Texto y escena: dilemas de la escritura teatral | Centro Cultural de la Cooperación

Texto y escena: dilemas de la escritura teatral

Autor/es: Patricia Suárez

Sección: Palos y Piedras

Edición: 2


Me resulta extremadamente difícil pensar en la escritura teatral con conceptos abstractos u objetivos, y sólo puedo hablar desde mi experiencia. Cuando alguien me propone hacer una obra, o cuando yo apunté en un papelito pequeños indicios con los que podría construir una obra, el camino a seguir parece sencillo. Hay que investigar, pensar, sentarse y escribir. Eso es lo que me digo. Investigo. Pero cuando llega el momento de pensar y sobre todo el de escribir, me doy cuenta de que mis personajes son de papel. Que no son de carne y hueso. Un argumento es algo relativamente fácil de conseguir. Punto de partida, situación amenazadora, conflicto, punto de arribo. Dividida en cuatro o cinco movimientos, como las sonatas. La presentación de los motivos musicales, el desarrollo de esos motivos, el scherzo o broma sobre estos motivos, la conclusión de los mismos. Pero si en algo la escritura teatral es única es en la demanda que hacen los personajes por ser reales. Y para darle realidad a un personaje, uno debe meterse en su piel. Un poco como hacen los actores. Uno puede pasarse días o meses intentando captar una voz, un gesto de determinado personaje. Levantarse a la madrugada. Escuchar música o no escucharla. Leer o no leer. Uno anda como un cazador por la vida. Esto puede ser molesto para los demás. Uno sale a tomar cerveza con los amigos, los amigos lo soportan a uno, ponen los ojos en blanco y dicen ¡ay qué bueno!, cuando uno va por la decimonovena vez que les cuenta la obra que quiere escribir. Uno paga la cuenta de la cerveza. Uno contrae matrimonios, rompe matrimonios, uno cansa a todos los maridos despertándolos a las dos de la mañana para decirle que encontró el hilo conductor de la obra. Uno habla por teléfono con los seres que todavía no se cansaron de esta anormalidad que uno padece y es la escritura y con estos seres ataca todos los problemas filosóficos que le caen sobre la cabeza como un balde de agua fría. De todos los actos solitarios, la escritura es uno de los más crueles. Uno está de malhumor. Uno siente que la vida es nefanda, la realidad indecible y que debería haberse puesto un negocio de otra cosa, una librería, una pizzería o -en mi caso- haber tenido un marido con mercadito que durmiera en una habitación aparte, en lugar de estar luchando como un imbécil con las palabras.

Más pasa el tiempo, más siento que la literatura es una materia de la naturaleza, mármol o piedra, cuya forma la da ella misma, por mucho que uno esté lleno de ideas. Más pasa el tiempo, tengo la certeza de que la creación es un momento de gran fragilidad y es misteriosa por definición. Nadie puede dar cuenta en verdad de por qué a veces las palabras surgen y a veces se resisten. ¿En qué pensaba Dios cuando creó el mundo, por ejemplo? ¿Qué clase de ideas preconcebidas tenía? ¿Había estructura, argumento, qué imágenes usó? ¿Tenía libreta de apuntes? ¿Qué estaba leyendo cuando lo formó a Adán? ¿Cómo se le ocurrió lo de la costilla? ¿Estaba sobrio, estaba borracho, estaba enamorado, estaba drogado? ¿Cuánto hacía que Dios no tenía sexo para venir a ocurrírsele que crear al hombre era algo bueno? Aunque Dios no va a contestar esto, dado que acostumbra a no responder nada sobre sí mismo, concluyo que en algo los procesos de escritura del teatro y la creación del hombre son parecidos. Dios nos hizo a su imagen y semejanza, y es así como hacemos nosotros a nuestros personajes: a imagen y semejanza nuestra, para desesperación del público. También hacen falta técnica y conocimientos para que la creación sea exitosa, sí. Pero eso es secundario: lo principal es el trabajo de uno con uno mismo, ante la materia. Y la tenacidad. La tenacidad del hombre es más dura que la madera más dura.

Y al fin, como uno no se da por vencido, a pesar de perder parejas y amigos, endeudarse en el bar de la esquina, con el librero, empezar a hacerle ojitos al chino del supermercado, etc., un día aparece la revelación. La epifanía, la emoción, el palpito, la eureka. De cuerpo entero. Esférica, clara y evidente. A veces es nada más que la punta del ovillo, pero a medida que uno se va conociendo a sí mismo, sabe cuándo esa punta tiene detrás un ovillo de buena lana. Incluso puede que tenga un cordero entero y balando: “María un corderito tenía, su cuerpo era blanco como la nieve", que es lo que recitó el fonógrafo de Edison la primera vez que sonó. A veces lo único que hay es la pista que seguir para tener el venado. Y uno sigue. Con temor, con incertidumbre, con el miedo adolescente de no ser correspondido por el ser amado, con vértigo. Con el corazón en la boca. Mordiéndose los labios. Como quien comete pecado tras pecado. Sin ansiedad, pero con hambre. Con angustia desde el pelo a los talones. Al principio, sentir angustia me era doloroso, sentía que antes que sentir angustia era preferible abandonar el texto. Más adelante comprendí que uno solo siente angustia cuando el texto está vivo, hay algo vivo, que está pidiendo ser conocido, revelado. La preocupación es otra cosa y tiene que ver con elementos más concretos; la angustia es el latido. Uno, angustiado como está, se envalentona igual y tira la punta del ovillo, va tras el venado, pisada tras pisada. Ahí está, uno lo está viendo. Mueve las orejitas, menea la colita. Todo se vuelve felicidad, es ese el objeto, esta la historia, aquellos los personajes. Cuando se escribe conectado con uno mismo, todo es felicidad. De pronto la felicidad es tan grande, que da igual si el texto lo hacen en un gran teatro o si hay que echarlo a la basura. Estamos convencidos. La sensación es: nací para esto, mis padres me hicieron para esto, aunque ellos no lo sabían (gracias a Dios). Los personajes -el texto- y yo finalmente nos hemos fundido. Es un acto de amor.

Hay otros dilemas, por supuesto.

Uno específico por el que yo paso y es la diferencia entre la escritura de la mera ficción y del teatro. Lo aprendí gracias a la paciencia de mi maestro -aquí presente- y tras la escritura de mi primera obra juré nunca más volver a escribir teatro. Tantas eran las dificultades que se me habían planteado. Pero soy perjura. De manera que volví a intentarlo, una y otra vez, hasta que comprendí que se trataba de escribir con dos partes distintas de la cabeza o de la conciencia. En el cuento, yo -adicta al “Decálogo del Perfecto Cuentista” de Quiroga- seguía los consejos y empezaba a escribir sabiendo adónde quería llegar y cuál más o menos sería el final. Con la misma idea encaraba la escritura de una obra y fracasaba vez tras vez... y a pesar de repetirme, vuelta la burra al trigo con la cerveza y los amigos. Como pueden deducir, el oficio de dramaturgo es casi la puerta de ingreso a alcohólicos anónimos. Lo que descubrí -lo digo modestamente- es que la escritura teatral se desarrolla en el papel. Cada vez que me sentaba a escribir, sin tener demasiado claro hasta dónde ni cómo exactamente iba a llegar ahí. Porque es un texto vivo.

Asimismo, existe una diferencia tangible a la hora de escribir para chicos o para grandes. La diferencia no es temática, sino de tonalidad. A mí me gusta escribir con humor. Primero porque el humor forma parte de mi personalidad y segundo porque creo que con humor se puede decir todo o casi todo. Las críticas son admisibles con humor, y la labor terapéutica de la risa es algo ya hace tiempo conocido. Pero especialmente en la escritura para chicos, yo creo que el humor los ayuda a fabricarse una armadura, un escudo contra el susto, el miedo y el terror. Vivimos en un mundo donde el terror está a la vuelta de la esquina -digo esto y a su vez caigo en la cuenta que lo mismo habrá pensado Perrault cuando escribió “Caperucita Roja”- y el humor puede ser un lugar en el que refugiarse.

El teatro para niños no puede ser didáctico. O no puede serlo como objetivo y propósito. Es un espacio lúdico y, en este sentido, así como los temas son los mismos para niños y grandes y lo único que difiere es el código del relato, tanto a los niños como a nosotros los adultos nos gusta reírnos sin paternalismos. Imaginen que fuéramos un viernes por la noche al teatro a ver una obra donde nos hablen con seriedad y solemnidad sobre la virtud de engullir un yogur por día porque tiene biopuritas. Que sabrá Dios qué cosa son.

Yo me atrevería a decir que la educación de los valores "políticamente correctos" implica estar de acuerdo con las convenciones y las modas ideológicas de la sociedad en que uno vive. El teatro es naturalmente inmoral. Y si hay un valor que es transmitido y debe ser transmitido desde que el mundo es mundo, es el tabú, el mandamiento de no matar. Es el único y su objeto -que dicho con cierto cinismo, puede ser discutible- es la sobrevivencia de la especie. O sea: ¿para qué cuernos sobrevivimos como especie?, es una pregunta que es harina de otro costal. Lo que no tenemos es el derecho de matamos los unos a los otros.

Hay otras preguntas.

¿Por qué uno escribe? Porque no se puede hacer otra cosa. El que pueda respirar bajo el agua que vaya y lo haga. El que no puede, acá estamos.

¿Para qué escribir teatro? ¿Por qué no?

Sigo pensando que el teatro -más aun que la literatura- es la más vital de las artes.

Sigo pensando que la palabra más maravillosa de nuestro lenguaje es ENTUSIASMO y el teatro, el proceso vertiginoso que va desde la concepción de la obra a la puesta en escena, es una escalada de entusiasmo.

Sigo pensando que si la vida tiene algún sentido, su sentido es la alegría. Y el teatro lo proporciona.

Sigo pensando que escribir es un acto de amor, y el teatro hace posible esta práctica amatoria.

El que lo duda, que lo pruebe.

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