Respuestas a las preguntas de Jorge Dubatti para la edición de La paranoia | Centro Cultural de la Cooperación

Respuestas a las preguntas de Jorge Dubatti para la edición de La paranoia

Autor/es: Rafael Spregelburd

Sección: Palos y Piedras

Edición: 2


1. ¿Cómo surgió la escritura de La paranoia1?

Esta sexta entrega de la Heptalogía de Hieronymus Bosch es, probablemente, la que cargue con mayor historia sobre sus hombros. El proyecto surgió como una necesidad natural de los actores de mi grupo, El Patrón Vázquez, de encarar un nuevo trabajo luego de nuestro montaje anterior, La estupidez. El esquema era similar (sólo cinco actores para cubrir todos los personajes que la historia demandara) pero a la vez nos presentaba un desafío bastante ingrato, y un poco autoimpuesto: ¿cómo superar los niveles de lenguaje, de precisión y de disparate a los que el grupo había llegado con aquel montaje titánico que fue La estupidez? Por supuesto que nadie nos pedía explícitamente que fuéramos más allá, pero creo que es natural en la historia de todo grupo evitar la tendencia a “volver” un poco más acá…

Que La paranoia iba a ser igual de titánica era algo que ya estaba implícito antes de sentarme a escribir. Pero al mismo tiempo, el grupo y yo éramos muy conscientes de la necesidad de simplificar otros aspectos de la producción. La estupidez fue –en muchos sentidos- nuestra obra más ambiciosa como grupo, es cierto, pero lo que el público no sospecha es el grado de desgaste que supone mantener semejante producción en nuestro entorno teatral. Las casi cuatro horas de duración de la obra hacían literalmente imposible que los actores nos involucráramos en nuevos proyectos, por no hablar de la enorme dificultad de conseguir sala. Las salas alternativas porteñas no están preparadas para alojar en sus espacios a una sola obra por fin de semana, ya que cuentan con varios espectáculos en su programación. Esto implica armar y desarmar cada noche una estructura escenográfica considerable, además de no poder compartir sala con otros espectáculos. La obra, pese a mantenerse siempre a sala llena, nació con el sino trágico de sus desbocadas dimensiones. No obstante, hizo pie en estas desventajas para autoafirmarse: “soy idéntica a mí misma”, parecía decir a viva voz. ¿Es necesariamente verdad que el público quiere ver obras “chiquitas”? ¿Hasta cuánto nos seguirá pidiendo el sentido común –en los países pobres- que achiquemos los espacios donde imaginar?

Es difícil vivir de nuestro teatro: no es “comercial” en el sentido estricto del término. Ningún proceso de tres años de ensayo será redituable en el marco de un teatro comercial.

Pues bien: esa obra no fue económica. No fue razonable. No creyó en síntesis alguna. En fin, ya me he acostumbrado a mí mismo.

Todas estas cosas debían ser tenidas en cuenta antes de embarcarnos en una nueva producción. Si las dimensiones iban a ser estrafalarias, al menos otros aspectos de la cosa debían aparecer simplificados para nosotros, para que no nos viéramos muy pronto en el mismo callejón sin salida.

Por otra parte, yo estoy bastante habituado a un tipo de escritura escénica que se desarrolla en los ensayos: una escritura en paralelo, donde se va verificando con los propios actores la eficacia o fracaso de cada texto, de cada idea de montaje. Así pude escribir obras como Fractal, Bloqueo, Lúcido o Acassuso. Sin embargo, nunca había usado este procedimiento dentro de mi propio grupo “histórico”: el Patrón Vázquez, que fundamos junto a Andrea Garrote allá por 1994 sin mucha conciencia de duración ni objetivos a largo plazo. Lo usual en las obras del grupo siempre fue que los actores recibieran la obra ya casi terminada, y que nos abocáramos a montarla, sin más. Esta vez, en cambio, a todos nos pareció que era un buen momento para intentar otra cosa. Así que cada desarrollo, cada giro de la historia, cada aparición de un nuevo personaje, fue consultada y diseñada con la complicidad de los cuatro actores del grupo: Andrea Garrote, Mónica Raiola, Alberto Suárez y Héctor Díaz. La primera condición de posibilidad de semejante procedimiento era intentar dotar a cada actor de una personalidad dentro de la obra que estuviera -por algún motivo- muy ligada a algo que ese actor quisiera encarnar por esta vez. De esto hablamos mucho tiempo. Tanto tiempo, que la obra empezó a extenderse y convertirse en este monstruo de rara anatomía y de extravagante organicidad. Ya no se trataba sólo de escribir una buena obra, ni de escribir una buena obra que cumpliera con las expectativas de un público que ya nos había visto hacer La estupidez y que siempre podía esperar aun más: se trataba, además, de que esa obra contara con la complicidad absoluta de cada actor, como único recurso para poder afrontar los días de nubarrones que, en procesos tan largos, son muchos, y bastante tormentosos.

Comencé a escribir la obra a principios del año 2005. El cruce de anécdotas, de miradas, de deseos personales de los actores fue permanente desde entonces. Había incluso toda una larga escena, fabulosa, basada en una suerte de episodio personal de la vida de Héctor Díaz, que tuve el desenfado de reescribir a mi gusto, con su amable y callada anuencia. Esta escena fue borrada de la obra con enorme dolor y largo duelo cuando Héctor –por motivos laborales completamente razonables- se vio obligado a dejar el proyecto. (Afortunadamente, Héctor pudo volver a él desde otro lado, colaborando artísticamente con la dirección en el tramo final del montaje, sobre todo en las escenas en las que yo me veía muy involucrado como actor, y desde adentro.) Lo que la obra nos exige es muy difícil de cumplir: un compromiso incondicional, que se extiende en el tiempo y el espacio por un lapso indefinido, no mesurable, que aterra un poco y asfixia otro tanto cuando se está desprevenido. La obra llegó a ser tan personal (a nuestra rara manera de traducir lo biográfico en disparate), tan colmada de inscripciones grupales, que es impensable hecha por otros actores. El reemplazo de Héctor Díaz por Pablo Ruiz (que aceptó inconscientemente feliz el desafío) es tan relevante en la obra como podría serlo la aparición de un personaje nuevo, o como lo fue la decisión de filmar un tercio de las escenas escritas en vez de hacerlas en vivo sobre el escenario.

Yo armé la mayor parte de esta estructura durante una beca de dos meses en la Akademie Schloß Solitude, de Stuttgart, entre abril y mayo de 2005. Pero la lectura permanente y la discusión con los actores fueron los elementos decisivos a la hora de descubrir la forma final de este espectáculo, que no es un texto, sino una “obra”. La versión que aquí se edita tiene correcciones que han sido hechas al pie mismo del ensayo general, en septiembre de 2007. Creo que nunca me había dedicado tanto tiempo a las escritura de una sola obra. En dos años, la persona que escribe obviamente no es la misma, por no hablar del grupo que ensaya, que argumenta, que se enamora y que se angustia con un proceso que recoge todas y cada una de las impresiones sobre el teatro que hemos podido reabsorber de nuestro entorno, de nuestros viajes, de nuestras pasiones y de nuestros desencuentros. Además, por si esto fuera poco, durante la escritura y ensayo de esta obra yo terminé al menos otros cinco montajes: Buenos Aires, Lúcido (en sus dos versiones: en catalán y en castellano), Acassuso, Bloqueo y Floresta (mi primera película, en colaboración con el director Javier Olivera). Todos estos estrenos, con sus respectivas angustias y sus festejos, nos vieron ensayando una y otra vez La paranoia, como si con tan pesado cargamento fuéramos a algún sitio más lejano, y como si el viaje necesitara más jornadas. Pues bien: el viaje está por concluir, y el destino sigue apareciendo como incierto.

2. ¿Cómo enlaza con el programa total de la Heptalogía y en particular con las cinco piezas anteriores?

El rumbo de la Heptalogía parece perfilarse con aterradora claridad: obras largas, imposibles, polémicas y cuestionables; apretadas redes de signos que no refieren sólo a sí mismas sino también a sus otras hermanas de la Heptalogía, como una suerte de metatextos casi teóricos acerca de la ficción, de las formas de narrar, de las contiendas locales alrededor del arte de hacer teatro. Obras que privilegian el procedimiento lúdico por sobre cualquier tema, por sobre cualquier mensaje. Claro que esto –podría aducirse- ocurre también en mis otras piezas recientes. Sin embargo, hay un exceso, una rebuscada arquitectura, una entrega absoluta a hacer aparecer lo inverosímil como si fuera lo más normal del mundo, que evidentemente caracteriza a las piezas de la Heptalogía. De hecho, El Patrón Vázquez ha estrenado en enero de 2007 en Cardiff otra obra mía, Buenos Aires, y es evidente para todos que se trata de un estreno “por fuera” del trabajo de la Heptalogía, sin que esto le reste o le sume méritos. Hay un espíritu Boschiano que vigila celosamente cada movimiento dentro de estas obras: el detalle infinito, la falta de un centro, la pasión por la desviación óptica, la nostalgia por un orden anterior, ausente. Y la idea siempre translúcida del diccionario extraviado, de un código que bien podría explicar los signos pero que se ha perdido justo a tiempo.

Si en La inapetencia yo había indagado especialmente en el procedimiento de la mentira a la que conduce la ambigüedad teatral (¿qué es sobreentendido erróneamente por el espectador cuando la información que se le da es incompleta y exige ser completada?); si en La extravagancia me interesaba sobre todo el armado de un melodrama donde todos los elementos (evidentemente mentirosos) estuvieran expuestos con absoluta claridad sin que esto le restara angustia a la historia; si en La modestia me debatía entre preferir alternativamente la figura o el fondo sin arribar jamás a síntesis alguna; si en La estupidez intentaba imitar la lógica del capital, de la ilusión de progreso que late en esa fantasía representativa que es el dinero, multiplicando estoicamente la cantidad de relatos de un grupo reducido de actores e historias puestos a colisionar y hacer fricción en un movimiento centrífugo que no pareciera tener final; si en El pánico coqueteaba con la construcción de un relato trascendente, fantasmal, espiritual, usando sólo ladrillos de banalidad, y sin hacerle asco incluso a las referencias coyunturales, inmediatas, de la crisis argentina de 2001-2002; si en La terquedad opté por trabajar la naturaleza irreversible del tiempo (como tiempo real, físico, metafísico e histórico) para cuestionar el principio racional de causa-efecto; entonces me parece que es posible afirmar que en La paranoia he optado por hacer un poco todo esto al mismo tiempo.

Es evidente que esta nueva entrega comparte principalmente con La estupidez su gusto por la complicación inútil, pero también es fácil para mí advertir mecanismos comunes a otras obras: el juego de registros anómalos de lenguaje (ya presentes en La extravagancia, en La terquedad o en La estupidez), que aquí se abren camino con total normalidad (ver, si no, las cuestiones sobre el poema chino, o el uso de los géneros femeninos en el futuro lejano, o la enloquecedora jerga venezolana, local hasta decir basta, lenguaje opaco lleno de posibilidades de interpretación). De La modestia, una de mis obras preferidas, es innegable el doble juego narrativo que sólo se revelerá aquí hacia el final. Como en El pánico, se hace aquí también evidente el uso abusivo de géneros secuestrados del cine: desde el terror de clase B (que aquí cobra la forma del subgénero: “terror chino comunista en ámbito venezolano”) hasta el film noir (se nos perdonará la falta de encanto del investigador en cuestión, el pobre John Jairo Lázaro, pero así es el capricho), pasando por el género David Lynch o el lánguido entretenimiento transvisteril à la Faßbinder. De La extravagancia se reconocerá un humo familiar en la leve, somera parodia de cierta teatralidad caduca: la ópera china, la tecnología retro, el romanticismo frívolo. Aunque esta vez, definitivamente más caribeño. Con La terquedad comparte esta obra su gusto por la observación atenta –pero un poco desviada- de la solemnidad: lo solemne (un lenguaje que se parece a sí mismo) es descalabrado todo el tiempo por irrupciones de objetos extraños en el modelo.

Dejo una vez más a mis atentos seguidores y a mis feroces detractores los detalles invisibles: sí, una vez más (como en otras partes de la Heptalogía) hay una clínica que se prende fuego, una vez más hay algún mito urbano archiconocido, una vez más hay un pecado oculto (la simplona gula) y otro en primer plano (la sempiterna paranoia), y otras delicias poéticas que –no teniendo uso aparente- van a rellenar las arcas de un supuesto relato que no ocurre aquí ni ahora, pero que debe estar ocurriendo en otra parte.

3. ¿Qué procedimiento singular considerás central en la composición de La paranoia?

Dicho todo esto, sólo me queda preguntarme por la especificidad de esta obra en particular. ¿Qué se hace en ella que sea central, relevante, constitutivo? Ah, malas noticias: las certezas en este sentido surgen siempre una vez que la obra cobra vida propia. Por ahora, sólo puedo hablar de un plan detallista (si bien errático) y de un par de temas y obsesiones, que son vergonzosamente autoevidentes: las preguntas metalingüísticas (en este caso por la naturaleza, uso y destino de la ficción pura), la obsesión por la forma geométrica del fractal (autosimilitud en diversas escalas e infinito detalle) que en este caso, incluso, cobra nombre y apellido propio: el ridículo Sefaratón de Hagen es esa suerte de Aleph de acrílico, de Piedra Roseta, esa metáfora explícita del abismo de combinatorias al que nos asomamos siempre los escritores. Y, a veces, los espectadores.

La paranoia está construida alrededor de una testaruda curiosidad por los medios audiovisuales. Los recursos de los grupos independientes están en nuestro país horriblemente limitados. Pero no nuestra imaginación. En este caso particular, hemos querido no quedarnos con las ganas. Las curvas en el derrotero del grupo nos han llevado en estos últimos meses a varias experiencias personales en otros ámbitos narrativos: desde la filmación de Floresta (el telefilm que escribí y dirigí junto a Javier Olivera para Canal 7) hasta la aparición milagrosa de Mi señora es una espía, la sit-com retro-peronista que escribe Andrea Garrote y que dirigió Daniela Goggi en Ciudad Abierta, y en la que todos los actores del grupo nos hemos dado el gusto de hacerle frente a un formato en extinción (¡el de la ficción en TV!), éste ha sido un año marcado por el deseo de traducir en teatro un incipiente aprendizaje audiovisual que expandió los límites de nuestros intereses.

Por supuesto que debe haber muchas maneras de montar este texto, pero no se me ocurre otra que no sea el del entrecruzamiento audiovisual, el de la convivencia licenciosa entre lo filmado y lo presente. Claro que el procedimiento no es nuevo: en Alemania, por ejemplo, cada teatro importante tiene su departamento audiovisual, que tiene tanto poder de decisión como el de dramaturgia, o el de prensa. Allí es normal que, antes de hacer un diseño para un espectáculo, al director se le pregunte cuántas cámaras, pantallas y proyectores va a necesitar. Aquí, en cambio, esto mismo no deja de ser un milagro. Y si el milagro fue posible en este caso, ha sido gracias a la valentía y el apoyo de los directores Daniela Goggi, Agustín Mendilaharzu, Juan Schnitman e Ignacio Masllorens, que no sólo no huyeron despavoridos ante el insólito encargo, sino que supieron ofrecer un valioso punto de vista a la hora de reescribir esta pieza de teatro para ese nuevo formato visual. Daniela Goggi y su equipo son responsables de la mayoría de la ficción seudovenezolana. Agustín Mendilaharzu e Ignacio Masllorens trabajaron en el documental apócrifo que muestra el Coronel: “El tiempo inteligente”. Juan Schnitman y Mendilaharzu, a su vez, encararon una tarea imposible: la escena final, “El delirio de los acontecimientos”, que requirió un tipo de trabajo inédito, cuyas reglas desconocíamos todos previamente: una arquitectura en video con todo tipo de trucas, mapas de superposición, grillas indescifrables y una coreografía desesperante que hubo que deconstruir en fragmentos, ensayar con unos conitos de papel sobre un tablero, y luego filmar por pedacitos. ¡Un ejemplo hermoso de lo que le hace el tiempo gamma a las cabezas de los humanos!

Por lo demás, La paranoia es única también en un sentido más: es casi una pieza de ciencia ficción. Un género que, como todos sabemos, se lleva mal con el teatro. Por algún motivo, toda preocupación por el futuro aparece levemente ridiculizada dentro del teatro, mientras que cualquier observación sobre el pasado –aun sosa y evidente-, suele pasar como buen teatro, o al menos como un teatro serio, relevante. Pues al teatro le va muy bien lo viejo, le encaja sospechosamente bien. Una obra que escarbe en el pasado tiene garantizada su vida útil, parecería. Mientras que cualquier intento de mirar hacia el futuro tiene los días contados, envejece con mayor velocidad. Yo creo que éste es un postulado cuestionable. Y como no sé hacer otra cosa, lo cuestiono. El futuro imaginado aquí es un futuro clásico y trillado: fallido, rengo, opaco. Pero me permite al menos una enorme cantidad de especulaciones lingüísticas, ya que no políticas. Contar la historia de un grupo de elite convocado en Piriápolis, Uruguay, dentro de veintidós mil años y pico, y para salvar al mundo, necesitaba de un diccionario singular. Allí es, una vez más, donde esta obra entronca con el espíritu general de la Heptalogía: en ella, cada nueva pieza aporta su propio diccionario, sus rígidas reglas gramaticales y su universo de excepciones.

La paranoia: un futuro muy lejano, casi inaccesible, imagina un futuro menos lejano, a pasitos de distancia, y en Venezuela. ¿Lo habré resumido bien?

4. Aunque de alguna manera ya hacés observaciones al respecto en las respuestas anteriores, me interesa que profundices en cómo pensás la ubicación de la Heptalogía en el conjunto de tu teatro. ¿Se diferencia de obras como Acassuso, Bloqueo o Lúcido?

Sí y no.

En principio, las dimensiones gigantescas del proyecto de la Heptalogía parecerían imponer reglas que a lo mejor no existen en las otras obras. Pero esta sensación puede ser un poco falsa. Por ejemplo: uno podría afirmar que las obras de la Heptalogía son “obras de escritorio”, esas obras que yo escribo en la soledad de mi cabeza (en condiciones ideales de “libertad absoluta”, sin necesidad de someter el capricho a ninguna confrontación para ver si se sostiene) y que luego son montadas en el encuentro con los actores: así surgieron La inapetencia, La extravagancia, La modestia, La estupidez, La terquedad y muchas otras anteriores: Raspando la cruz, Un momento argentino, Remanente de invierno, Satánica, etc. Sin embargo, al menos dos obras de la Heptalogía (El pánico y ahora La paranoia) comparten con Lúcido, Bloqueo o Acassuso su condición de escritura al pie del escenario.

Entonces, no es este procedimiento el que las diferencia.

Luego uno podría pensar que se trata de obras ya escritas como si fueran un guión para mí mismo: esto es, como anotaciones hechas para el director que seré luego al montar los espectáculos. Pero esto también es falso. La inapetencia no la dirigí nunca. La extravagancia la estrenó Rubén Szuchmacher. La última obra de la serie, La terquedad, que me encuentro corrigiendo ahora mismo, se estrenará en abril de 2008 en Frankfurt, en alemán, y dirigida por Burkhard Kosminski. Es decir, que tampoco es ésta la diferencia.

Tampoco se trata de obras concebidas para El Patrón Vázquez: al menos La inapetencia, La terquedad y El pánico no cumplen con este requisito.

¿Qué es entonces lo que diferencia a estas obras de las otras?

Yo creo que están amontonadas en relación a una sustancia mítica de mayores dimensiones: el hecho de pertenecer a una saga, abierta y descomunal, les confiere un valor agregado, un valor de relación. De infinitas combinatorias. Además de las ya mencionadas intertextualidades (el lector atento descubre permanentemente cómo algunos temas, imágenes, ideas, a modo de sutiles hilos musicales, aparecen una y otra vez en las obras, sin que esto implique clave alguna para decodificar lo fundamental de cada pieza) hay algo en la totalidad que balbucea en lenguas impronunciables por encima de las cabezas de los personajes: este espíritu “moral”, este diccionario perdido, este movimiento en círculo alrededor de la misma obra global, son todas maneras de traducción de aquel espíritu de Bosch que tanto me impresiona de su Tablero de los Siete Pecados Capitales y de las Cuatro Postrimerías.

¿Cómo decirlo en otras palabras? El referente más abstracto de estas obras está fuera de ellas, sólo por el hecho de pertenecer a una totalidad mayor.

¿Qué es lo que da unidad a estas obras? Ésa es una pregunta más difícil de responder. Porque la ilusión de “unidad” (tal como ya señalaba lúcidamente hace años Luis Felipe Noé en su Antiestética) ha venido a reemplazar los ya caducos principios de “buen gusto”, o de “belleza” que antes dominaban el campo del arte. Pero la unidad es un principio tan dudoso como estos otros. ¿Por qué buscamos la unidad en el arte, cuando éste es un valor que no se presenta al natural en ningún otro ámbito de nuestra vida? No hay unidad ni en el yo psicológico, ni en las explicaciones más profundas sobre el funcionamiento del mundo, ni en la contemplación estética. ¡Ni siquiera en la estructura atómica!

Yo pienso que las diferencias entre estas obras y las otras es –sencillamente- la existencia manifiesta de un plan mayor.

5. Tu teatro de los últimos años, ¿plantea diferencias relevantes con tu concepción del teatro a comienzos de los noventa? ¿Hay etapas, momentos, la historia de tu teatro avanza como desarrollo de un único programa coherente con sus planteos iniciales o explosiones, desvíos, saltos, interrupciones y nuevos comienzos?

Sí, creo que hay diferencias sustanciales. Tanto que a veces me cuesta reconocer la paternidad de mis primeras obras.

Mis primeras obras son producto de dos situaciones naturales: la primera, mi propia inexperiencia. La segunda, cierta conmoción y confusión que hacia finales de los ochenta pareció dominar el espíritu crítico del entorno teatral, que buscaba la novedad, la “nueva dramaturgia” en casi cualquier cosa. Ambas situaciones favorecieron la aparición de un primer puñado de obras que escribí más preocupado por los aspectos formales, lingüísticos, que por la propia naturaleza del teatro como modo de conocimiento del mundo. De esta época son clara evidencia Destino de dos cosas o de tres, La tiniebla, Cucha de almas o Remanente de invierno. Supongo que esa genuina preocupación formal por el lenguaje fue mi pasaporte hacia el teatro: veníamos de una época muy dominada por una serie de falsas dicotomías: realistas versus absurdistas, teatro porteño versus teatro europeizante, sainete costumbrista versus absurdo filosófico. Mis obras parecían liberarse de todos estos supuestos, creo yo, y por eso se hicieron ver.

Pero imagino que hoy en día no escribiría esas obras de ese modo. O no las escribiría en absoluto. Son el producto de una coyuntura, como ya expliqué antes. Mis preocupaciones formales son ahora más exquisitas; es decir, que incluso han dejado de ser meramente formales. El teatro como construcción de lenguaje, que delata al mundo como una otra construcción de lenguaje, sigue estando presente. Pero hay un desplazamiento en mis obras recientes. Antes me preocupaba el drama de aquello que ocurre cuando el lenguaje es una máquina diabólica; ahora me preocupa más descubrir la sintaxis de ese lenguaje, de ese mundo gramatical que llamamos provisoriamente “lo real”. O para decirlo en palabras de Jorge Dubatti, que lo explica mejor que yo: Se puede notar un pasaje de los dramas sobre el lenguaje a una indagación metafísica de la sintaxis de lo real, en busca de una teatralidad de “lo no teatral”. Después de una primera etapa en la que el objetivo general sería “cuestionar la tradición realista, psicologista y social del teatro argentino (…) a partir de una investigación en la desconstrucción o desmontaje de estructuras lingüísticas”, la dramaturgia de Spregelburd incorporaría progresivamente “otras matrices, ahora tomadas de la lógica, la ciencia (…) y la matemática”, pero también de las otras artes, en particular de la pintura, de la literatura y del cine.

De todos modos, si bien esto es cierto, no menos cierto es algo mucho más contundente: al encarar cada nuevo proyecto, no tengo mucha idea de a dónde conducirá. O mucho peor: últimamente siento la feroz necesidad de involucrarme simultáneamente en procesos creativos de índole diversa, y por qué no, opuesta. Todo aquello que yo soy capaz de decir sobre mí mismo debe ser puesto en crisis por los propios procesos creativos. Todo aquello que escucho decir sobre mí mismo me genera un fuerte deseo de refutación, dictado por un espíritu de permanente movilidad, de negación a la clasificación entomológica.

¿Nos referimos a esto cuando hablamos de salto, de interrupciones en la coherencia? Como en todo proceso dialéctico, la interrupción, el punto donde la maquinaria alcanza un extremo máximo de su flexibilidad, como en el ciclo límite de un péndulo, es a la vez la culminación, y la caída. Creo en esa pendulación entre términos opuestos mucho más que en la constitución de una coherencia lineal. ¿Cómo se explican -si no- esas vacaciones alucinadas, imperdonables y fabulosas que fueron Bizarra o, más para acá, Bloqueo o Acassuso? ¿Son estas obras interrupciones en el devenir de esa búsqueda metafísica, o son por el contrario la seca de esa cara visible, la mayor de esas metafísicas, las menos solemnes, el reducto donde todo procedimiento serio (todo procedimiento al que ya se le haya podido poner nombre) sucumbe y estalla para poder volver a descubrir el placer de la creación y sus vaivenes?

Así es que desmintiendo mi primera respuesta, creo que debo decir que mi escritura está llena de necesarios cortocircuitos. Esto es evidente cuando uno descubre que –por una sencilla cuestión de la línea del tiempo- yo estaba escribiendo al mismo tiempo La paranoia, Lúcido, Acassuso y Bloqueo, mientras actuaba en Buenos Aires (hablando en inglés con acento de Gales) y filmaba Floresta (una comedia trágica, emocional, realista), estudiaba la lengua artificial Tupal para escribir La terquedad e incursionaba como actor, de la mano de Andrea Garrote, en la sit-com Mi señora es una espía, donde interpreto a Romeo Butti, espía peronista en los años 50, un dandy inútil y pretencioso.

Más bien puedo decir que para mí todo proceso creativo surge del choque de opuestos, de la desconfianza de todo aquello que pueda ser “nombrado” previa o posteriormente, de la afición por el movimiento puro, de la pasión por la simultaneidad. Éstos son los elementos verdaderamente presentes en todas mis obras, y a ellos habría que remitirse si se quiere hablar de un plan, de una supuesta coherencia, o del adjetivo “spregelburdiano”.

6. En la Tabla de Hieronymus Bosch además de los siete cortes correspondientes a los siete pecados hay un centro, en el que se ve a Cristo. ¿Hay un centro de la Heptalogía, quién o qué lo preside?

Creo que debemos volver a las notas de Eduardo del Estal al respecto de esta pintura, y al magnífico teorema de Gödel: Todo sistema cerrado de formulaciones axiomáticas incluye una proposición inenunciable, indecidible con los elementos de ese mismo sistema.

En el centro de esa tabla moral que es la del Bosco, Jesús -como enviado de un Dios con forma de ojo que todo lo ve- se señala la herida, la boca por la que Dios y los hombres se comunican. El asesinato de Cristo parecería ser en esta figuración el centro del pecado, el octavo pecado, el mayor e innombrable. Pero es a la vez este pecado el que crea el canal, el vínculo entre ese sistema (la religión) y el otro (la humanidad). Ambas cosas están escindidas. Al hombre le ha sido negada la posibilidad de trascender la materialidad de su carne. Ambos sistemas carecen de vasos comunicantes reales: los milagros no se manifiestan más que en el delirio o en la literatura. Esta ficción pictórica parece querer ligar a la especie humana a un acto de enorme trascendencia, que haga así verdadero el resto del mensaje, del código: el códex moral de la religión católica. Lo curioso es que elija el sacrificio, el asesinato, la carne desgarrada de Su Hijo como vía de comunicación.

El pensamiento religioso siempre me ha sublevado. Pero es evidente que en la búsqueda de espiritualidad que ocurre en el arte, los caminos son a veces similares, aunque con menores consecuencias políticas. Si Dios evidentemente no existe, salvo en el lenguaje (“Dios vuelve al diccionario”, parece ser el tal vez nostálgico leit motiv de La terquedad, pieza con la que se cierra la Heptalogía), y si estos supuestos pecados (convenciones, exacerbaciones de siete actividades por lo demás naturales en el hombre) son cuestionables (o al menos lo son en mi Heptalogía, donde los nombres –las palabras- son arbitrariamente otras), ¿qué hay en ese centro? ¿Más lenguaje? ¿El corazón del lenguaje? Y en ese caso: ¿qué es eso? ¿La regla fundamental que constituye a un sistema lingüístico? ¿La excepción a todas las reglas que el lenguaje impone para poder existir? ¿O ese centro está tan vacío como el otro, el medieval, el religioso? ¿Es lícita la interpretación del mundo que surge de esa dicotomía: centro/desviación?

Como se ve, no eludo la respuesta: simplemente no la tengo. La Heptalogía no está terminada, de todos modos, y no es mi pasión responder adivinanzas, sino fabricarlas.

7. A más de diez años de tu debut como director de tus propias obras, ¿qué balance hacés de la experiencia como dramaturgo-director? ¿Te satisface ver tus textos dirigidos y escenificados por otros teatristas?

En este momento de mi producción me parece que lo más lógico, lo más simple, lo más posible es pensar en un único sentido: soy el mejor director posible para esos textos. O dicho de forma más clara: soy el mejor autor posible para ese director que trata de poner a funcionar un mundo y necesita que le escriban lo que ocurre.

Mis textos dirigidos por otros suelen ser primos lejanos. Es inevitable sentir la comezón propia de saberse familia, el guiño cómplice que nos une de alguna manera. Me sucede claramente con actores de otras latitudes que han memorizado las mismas líneas que yo, que han pasado por los mismos estadíos que los personajes que yo mismo he encarnado. El encuentro con esos actores es siempre rarísimo. A veces son rubios y gélidos, a veces bajitos, a veces son –incluso- fumadores, a veces no se me parecen en nada, a veces aman la obra, a veces cumplen con un contrato, a veces están locos de remate. Pero como pasa con los primos lejanos, uno no piensa mucho tiempo del día en ellos. Les perdona casi todo, porque no sabe mucho de sus vidas. No sabe ni siquiera a quién votaron, si es que viven en países donde se vota. Desconoce sus motivos y sus razones. He aprendido a respetar cada uno de esos asaltos a mi sentido común.

Yo no hablaría de satisfacción, de todos modos: sólo de una fuerte curiosidad. Ver lo propio en lo ajeno es una experiencia intensa y conmocionante, no siempre placentera, no siempre evitable. Es un ensayo de estar muerto. Algo -muy poco- de uno sigue funcionando aunque uno no esté. Es un encantamiento atroz, un imán peligroso. No puedo generalizar lo que me ha pasado: en cada circunstancia ha sido diferente.

8. En otra ocasión te referiste a la "función política de la ficción" y observaste que "las buenas ficciones producen el Sentido mientras que la realidad sólo lo disuelve". ¿Podrías desarrollar estas ideas? Además, ¿qué hace "buena" una ficción? ¿Qué hace "buena" la ficción de La paranoia

Es un tema de ardua discusión, que nos viene heredado de la larga tradición de teatro político que se da en estas tierras. En algún momento de la historia del teatro (no es necesariamente nuestro momento actual) se pensó que el teatro podía cambiar las condiciones de injusticia imperantes en el mundo, y tener así una función política. La respuesta evidente de esta época neoliberal y estúpida fue no, y es lógico imaginar que de allí surge una generación entera de dramaturgos pesimistas (al menos en este sentido). Sin embargo, antes de ceder a este facilismo tan propio de la época, detrás del cual parece esconderse el postulado que reza que ningún individuo es capaz de hacer nada que trascienda o modifique su ámbito social, habría que redefinir qué entendemos por política, qué por ficción y qué por realidad. Son temas sobre los que me he extendido mucho últimamente, pero tal vez no sea más que una vanidosa justificación del capricho personal: como la ficción es importante para mí, busco la manera de demostrar que es importante a secas.

La política es la “modificación de lo real”, pero quienes la ejercen de manera profesional –los políticos- nos tienen muy acostumbrados a aceptar que es, en cambio, la “administración de lo posible”, la administración de lo que hay. El ejercicio de toda política siempre ha estado relacionado –de un modo profundo- a la administración pública de las imágenes. El sistema representativo argentino (como muchos otros), esa ilusión de democracia -que tiene el mismo punto ciego que muchas otras democracias, a saber, la enorme exclusión de una mayoría de ciudadanos- es un sistema ilusorio, una construcción de lenguaje, de códigos, de modismos: una gramática.

Las buenas ficciones no son buenas sólo por contar buenas historias, más hábilmente entrelazadas o con finales sorpresivos o moralejas de uso general. Las buenas ficciones, a mi entender, son buenas porque demuestran que construir un discurso y darle apariencia de realidad es relativamente sencillo. Ante una buena ficción, definitivamente mentirosa pero coherente en su construcción, es fácil ponerse a sospechar de la versión de “realidad” que el poder, los medios, el entorno político, etc., nos quieren vender como la única realidad posible.

Las buenas ficciones expanden el límite de lo pensable. Lo que vemos como lo “real” (lo opuesto de “lo ficcional”) suele ser una simplificación, una anulación de las particularidades de las cosas que no quepan en las reglas generales. La ficción en cambio huye de lo general, ahonda en lo particular, no elabora leyes de uso global sino que atrona con ejemplos perturbadores de acontecimientos para los que la gramática del poder aún no ha diseñado trompe l’oeil alguno. Como dice Pompeyo Audivert, las buenas ficciones ponen a la realidad en ridículo; son la verdadera “realidad”. Incluso –sostiene- deberíamos dejar de llamarlas ficciones. El arte ve al mundo como lo que es, no se deja atrapar por la utilidad y conveniencia de los discursos que entrama el poder consigo mismo para perpetuarse.

Eduardo del Estal, mi mentor en estos casos tan complejos, lo explica con sencillez y ambigüedad ejemplares. El Sentido es una instancia similar -pero un poco opuesta- al Significado, su hermano gemelo, su doble maniático. Mientras que algunas ficciones abundan en Significado (redes de signos para “querer decir”), otras en realidad construyen lo no dicho, lo informe, lo misterioso. La preservación del Sentido depende en muchos casos de lo oculto, de lo no-conocido, una confianza ciega en el fondo por sobre la figura. Es decir: una operación poco razonable. La ficción es en primer término amiga de lo humano pero enemiga de la razón. Y su función es la construcción de ese Sentido sobre el que se proyectan luego los Significados.

Pero trabajar con lo informe es imposible por propia definición: de hecho todo acto de creación es una búsqueda de forma, un intento de dar forma a aquello que es todavía mero caos. En la construcción de ficciones trabajamos con signos, con Significados, con formas, pero no para redundar en el discurso que ellos construyan (discurso que estará atrapado por la red conceptual de una comunidad social y cultural determinada) sino más bien para hacer aparecer el Sentido, para echar luz sobre aquello que ni siquiera tiene la capacidad de reflejarla. ¿Por qué? Porque en el Sentido están todas las preguntas verdaderamente interesantes, las preguntas que escapan a las explicaciones racionales y culturales: la muerte, el deseo, el amor, la pulsión sexual, la locura.

La realidad construye Significados: redes útiles para explicar las cosas, redes para arribar casi siempre a versiones de las cosas que dejen bien parado al sistema imperante, el poder de turno que legaliza su propio ejercicio.

La ficción lima, raspa esa red conceptual. Y construye otra, invisible y necesaria: una en la que se atrincheran las respuestas que –a falta de otro nombre mejor, y conciente de mi error etimológico- me gusta llamar “más verdaderas”.

9. Frente a la posibilidad de hacer literatura o cine o televisión, y considerando los grandes, cada vez mayores problemas para hacer teatro en la Argentina en el circuito de producción independiente, ¿por qué seguir, por qué insistir?

Es una pregunta dolorosa y en un momento turbulento. No me atrevo a contestarla sin caer en exageraciones y antipatías de todo tipo. Hace tiempo que creo que ésta es una ciudad en el que las obras “razonables” (por formato, por factibilidad, etc.) ya casi no interesan a nadie. Soy un convencido de que hay que reinventar el formato teatral una y otra vez, no conformarse con lo que se nos ofrece como lo “posible”. Y así es que he tratado de proponer, en estos últimos años, obras imposibles.

Pero esto tiene un costo altísimo. Las obras imposibles se están haciendo, realmente, imposibles de hacer. Buenos Aires se ha inventado una red teatral rica, envidiada por otras ciudades del mundo, incluso ciudades culturalmente más poderosas y estables. Pero este sistema está amenazado por demasiados frentes a la vez. Los teatros oficiales agonizan. El Teatro Nacional Cervantes –que me convocó originalmente para estrenar allí La paranoia- suspendió nuestro contrato (y el resto de su producción en general, según entiendo) y permanece cerrado, en la encrucijada de un conflicto sindical sin solución aparente. El Complejo Teatral de Buenos Aires, que nuclea a TODOS los otros teatros oficiales, y bajo una misma dirección artística, está a años luz de poder reconocer cuáles son los valores teatrales más atractivos de la ciudad, los textos más interesantes y más actuales, y se ubica definitivamente a la retaguardia del teatro porteño, en vez de ocupar –como bien podría suceder en cualquier capital culturalmente rica- la vanguardia, abriendo camino para el movimiento independiente. Es descaradamente notorio que los programadores extranjeros que vienen a Buenos Aires en busca de teatro pasan de largo de la producción oficial (salvo honrosas excepciones, que nunca constituyen la regla) y se sumergen directamente en esa red de pequeñas salas alternativas que ofrecen algo único y personal. ¿Es la función de un teatro oficial la de satisfacer un gusto estándar, y tal vez masivo? ¿No hay en esta ciudad un capital cultural suficiente como para que la producción estatal se diversifique, dando lugar a las vertientes realmente de vanguardia, y de calidad internacional, las que hacen la historia del teatro de este país, en vez de conformar un gusto convencional y siempre un poco anacrónico?

Naturalmente no me refiero a mí en particular. Mis obras lamentablemente no parecerían llevarse bien con los formatos oficiales: dos meses de ensayo, diseños de escenografía y vestuario a veces previos al proyecto, tres o cuatro meses de temporada y punto final. Yo así no podría hacer nada. Pero -a mi entender- es de lamentar que el teatro institucional dé definitivamente la espalda a otras formas de construir teatro (y la lista incluye al menos una veintena de nombres de jerarquía) que agonizan ante la falta de apoyos claros.

Pero no es mi interés pegarle al teatro oficial, que –desde que nací en este sitio- se ha mantenido más o menos igual a sí mismo, sin que esto fuera obstáculo para que el teatro que realmente me interesa se desarrollara en los márgenes. El problema real parece estar radicado, ahora mismo, en la producción alternativa. La era post-Cromañón y la derechización de la cultura (a tono con lo que ocurre en todo el mundo) hace estragos en las salas independientes. Los teatros deben pagar multas si se construyen escenografías dentro de las salas, si se clavan clavos para armar una mesita, si no tienen máquinas de preservativos en los baños. ¿Cuáles son realmente las normas de seguridad lógicas, y cuáles, una buena excusa para acabar con la cultura no oficial? Las salas agonizan. Los subsidios del Instituto Nacional del Teatro o de Proteatro tienen demoras de –a veces- un año o dos. Los dueños de salas deben priorizar sólo los espectáculos más taquilleros. Pero como a veces no se sabe cuáles serán, los contratos que se firman suelen ser de dos meses de duración. Al cabo de ese lapso, aunque la obra haya sido muy exitosa en términos de público, la sala ya tiene firmado un contrato con el espectáculo siguiente, y comienza el peregrinaje para encontrar otra sala. Esto implica que en dos meses una compañía realiza –como mucho- entre 8 y 16 funciones. Claro, ¿quién va a querer ensayar un año o dos (o lo que sea necesario para que la obra tenga la calidad que todos deseamos) para luego poder mostrar su trabajo apenas unas diez veces? Los grupos reducen sus experiencias estéticas. Imaginan menos. Imaginan más rápido y más chiquito. No se encaran grandes proyectos, sino “pastillas” teatrales, ya que nadie puede asegurar una curva razonable de esfuerzos/retribución. Y se confunde esa pastilla con “independencia”. Empieza a verse, disfrazado de alternativo, un tipo de teatro fast-food, a veces interesante como caldo de cultivo de otra cosa, y como experiencia de formación de autores, directores y actores, pero muy poco durable, poco profundo, tenue y sin mucho margen para la reflexión estética. Una enorme confusión entre lo meramente light (que nunca es esa ligereza, esa levedad que Ítalo Calvino reclama para este nuevo milenio) y lo “pop” (que –al haberse extendido en casi todas direcciones- en muchos casos espantaría a Warhol, a Cage, y que parece remitirse a fórmulas tan cerradas y tan conservadoras como las del rock, creyendo ser todo lo contrario). Una ola de falsa “seriedad” cubre las salas: una dudosa seriedad impuesta por el status quo, justamente por esa red conceptual sostenida y apuntalada por el gusto burgués para decir justamente lo que esa burguesía está dispuesta a escuchar, y ni una gota más.

La crítica no está fuera del error. Los espacios en los medios son escasos, se han transformado en ridículos entes de calificación, y no de análisis. Suponen que el teatro le pertenece a una elite, y que esa elite arma sus categorías de manera fija, crea buenos gustos y malos gustos. Fuere como fuere, esta situación ha existido más o menos siempre, y sin embargo se seguía viendo buen teatro en Buenos Aires.

¿Pero cuánto más puede durar este paisaje? ¿Cómo hacen los nuevos talentos, actores, directores, para foguearse y aprender su oficio en un ámbito tan confuso, tan poco abierto a valorar lo artístico por sobre lo “moderno”, lo profundo por sobre lo light? El teatro que yo conocí, el teatro que me llevó a volcarme a esta actividad, no tiene asegurada eternamente su vida en la ciudad.

Allí aparecen entonces otras fantasías, suertes de bálsamos reparadores, ilusorios como la crema antiarrugas: el cine, la televisión, la literatura, el trabajo en el exterior. Estas alternativas existen –al menos existen ahora, luego de quince años de trabajo- para mí. Pero no puedo dejar de sentir mucha pena al afirmar que salgo a buscar en estas opciones lo que el teatro de mi ciudad ya no puede ofrecerme.

El cine es fabuloso, y siempre ha estado entre mis objetivos. Pero si hacer buen teatro aquí es casi imposible, hacer buen cine está incluso fuera de mis horizontes. El teatro se hace a mano; para el cine se necesita un mundo de recursos técnicos, y otro mundo de habilidades de difusión insólitas. Una película argentina, por más buena que sea, no va a poder competir nunca en la taquilla con las superproducciones extranjeras, pochocleras, a la hora de instalarse como un producto de consumo. No lo digo de manera peyorativa. El cine parece ser un entretenimiento masivo; yo mismo me entretengo mucho con él, y con estas producciones, a veces buenas, a veces lamentables. Se trata de productos industriales. Es obvio que nada de lo que yo pudiera producir en ese formato tendría ni un mínimo de posibilidades de parecerse a eso que dura dos meses en las carteleras. El único cine de calidad que puede hacerse aquí requiere apoyos de la cultura estatal. Y no los hay. Todo el sistema de producción de cine -he comenzado a aprenderlo- está muy enfermo.

Rodé este año mi primera película, Floresta, que codirigí junto a Javier Olivera, para el ciclo 200 años de Canal 7. Es una magnífica excepción. Los productores del canal estatal parecen haber diagnosticado que algo de lo bueno que ocurre en el teatro local bien podría contagiársele al cine, y convocaron a un puñado de directores de teatro, para que a su vez se acoplaran a sendos directores de cine, y juntos encararan la confección de un film. El canal presta su espacio de aire, sus equipos técnicos, y el pago de sueldos. A cambio, espera obtener un rédito inédito: 13 películas de calidad internacional, competitiva. Es –evidentemente- lo que la televisión pública hace en Francia o Alemania, y es un proyecto al que sólo puedo saludar con alegría. Pero es también una excepción. En cambio, la mayoría de los nuevos directores de talento que veo a mi alrededor, deben moverse entre proyectos totalmente independientes para los que hipotecan sus casas, sus vidas; proyectos que en general luego no llegan al público que deberían, y sólo circulan por festivales o por el Malba. Una obra de teatro en una sala pequeña es vista por más personas que una película en este formato, que le cuesta a su director una parte entera de su vida. Es muy injusto. No parece para mí una opción válida: si eso es el cine, seré sólo un visitante ocasional de ese mundito hermoso, pero el teatro sigue siendo un puesto de batalla desde donde atacar con más tino.

¿Qué decir de la televisión? Este año pasó algo extraordinario y efímero. El canal de la ciudad, Ciudad Abierta, a través de su directora Cecilia Hecht, decide producir Mi señora es una espía, una sit-com fabulosa escrita por Andrea Garrote (con la colaboración de Pablo Gelós) y dirigida por Daniela Goggi. Andrea me invitó a participar como actor. La serie es una sit-com que plantea una ficción deliciosa: una ucronía en la que la Argentina –luego de permanecer neutral en una supuesta tercera guerra mundial- se convierte en la primera potencia mundial (una suerte de parodia de “ser Estados Unidos”). Sin embargo, hay un leve problema: esa primera potencia mundial es peronista. Esto es: nunca hubo bombardeo en Plaza de Mayo, la pólvora que les vendieron a los milicos estaba mojada, y hubo peronismo durante 60 años ininterrumpidos. Un presente de esa naturaleza desentierra de un viejo canal de televisión una serie que habría sido muy popular en los años 50: Mi señora es una espía es esa serie, una especie de comedia de espías peronistas, a la manera de Maxwell Smart, regada de incorrección política y de rosado escándalo. La serie es –a mi entender- un producto de culto. Y ocurre en un canal que no tiene presupuesto casi para nada (yo actué muchas veces con mis propios vestuarios). La serie es polémica y divertida: la histeria política de nuestros días la encuadra en el centro de una discusión que varias generaciones de argentinos se deben entre sí: ¿En qué momento fue que la vida política de este país se volvió monocromática, y el único color que quedó fue el del peronismo? O lo que es mucho más extremo: ¿Qué demonios significa esa palabra? Tanto Garrote, como Goggi, como yo, pertenecemos a una generación que no vive el “trauma” del peronismo (nuestro trauma es -en todo caso- un poco posterior: el de la dictadura) y esto nos permite meter el dedo en todas las llagas, y con mucho humor. En fin, que la serie es fabulosa, que se hizo con dos mangos, que es objeto de estudio y debate en las universidades (¿de cuántos programas de TV puede decirse eso?), que es un modelo de ficción (justamente cuando la televisión parece abominar de esta idea) y que tiene un final desastroso: Macri se va de boca en su campaña, dice que el canal dilapida sin razón el dinero público (el presupuesto del canal fue aprobado -curiosamente- por su propia legislatura, que ya era macrista de antes, porque así es la ciudad donde vivimos, macrista antes incluso de que apareciera Macri), y en definitiva la producción de ficción se detiene hasta nuevo aviso. Nuevo aviso que probablemente no llegue nunca cuando el canal pase a ser herramienta de difusión del nuevo gobierno de Macri.

¿Es entonces la televisión una opción digna?

Yo creo que lo de 200 años en canal 7, o lo de Mi señora es una espía en Ciudad Abierta (un canal que, dicho sea de paso, y contradiciendo la evidente ignorancia de Macri en este punto, tiene un rating relativamente alto) son saludables excepciones. Y parezco estar bendecido con un radar para las excepciones. Que sigan llegando, si las hay. Pero soy pesimista. Y mi profesión sigue siendo, pese a todas las dificultades antes descriptas, la de dramaturgo.

De más está decir que las incursiones en diversos formatos narrativos no hacen más que enriquecerme como artista de una manera más integral: conocer en su trabajo a Daniela Goggi, Javier Olivera, Agustín Mendilaharzu, Ignacio Masllorens, Juan Schnitman, Mariano Llinás, Sebastián Toro, Marcel Cluzet, Gastón y Andrés Duprat, Cecilia Hecht, Inés Braun, Claudio Morgado, Gabriel Reches, Alejandro Montalbán, Juan Manuel Nadalini y muchos otros directores, productores, editores y artistas, que se han volcado con generosidad a compartir conmigo lo que hacen, ha sido fundamental en este año tan inusualmente lleno de actividades de formatos mixtos.

10. La paranoia obtuvo el Premio Casa de las Américas este año. Estrenaste además Buenos Aires en Inglaterra y Lúcido en Cataluña. Venís realizando una trayectoria internacional intensa. ¿Sentís que las condiciones de comprensión y valoración de tu teatro cambian fuera del contexto argentino?

Esta pregunta, sumada a la anterior, me llena de tristeza. Ya sabemos eso de que “nadie es profeta en su tierra”, y nunca tuve problemas con el hecho de recibir –a veces- más reconocimiento afuera que en mi propio país. Pero siempre es un fantasma que aparece una y otra vez. Las ofertas de trabajo afuera no abundan, pero existen. En este momento vengo de estrenar Buenos Aires en Cardiff, UK, y aún no hemos encontrado sala ni condiciones para estrenarla en Buenos Aires. En marzo de 2008 La estupidez se estrenará en París; acaba de hacerse incluso en Vancouver, en Viena, en Ginebra y en Stuttgart. La edición británica de la obra está publicada en Oberon Books. La edición alemana saldrá en breve en el libro Spectaculum de la editorial Suhrkamp, edición que comparto con los autores Harold Pinter, Martin Heckmann y Tankred Dorst. En abril de 2008 La terquedad, séptima parte de la Heptalogía, se estrenará en el teatro nacional de Frankfurt. Escribo una nueva obra breve para el Münchner Kammerspiele, de Munich, que ya ha estrenado El pánico y Papirophobie. El teatro Schaubühne de Berlín me ha comisionado la dirección de un nuevo trabajo con mi propio grupo para el año que viene, un honor al que es muy difícil decirle que no. El pánico se estrenó en New York y está entrando en imprenta en estos días. Mantengo una relación docente -ya casi un matrimonio estable- con varias instituciones catalanas. En definitiva, es una época intensa y naturalmente me siento muy afortunado. La proyección internacional es al menos lo que me permite –en términos económicos- perder dinero produciendo teatro en Buenos Aires, donde lo que hago (lo que quiero hacer) no es nada redituable, según parece.

Por eso es inevitable sentirse muy agobiado cuando las salas locales escasean, cuando plantean acuerdos fraudulentos (fuimos estafados por un productor muy deshonesto y la situación está en manos de nuestros abogados), cuando los subsidios –luego de ser prometidos a viva voz- nunca llegan, o cuando llegan en parte y uno debe meterse en deudas impagables para completar el resto de la producción, convirtiéndose involuntariamente en co-administrador de la miseria de la cultura estatal, cuando es imposible mantener unidos a los elencos, ya que los actores deben involucrarse en varios proyectos a la vez para poder vivir…

¡Pero así es Buenos Aires! Una ciudad nebulosa en la que debemos esperar, por ejemplo, cuatro años para ver las obras que el colega Javier Daulte ya ha estrenado en Barcelona, y con enorme repercusión.

La valoración de mi trabajo en el exterior es compleja, alentadora, y caótica. ¿Pero no me pasa lo mismo en Buenos Aires? También aquí hay un enorme desfasaje entre lo que ciertas instituciones (o ciertas personas que están allí y que aprecian lo que hago) me ofrecen como apoyo incondicional y lo que otras me niegan como si no existiera. También aquí los premios llegan, algunos, y de ciertas manos: La paranoia tuvo la atención del Premio del Espectador, y de los Premios Teatro del Mundo. También aquí hay colegas inteligentes y sensibles que atraviesan por la misma situación que yo, y con los que siempre es reconfortante intercambiar ideas. También aquí hay críticos interesantes (casi siempre desempleados) frente a una singular caterva de analfabetos muy ignorantes que frivolizan su quehacer, y por extensión, el nuestro. También aquí hay editores que se arriesgan, y pierden plata, publicando autores que –no les quepa ninguna duda- harán la historia del teatro de esta ciudad.

Adentro y afuera son categorías confusas para mí. Yo soy uno solo, no soy tantas personas como me gustaría, y arrastro mis dudas de una frontera a otra, y me lleva mucho tiempo adaptarme a otros modelos que no sean estrictamente el mío, o el de Buenos Aires. Afuera a veces creen que mi teatro es algo que no es. A veces las obras son realmente intraducibles, y el fenómeno de recepción está endiabladamente mediatizado por aspectos que escapan a mi control. Yo me siento un privilegiado porque puedo aprender mucho de ese espejo deformante, y es una experiencia que puedo recomendar a todo director y autor argentino. ¡Francia corrige mis obras, limpia las impurezas del idioma, regulariza las excepciones! Pero, para mí, todo ese mundo es por ahora, como dije antes, un fantasma. A veces es aterrador (la posibilidad de armar la valija y salir corriendo de una vez por todas de aquí es inherente al ser nacional) y a veces es un bálsamo. El premio obtenido en Cuba, o el Tirso de Molina, en España, ganados en medio del desconocimiento absoluto de cuál pudiera haber sido mi camino o mi obra previa, me llenan de alegría, me dan ánimos en medio de tantas incertidumbres. Estos reconocimientos no las disuelven, pero tampoco sería deseable: no hay nada peor que un artista sin incertidumbres.

(Respuestas a la entrevista realizada por e-mail a fines de 2007.)



1 La paranoia. Heptalogía de Hieronymus Bosch VI se presentó en el Centro Cultural de la Cooperación, Sala Solidaridad, septiembre de 2007, como producción del VI Festival Internacional de Buenos Aires. Las preguntas fueron respondidas por email; el título de esta nota fue elegido por Spregelburd.

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