantástica-picaresca de Buenos Aires, y que en ella el autor se preguntaba a la vez por el sentido de esta megalópolis babilónica y por el sentido del universo. Las preguntas planteadas por Cortázar no eran, precisamente, banales. Su segunda novela, El examen (que data de 1950, pero fue publicada recién en 1986), recibió el rechazo de Guillermo de Torre, asesor de Editorial Losada, y tampoco tuvo éxito en un certamen convocado por la misma editorial.

En 1963 Julio Cortázar sorprende al mundo con una novela atípica: Rayuela. En ella apela a la participación activa del lector, en un desafío a entrar en el libro para armar y desarmar el texto y embarcarse en las aventuras y desventuras de Oliveira, en quien muchos ven un alter ego del autor. Miles de muchachas quieren entonces parecerse a La Maga, personaje femenino que transita un precario equilibrio entre la realidad y la fantasía. Cortázar es heredero de la novela moderna, tanto europea como americana, y supo apreciar los valor del Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal, un escritor silenciado por el campo intelectual de la época debido su acrisolado peronismo, y al que se le debían atentas relecturas y más de un homenaje, según el mismo Cortázar. En Rayuela, como en otras obras de Julio, hay una aguda sátira a la sociedad burguesa porteña. En un trabajo de orfebre en el armado y notable limpidez en el manejo del idioma, el escritor ofrece una visión del ser humano en el contexto caótico del mundo contemporáneo. Sobre Rayuela dice Julio en una carta al escritor cubano Roberto Fernández Retamar, director de la Casa de las Américas:

Mi problema sigue siendo, como debiste sentirlo al leer Rayuela, un problema metafísico, un desgarramiento continuo entre el monstruoso error de ser lo que somos como individuos y como pueblos de este siglo, y la entrevisión de un futuro en el que la sociedad humana culminaría por fin en ese arquetipo del que el socialismo da una visión práctica, y la poesía una visión espiritual.

No es arriesgado encontrar en la obra de Cortázar una vertiente reelaborada del surrealismo. Su literatura no es un simple ejercicio de fuga. La fantasía no es una huida, un escapismo, sino el punto de partida para entender mejor la realidad, la que se palpa y se ve, y la que no puede verse ni tocarse, pero que está en todo lo humano, en el vivir cotidiano que hace pie entre lo concreto y lo fantástico. Sostenía su autor que entender el mundo es realizarlo.

La Rayuela de Cortázar es considerada el punto de inflexión que marcó el inicio del llamado boom de la literatura latinoamericana, cuyos antecesores son el mexicano Juan Rulfo, el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, el cubano Alejo Carpentier, el uruguayo Juan Carlos Onetti, el brasileño Jorge Amado y otro argentino: Jorge Luis Borges. Enseguida vendría el colombiano Gabriel García Márquez, gran admirador de Julio, junto con otros autores: el paraguayo Augusto Roa Bastos, el chileno José Donoso, el mexicano Carlos Fuentes, el cubano José Lezama Lima y dos peruanos: Mario Vargas Llosa y Manuel Scorza.

La vuelta a la vida en ochenta mundos

La rareza, el humor y la paradoja fueron constantes en la vida de este argentino, cuyo centenario se cumple este año. Nacido en Bélgica el 26 de agosto de 1914, mientras su padre ocupaba un cargo diplomático en el consulado de nuestro país, vivió sus primeros años en Suiza, país elegido por la familia para estar a salvo de la Gran Guerra. En 1918 conoció Julio la patria de sus padres, que hizo suya. Pasó su infancia y juventud en Banfield, se recibió de maestro en la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta, cursó estudios en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, los que no concluyó porque aceptó ejercer el profesorado, primero en Mendoza y después en Chivilcoy. Colaboró en las revistas Sur y Realidad; Jorge Luis Borges fue el primero en publicar un cuento suyo en la primera de ellas. Después, fue por unos años gerente de la Cámara Argentina del Libro. Hasta que eligió como destino París, su segundo amor a partir de 1951, donde trabajó como traductor en la Unesco y publicó por primera vez la mayor parte de su obra. Pero siempre escribió en argentino.

Si la toma de posición política que trasunta el Libro de Manuel se ganó el silencio de la crítica y la academia –incluso para sus obras posteriores–, Cortázar ya tenía conquistada la admiración de los jóvenes y la fidelidad de los que no negocian sus principios, ni declinan su fe en la posibilidad de un mundo mejor, más justo, menos acartonado, menos solemne, más armonioso y amable. Su vocación por el juego y la paradoja conquistaron las simpatía de los más chicos, que gozaron y gozan con Historias de Cronopios y de famas (1962) donde aparecen virtuosos poemas en prosa, como en el libro-miscelánea Último round (1969) y en Un tal Lucas (1979). Lo que nadie se atrevió a cuestionar es que en Bestiario (1951), Final de juego (1956), Las armas secretas (1959) y Todos los fuegos el fuego (1966) están algunos de los mejores cuentos escritos en nuestra lengua.

Este gran escritor, diáfano y tierno como un niño, fuerte y templado como el acero, murió en París al cuidado de su primera mujer y albacea, Aurora Bernárdez. Había escrito él, en comentario sobre Fantomas contra los vampiros multinacionales, breve obra maestra suya, donde convirtió al tradicional personaje de las historietas francesas en un héroe justiciero:

El fascismo tiene razón en odiar y temer la cultura popular; ella es la bala de plata que en las antiguas leyendas mata al vampiro, bebedor de sangre, y vuelve más hermosa la salida del sol.

García Márquez y la fuerza profunda de Nuestra América

Gabo se nos fue. El 17 de abril de 2014, en Jueves Santo, sentimos que con él se iba una parte muy importante de nuestra existencia. Porque los que fuimos jóvenes en los años 60 y 70 esperábamos atentos en las librerías la salida de cada reedición de su novela Cien años de soledad –hallazgo editorial argentino– para regalarla a nuestros mejores amigos, recordamos y atesoramos la primera edición de esa obra, la de arabescos azules sobre fondo blanco en la tapa, con el sello de Sudamericana.

Pero no. Gabo no se nos fue. Porque... "La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla"; lo dijo él en una de sus últimas entrevistas. Cuando en 1967 leímos Cien años de soledad, vivimos una vida en Macondo, comprendimos mejor Nuestra América, la que se extiende al sur del Río Bravo, y nos sentimos parte de ella. Yo pude descifrar al fin aquel verano breve y maravilloso pasado en la finca de mi bisabuela en Catamarca, y me di cuenta de que había estado en un rincón de Macondo, que la bisa Rosario era una mixtura de la Doña Bárbara de Rómulo Gallegos y de Milagros la Bella de García Márquez, y que el cacicazgo que soportaban muchas provincias nuestras era el enclave de las burguesías feudales latinoamericanas, desligadas ya del colonialismo español, pero todas ellas, serviles ante el imperialismo, primero inglés, yanqui después. Y que la explotación de la United Fruit y otras multinacionales se reeditaba en países hermanos. También aquí. Disfrutamos de ese gran fulgor del realismo mágico que es tan nuestro, y adoptamos como propios los fantasmas familiares que trasegaban los innumerables cuartos de aquel decadente caserón caribeño de Aracataca trasmutado en Macondo, donde hacía tanto calor que los pájaros caían abrasados por el sol del mediodía, mientras el abuelo narraba la historia de los muertos –muertos de verdad– caídos a lo largo de las 32 guerras civiles que habían devastado Colombia a partir de la conclusión de la gran gesta bolivariana del siglo XIX.

Con Cien años de soledad, Gabo se desmarca de los modos tradicionales de narración y desarrolla un estilo propio, donde se diluyen los límites entre lector, narrador, punto de vista, personajes y la historia misma. Es notable la fidelidad del registro del lenguaje en esta obra polifónica que impulsó la universalización del auge de la literatura latinoamericana, iniciada ya con Rayuela, de su amigo Julo Cortázar. De esta obra dijo Pablo Neruda, el gran poeta chileno y Premio Nobel: "Es la mejor novela que se ha escrito en castellano después del Quijote". El libro recorrió con alas el mundo en un insólito éxito global, con 42 traducciones y más de 40 millones de ejemplares vendidos. Siguió la publicación de otras grandes obras, algunas anteriores a Cien años de soledad, como, por ejemplo, Relato de un náufrago (1955), que haba merecido la censura del general y dictador colombiano Gustavo Rojas Pinilla, por lo que la dirección de El Espectador, periódico donde Gabo trabajaba, decidió éste que dejara Colombia rumbo a Ginebra, para cubrir distintos eventos internacionales como corresponsal. Vivió algunos años en París, donde compartió con otros exiliados latinoamericanos una vida austera y difícil, pero que le permitiría conocer en otra escala la realidad de nuestro continente, y comprobar que los variopintos dictadores de la región obedecían al mismo amo: el capitalismo concentrado. En esa etapa publicó al fin La hojarasca, su primera novela. A ella le siguieron La mala hora –novela que representa la tensión política y la opresión en un pueblo rural, bajo Rojas Pinilla–, El coronel no tiene quien le escriba y los cuentos de Los funerales de la mamá grande, obras en las cuales subyace el fantástico mundo de Macondo.

Después del éxito de Cien años de soledad, supimos que ese gran periodista que fue Gabo había sido en 1959, junto con los argentinos Rodolfo Walsh y Jorge Ricardo Masetti, y el uruguayo Carlos María Gutiérrez, entre otros, uno de los fundadores de Prensa Latina, agencia noticiosa destinada a difundir noticias fidedignas sobre la recién triunfante Revolución Cubana, con la que García Márquez selló un compromiso de por vida. Nos reconfortó su gran amistad con Fidel y su consecuente defensa del régimen socialista de ese país, más su rechazo al bloqueo norteamericano, que sirvió para que otras naciones apoyasen de alguna manera a Cuba, y evitaran así mayores intervenciones de los EEUU. En 1971, en una entrevista para la revista Libre (que él patrocinaba) declaró: “Yo sigo creyendo que el socialismo es una posibilidad real, que es la buena solución para América Latina, y que hay que tener una militancia más activa”.

En 1999, en irrenunciable función periodística, el mundialmente famoso escritor Gabriel García Márquez se subió a un avión con el recién elegido presidente venezolano Hugo Chávez Frías, cuya muerte enlutaría años después a toda América Latina. Gabo confiesa en su artículo que entonces la percepción que había construido sobre el líder bolivariano estaba sesgada por la imagen formada a través de los multimedios. Sin embargo, a través de una cálida conversación que se despliega a medida que la nave gana altura, el escritor va despojándose de prejuicios al descubrir al auténtico Chávez: humano, muy humano; campechano y a la vez culto, sensible, capaz de recitar de memoria poemas de Pablo Neruda y Walt Whitman.

En 1973, cuando ya todo el pueblo le llamaba familiarmente “Gabo”, había obtenido el Premio Rómulo Gallegos por su obra La Cándida Eréndira y su abuela desalmada. En 1981, el gobierno francés le concedió la Legión de Honor en el grado de Gran Comendador. Ese año asistió a la posesión de mando de su amigo y Presidente de la República, François Miterrand. En 1992, fue nombrado jurado del Festival de Cine de Cannes. Jamás abandonó su habitual modestia. "Soy escritor por timidez –confesó alguna vez–. Mi verdadera vocación es la del prestidigitador, pero me ofusco tanto tratando de hacer un truco, que he tenido que refugiarme en la soledad de la literatura."

En 1982, García Márquez recibió la noticia de que la Academia Sueca le otorgaba el Premio Nobel de Literatura. Se hallaba exiliado en México, ya que en marzo de 1981 había tenido que salir nuevamente de Colombia, donde iban a detenerlo por una supuesta vinculación con el movimiento M-19, y porque durante cinco años había editado la revista Alternativa, de corte socialista. Se dijo que, en realidad, Gabriel García Márquez había participado como mediador entre el gobierno de Belisario Betancourt y ese movimiento. Y que, con idéntico propósito: concertar la paz en Colombia, participó, otra vez sin alcanzar el éxito, en las tratativas entre el gobierno de Andrés Pastrana y la guerrilla de las FARC.

Ciudadano del mundo, este colombiano nacido en Aracataca el 6 de marzo de 1927, viajó por muchos países socialistas como Polonia, Checoslovaquia, Alemania del Este, la Unión Soviética, Hungría. Entre frecuentes visitas a Cuba, volvía siempre a México, país que lo cobijó durante cinco décadas.

El discurso de Gabriel García Márquez ante la Academia Sueca es una pieza de alto vuelo literario y político, que confirma su compromiso con la realidad social de Nuestra América, enfrenta con gran estilo el imperialismo responsable del subdesarrollo en que estuvieron sumidos nuestros pueblos, y es un aporte sustancial al resurgimiento del sueño de la Patria Grande. Dice en uno de sus párrafos:

América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración occidental.

Y, casi al final, agrega:

Un día como el de hoy, mi maestro William Faullkner dijo en este lugar: "Me niego a admitir el fin del hombre". No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.

A partir de su Premio Nobel, sería reconocido como faro de la cultura colombiana, latinoamericana y mundial, y su opinión, requerida sobre diferentes temas, función que Gabo supo ejercer con lucidez y auténtica modestia. Durante el gobierno de César Gaviria en Colombia (1990-1994), junto con otros sabios como Manuel Elkin Patarroyo, Rodolfo Llinás y el historiador Marco Palacios, formó parte de la comisión encargada de diseñar una estrategia nacional para la ciencia, la investigación y la cultura.

Entre tanto, todas sus novelas y cuentos, e incluso su prolífica obra periodística, portadores de una belleza sencilla y reconocible, pero impregnada siempre de ese poderoso imaginario latinoamericano, siguen recorriendo el mundo y ganan entusiastas nuevos lectores. Así, Gabo se convierte en el escritor más influyente en la literatura árabe, y es leído en China, donde el Premio Nobel Mo Yan afirma haber elegido contar lo que había vivido en su remota aldea al descubrir lo que García Márquez narraba en ese lugar recóndito del Caribe colombiano llamado Macondo. Tal vez, porque en esa comarca de Nuestra América un escritor supo construir un universo en donde millones de habitantes de la Tierra, hasta en sus más remotos confines, no renuncian al horizonte de las utopías.

Alfredo Varela, exacto mensajero de la estrellaiii

Alfredo Varela pertenece a la generación de intelectuales que floreció en la Argentina en la Década Infame (años 30), y que estuvo marcada, como dijera Carlos Agosti –digno hermano del político y ensayista Héctor Pablo–, por el apoyo a la República Española y el enfrentamiento al avance del fascismo. En la búsqueda de la liberación social y la redención humana, jóvenes escritores argentinos se integraban a la lucha política e ideológica. Raúl Larra, compañero de ideales, recuerda cuando conoció a Alfredo en una buhardilla del barrio de San Telmo, donde un grupo de soñadores abrevaban en los textos clásicos del marxismo, las grandes novelas rusas, la narrativa del grupo Boedo, la poesía surrealista francesa y los versos del poeta porteño Raúl González Tuñón. Dice Larra:

Desde temprano intuimos que la libertad ínsita en el hombre y sobre todo en el creador, es palabra vana si no va asociada a la defensa de los derechos humanos, que no se agotan en la libre expresión de las ideas, sino que comprenden el resguardo de la salud, del techo, del pan, del trabajo, de la realización plena.iv

Alfredo publica poemas y relatos en Cuadernos de AIAPE, entidad que nucleaba a intelectuales argentinos orientados por Aníbal Ponce durante la mencionada Década Infame, en línea con la Alianza de Intelectuales para la Defensa de la Cultura, organización antifascista surgida del Congreso Escritores de Valencia que se realizó en Barcelona en medio de los bombardeos franquistas. En el diario La Hora, órgano oficial del PC, despuntará el segundo oficio de Alfredo: el periodismo. También colabora con la revista Ahora y el diario Crítica, donde utiliza seudónimos para eludir la exclusión y la censura.

Cómo nació El río oscuro

En casa de Álvaro Yunque, gran referente de escritores de izquierda, conoce Varela a Marcos Kaner. Anarquista en sus orígenes, Kaner había trabajado como mensú donde el árbol de la preciada yerba mate crecía silvestre en plena selva. Con el relato de sus luchas, este líder sindical de los peones misioneros cautivó el espíritu andariego y reivindicativo de Alfredo Varela, que viaja a Misiones para recopilar in situ el material de las notas que escribirá para el diario Crítica.

Varela se adentra en la selva, registra el testimonio de los mensúes, incluso de algunos capangas y represores, y reconstruye las bárbaras condiciones a las que eran sometidos los trabajadores. Escribe una serie de artículos que publica finalmente en Ahora. Por los años 20 en la zona del Alto Paraná hubo grandes huelgas, castigadas con cruentas represiones, ante la complicidad de la policía y los funcionarios locales. Los cadáveres de los rebeldes bajaban por las aguas como camalotes. De ahí el título del futuro libro: El río oscuro.

Para no pagar salarios, mediante la venta monopólica de alimentos y préstamos usurarios, las empresas yerbaleras condenaban al mensú a ser su deudor permanente. La guasca caía sin asco sobre la espalda del obrero-esclavo que flaqueaba; en cada intento de huida, se desataba la caza del hombre, que terminaba con azotes o la muerte. Son tan fuertes las imágenes de oprobio y explotación, tan vívidos los testimonios recogidos, tan intensa la relación con la naturaleza virgen, que el escritor se monta sobre el trabajo del periodista y comienza a orquestar una obra polifónica. Vislumbra la aparición de un sujeto plural, el protagonista colectivo, cuando en la novela canónica que se ocupa de lo social suele darse el conflicto entre el héroe individual y el orden instituido.

Alfredo conocía las notas sobre "Lo que son los yerbales paraguayos" que Rafael Barrett había publicado en El Diario de Asunción en 1908. El joven dandy español, amigo de Valle-Inclán, se hace periodista libertario en tierras del Plata, y será altamente considerado por Álvaro Yunque, e incluso por Borges, y más tarde por el joven escritor paraguayo Augusto Roa Bastos. Desde la Argentina Barrett viajó a Paraguay, donde encontró su lugar en el mundo. Allí nació un hombre nuevo, inserto en la realidad americana. Con ese punto de partida, más el acicate de los relatos de Kaner y, sobre todo, con las vivencias que él mismo experimentó como periodista comprometido, Alfredo se encontró con un gran tema que merecía una sinfonía mayor. Y él estaba dispuesto a escribirla.

La narrativa latinoamericana y la injusticia social

vviviiviiiPublicada en 1944, El río oscuro fue una novedad en las letras de nuestra región, pionera al introducir la temática social y de reivindicación obrera, y un libro mayor dentro de la narrativa latinoamericana contemporánea. Se la ha comparado con otras grandes novelas como, por ejemplo, La vorágine (1924) del colombiano José Eustasio Rivera, quien, habiendo sido funcionario público, vio de cerca los atropellos que sufrían los trabajadores bajo las empresas explotadoras de caucho en el Amazonas. Más allá de funcionar como escenario de expoliación, en La Vorágine la selva es una especie de personaje multipresente y maligno. En cambio, según la interpretación del académico cubano Antonio Portuondo, en El río oscuro la naturaleza no es una fuerza absoluta y todopoderosa que lucha malévola contra el hombre; puede ser dominante como contexto, pero no se trata de un enemigo sobrenatural. El verdadero enemigo es la explotación feroz, potenciada por el trato esclavo en medio de bárbaras condiciones de trabajo, seguidas por la represión y la muerte. Son las patronales y no la naturaleza las que exponen a los peones a las inclemencias de la vida en la foresta. Retomando a Portuondo: El río oscuro no se trata de:

...una denuncia enmarcada en un paisaje, sino la realidad viva e integral de hombres y de paisajes en dramático forcejeo dialéctico, en doloroso proceso hacia formas superiores de existencia (...) Ha construido [el autor], con la fuerza descriptiva de un maestro, una novela de recio acento dramático. En ella ha denunciado, sin concesiones al panfleto político, con entera dignidad estética, la vida miserable de los gmensualesh desde su enganche engañoso en el puerto fluvial de Posadas, a orillas del Paraná. En El río oscuro están presentes cuestiones universales que afectan a todo ser humano: poder, injusticia, soledad, amor, muerte, éxodo hacia la tierra prometida o marcha hacia la libertad.

La vanguardia y sus desafíos

Reconocemos en Rodolfo Walsh, autor de Operación Masacre (1958), sobre los fusilamientos de militantes peronistas en José León Juárez a manos de la autodenominada “Revolución Libertadora”, al indiscutible creador de la novela testimonio o no ficción, un género literario que mezcla la novela tradicional y el discurso-testimonio del periodismo y la historiografía. Se dice que la novela testimonio es un híbrido porque fusiona características de ambos géneros; se lo ha llamado también relato real o relato metaficción. Por su paternidad pleitearon largamente los norteamericanos Truman Capote, autor de A sangre fría (1966) y Norman Mailer, autor de Los ejércitos de la noche (1968). Sólo que Walsh se les anticipó en varios años.

Encontramos que El río oscuro (1943) tiene suficientes méritos para ser considerado como antecedente de la novela testimonio. Recordamos que surgió a partir de ocho notas periodísticas y un consciente trabajo de campo, que incluye testimonios recogidos del diálogo con quienes contribuyeron a conformar el desarrollo de la trama y al héroe colectivo de la obra. El autor entrevistó, incluso, a uno de los villanos: el capanga Mattiauda, que aparece en el texto con su propio nombre. Hay, además, una investigación sobre la anterior historia de despojos y coloniaje en la misma zona.

Las aguas bajan turbias, la película

A principios de la década del 40, Hugo del Carril era una estrella consagrada en el medio artístico argentino. Amigo personal de Evita Duarte cuando no era todavía Eva Perón, compartió siempre con ella anhelos de justicia social, y se transformó luego en un consecuente militante peronista, despojado de toda especulación. No extraña entonces que buscara al autor de El río oscuro, una novela que lo había impresionado en profundidad. Lo encontró en la cárcel: Alfredo Varela era prisionero político del régimen, bajo una acusación falsificada y ridícula. Del Carril intercedió con el entonces presidente. Solía contar el actor y cineasta: “¿Por qué está preso?’, me preguntó Perón y le contesté: ‘Por orinar frente a la embajada soviética’. Él se rió y me dijo: “Bueno, al final somos todos un poco comunistas, si lo que buscamos es la justicia social'”. Varela fue liberado inmediatamente.

El río oscuro, la novela, se convertiría, en trabajo conjunto de guión con Eduardo Borrás, en Las aguas bajan turbias. Borrás, exiliado español y periodista republicano, había ganado renombre en nuestro país como dramaturgo y guionista de cine. Siguieron cambios consensuados de inmediato con Varela, y otros debatidos entre ambos grandes militantes del movimiento popular. No hubo discusión sobre cómo se planteaban en la película la estafa, las condiciones infrahumanas de trabajo y la codicia de los patrones, y cómo maduraba la rebelión obrera, al tiempo que se iba gestando la formación de un sindicato de trabajadores. Finalmente, los mensúes se alzan y castigan duramente a sus explotadores.

Pero al militante comunista no lo conformó el desenlace. Su novela era de final abierto, con la libertad como meta y el mensú desnudo y de pie sobre su balsa, que viborea sobre el río Paraná. Él intuye que le esperan nuevos desafíos, pero confía en sus fuerzas y su conciencia, y lanza el característico grito guaraní de victoria sobre el árbol derribado. No ha perdido la esperanza. En cambio, en el final imaginado por Del Carril, el protagonista huye hacia un utópico sur, que alude a la ciudad industrializada. El militante peronista descontaba que la esclavitud en los yerbales pronto pertenecería al pasado; él estaba seguro de que el peronismo, llegado al poder en 1946 para cumplir con reivindicaciones largamente postergadas, podría sustentarlas a rajatabla, porque el movimiento mismo se sostendría en el tiempo. Varela duda ante ese final cerrado, de un triunfalismo muy optimista, y aquí se da la mayor discusión entre los dos creadores. Pero es preciso admitir que, al fin, tanto la novela como la película fueron en este caso dignas herramientas de denuncia social y política.

De modo que aquella diferencia entre los dos muchachos: el uno, comunista, el otro, peronista, y ambos, honestos y valientes militantes de las causas del pueblo, no invalida la altísima calidad de Las aguas bajan turbias. Estrenada en 1952, la película está entre las obras más destacadas del cine argentino, y es la más representativa del estilo de cine político-social de su director y protagonista. Tuvo gran repercusión popular, se estrenó en los EEUU y Europa, fue bien comentada por la crítica y recibió numerosos premios en festivales internacionales de cine. Pero fue prohibida por el subsecretario de Prensa y Difusión, Raúl Alejandro Apold. La historia de ambos militantes, contemporáneos entre sí, tiene sus paralelismos. La siguiente película de Del Carril, La Quintrala (1955) bajó de cartel al estallar la autodenominada “Revolución Libertadora”; su director fue nuevamente detenido y se prohibieron todos sus filmes.

Alfredo Varela tenía razón. Sus dudas sobre el ascenso lineal e imparable de los trabajadores tenían fundamento, porque en los años 50 su ascenso social se daba en el contexto favorable del Estado de Bienestar, peo ese ascenso sería desbaratado por el golpe militar de 1955 y las sucesivas dictaduras militares. Hoy, cumplidos ya setenta años de la publicación de El río oscuro, cuando la clase obrera ha recuperado muchas de las metas y derechos que le fueron arrebatados, las actuales políticas de inclusión encaran entre sus principales desafíos la batalla contra en empleo gen negroh, una zona en la que los obreros rurales son los más abusados. El mensú ha sido reemplazado por el tarefero: trabajador rural que cosecha la yerba mate, generalmente en un trabajo no registrado, sin cobertura social, sin aportes jubilatorios, indefenso ante los explotadores y con un sindicato que no lo defiende. Aunque la motosierra haya reemplazado el hacha, la novela de Alfredo Varela goza de indiscutible vigencia.

Alfredo Varela y la lucha por la paz

A sus treinta años (había nacido en Buenos Aires el 24 de setiembre de 1914), Alfredo Varela resolvió una contradicción dialéctica que suele acechar a los intelectuales “progresistas” o políticamente “correctos”, que se debaten entre la teoría y la práctica, la cultura y la política, tratando de encontrar los caminos que posibilitaran la unión de ambas cuestiones. Varela es una expresión acabada del intelectual gramsciano que, además de desplegar una incansable acción cultural, asume la lucha política a lo largo de su vida, de forma tal que resuelve sin titubear la tan a menudo angustiante contradicción entre la propia lucidez y la decisión de actuar.

Muchos esperaban en la Argentina una segunda novela después de El río oscuro. También en México muchos esperaron una segunda novela después de Pedro Páramo, una de las obras maestras de la literatura mundial en el siglo XX. Las dos últimas décadas de su vida las dedicó su autor, Juan Rulfo, a su trabajo en el Instituto Nacional Indigenista de México. Fue su forma de militancia. La que asumió Varela fue la intensa lucha por la paz y la actividad política por un mundo más justo y pacífico.

Consejo Mundial de la Paz

Varela fue factor fundamental en la lucha por la paz, por su aporte intelectual y concreto en la fundación y desarrollo del Consejo Mundial por la Paz (CMP), y en la conformación del movimiento por la paz en la Argentina. Aquí el MoPaSSol (Movimiento por la Paz, la Soberanía y la Solidaridad entre los pueblos) es continuidad y renovación del Consejo Argentino de la Paz. Fundado en 1949, como parte del Consejo Mundial, mucho le debe al fervor militante, la enorme capacidad de trabajo y la experiencia organizativa de Alfredo Varela, como suele recordar su presidenta, Rina Bertaccini. Concluida la Segunda Guerra Mundial, en la Conferencia de Yalta ya se expresa el resquebrajamiento de la alianza entre los EEUU y el Reino Unido por una parte, y la URSS por la otra. Comenzaba la Guerra Fría entre las grandes potencias triunfantes sobre el nazifascismo. Y una demencial carrera armamentística promovida por los EEUU y sus aliados. Amigo y gran colaborador de Frédéric Joliot Curie en el CMP, Alfredo se compromete activamente en promover la coexistencia pacífica entre las naciones y el desarme nuclear. Participa y organiza encuentros, congresos, conferencias, entrevistas; escribe un sinfín de notas y artículos para desarmar las estrategias de los promotores de la Tercera Guerra Mundial. En 1958 advierte:

La tensión internacional obliga a vastas comunidades a vivir en la oscuridad y el temor. (...) No habrá para nadie seguridad ninguna mientras el destino de la humanidad dependa de un dedo aventurero que al apretar un botón arroje el proyectil nuclear, desencadenando así la catástrofe; mientras se mantenga en pie “la política del riesgo” y “al borde del abismo”, tan cara a Foster Dulles. La tensión internacional tiene un claro origen: las pretensiones de esa poderosa minoría que controla los EEUU para imponer su dominación mundial. Abroquelándose en su pretendida superioridad militar, el equipo imperialista impuso la Guerra Fría, rechazando sistemáticamente las soluciones pacíficas.

Varela no cesa en reivindicar la soberanía argentina en las Malvinas. Condena la intervención yanqui en Vietnam, y alienta la solidaridad del pueblo argentino con el vietnamita. Señala la responsabilidad del nuevo Imperio en el estallido de guerras locales en el Medio Oriente, y su descarado hostigamiento a Cuba mediante un bloqueo genocida. Durante la dictadura del 76 en la Argentina, dejó temporalmente su trabajo en Europa junto a Joliot-Curie en el CMP, porque su conciencia se lo reclamaba. Una vez en Buenos Aires, editó junto con Héctor P. Agosti, Ariel Bignami y el apoyo del PC la revista Contexto, donde en sus seis números se denunciaba el “apagón cultural”, la persecución de autores y editoriales y otros estragos de la dictadura. Fue un honor para quien firma esta nota que Alfredo la convocara para escribir sobre la prohibición que pesaba sobre dos libros y sus autoras. Él no pudo disfrutar mucho tiempo la recuperación democrática en nuestro país: falleció el 26 de febrero de 1984. Como dijo Raúl Larra: “La vida y la obra de Alfredo Varela son un ejemplo de entrega total a la causa del hombre, que para él no era una abstracción”.


Notas

i Teitelboim, Volodia, “Julio Cortázar”, revista Plural, México DF, 1984.
ii Soriano, Osvaldo, Rebeldes, soñadores y fugitivos”, Buenos Aires, Seix Barral, 1988.
iii Ana María Ramb, artículo publicado en: En el centenario de Alfredo Varela, Ediciones Mopassol, Buenos Aires, abril de 2014, y revisitado para la página Web del Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini.
iv Larra, Raúl, Con pelos y señales, Buenos Aires, Editorial Futuro, 1986.
v Portuondo Valdor, José Antonio, “Algunas consideraciones sobre El río oscuro”, en revista Dialéctica, La Habana, Cuba, circa 1948.
vi El 3-2-2014, el periódico misionero El Roble informaba que el Registro Nacional de Trabajadores y Empleadores Agrarios (Renatea) había hallado en un campo de Misiones, perteneciente al político y empresario Ramón Puerta, a trabajadores rurales no registrados que vivían en condiciones infrahumanas, totalmente desprotegidos por su sindicato, Uatre.
vii John Foster Dulles: Secretario de Estado de los EEUU bajo la presidencia de Dwight Eisenhower (1953-1959).
viii Citado por Rina Bertaccini en su artículo “Alfredo Varela: un homenaje necesario”, en: Ediciones Mopassol, Buenos Aires, abril de 2014.

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