La conciencia y la cosa | Centro Cultural de la Cooperación

La conciencia y la cosa

Autor/es: Horacio González

Sección: Invitado

Edición: 2

Español:

La antigua idea de intereses objetivos tiene una larga tradición en la reflexión y el análisis social, con aval en múltiples filosofías de la historia. El ser definido por la posesión plena de instrumentos de dominio, control y determinación del producto social organizaría su mundo de intereses de un modo diferente del ser definido por la desposesión de esos mismos medios y utensilios de producción. De tal modo, el concepto de interés se presentaría como una traslación precisa y transparente que homologa las posesiones al pensamiento, la cosa material a la conciencia cognoscente. Así expresada, esta proposición parece elemental, aunque casi un siglo de bibliografía dirigida a postular la no correspondencia puntual entre lo que se es materialmente y lo que se piensa socialmente, obligan ahora a la mayor prudencia cuando establecemos las similitudes entre el ser social y la conciencia. En las innumerables ramificaciones que tuvo esta discusión entre metafísica de la objetividad (“cosificación”) y objetividad práctica real e histórica de los fenómenos sociales (la “cosa”), se jugó en nuestros países la discusión sobre las revoluciones y cambios.


Adolfo NigroQuisiera hacer un breve comentario sobre la antigua idea de intereses objetivos. Es sabido que éste es un magnífico concepto de larga tradición en la reflexión y el análisis social, que tiene su aval en múltiples filosofías de la historia. Con él se desea aislar una relación específica entre el comportamiento simbólico o cultural y la posición real de las personas y grupos en la vida productiva. Así enunciado el tema, parecería muy simple establecer una correlación entre lo primero y lo segundo. Las personas actuarían según su posición social o económica, según su situación en la lógica distributiva tanto de los bienes sociales como del goce de la propiedad de medios productivos. El ser definido por la posesión plena de instrumentos de dominio, control y determinación del producto social organizaría su mundo de intereses de un modo diferente del ser definido por la desposesión de esos mismos medios y utensilios de producción. De tal modo, el concepto de interés se presentaría como una traslación precisa y transparente que homologa las posesiones al pensamiento, la cosa material a la conciencia cognoscente.

Así expresada, esta proposición parece elemental, aunque casi un siglo de bibliografía dirigida a postular la no correspondencia puntual entre lo que se es materialmente y lo que se piensa socialmente, obligan ahora a la mayor prudencia cuando establecemos las similitudes entre el ser social y la conciencia, para expresarnos con un enunciado clásico y bien conocido. Sin embargo, siempre queda en pié el problema de las raíces sociales del pensamiento político –no podemos omitirlas- y la advertencia ya imperiosa de no establecer equivalencias inmediatistas –los sectores “altos” son ideológicamente conservadores, los “bajos” son potencialmente revolucionarios, poco más o menos. En los tiempos fervorosos del nacimiento de las teorías críticas –el socialismo en la base productiva de la sociedad o en el tejido de sus costumbres-, se festejaba el pasaje, la transmigración de un interés a otro.

El fenómeno consistía en que vidas destinadas a hacer su viaje existencial en el interior de las clases propietarias, burguesas o “acomodadas”, se convocaran a una reflexión autoproducida por la cual pasaban a integrarse en las filas del proletariado. El proletariado era el método y el sentido de ese pasaje, o bien, el pasaje mismo. Ésta última noción, históricamente conmovedora, es esencial para pensar la teoría misma de este pasaje, que ocurre enteramente en el ámbito dramático de una biografía. Muchas veces, Engels escribió que esa torsión había sido característica de Marx, el Fundador. Tomo esta última expresión del bello y aún muy legible libro –la biografía de Marx- de Franz Mehring. Marx no solo se convertía en el nombre de las teorías de la experiencia revolucionaria, sino que él mismo las encarnaba en su opción biográfica esencial.

Ha corrido mucho tiempo de esta idea de los intereses objetivos como el descubrimiento que pone a luz una verdad social y como lo que hace un sujeto para tornarse un campo de pruebas de su propio pasaje vital. El centro quizás estaba puesto en esa opción difícil y dolorosa del hombre que abandona su modo de vida anterior –el modo burgués- para destinar su vida a vivir destinos con otro contenido social. Sin embargo, Marx había escrito en páginas decisivas, que no hay una naturaleza humana fija y que el hombre es “un conjunto de relaciones sociales”. Aunque en el mismo momento, su enunciado de que el ser social determina la conciencia contribuía para darle a la doctrina de los intereses objetivos una dimensión menos compleja que lo que realmente se verificaría cuando aparece la idea de que los hombres hacen la historia pero no necesariamente “en las condiciones por ellos conocidas o sabidas”.

Se abría así un panorama nuevo para interpretar las formas de conciencia y de autoconocimiento, todas ellas regidas por la distancia entre lo que puede interpretarse que la historia nos reclama y lo que los sujetos alcanzan a comprender de ella, situando ese reclamo en su conciencia a partir del juego de las más diversas interpretaciones. Esa hendidura entre el ser objetivo y las condiciones de la conciencia posible fue el debate señero del siglo veinte entre las fuerzas de la izquierda, que cambió de matiz luego de que Georg Lukacs admitiera que no era oportuno un concepto arquetípico o apriorístico (“atribuido”) de conciencia para el proletariado, intentando revalorizar de distintas maneras la idea de “movimientos prácticos”, lo que abría las puertas al estudio de los “cuadros de vida” o de la “vida cotidiana”. De algún modo, lo interpretable volvía como problema, luego de que la tesis XI hubiera lanzado el desafío de debilitar la esfera de las interpretaciones, como si ahora valiese más el posterior pensamiento nietzscheano llamando a considerar menos los hechos que sus interpretaciones.

Lógicamente, en estos casos había que contemplar la diferencia entre el interés de clase y las diversas prácticas interpretables de la realidad. Y consiguientemente, la existencia cultural de un realismo crítico, con sus propias formulaciones en torno a las alianzas políticas, que evitarían partir de la diferencia instantánea entre el proletariado ideal y las formas sociales tan diversas que iba tomando el interés de clase, en la medida que se lo reconociera al margen de las primeras hipótesis sobre el paralelismo de identidades entre el socialismo científico y los lenguajes prácticos de la conciencia obrera realmente existente.

Durante las últimas décadas del siglo XX, la convicción sobre la realidad de esa diferencia se convirtió en el centro de las teorías sociales más visibles. En un sentido muy general, la idea de que en un plano se sitúa el método de análisis y en otro las banderas políticas que actúan en la formación histórica real, fue el tono del debate en los años sesenta, lo que permitió una gran versatilidad en la idea de intereses objetivos y sus reinterpretaciones nominalistas, culturalistas o populistas, estimuladas por el tercermundismo reinante y también por las nuevas hermenéuticas y filosofías del lenguaje.

Tiempo después surgirían las reflexiones antropológicas sobre las clases luego llamadas “subalternas”, antes de que terminara de agotarse la consideración teórica del fenómeno de la opresión colonial, nacional o social, estudiado desde la fenomenología de la violencia, desde intervenciones a la manera de Bataille sobre el derroche y el don en el intercambio económico, desde las más tempranas de Henri Léfebre sobre el vínculo entre alienación y vida cotidiana y las más cercanas a nosotros, la de los estudios culturales de origen anglosajón –sin olvidar a Walter Benjamin, que extendía al proletariado una idea mesiánica- reinterpretando el Dieciocho Brumario de Marx como el teatro de operaciones de una literatura baudelaireana actuando sobre las figuras lírico-sociales que influirían sobre la propia noción de clase social. Convertido ese gran texto en una tragicomedia política que estetizaba retrospectivamente todo el antiguo espacio de las luchas del siglo XIX, el concepto de intereses objetivos debía pasar ahora por el examen de las alegorías revolucionarias más arcaicas, incluso las de corte teológico.

Estos breves trazos, necesariamente incompletos, sirven apenas parcialmente para perseguir el itinerario de la idea de intereses objetivos, que ve perdida su condición originaria de ser una postulación anticipada de las finalidades revolucionarias, su razón teórica proletaria: aquello precisamente atribuido, como se desdecía Lukács de lo que él mismo consideraba su idealismo teoricista inicial. Quizás esto ocurría por la subterránea influencia, más real que declarada, que en la segunda mitad del siglo XX ejercieron las visiones weberianas respecto a la gran fuerza de investigación que poseen los conceptos de Marx, pero solo útiles en cuanto no se los confundiese con fuerzas reales. Si así fuera, daría lugar a una metafísica de la historia, lo que había que evitar –visión que era casi un anticipo de lo que luego sería la visión madura de Lukács. La cosa, en el sentido fenomenológico –redefiniendo el interés objetivo a la manera weberiana, lo que también aceptaría Merleau-Ponty-, sería menos la causal de una asfixia en la comprensión, la afamada cosificación, que la forma vital práctica de la conciencia ante los conceptos inertes que intentan apresarla. En ese sentido la invoca León Rozitchner en La cosa y la cruz. Este autor había sido el traductor del libro de Merleau-Ponty, Las aventuras de la dialéctica, en la que se indica la pertinencia de la crítica weberiana al concepto de interés objetivo del clasicismo marxista.

De ahí que en las innumerables ramificaciones que tuvo esta discusión entre metafísica de la objetividad (“cosificación”) y objetividad práctica real e histórica de los fenómenos sociales (la “cosa”), se jugó en nuestros países la discusión sobre las revoluciones y cambios. Podemos encontrar aquí una suerte de inversión dialéctica que realizaban los críticos filiados al nacionalismo popular, al tomar sin necesariamente citarla la posición realista crítica lukacsiana. Invertían intencionadamente la teoría de la objetividad histórica al declarar que las izquierdas cargaban un liberalismo incapaz de romper su sentido de clase burguesa o pequeño burguesa –aunque postulaban un compromiso proletario-, mientras que otros sectores con compromisos burgueses de origen, encarnaban en determinado período histórico un compromiso social con el progreso objetivo. Ellos realizaban el “salto de clase” propicio al momento áureo de la fundación intelectual del concepto proletario.

Todo ello, se dirá, estaba adherido imperfectamente a formas neo-estatistas y terceristas-populistas. Los marxismos nacionales de los años sesenta, sobre todo en Argentina, reelaboraron estas tesis, y refinadas teóricamente en la pluma de John William Cooke –también influido por Luckacs-, dejaron emerger un concepto de proletariado envuelto en su circunstancia histórico-cultural, nombrado con su singularismo local y sus intereses objetivos no revestidos de la teoría formalizada en cánones abstractos. Al contrario, debía ser juzgada por sus efectos prácticos. Estos componían una nueva objetividad, en la que la clase proletaria no provenía de una atribución de sentido previo sino de los nombres culturales que habían surgido de prácticas reales, existencialmente situadas.

Estas visiones no pudieron reclamar, en aquellos momentos inmediatamente pretéritos, logros políticos significativos, excepto el de haberse formulado con textos de rico contenido analítico y reflexivo. En nuestros días, obtendrán una reinterpretación conservadora con nuevas doctrinas de intereses objetivos que se vuelcan hacia un pragmatismo carente de imaginación colectiva, hacia un economicismo y un cientificismo que implicarían una redefinición conservadora de la objetividad histórica. No lo objetivo constituído y atravesado por un saber utópico, un don que emana de las fuerzas del lenguaje no disolubles en ninguna instancia empírica en las fuerzas reales existentes, sino una apelación a la naturaleza fija de las identidades políticas recibidas. La objetividad de la reproducción del campo político con su crudo posibilismo, residuos de cosas ya trasitadas.

Al mismo tiempo, son abandonadas del trabajo de interpretación más exigente, las denominadas clases medias, desposeídas de una objetividad “atribuida”, pero sometidas desde luego al combate entre las subjetividades oscuras de la época y simbolismos culturales de pobre resolución. Pero en éste ámbito suele jugarse la interpretación de la vida intelectual y los legados culturales más profundos, aunque manifestados bajo supuestas unanimidades mediáticas. Jauretche, que había utilizado elementos no declarados de un marxismo crítico, a los que había pasado por un lenguaje épico-literario, pragmático y utopista a la vez-, había llamado “medio pelo” a este sector. Lo declaraba así un campo de cruce de todas las formas de conciencia mal elaboradas o dramáticamente fragmentadas de un momento histórico. Lo convertía así en un elemento a desentrañar sin prejuicios, sin condenas rutinarias ni cegueras filosóficas. Con ello –para concluir estas rápidas líneas- quedaba claro que estaba en juego nuevamente la construcción de una autonomía intelectual crítica que surgiera de los pliegues internos, revisados lúcidamente, de la historia transcurrida. Es decir, de un nuevo examen de la objetividad, en medio de los nuevos nombres que caracterizan las crisis del mundo productivo y de la cultura.

Compartir en

Desarrollado por gcoop.