La vestimenta como justicia escénica en “Mi vida después” | Centro Cultural de la Cooperación

La vestimenta como justicia escénica en “Mi vida después”

Autor/es: Florencia Angilletta

Sección: Palos y Piedras

Edición: 19


¿Se puede narrar el horror? Este interrogante ha sido abordado por diversos autores y hasta un modo de leer el derrotero intelectual del siglo XX es en torno a la tensión decible/indecible. Pero, particularmente, esta vinculación entre trama política y trama artística adquiere una modulación específica en el pasaje de la consideración del arte como una esfera autónomai –es decir, esfera “estética” entendida como bella– hacia una inflexión nueva que vincula el arte con lo sublime y lo irrepresentable, especialmente en relación a la experiencia de la situación límite en los campos de concentración y, en el caso argentino, con las prácticas de la última dictadura militar.

Sin embargo, durante la segunda mitad del siglo XX varios autores, como Giorgio Agamben, advierten:

¿Por qué conferir al exterminio el prestigio de la mística? (Agamben, 2000: 31). Decir que Auschwitz es ´indecible´ o ´incomprensible´ equivale a euphemien, a adorarle en silencio, como se hace con un Dios; es decir, a pesar de las intenciones que puedan tenerse, contribuir a su gloria.i

En tanto, Dominik LaCapra advierte sobre “vincular lo traumático con lo sublime, transformándolo en el fundamento de una prueba exaltada (…) que está por encima de la ética.”iii Por otra parte, Paul Ricouer propone “quien dice intransmisible, no dice indecible”iv , y Pilar Calveiro plantea: “Si bien toda experiencia es única, esa cualidad que la hace intransferible, no la convierte en incomunicable.”v En este sentido, LaCapra amplía:

Poner el acento exclusivamente en el exceso irrepresentable puede distraer la atención de lo que concretamente puede y debe representarse y reconstruirse, tan exactamente como sea posible, de los sucesos límites traumáticos.vi

Desde esta constelación de autores que disputan la pertinencia de representar y comunicar la experiencia del horror es que queremos explorar Mi vida después, en tanto apuesta por pensar las formas de las figuraciones estéticas en los relatos de los procesos históricos violentos. Es decir, lo que nos proponemos indagar es cuáles y cómo son las formas de relato posibles. Pasar de la cuestión temática de qué se puede representar a la pregunta performativa sobre cómo se puede representar. En este sentido, la obra de Arias resulta una trama artística en que la pregunta sobre si se puede narrar la violencia (principalmente, el horror) cobra especial relevancia. Asimismo, de las muchas inflexiones posibles para abordar este tópico buscamos centrarnos en el problema de la memoria. En este sentido, nuestra hipótesis es que puede leerse en Mi vida después un trabajo sobre la dimensión cualitativa de la memoria, que abre nuevos interrogantes en torno a los cruces entre arte y testimonio, como formas de la “justicia escénica”.

Memoria, relato e imagen se inscriben simultáneamente en Mi vida después. La obra, de problemática definición genérica, cruza las tramas del testimonio político y del implosionado teatro. De este modo, su propia construcción formal busca señalar que no hay un en sí de la memoria que se pueda aprehender, sino que la memoria se constituye a través de los relatos (narrativos, visuales) que la conforman. De este modo, esta performance no constituye una representación sensu strictu, sino que habilita un espacio estético que cuestiona la misma representación del trauma, pero en fugas hacia planos aparentemente laterales como la música, la decoración y, principalmente, la vestimenta. De este modo, la obra también incorpora la pregunta ontológica por el teatro y al respecto consideramos la definición de Dubatti: “El teatro se define lógico genéticamente como un acontecimiento constituido por tres sub-acontecimientos relacionados: el convivio, la poíesis y la expectación.” viiA su vez, ya Ricouer señalaba: “Ver una cosa es no ver otra, narrar un drama es olvidar otro” (Ricoeur, 2004: 576). Como veremos, la misma disposición formal de la obra, lejos de reponer una historia total, busca extremar esta dimensión cualitativa de la memoria: “Si no podemos acordarnos de todo, tampoco podemos contar todo. La idea de relato exhaustivo es una idea performativamente imposible. El relato entraña por necesidad una dimensión selectiva” (Ricoeur, 2004: 572).

La creación Mi vida después de la actriz, directora, compositora, cantante y artista Lola Arias, tuvo su génesis en la serie Biodramas –que ponía en interdicción los límites entre arte y vida, o entre realidad y ficción–programada por Vivi Tellas en su dirección del Teatro Sarmiento. Aunque para el estreno en marzo de 2009 Tellas ya no estaba al frente del proyecto, el espíritu de la propuesta persistía en el propósito de Arias que reunía a seis actores nacidos entre fines de los setenta y principios de los ochenta para hacer una remake de su historia público-privada. Se trataba de Carla Crespo, hija de un guerrillero del ERP que murió en el enfrentamiento de Monte Chingolo; Vanina Falco, hija de un policía que trabajaba para el servicio de inteligencia y apropiador de un bebé nacido en la ESMA –el hoy diputado por el kirchnerismo, Juan Cabandié–; Blas Arrese, hijo de un ex cura que tuvo seis varones; Mariano Speratti, hijo de un desparecido periodista automovilístico que militaba en la Juventud Peronista; Pablo Lugones, hijo de un empleado de un banco intervenido por militares; y Liza Casullo, hija de los intelectuales Ana Amado y Nicolás Casullo, quienes se exiliaron en México.

Performers testigos

¿Cuál es el cruce entre memoria y recuerdo? Al respecto, LaCapra señala la importancia del testimonio “cuando se intenta comprender la experiencia y sus consecuencias, incluido el papel de la memoria y los olvidos en que se incurre a fin de acomodarse al pasado, negarlo o reprimirlo” (LaCapra, 2005: 105). Así, desde el comienzo, la obra puede leerse en clave “testimonial” por el acto inaugural de la enunciación en primera persona, en presente, que recuerda el pasado (la infancia familiar y barrial, la adolescencia, el tránsito a la adultez) inscripto en el devenir de la historia nacional. Sin embargo, no toda la lectura se agota en este señalamiento dado que en la obra hay una particular relación entre memoria, testimonio y arte.

En principio, ya en el plano formal hay una superposición de enunciadores. Desde entonces, el pacto entre performer y espectador incluye que el receptor potencialmente conoce el material “real” con el que la puesta fue concebida. Pero además de esta pendulación entre autobiografía/creación la obra se inscribe también sobre posiciones de sujeto diferentes: víctima, testigo, performer. Especialmente sobre la condición de los performers como testigos retomamos a Agamben, quien señala:

En latín hay dos palabras para referirse a testigo. La primera, testis, de la que deriva nuestro término ´testigo´, significa etimológicamente aquel que se sitúa como tercero (terstis) en un proceso o litigio entre dos contendientes. La segunda, superstes, hace referencia al que ha vivido una determinada realidad, ha pasado hasta el final por un acontecimiento y está, pues, en condiciones de ofrecer un testimonio sobre él.viii

Desde este enfoque, podemos considerar la doble inflexión de testigo de los performers como aquellos que han visto, pero también como quienes han visto y testimonian. Sin embargo, Agamben también señala los límites del testimonio en tanto los verdaderos testigos, los testigos integrales, son los que no han testimoniado ni hubiesen podido hacerlo: “Quien asume la carga de testimoniar por ellos, sabe que tiene que dar testimonio de la imposibilidad de testimoniar” (Agamben, 2000: 34).

Así, en esta sobreimpresión de posiciones de sujetos de la enunciación puede trazarse en la obra la tríada yo lo vi, yo lo viví, yo lo inscribo. En esta línea, retomamos a LaCapra quien plantea que testimoniar implica transitar de la posición de víctima a la de sobreviviente y agente (LaCapra, 2005: 110). No obstante, los alcances performativos del prestar testimonio en la obra aparecen corroídos porque, sin abandonar completamente la trama del testimonio político, hay un cruce con la trama artística. Esto se enfatiza en, al menos, dos sentidos. Por un lado, en la apuesta que implica la imaginación sobre los sucesos que dispara la obra. Justamente, en  Family Frames Marianne Hirsch (1997) introduce el término “postmemoria” para resignificar la memoria de la segunda generación, es decir, la de quienes acceden a los eventos traumáticos mediados por los relatos de las víctimas directas y operan así desde la “participación imaginativa”.

Por otro lado, en que el deseo de testimoniar es también deseo de ser testigo/protagonista de lo que han vivido los padres. Notamos entonces como hay Mi vida después una problemática inscripción del yo –víctima, testigo, sobreviviente, performer– a la vez que se transgreden los alcances convencionales tanto de la autobiografía como de la obra testimonial.

Testimonio: las tramas la performance

Los cruces entre memoria, testimonio y arte inscriptos en Mi vida después también pueden leerse bajo la óptica de las relaciones entre la historia y el arte (concebida esta última no como una esfera completamente autónoma, sino en el corazón de las tensiones sociales presentes). Al respecto, todo un horizonte de discusiones se abre en torno a la incorporación de testimonios en la dimensión histórica dado que se objeta su capacidad de ser falibles y precisos. LaCapra aborda esta “tensa relación entre los procedimientos de reconstrucción objetiva del pasado y la respuesta empática” (LaCapra, 2005: 106) y recuerda el caso real de una mujer a la que se le objeta su testimonio porque no es cierto el numero de chimeneas que refiere.

Justamente, nuestra lectura se inscribe en esta polémica y la hipótesis articuladora del trabajo es leer Mi vida después como la radicalidad de la materialidad de la memoria, entendiendo por materialidad las cualidades y formas bajo las cuales la memoria se compone. La apuesta de Arias es correrse de la pregunta acreditable para la historia: ¿cuánto se recuerda?, hacia una pregunta que enlaza más cabalmente con la trama estética: ¿cómo se recuerda?

Así, el “estatuto de verdad” ya no es “representar el pasado tan exactamente como sea posible” (LaCapra, 2005: 117) sino asumir, siguiendo la línea de LaCapra, que “el en sí” de los hechos sucedidos puede resultar inaprensible, y que lo posible son los hechos contados y percibidos por subjetividades. En la obra de Arias esto se evidencia en el desplazamiento de la dimensión cuantitativa hacia la dimensión cualitativa de la memoria.

“¿Cuántas memorias hay que contar?” (Ricoeur, 2004: 533) Si, tal como propone Ricouer, la memoria se define como lucha contra el olvido, Mi vida después puede ser leída como la exposición radical del ars memoriae. Recordar es un trabajo que implica, en la trama artística, imaginar, suplir, cortar, vacilar, pegar.

Retorna entonces la inquietud: ¿cómo narrar, entonces, lo que sí se puede narrar? Hay una superposición e hibridación de géneros, como vimos, y en la misma superficie de la performance hay una “recomposición formal”ix; un montaje narrativo y visual, a la manera de collage, entre música, imágenes, objetos, instalación, movimiento, discursos.

La vestimenta como política

Desde su génesis, el ritual del teatro estaba ligado a la vestimenta, como un elemento específico que favorecía la prolongación de la illusio, del como si, que instala toda performance ante la mirada del otro. Ya en las germinales prácticas griegas, el vestuario cumplía un contradictorio rol homogeneizador y diversificador a la vez: las túnicas y máscaras diferenciaban al héroe de los otros tipos teatrales. La misma dinámica operaba en el teatro medieval en el que los personajes bíblicos se distanciaban de la plebe, como mercaderes y soldados. Fue el teatro ligado a las cortes (aquel que se consolidó cuando la nobleza hizo del ocio y del arte un paradigma que persiste en la noción actual de entretenimiento) el responsable del hito expansivo del vestuario como un elemento esplendoroso/decorativo que se alejaba de su rol metonímico –la prenda por el todo– hacia una concepción integral, magnificada e imperativa. Además, la ropa jugaba un rol decisivo en los momentos históricos en los que la actuación profesional estaba vedada para las mujeres. Así se “normalizaba” la relación entre vestimenta e identidad sexual, a la vez que se amplificaba como ideal utilitario (esto es motivo de parodia en películas como Shakespeare in love; y de recurrencia en los clásicos actos escolares en los que una niña simula ser José de San Martín).

A partir del siglo XIX y con la consolidación de la burguesía, el hecho teatral redimensionó la relación social con el vestuario: el teatro burgués (hecho por y para burgueses) acentuó la función moderna de la ropa como elemento escénico que ayuda en la ficción de representación y en el modo inequívoco de asociar identidad/personaje (y con él, su contexto histórico, etario, laboral). A su manera, las vanguardias históricas del siglo XX pusieron en crisis esta convención, y de este cuestionamiento son hijas las puestas que proponen hacer Chéjov en calzas negras o montar Eurípides con ropas disco retro. Lejos de este guiño irreverente, pero ya bastante cristalizado, la mayoría de las puestas argentinas reactualizan el significado social del traje, aquel que, cual gestus brechtiano, instaura una analogía directa para el espectador. Por ejemplo, apenas aparece sobre el escenario una mujer vestida con guardapolvo blanco se deduce que es maestra, a menos que el argumento demuestre lo contrario.

Mi vida después pone en interdicción este patrón colaboracionista vestimenta/identidad y lleva a la literalidad artística la expresión coloquial “ponerse en los pantalones del otro”. Asimismo, la elección de las prendas es sintomáticamente generacional: la obra de Arias también dialoga con el estado de la “imaginación publica” (Williams, 1980) articulado en torno al boom, post 2001, del diseño de autor y la cultura del look.

La ropa es un elemento estructurante de la performance. El espacio en Arias es una virtualidad, plausible de ser varios sitios a la vez. Así, monta un dispositivo escénico en el que confluyen grabaciones de cassettes, cámaras de video, instrumentos musicales, tizas para escribir el suelo, filmaciones en súper 8, coreografías, música en vivo. Y por supuesto, pilas de ropa que los mismos intérpretes se ponen/sacan/ponen en el movimiento de revisitar las ropas de sus padres en las figuraciones de la guerrillera, el bancario, la conductora, el cura, la policía y el mecánico.

Lola Arias, en una entrevistax, recordaba una foto suya a los nueve, usando la ropa y los anteojos de su madre: “Para mí, esa voluntad infantil trajo la idea de hacer una obra en que los hijos se ponen la ropa de los padres para reconstruir la vida de ellos, como si fueran dobles de riesgo dispuestos a revivir las escenas más difíciles de sus vidas”. Así, desde el comienzo, Arias utilizó las vestimentas usadas como estímulo para la concepción escénica.

Mi vida después comienza con una suerte de lluvia de ropa que se desploma sobre el escenario vacío. Liza Casullo agarra un par de jeans y dice: “Cuando tenía siete años me ponía la ropa de mi mamá e iba por la casa pisándome el vestido como una reina en miniatura. Veinte años después encuentro un pantalón Lee de los 70 de mi madre que es exactamente de mi medida. Me lo pongo y empiezo a caminar hacia el pasado”. Ropa mandato (que cae frenéticamente desde arriba) y ropa elección (que eligen probarse), las prendas son elementos violentos que los intérpretes no sólo visten/desvisten sino que se arrojan entre ellos mientras suena, en escena, el in crescendo de la guitarra y la batería. La ropa también converge en polisémicos sentidos. Dos escenas resaltan: cuando Falco identifica las muchas caras de su padre y sus compañeros actores, vestidos de idéntico traje policíaco azul, (re)versionan a Luis 1, 2 y 3; y cuando el linaje Lugones se reúne a través de los zapatos para bailar malambo mientras Pablo dice: “Me pongo las botas de mi abuelo, y es como si el tiempo no hubiera pasado y los tres nos encontráramos en el mismo cuerpo".

De este modo, la ropa asume una intervención hacia ese núcleo argumental vaciado, y doloroso, del que los parlamentos emergen como escombros. La ropa es así personaje, en tanto pasa de médium dramático a fin en sí mismo.

Justicia escénica: formas de la memoria como formas de vida

La relación entre historia, memoria y prenda ya orbitaba en Los rubios, película insignia del cine argentino que abordaba la proyección de los hijos sobre el relato de la dictadura. En Cartografía de una película, la creadora Albertina Carri reflexionaba: “Creo que nosotros, mi generación, pudimos tomar la herencia de manera menos solemne y desarticulada, probarse los vestidos de la abuela y bailar con ellos”. En cierta forma, son estos ropajes políticos los que impregnan la obra de Arias. Desde esta óptica, el arrojo de la ropa inicial puede leerse como analogía distópica de la representación icónica de los vuelos de la muerte mientras que el final con las sillas vestidas puede leerse como (per)versiones del diseño clásico de los siluetazos.

Asimismo, el pacto tácito del artificio teatral es interpelado por el espacio liminar entre lo real y lo imaginado que implica la ropa. No se trata de poner en escena lo cotidiano sino que a partir de los objetos/vestimentas cuestionar los límites entre lo íntimo, lo público, lo privado y lo colectivo.

La fiabilidad del recuerdo está suspendida en el enigma constitutivo de toda la problemática de la memoria, a saber, la dialéctica de presencia y de ausencia en el corazón de la representación del pasado, a lo que se añade el sentimiento de distancia propio del recuerdo con la diferencia de la ausencia simple de la imagen. (Ricoeur, 2004: 533)

En Mi vida después Arias construye la obra a partir del material original aportado por los intérpretes. Así la pieza –como un edificio restaurado que señaliza sus partes intervenidas– resalta los límites entre verdad y recreación, y los intérpretes dicen, tal como señala Brownell (2009):” Éste es el mameluco original que usaba mi padre”, “Mi padre usaba un traje como éste” o “La sotana de mi padre se perdió y en el teatro me dieron ésta”.

Por último, queremos referirnos al diálogo de estas intervenciones con la decisión de incorporar las fotos familiares en la trama, como un marco visual que también colisiona las nociones de público y privado. Siguiendo a John Peter Berger: “La fotografía privada vive una continuidad. La fotografía pública, por el contrario, ha sido separada de su contexto y se convierte en un objeto muerto” (Berger, 2008: 77). Pero el movimiento de la obra de re-tomar las imágenes y re-significarlas con la doble intervención (plástica y performativa) parece conformar “un contexto vivo (…) y se trascendería la distinción entre los usos privado y público de la fotografía” (Berger, 2008: 78).

Así, este álbum de familia implosionado por la historia dialoga también con la misma noción (y condición de estatuto) que las fotografías tienen en la trama de la performance. Esto es especialmente sugerente en la intervención de las imágenes que potencian la práctica de la vestimenta. Por ejemplo, se interpela el “efecto reflejo” de los hijos usando la ropa de los padres a una edad similar: tal es el caso de Pablo cuando cuenta que a su padre le pidieron que se corte la barba y esta imagen paterna se proyecta sobre su propio pecho.


Bibliografía

  • Agamben, Giorgio, “El testigo”, en: Lo que queda de Auschwitz, Valencia, Pre-Textos, 2000.
  • Berger, John Peter, "Usos de la fotografía", en: Mirar, Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 2008 [2005].
  • Brownell, Pamela, “El teatro antes del futuro: sobre Mi vida después de Lola Arias”, en: Telón de fondo, Nº 10, diciembre 2009.
  • Calveiro, Pilar, “Tortura y desaparición de personas, nuevos modos y sentidos” en: Zubieta, Ana María (comp.), De memoria, Buenos Aires, Eudeba, 2008.
  • Didi-Hubermann, Georges, "La posición del exiliado: exponer la guerra", en: Cuando las imágenes toman posición, Madrid, Machado, 2008.
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  • Hirsch, Marianne, Family Frames. Photography, Narrative and Postmemory, Cambridge, Massachusetts, London, Harvard University Press, 1997.
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  • Ricoeur, Paul, “El olvido” en La memoria, la historia, el olvido, Buenos Aires, FCE, 2004.
  • Williams, Raymond, Marxismo y literatura, Barcelona, Península, 1980.

Notas

i Al respecto son fundacionales las obras de Kant, Immanuel, Crítica del juicio, Madrid, Espasa Calpe, 1999; y, Schiller, Friedrich: Cartas sobre la educación estética del hombre, Madrid, Aguilar, 1963.
ii Agamben, Giorgio, “El testigo”, en: Lo que queda de Auschwitz, Valencia, Pre-Textos, 200, p. 32.
iii LaCapra, Dominik, “Testimonios del Holocausto. La voz de las víctimas” en Escribir la historia, escribir el trauma, Buenos Aires, Nueva Visión, 2005, p. 111.
iv Ricoeur, Paul, “El olvido” en La memoria, la historia, el olvido, Buenos Aires, FCE, 2004, p. 577.
v Calveiro, Pilar, “Tortura y desaparición de personas, nuevos modos y sentidos” en: Zubieta, Ana María (comp.), De memoria, Buenos Aires, Eudeba, 2008, p. 119.
vi LaCapra, Dominik , op. cit., p.110.
vii Dubatti, Jorge, Introducción a los estudios teatrales, México, Libros de Godot, 2011, p. 35.
viii (Agamben, Giorgio, op. cit., p. 15.
ix Didi-Hubermann, Georges, "La posición del exiliado: exponer la guerra", en: Cuando las imágenes toman posición, Madrid, Machado, 2008, p. 45.

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