Episodios de la guerra literaria. La polémica en la prensa colonial rioplatense: el caso de “Telégrafo mercantil” (1801-1802) | Centro Cultural de la Cooperación

Episodios de la guerra literaria. La polémica en la prensa colonial rioplatense: el caso de “Telégrafo mercantil” (1801-1802)

Autor/es: Lucas Petersen

Sección: Investigaciones

Edición: 19

Español:

A través del análisis de una selección de las polémicas que tuvieron lugar en el Telégrafo mercantil, el presente artículo busca establecer algunas premisas de carácter hipotético para considerar la lógica del debate de ideas en la prensa colonial. Se analizarán el objetivo del debate ilustrado, las tácticas de argumentación utilizadas y las nociones de verdad, imparcialidad y toma de partido que lo sustentaban.


Introducción

La aparición de la prensa en el Virreinato del Río de la Plata fue relativamente tardía. Recién en los albores del siglo XIX, Buenos Aires vio nacer su primera publicación periódica, el Telégrafo mercantil, rural, político-económico e historiógrafo del Río de la Plata, impulsado por Francisco Antonio de Cabello y Mesa, un español peninsular por entonces radicado en esta capital. El periódico tuvo una vida breve (lo que tampoco era extraño en la prensa de la época): su primer número salió a la calle el 1 de abril de 1801 y el último, el 17 de octubre de 1802.

Por impulso de su editor, el Telégrafo tuvo el afán de convertirse en un ámbito de discusión de ideas mucho más activo que el que tendrían sus sucesores: el Semanario de agricultura (1802-1807), la oficial Gaceta del Gobierno de Buenos Aires (1810) y el semioficial Correo de Comercio (1810-1811). En sus páginas, pese a la ineludible –aunque no implacable— actuación de la censura1 y el muy habitual trabajo de la autocensura, tuvieron lugar unas quince polémicas (algunas contaron apenas de un artículo y una respuesta) de diversa índole. Tales polémicas, pretendemos sostener en este trabajo, obedecen a una lógica muy peculiar, derivada de las posibilidades y los condicionamientos que imponía la cultura del período.

Nuestro objetivo es desentrañar –al menos en carácter hipotético— cuál era la mecánica y las reglas que regían el tipo de debate público que se desarrollaba en una región periférica pero ambiciosa del imperio español. Para ello, a grandes trazos, tomaremos como ejemplo –aunque no exclusivamente– tres discusiones desarrolladas en el Telégrafo mercantil2: la de la necesidad de difundir la práctica de inoculación de viruelas, la que se ocupa de la instalación de un puerto en la Ensenada de Barragán y la que debate algunos aspectos históricos de la ciudad de Córdoba.

Cada una de ellas nos servirán para desarrollar tres aspectos que consideramos cruciales. En la primera se ven claramente algunas tácticas de argumentación características de la ilustración católica. La segunda permitirá detallar qué sentido y objetivos tenía el intercambio de ideas en el período, así como también cuál era la noción de verdad con la que tal debate se orientaba. El tercero, el debate histórico sobre Córdoba, ilustra –en el ámbito público que ofrece la prensa– una práctica muy habitual del despotismo ilustrado, la de desplazar el objeto de disputa política hacia cuestiones formales o ceremoniales.

Por último, a partir de una serie de intervenciones del editor, analizaremos la idea de “imparcialidad” que, se suponía, debía guardar un periódico, su mentor y los participantes de un debate. Una imparcialidad que, como veremos, no descarta la toma de partido pero sí la rechaza si es previa a una reflexión sobre el asunto.

Tácticas de argumentación

La de Manuel Gual y José María España, en Venezuela, en 1797, fue una de las rebeliones independentistas más conscientes y coherentes de América, como lo demostraba la impresión y distribución clandestina de un programa que no todos los revolucionarios del continente consideraron cuando se hicieron con las riendas de los gobiernos en 1810: la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1793. El texto era precedido por un ilustrativo discurso preliminar.

¿Por qué ilustrativo? Pues porque en lugar de fundar la legitimidad de la acción independentista en el derecho natural lo hacía en el plano de la moral religiosa. El discurso resalta la fraternidad de los americanos en el Evangelio y asegura que Dios está del lado de los revolucionarios, ya que el movimiento llevaría a cabo la regeneración moral de las colonias y haría cundir la virtud en América3.

Lo que en el mundo anglosajón o francés podría resultar, a esa altura de los tiempos, una extraña pirueta ideológica, era perfectamente comprensible en el mundo español. Esa forma de argumentar desde el sentido común modelado por el dogma religioso y absolutista es el recurso más trillado de la Ilustración iberoamericana.

Los casos abundan: de las insistentes profesiones de ortodoxia católica de Manuel Feijoo a las recurrentes apelaciones a la benevolencia del soberano con que Belgrano acompañaba hasta la más tibia innovación propuesta desde el Consulado. Es conocido el caso de Victorián de Villava, que en sus vistas como fiscal de Charcas se apoyaba en polvorientas y olvidadas leyes del intrincado sistema legal español para sostener dictámenes innovadores4.

Un caso muy curioso es el argumento que esgrimió Márquez de la Plata para apoyar la compra de un laboratorio de física experimental por parte de la Universidad de Córdoba. Para el fiscal, entre otras ventajas, iba a servir para desarraigar supersticiones y errores, demostrar mejor la existencia y perfecciones de Dios y… discernir los milagros verdaderos de los falsos. Idénticas premisas había utilizado Cerviño para defender la enseñanza de la ciencia en el discurso inaugural de la Academia de Náutica: el estudio de la Naturaleza es el mejor estudio de Dios a través de su obra y la mejor forma de desterrar las supersticiones y el fanatismo5.

En el Telégrafo mercantil, esta forma a la vez novedosa y tradicional de ingresar al escenario de discusión temas que comportaban riesgos de represalias se da en más de una ocasión. Ocurre por ejemplo en el artículo titulado “Educación”, firmado con las iniciales P. J. F. C., en donde se llama de manera imprecisa a la modernización de la enseñanza pública –aún bajo la inercia escolástica– y a que los profesores prediquen con el ejemplo y no con el amedrentamiento.

Cuando las escuelas y colegios se vean bien reglados, cuando la juventud reconozca superioridad y justos límites, cuando las leyes de estímulo puedan más que otras de temor, cuando un sabio plan económico y literario contraiga el entendimiento de los jóvenes, y menos distraídos en especulaciones fastidiosas y en morral a6 o bazofia literaria, sientan el buen gusto de sus adelantamientos; ¿por qué no deberemos esperar el remedio de las ciencias, el bienestar de nuestros patriotas, y si es posible, la gloria de la Religión y la felicidad del Estado? 7

Más adelante, recurre a un arsenal de ejemplos tomados de la Biblia y a reiteradas profesiones de fe, en tanto la reforma sería la mejor manera de contribuir al progreso de la religión, el Estado y la virtud. Se da así la paradójica situación de que reclama terminar con la educación escolástica, pero pide hacerlo por “amor a la Religión”8. Para Chiaramonte, estas parrafadas innecesarias de celo religioso, en una sociedad en la que el catolicismo no estaba en absoluto amenazado, tenían por objeto proteger a un autor que era perfectamente consciente de que algunas de sus ideas podían darse de bruces con la ortodoxia eclesiástica.

El caso más evidente de esta tendencia en el Telégrafo está contenido en las aparentemente censuradas (ya que se interrumpen abruptamente) “Reflexiones económicas y políticas en materia del principalísimo abasto de pan”, escritas en línea con el pensamiento fisiócrata. En el último pasaje publicado, aquél que contiene una defensa de la libre exportación de granos, el autor intenta minimizar el impacto colocando el tema en el plano religioso:

(…) ia Providencia separadamente enriqueció al Universo, proveyendo [a] aquel país de [lo] que a los otros escaseó; sin duda, a nuestro modo de entender, para que como hermanos nos socorriésemos y gozásemos todos de su misericordiosa provisión. En esta inteligencia, y en la de que en esta nuestra situación poseemos las mayores proporciones para abastecer de pan otras muchas provincias que carecen de él; pues lo fértil e inmenso de nuestras campañas excede a toda ponderación; no parece razonable despreciar tal favor y negarlo a los que lo necesitan, mayormente cuando estos nos retornarían los bienes de que sus continentes abundan, por medio del comercio, resultándonos de ello muchas comodidades9

La utilización de este tipo de argumentos culturalmente endógenos comporta además un segundo aspecto, que tiene que ver con el carácter pedagógico del pensamiento ilustrado. Un periódico era un intermediario entre las ideas de la élite cultural y, ya que no los sectores más bajos, sí capas sociales más amplias. Para ello, muchos de sus autores se servían de las razones que resultaban más accesibles al público que pretendían instruir.

Lo explica claramente C. M. M. (Cristóbal Martín de Montúfar) en la carta con la cual participa del debate sobre la inoculación de viruelas. Entre otros aspectos, el autor considera que lo que frena la difusión de ese método entre la mayoría de los padres es “una crasa ignorancia que, radicándolos en el fanatismo, les hace creer, como principio de religión, la fatal ilusión de que no deben causar tal enfermedad, sino esperar a que Dios la envíe”10. Por ello, propone como táctica dar la batalla en el terreno religioso antes que en el de la evidencia científica:

Estos últimos [los no ilustrados] no se desengañarán, ni se les podrá convencer, mientras no se les haga ver por predicadores apostólicos que en ambos casos, supuesto el orden natural, concurre Dios de un mismo modo a la producción de la enfermedad: que vista la evidencia moral de, cuando menos, siete siglos, de que todos o casi todos los hombres hayan de padecer viruelas, es un acto de humanidad causarles este padecimiento del modo más ventajoso; y que entre tanto no se halla otro medio para precaver los estragos y el eminente peligro a que con tanta frecuencia expone la viruela natural, encuentra la inoculación su mayor apoyo en la Religión Cristiana. A éstos es inútil una persuasión que sólo consista en amontonar ejemplares.11

De esta forma, el autor contradecía la estrategia que sostenía en una carta previa sobre el tema Cosme Argerich (D. C. A.). El médico comenzaba su alegato con una descripción del costo que tiene para la sociedad, en términos de brazos trabajadores, la mortandad y discapacidad que provoca la viruela. Por ello, imploraba a las madres en términos igualmente racionales:

No, amantes madres: prestad vuestra atención a las razones que me sugiere [la sabiduría] y no dudéis que la felicidad volverá a residir en vuestros hogares. […] Sí, madres, de vosotras depende: con sola una racional condescendencia, con solo resistir a la preocupación [al prejuicio] podéis cooperar a la conservación de vuestros hijos y por consiguiente a la sólida felicidad de la Patria.12

Contra la comprensión racional y la estadística (“amontonar ejemplares”), Montúfar –no menos ilustrado que Argerich– sugiere recurrir tácticamente a la “evidencia moral”, es decir, a la costumbre.

Nociones de autoridad

Atraviesa esta discusión un cambio que se está produciendo por entonces y que es una suerte de desacople cultural entre la élite educada y vastos sectores sociales, aferrados aún a prácticas e ideas propias de la cosmovisión barroca. Entre los sectores ilustrados, para 1801 se encuentra muy avanzada la crisis de la autoridad canónica. Lo que se da en ellos, más bien, es un cambio en la idea de quién es una autoridad en determinada materia: ya no es tanto aquella que construyó como tal la tradición y que, por ello, es portadora de verdad. Ahora, es principalmente porque es portadora de verdad que una fuente se inviste de autoridad. La fuente especializada, aquella que se ajusta a la razón, la experiencia, la experimentación, es la que se transforma en fuente autorizada.

En los estudios sobre la naturaleza y la medicina, amén de los “nuevos” autores (Newton, Linneo, Buffon, etcétera), se imponen la observación y el uso de estadísticas, como se puede corroborar en la larga serie de noticias sobre los éxitos de la virolización. En el caso de la economía también la estadística y la racionalidad serán los pilares de los aportes13; aunque habrá aquí más cuidado –quizás por sus incidencias políticas– en mencionar autores extranjeros.

No implica esto, por supuesto, que el corte entre una concepción y la otra en los ámbitos ilustrados sea abrupto. Una circunstancia que llama la atención al lector contemporáneo es cómo se articulan en ciertos artículos del Telégrafo escritores griegos y latinos con textos canónicos y pensadores modernos sin que, aparentemente, resulte contradictorio para el autor del escrito. Pese a que conviven una y otra forma de considerar el origen de la autoridad, la tradicional y la “nueva”, basada en la especialización, lo que permanece inalterable es el principio de autoridad en sí, resabio de la concepción barroca del mundo.14 Como contrapartida, la apelación a la autoridad permitirá –en algunos casos como táctica, en otros con verdadera convicción– formas de exposición que, aunque sacrifican la coherencia, permiten al redactor respaldar en autores consagrados o en ideas aceptadas sus propias ideas innovadoras.

En general, los escritores del Telégrafo, como ocurría en todo el mundo hispano, tenían la precaución de distinguir, a la hora de expresar y fundamentar sus ideas, entre las cuestiones de dogma (en las que continúan rigiendo las Escrituras y los Doctores de la Iglesia, así como los teóricos del despotismo) y las cuestiones de razón, sobre las que las autoridades tradicionales podían ser puestas bajo sospecha: “puede darse el caso de que en materia dada se haya de prestar mayor fe a un hereje o gentil que a los mismos santos”, resumía Chorroarín en su Lógica15.

Sin embargo, como cabe esperar, esta predisposición a una nueva lógica de autoridad no era la misma en la élite reformista que en vastísimas porciones de la población virreinal. Si el autor quería hablarle a ellos (desde los viejos sectores comerciales monopolistas hasta la mayoría de los eclesiásticos y parte de los burócratas y militares, desde la minúscula pequeña burguesía y el artesanado cuentapropista hasta, incluso, el “bajo pueblo”) y no a sus pares, había que atravesar la barrera de impermeabilidad que imponían los principios religiosos con argumentos basados en esos mismos principios.

Como ocurre con el de la virolización, en los debates del Telégrafo encontraremos argumentos de uno y otro tipo, según sus actores los consideren más efectivos para el público al que le hablan, y muchos, muchísimos casos de recurrencia a fuentes aparentemente incociliables.

Los debates y su objetivo

La prensa periódica está vinculada indisolublemente con la polémica, un ejercicio que, a diferencia de lo que durante largas décadas se creyó, no era ajeno al mundo cultural español en América. Chiaramonte describe cómo el tránsito hacia la libertad de conciencia se inició bien lejos de los círculos ilustrados laicos, en una querella interna de la Iglesia que involucraba, entre otras cuestiones, la del regalismo. A través de aquel debate interno suscitado en la primera mitad del siglo XVIII entró en crisis, dentro de la propia Escolástica, la idea de la visión única y se abrió un campo apto para crítica16.

¿Cuáles son los alcances de este cambio? Obviamente, como se dijo, no significa esto que de un día para otro la autoridad regia y eclesiástica se derrumbó. No se puso en duda que a la verdad se encuentra revelada. Lo que se apareció es la posibilidad (y la obligación) de interpretar cuál es la verdad que contiene esa palabra revelada, la posibilidad de establecer un diálogo que abra sus puertas.

Con el proyecto de modernización que ponen en marcha los borbones en 1759, ese campo acotado de discusión amplía su radio. Del debate en sordina al interior de la Iglesia se pasa al debate propiamente ilustrado, de carácter civil y sostenido por laicos o por eclesiásticos que no actuaban en tanto tales. Su principal novedad es el tipo de verdad buscada y el modo de acceder a ella. En el primer caso, ya no se busca desentrañar qué es lo que agrada a Dios sino establecer qué es de utilidad pública. En el segundo, a la razón (de la que no carecen ciertos desarrollos escolásticos), se incorpora la experiencia. Sólo un saber acumulativo y razonado a través del debate permite, por decantación, discriminar lo verdadero de lo falso.

Pedro Cerviño lo explicó de manera clara en su famoso discurso de inauguración de la Academia de Náutica (1799): “Compárese la diversidad de ideas que se pueden proponer, calcúlese, analícese, acópiense datos si queremos resolver con acierto”, señalaba. Y agregaba:

las canas o la autoridad suelen perpetuar las preocupaciones [prejuicios], la verdad no está vinculada a la edad ni a los empleos, el derecho de analizar pertenece a todos, el choque de las opiniones hace lo que la fermentación en los licores espirituosos, que los purifica precipitando las heces […] las opiniones de los hombres se han de examinar para adoptarlas, después de estar convencidos de su utilidad.17

Esa utilidad pública no es otra cosa que el objeto de todo debate ilustrado legítimo. Ella encarna la “voluntad general”, considerada por Rousseau como una, indivisible e indestructible, y distinta a las “voluntades particulares” (sostenidas por partidos, asociaciones parciales que intrigan para imponer intereses sectoriales) y la “voluntad de todos” (la suma de las voluntades, que puede estar teñida u orientada por algunas voluntades particulares y, por ello, no expresar la voluntad general)18. El intercambio de opiniones es el camino por cual se arriba a la voluntad general, la forma en que se la dilucida. Su resultado no es un compromiso, no es una decisión construida por consenso, sino un descubrimiento colectivo, mutuo, alcanzado dialécticamente.

Entre los ilustrados españoles hubo divergencias respecto a las capacidades y los límites del debate público y su resultado (ya en el siglo XVIII nombrado por algunos como “opinión pública”)19. Mientras que para algunos su papel era meramente pedagógico (debía instruir al público en lo que era conveniente para todos), para otros era de orientación e incluso de crítica al gobierno (es decir, debía señalarle cómo actuar de acuerdo a la voluntad general o, incluso, cuestionar que no lo hiciera). En cuanto a las condiciones para ser parte del debate público, en cambio, había relativo consenso: debían participar de él sólo personas instruidas para que sus opiniones no pecaran de irracionalidad.

El ejemplo más elocuente de la puesta en escena de estas concepciones es el debate que se dio a propósito de la discutida habilitación de la Ensenada de Barragán como apéndice del puerto de Buenos Aires (recordemos que el Virreinato solo tenía dos puertos autorizados: el de la capital y el de Montevideo). El tema estaba al rojo vivo, ya que el virrey Avilés había autorizado la Ensenada el 2 de enero de ese año de 1801 y la decisión, además de disparar un proceso de especulación inmobiliaria, había enardecido a los comerciantes montevideanos que veían peligrar sus privilegios como principal puerto del Plata.

En el Telégrafo, el debate tiene dos episodios. El primero es la publicación de un texto anónimo enviado desde Montevideo en el que se destacan las virtudes de ese puerto por sobre el de la Ensenada y se denuncian las operaciones inmobiliarias mencionadas20. El segundo es la publicación de un extracto, firmado por Cabello, de la disertación Nuevo aspecto del comercio en el Río de la Plata que había escrito Manuel de Lavardén, en el que se recogen también las opiniones de alguien con el seudónimo “Observador de Buenos Aires”21 (quizás Alsina o Cerviño, menos probablemente Azara). En resumidas cuentas, para defender la apertura de la Ensenada Cabello advierte, con Lavardén, que no solo hay que considerar las características físicas de cada puerto (que tanto el anónimo montevideano como el “Observador” evaluaron) sino también las conexiones que cada uno tiene con los centros de producción.

Pero, más allá de los argumentos técnicos, interesa destacar que el debate giró en torno a la mencionada colisión entre voluntad general y voluntad particular, en la que los contendientes –el anónimo montevideano y el tándem Cabello-Lavardén-“Observador de Buenos Aires” que responde– acusan al otro de defender intereses asumidos con anterioridad a su reflexión, mientras se presentan a sí mismos como analistas imparciales cuyo único afán es dilucidar qué embarcadero es el mejor22.

Esta oposición entre interés general y otros principios que se le oponen (intereses particulares, prejuicios, desconocimiento, descuido estatal) se repite en todas las discusiones que abordan aspectos del progreso social. Aparece en el mencionado debate sobre la inoculación de viruelas y la desidia de las madres en no aplicarla y en otros como los relativos a los métodos para prevenir el “mal de los siete días” (tétanos neonatal), al abandono en términos políticos y religiosos de la campaña montevideana y a las causas del declive del comercio de mulas.

Un foco desviado

Así como el intercambio –aparentemente técnico– sobre el puerto de la Ensenada escondía las tensiones entre el comercio porteño y el montevideano, otro debate, motivado por la publicación de una “Relación histórica de la ciudad de Córdoba del Tucumán”23, revela como ningún otro en el Telégrafo la práctica habitual en la colonia de desviar el foco del debate para dirimir cuestiones políticas. La “Relación”, confeccionada por los integrantes del Cabildo, Justicia y Regimiento de aquella ciudad en respuesta a un pedido de Cabello, no mencionaba al entonces obispo de Córdoba, Ángel Mariano Moscoso, aunque sí a otros personajes de la ciudad, como a su antecesor, José Antonio de San Alberto, al deán Nicolás Videla y al rector de la universidad, Pedro Sullivan.

Esto debió generar un escándalo. Dos días después de estampado el artículo, el 26 de enero de 1802, Cabello escribe una airada respuesta que envió en privado al obispo y al Cabildo en la que calificaba la omisión de “crimen político” y la atribuía a “la envidia de sus rivales”. La protesta debió correr también por parte de las autoridades virreinales, dado que tiempo después Cabello publicó, a modo de retractación, un desmesurado elogio a Moscoso elaborado por los funcionarios cordobeses24, al que adjunta la misma carta que cuatro meses antes había mandado en privado.

La polémica adquiere así visibilidad pública, reforzada algunas semanas después cuando Gregorio Funes financia de su bolsillo un largo número extraordinario (de 42 páginas) del Telégrafo titulado “Carta crítica sobre la relación histórica de la ciudad de Córdoba”, en la que, bajo el seudónimo Patricio Saliano, critica la omisión de Moscoso y analiza sus causas. Un lector moderno podrá encontrar desmesurado tanto ruido por un relato sobre la historia de la ciudad, pero es el propio Funes quien se ocupa de ponerlo en blanco sobre negro: “de muchos años a esta parte hay una pendencia muy reñida entre el clero y algunos regulares de San Francisco sobre el principal punto a que se dirige el elogio [es decir, el Seminario Conciliar]. El mismo pleito promueven varios magistrados y gran parte de nuestros vecinos”.25 En resumen, lo que estaba en juego eran dos visiones de la historia, enmarcadas en la dura disputa política por el control del Seminario entre el clero secular (apoyado por los sectores más progresistas) y el clero regular (respaldado por las autoridades locales).

Como explican Fradkin y Garvaglia: “ciertos conflictos, considerados a veces como ‘vanas rencillas’ o ‘embrollos’ de pago chico, constituían en realidad episodios de una competencia simbólica por el poder, es decir, una de las maneras cruciales en que se manifestaba la pugna política en esas sociedades”26.

Este episodio ilustra hasta qué punto, en el ámbito virreinal, no se deberían evaluar en forma literal las posturas asumidas por los contendientes del debate público. Sus intervenciones se insertan en un contexto más amplio que es el que les da sentido y revela que eran ocasión de disputa de asuntos estructurales y problemas acuciantes de la sociedad y la cultura tardocoloniales.

Cabello, juez y parte

A lo largo de toda la historia de su periódico, Francisco Cabello hará todo lo que esté a su alcance para fomentar discusiones que dieran vida a la publicación, aunque no siempre tendrá éxito. Más allá de sus acciones concretas como dinamizador de la discusión pública, resulta atractivo detenerse en su visión sobre el papel más institucional que debían asumir un periódico y su editor en relación a estos debates.

En cuando a lo primero, para Cabello el Telégrafo debía ser un espacio abierto que propiciara el intercambio. Así lo explica en el número 5:

Sin que se ofenda la urbanidad ni prostituya la razón u olvide la caridad, vimos en otras partes, como sucederá en este periódico, impugnaciones vehementes, defensas acaloradas, guerras sangrientas suscitadas, seguidas, reñidas y acabadas entre literatos de grande y de ínfimo mérito.27

En cuanto a lo segundo (el papel del editor), la cuestión es más delicada. En términos generales, se podría decir que un editor para Cabello debe ser una figura “imparcial”, pero esta idea se mostrará rápidamente problemática e incluso será objeto de discusión en el propio periódico, sobre todo en el debate sobre los puertos de Montevideo y la Ensenada.

Mientras hay quienes consideran que el editor debe mantenerse al margen de la polémica, registrar sus ocurrencias pero no tomar posición (este sentido es cercano a otra ficción que por entonces no había elaborado aún la prensa periódica: la de la “objetividad”), para Cabello, en cambio, la imparcialidad implica otra cosa. Implica un análisis desapasionado y razonado de los problemas para, finalmente, adoptar una postura frente a ellos. Cabello firmó parte de sus textos con el anagrama “Narciso Fellobio Cantón, filósofo indiferente”. Pues bien, ¿qué era un filósofo indiferente?: “el que tiene su ánimo en tal estado y disposición que nada le altera, ni se inclina más a una parte que a otra y está en su arbitrio elegir la que quisiere”28.

Por lo tanto, para él, un editor, como cualquier intelectual que se precie, no es un tercero neutral en los debates sino un árbitro de la “imparcialidad” que debe guardar toda posición que persiga honestamente el interés general. Por ello, su papel, lejos de mantenerse al margen, es denunciar cuando intereses particulares se esconden detrás de la máscara del interés general. Cabello, en definitiva, asume para su tarea editorial la definición de imparcialidad que delineó para su tarea “filosófica”.

Como dijimos, la discusión sobre el puerto es en este sentido muy instructiva.

En el primer texto –el que pone en marcha el debate– el autor anónimo se presenta como un analista “imparcial”, que evalúa fríamente los pros y los contras de ambos embarcaderos. Por supuesto que finalmente se inclina por el puerto de Montevideo, pero la línea de sus argumentos intentaba mantener esa postura ecuánime de la que hace alarde. Cabello interpretó su conclusión y tituló: “Hacen en Montevideo las reflexiones siguientes, prefiriendo aquel puerto al de la Ensenada de Barragán”. Ese encabezamiento molestó al autor del texto, como quedó demostrado días después: “El Editor del Telégrafo –denuncia– debe ser imparcial en sus relaciones y no lo ha manifestado así, cuando en el Nº 3 dice: hacen en Montevideo las reflexiones siguientes prefiriendo aquel Puerto al de la Ensenada de Barragán. Las expresiones rayadas están por demás y llenas de suposición”29.

Para el autor, la conclusión que Cabello elevaba al título constituía una lectura malintencionada del editor, quien sugería así sutilmente, al ponerlo al inicio de las “reflexiones”, que la toma de posición por Montevideo era previa al análisis comparativo y no resultado de él30.

Ahora, ¿qué lugar asume Cabello, el “filósofo indiferente”, frente al debate? Desde su propia lectura de la imparcialidad, ofrece un análisis de dos objetos en forma simultánea. Por un lado, analiza la Disertación de Lavardén. Por el otro, el problema del puerto en sí, incluyendo las opiniones contrarias y las del “Observador de Buenos Aires”. A partir de ese examen, luego de sopesar las conclusiones ajenas, agregar algunas propias (o dar a entender que ciertas opiniones ajenas coinciden con las propias) y denunciar contradicciones en el anónimo que abrió la discusión, Cabello se pronuncia –en acuerdo con Lavardén y el “Observador”– por el puerto de la Ensenada: “Por último soy, sin parcialidad (con éstos) de opinión: que en comparación de dos puertos, uno de buena salida y mala entrada y otro que esté en orden contrario, es preferible éste; porque el navegante puede elegir el tiempo de la salida y no el de la entrada”31.

En el número siguiente, culminado ya su comentario sobre la Disertación, tiene que volver a responder críticas por su falta de ecuanimidad e insiste en el argumento de que la imparcialidad radica en buscar el interés general y no en mantenerse al margen de las discusiones:

Si el Señor Don P. Q. R. y otro que con una letra menos, me atrevía a señalar, tratasen solo de combatir con iguales armas en la presente guerra literaria sobre la preferencia del puerto de Montevideo o el de la Ensenada; si no fuesen tan egoístas, queriendo sostener un sistema erróneo por solo su particular conveniencia y contra la general de la Nación; […] si, en una palabra, no me zahiriesen de parcial, que nunca lo fui, soy, ni seré de esa u otra materia; aseguro (a fe mía) que, cumpliendo solo con mi encargo de pronto y fiel Redactor, dejaría en la palestra a entrambos contendores y para quien entiende más que yo el opinar decisivamente; pues que soy tan parcial de Buenos Aires como de Montevideo.[…] Así, el Señor Don P. Q. R. y su compañero, que me parece (y muchos lo afirman) que entienden tanto de náutica como yo de hacer buñuelos, si vuelven a la campaña literaria, estudien otras reglas y no se conduzcan por esa táctica inicua, detestable y falsa.32

Es necesario señalar que esta actitud de denuncia del partidismo, que, como se ve, es idéntica a la que había adoptado frente a la omisión de Moscoso en la relación sobre Córdoba (cuando había atribuido el silencio a la interna política local), desaparece cuando el tema de la polémica no es un asunto de interés general sino literario. Aunque no podemos analizar estos casos aquí por falta de espacio, baste decir que en ellas Cabello se involucra de lleno y utiliza todo un repertorio de improperios y sarcasmos para desprestigiar las posiciones de sus contendientes.

Lo único que unifica las posturas de Cabello en uno y otro tipo de debates es la opción por los sectores ilustrados que el editor entreveía como su sostén intelectual, político y económico (más allá de las afinidades ideológicas que naturalmente pudiera tener), aquellos más proclives a defender la existencia de un periódico. Cabello interviene en cuatro polémicas: en la del puerto se alinea con el núcleo de comerciantes agrupados en el Consulado (principal promotor de la Ensenada) y sus intelectuales orgánicos o afines (Lavardén, el “Observador” –¿Cerviño? ¿Alsina? ¿Azara?–); en las literarias, cuando no se defiende a sí mismo se coloca junto a Lavardén, Medrano, Prego de Oliver, Alsina; en la de la virolización sale en defensa de Cosme Argerich; en la de Córdoba defiende –además del principio jerárquico– las posiciones del clero secular frente a los regulares en la disputa por el control de las instituciones mediterráneas.

Esta coincidencia hace suponer que, en definitiva, también él, pese a todo lo “indiferente” de su filosofía, sostenía bajo el ropaje del interés general intereses bien recortados en su particularidad.


Notas
1 Los alcances de esta práctica en el período constituyen el tema principal de una investigación en curso dentro del Departamento de Comunicación del CCC. 
2 Los debates en el Telégrafo han si abordados, desde diversas perspectivas, entre otros, por: Martini, Mónica, Francisco Antonio Cabello y Mesa, un publicista ilustrado de dos mundos (1786-1824),Buenos Aires: Instituto de Investigaciones sobre Identidad Cultural, Universidad del Salvador, 1998. Díaz, César. Intelectuales y periodismo. Debates públicos en el Río de la Plata (1776-1810,), La Plata, Publicaciones del Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires “Dr. Ricardo Levene”, 2005. Calvo, Nancy y Pastore, Rodolfo. “Ilustración y economía en el primer periódico impreso en el Virreinato del Río de la Plata: el Telégrafo mercantil (1801-1802)”. En: Bulletin hispanique, 2005, t. 107, n. 2, pp. 433-462. Disponible en: http://www.persee.fr/web/revues/home/prescript/article/hispa_0007-4640_2.... Consultado el 10 de agosto de 2013.
3 Romero, José Luis y Romero, Luis Alberto (eds.). Pensamiento político de la emancipación (1790-1895). Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1977, pp. 5-7.
4 Rípodas ardanaz, Daisy. Refracción de ideas en Hispanoamérica colonial. Buenos Aires: Ediciones Culturales Argentinas, 1983, p. 459.
5 Chiaramonte, José Carlos. La ilustración en el Río de la Plata. Cultura eclesiástica y cultura laica durante el Virreinato. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 2007, pp. 57 y 84. No hay que olvidar que la física experimental y la historia natural colisionaban con más de un precepto religioso.
6 La expresión “morral a” debe corresponder –por un error tipográfico– a la palabra “morralla”, definida en el DRAE de 1780 como “El conjunto o mezcla de cosas inútiles y despreciables”. Disponible en: www.rae.es.
7 P.J.F.C. “Educación”, Telégrafo mercantil, 23 de mayo de 1801, tomo l, Nº16, pp. 123-124 y 130.
8 Dice el artículo: “Cada hijo educado en las escuelas y colegios será la semilla fecunda de las tierras de Jacob, el fundamento de las casas, la esperanza y consuelo de las viudas, el sostén de la familia caída, el defensor del pupilo, el Padre de los pobres, el Sacerdote ejemplar, el Párroco perfecto, el Magistrado justo, el celoso Prelado; […] movidos de un grande amor para la humanidad y Religión (llama celeste que vivifica, alimenta y enciende las almas grandes y elegidas) procuremos ocupar útilmente el tiempo, en desterrar de nuestros escritos y de nuestra Patria las opiniones, las preocupaciones y aquellas frivolidades que sólo producen viento de fama hinchada en el vulgo imbécil.” Telégrafo mercantil, 30 de mayo de 1801, tomo 1, n. 18, pp. 137-138.
9Telégrafo mercantil, 14 de febrero de 1802, t. 3, n. 7, p. 99.
10Telégrafo mercantil, 15 de julio de 1801, t. 1, n. 30, p. 242.
11Idem. Ibídem. Las cursivas son mías.
12 Telégrafo mercantil, 6 de mayo de 1801, t.1, n. 11, pp. 84 y 88. Las cursivas son mías.
13 En el pensamiento ilustrado, esta ciencia era casi una derivación de la naturaleza ya que, como se dice en las “Reflexiones…” sobre el abasto de pan, “la misma naturaleza dicta la ciencia económica”. Telégrafo mercantil, 31 de mayo de 1802, t. 3, n. 5, p. 58.
14Esta es quizás la más pertinaz supervivencia del pensamiento barroco –un discurso construido por sentencias apoyadas en la autoridad, en donde la coherencia interna pasa a un segundo plano– en el período tardocolonial. Ver: Halperín Donghi, Tulio. Tradición política española e ideología revolucionaria de Mayo. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1985.
15Chiaramonte, ob. cit., p. 207. Es conocida la frase de Feijoo, muy leído en el virreinato, acerca de que “es imponderable el daño que padeció la Filosofía, por estar tantos siglos oprimida debajo del yugo de la autoridad”. En: Teatro crítico universal, T. 8, Discurso IV, “Argumentos de autoridad”.
16 Chiaramonte, ob. cit., p. 20. Véase también p. 45.
17 Chiaramonte, ob. cit., pp. 302 y 305. También en el Telégrafo se encuentra una posición similar, quizás no tan elocuente como la de Cerviño, en palabras de Enio Tullio Grope: “Lo que importa es averiguar la verdad atinando lo mejor que se pueda hasta ajustar las opiniones; […] porque ya está muy abominado el bárbaro antiguo escolástico resabio de los temáticos sofistas y es preciso disertar de útil y buena fe”. Telégrafo mercantil, 16 de mayo de 1802, t. 4, n. 3, p. 40.
18 ROUSSEAU, Jean-Jacques. Contrato social. Madrid: Espasa Calpe, 2003, pp. 60-61.
19Seguimos aquí dos artículos de Fernández Sarasola, Ignacio: “La idea de partido en España: de la Ilustración a las Cortes de Cádiz (1783-1814)”. Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2004. Disponible en: http://www.cervantesvirtual.com/obra/la-idea-de-partido-en-espaa---de-la.... Consultado el 10 de agosto de 2013. “Opinión pública y ‘libertades de expresión’ en el constitucionalismo español (1726-1845)”. Revista Electrónica de Historia Constitucional. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales de Madrid y Seminario de Historia Constitucional “Martínez Marina”, septiembre de 2006, n. 7. Disponible en: http://hc.rediris.es/07/articulos/html/Numero07.html?id=04. Consultado el 10 de agosto de 2013.
20 Telégrafo mercantil, 8, 11 y 15 de abril de 1801, t. 1, Nº 3, 4 y 5.
21 “Extracto de la disertación escrita en esta Capital con motivo de las reflexiones dirigidas anónimamente de Montevideo”. Telégrafo mercantil, 28 y 29 de abril y 2 de mayo de 1801, t. 1, Nº. 8, 9 y 10.
22 En la versión final del Nuevo aspecto del comercio, Lavardén reafirma esta idea de que la supuesta imparcialidad del Anónimo esconde intereses particulares: “Si el espíritu de partido le ha dictado, el idioma científico podrá alucinar, pero no convencer”. Lavardén, Manuel José. Nuevo aspecto del comercio en el Río de la Plata. Buenos Aires: Raigal, 1955, p. 109.
23Telégrafo mercantil, 24 de enero de 1802, t. 3, Nº 4.
24Telégrafo mercantil, 2 de mayo de 1802, t. 4, Nº 1, pp. 1-2.
25 Telégrafo mercantil, 20 de junio de 1802, t. 4, Nº 8, p. 148.
26Fradkin, Raúl y Garavaglia, Juan Carlos. La Argentina colonial. El Río de la Plata entre los siglos XVI y XIX. Buenos Aires: Siglo XXI, 2009, p. 157.
27Telégrafo mercantil, 15 de abril de 1801, t. 1, Nº 5, pp. 35-36.
28Idem, ibídem, p. 85.
29 Cabello mencionó esta crítica al publicar su comentario sobre la Disertación. Telégrafo mercantil, 28 de abril 1801, t. 1, Nº 8, p. 57. Las “expresiones rayadas” son, por supuesto, las que están en cursiva aquí y en el original. Al responder el cuestionamiento, Cabello lo malinterpreta. Cree que lo acusan de resaltar con cursivas la segunda parte del título, lo que él niega (en efecto, cuando se publicó la primera carta, todo el título fue puesto en cursiva y no sólo esa parte). No obstante, lo que le cuestionan es que haya agregado la parte que comienza con “prefiriendo…”.
30 Más adelante, lo que el título sugería es puesto en palabras por Cabello, que denuncia además la utilización de datos falsos: “[El] Observador dice que el Anónimo de Montevideo, no tanto por falta de conocimientos como por favorecer a su puerto, ni ha designado la verdadera entrada a Montevideo ni la verdadera derrota a la Ensenada”. Telégrafo mercantil, 29 de abril de 1801, t. 1, n. 9, p. 67.
31 Telégrafo mercantil, 2 de mayo de 1801, t. 1, Nº 10, p. 75.
32Telégrafo mercantil, 6 de mayo de 1801, t. 1, Nº 11, p. 112. Las cursivas son mías.

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