En el principio era el cuerpo: consideraciones sobre La cuna vacía de Omar Pacheco | Centro Cultural de la Cooperación

En el principio era el cuerpo: consideraciones sobre La cuna vacía de Omar Pacheco

Autor/es: Paula Ansaldo

Sección: Palos y Piedras

Edición: 18


La cuna vacía de Omar Pacheco se presentó por primera vez en 2006 en el Centro Cultural de la Cooperación con motivo del 30º aniversario del golpe militar de 1976. Cinco años después la obra volvió a presentarse pero esta vez en el teatro La Otra Orilla, la sala propia del director en la cual trabaja desde hace años con su grupo Teatro Libre, y continúa hasta el momento en cartel.

Al llegar a la sala, es el mismo Pacheco quien recibe a los espectadores y les sugiere, antes de hacerlos pasar, que se dediquen a sentir, que no intelectualicen, que dejen que la reconstrucción venga después. El espectáculo comienza aún antes de que los actores ingresen al escenario. La propuesta supone comenzar a sentir, entrar en clima por medio de la música, dejar que el humo que flota sobre el escenario vacío envuelva al espectador y lo haga ingresar lentamente en el mundo que construye la obra.

Se nos indica desde el comienzo que presenciaremos un acontecimiento que se diferencia del teatro tradicional, pues se trata de un teatro orientado a los sentidos, de un teatro ritual, puesto que busca producir una transformación en el espectador. La obra se presenta como un viaje, un rito, una ceremonia que busca llegar a los lugares más inaccesibles de la mente del espectador a partir de la apelación a sus sentidos, a sus emociones. El teatro de Pacheco parece apoyarse en la frase en la que Artaud afirma que “solo por la piel puede entrar otra vez la metafísica en el espíritu”i, pues la obra no se dirige al intelecto sino a los sentidos, a ese cerebro del estómago que buscaban despertar las vanguardias históricas, al organismo.

A partir de la creación de un espacio atemporal e inmaterial, se busca traspasar los límites de la escena, poniendo en relación y en tensión los diferentes lenguajes. La obra transcurre en un diálogo constante entre luz y oscuridad: la luz dirige la mirada y la oscuridad que rodea las escenas que se encuentran bajo el foco de la luz, encuadra a la vez que libera, puesto que en la oscuridad las cosas son ilimitadas, y Omar Pacheco considera que el límite no es natural, sino intelectual y que es posible romperlo. El primer límite es el cuerpo. El segundo la palabra. A partir del uso de la luz, de los elementos escénicos, de la actuación y el movimiento, la obra de Omar Pacheco consigue sino cruzarlos, hacerlos retroceder, forzarlos.

Analizaremos entonces, las diferentes formas en que se logra, por medio del lenguaje escénico y del trabajo con el cuerpo del actor, quebrar los límites del teatro, y quizás así, los de la mente del espectador.

Entre el actor y el personaje: cuerpos que metaforizan

Tratándose de una obra que habla sobre la desaparición de personas durante la última dictadura militar, es de esperarse la centralidad que tendrá el cuerpo en la configuración del drama. La idea de ausencia atraviesa toda la obra pues hay un cuerpo que no está, un bebé, un espacio que no se llena, una cuna vacía. El cuerpo se convierte así en un espacio de lucha donde coexisten y conviven términos contrapuestos: la vida y la muerte, la ausencia y la presencia, lo subjetivo y lo objetivo, la apariencia y la realidad.

La obra sitúa al cuerpo en la frontera, así como la figura del desaparecido es construida por el discurso del poder como una situación liminal: ni muertos ni vivos, desaparecidos. El cuerpo se vuelve entonces protagonista, en sí mismo y como expresión de las pasiones y de los conflictos del hombre, puesto que se parte de una concepción en la que la pasión tiene una base material, en vez de ser una abstracción pura. La obra plantea una “puesta en cuerpo”ii de las emociones, muestra la experiencia del horror encarnada, expresada a través del gesto y el movimiento. A la manera de Artaud, se busca que el cuerpo renazca en pensamiento y el pensamiento en cuerpo, a partir de la materialidad corporal del actor entendida como realidad primaria del teatro.

Pero en la obra de Pacheco, el cuerpo no tiene unos límites precisos, no se reduce a una persona. Es por este motivo que, si bien construye personajes claramente identificables (la abuela, la hija, el padre), éstos no son fijos sino móviles, ya que están representados por una variedad de signos. La unión indisoluble entre el actor y el personaje en la que se basa el teatro tradicional, por medio de la cual el actor le presta su cuerpo al personaje que en adelante será representado por él, está aquí quebrada. La madre es el cuerpo de la actriz que reconocemos en el primer plano, pero es a la vez el títere, y otra actriz que aparece en la imagen que se muestra simultáneamente en altura. Es un personaje fragmentado, atravesado por tres niveles diferenciados de representación, puesto que la tríada madre-padre-abuela es a la vez triádicamente representada en tres espacios diferentes: en la plataforma, es decir, alejado y elevado, por medio de los objetos en manos de los titiriteros, y en el espacio más cercano al público mediante el cuerpo de los actores.

Estos modos de representación diferenciada construyen personajes atravesado por múltiples sentidos. Cada uno de ellos posee un gesto que lo identifica -potenciado por el recurso de la cámara lenta que contribuye a centrar la atención en su cuerpo- y un leitmotiv musical, pues no se trata de personajes construidos por la palabra sino por un lenguaje de otro orden, más ligado a lo sensorial. Nuestra visión del personaje es de este modo parcial, pues hay lagunas constantes en su historia (¿Quiénes son? ¿Por qué se los llevan?), lo cual contribuye a crear personajes genéricos: no importa la situación particular de cada uno, sino que se busca la construcción de personajes arquetípicos que expresen una situación general que escapa a lo anecdótico. El planteo supone que el espectador no se identifique con esa madre en particular, sino con todas las madres que se encuentran en esa misma situación.

Los muñecos, por otro lado, dan la sensación de estar en otra dimensión, en un espacio de mayor intimidad e implican una suerte de “corporización de los objetos”iii. Lo mismo sucede con el pañuelo que se carga de un sentido que trasciende su condición de elemento para pasar a ser la representación de una idea, de la emoción por el niño que vendrá y de la espera de la pareja, para luego convertirse en metáfora de la ausencia, de la pérdida, de ese espacio vacío que pide ser colmado.

Como contrapartida a esta corporización de los objetos, podemos observar una cosificación de los sujetos, pues el cuerpo vivo del actor es utilizado también para representar el cuerpo sin vida arrojado al mar, que duplica la acción previa de los muñecos volcados en un jarro de agua, presentando así este doble juego entre vida y muerte, entre sujetos/objetos inanimados y animados.

Por otro lado, podemos observar la existencia de personajes genéricos, como es el caso de las actrices que representan a las madres. El carácter performativo en aquí es mayor, puesto que los cuerpos de las actrices realizan movimientos como en una suerte de danza. La maternidad se representa por medio de los pechos que las actrices dejan al descubierto y las cunas que portan en sus brazos. El gesto de amamantar resalta la función de la madre como dadora de vida, de leche que nutre, pero que en este caso es transformada en arena, es decir, en un elemento estéril, asociado al desierto del que nada puede crecer, pues se trata de madres que portan cunas vacías, sin niños a quienes alimentar, representando así, el dolor de toda madre que pierde a su hijo. Esta búsqueda de universalidad está presente también en la inclusión de las madres musulmanas, siempre acompañadas por la música de medio oriente. Se trata de madres a las cuales también les han quitado a sus hijos. Los cuerpos de las actrices se sitúan en la luz para mostrar sus caras, para mostrar sus gestos petrificados que se oyen más fuerte que un grito, construyendo así una suerte de cuadro, una pintura viva. En estas escenas, más ligadas a la performance, los elementos se complementan entre sí, cuestionándose el uno al otro: la movilidad a la inmovilidad, la palabra al silencio, creando así una suerte de sinfonía visual, siempre acompañada por la música estridente que penetra en nuestro interior hasta el punto de por momentos aturdir. Estas madres con la cabeza cubierta son entonces las madres musulmanas pero son también las madres y abuelas de Plaza de Mayo que se colocan los pañuelos.

De esta forma, a través de la luz y utilizando el procedimiento cinematográfico del montaje, el director establece una contigüidad entre el sufrimiento de las diferentes madres del mundo, para traspasar el límite de lo local y llevar el planteo a una dimensión universal, apoyado también en la imagen de esos cuerpos que son a veces sombras, siluetas, puesto que la iluminación no permite ver sus rostros, acentuando de esta forma su carácter general.

Hay entonces una idea de cuerpos universales y una búsqueda por franquear el límite de lo particular, y construir un cuerpo que a pesar (y a partir) de su limitación material, se convierta en metáfora de algo más que sí mismo, volviéndose así, ilimitado.

En el teatro como en la vida”: la puesta en escena del poder

Constantemente estamos en presencia de cuerpos atravesados por el poder, el único personaje que tiene voz además de cuerpo en la obra. La figura de la abuela/madre se construye en relación a este prestidigitador cuya imagen está latente en todas las escenas. La madre, la mujer, es aquí el lugar de resistencia, ese cuerpo que aún inscripto por y en los juegos del poder logra mirarlo a la cara sin desviar los ojos. La mujer le pone el cuerpo al dolor, a ese poder masculino, y es en cambio el personaje del hombre el que le da la espalda, pues el gesto que lo identifica y que repite constantemente a lo largo de toda la obra es el de ponerse el saco para retirarse, construyendo más fuertemente así -por contraposición- la idea de una mujer firme en resistencia, en lucha, como las Madres de Plaza de Mayo a las que el director busca homenajear en la obra. Es el títere de la madre el que mira de frente al personaje del poder, haciéndolo retroceder, y su grandeza queda enfatizada a partir de la alteración de la percepción de los tamaños: la pequeñez de los títeres que más minúsculos parecen al lado del actor, remarca la valentía del gesto que reside en hacer frente a aquello que nos sobrepasa y que parece ser más fuerte que nosotros: las fuerzas armadas, el Estado, la dictadura.

El poder está también representado en la obra de manera múltiple y no unívocamente. Es por un lado, un poder enmascarado, de múltiples rostros, que posee el completo control de personas y personajes. Un poder reticular, que como dice Foucault, “implica una coerción ininterrumpida, constante”iv .Con sus muchas caras y máscaras, dispone de cuerpos de vivos y muertos, puede sacar de un baúl a una persona y hacerlo desaparecer, convertirlo en un uniforme, en un simple rol, cosificarlo. Pero es por otro lado también, ese poder lisiado, postrado en una silla de ruedas, que representa el poder terrenal, encarnado en un sujeto, un rol o una institución social, en este caso, la Iglesia. La silla de ruedas mediante la cual se desplaza por el escenario, no le permite movilizarse libremente, pues se trata de un poder limitado, que contrasta con el poder total, abstracto, del que nadie puede ser dueño absoluto.

Es a su vez, un prestidigitador que mueve los hilos de la vida, así como los del teatro. Desde un lugar brechtiano de distanciamiento, el personaje del prestidigitador pone en evidencia el mecanismo. Rompe la convención, la cuarta pared y se dirige directamente al público haciendo entrar su mirada dentro del plano de la ficción, patentizando así que el teatro -como los hechos sociales- se construye a partir de la mirada cómplice del otro.

El teatro es también un juego, tiene sus reglas, sus jugadores y sus propios mecanismos de circulación del poder, y es precisamente poniendo en evidencia esto, que puede convertirse en metáfora de una situación social. El prestidigitador hace sonar la campana para que comience el juego, le da órdenes a los actores, les indica cuándo moverse y qué posición tomar, así como el poder escribe y determina a los sujetos que viven en sociedad, dándoles campos de acción determinados, espacios restringidos, casilleros desde donde jugar. El poder nos muestra al titiritero, ilumina el espacio oscuro que mueve los hilos del teatro, se dirige directamente al director, pide más luz, se plantea a sí mismo como un Dios.

Pero los actores -como los hombres- se rebelan. Cuando el títere cae, el otro titiritero, ahora enfocado por la luz, lo levanta y lo hace accionar, trayéndolo así, nuevamente a la vida. Pacheco parece querer decirnos que siempre habrá alguien que se anime a enfrentarse al poder, que cuando uno cae o lo hacen caer, siempre habrá un otro que continúe su lucha.

El uso de la palabra en la obra, es libre y poético. Los parlamentos hablados o la voz en off no buscan cerrar el sentido sino ampliarlo. La palabra no ordena el drama, no es rectora, no plantea la tesis ni el argumento, sino que es un elemento más en la poética que busca generar la puesta y una manera más de conmocionar los sentidos del espectador. Se trata de una palabra que “se oscurece en su propia materialidad antes transparente” para “reconciliarse con su corporeidad”v, como es el caso de las palabras susurradas al final de la obra o la voz que entona un canto. Las palabras empleadas dan la sensación de haber sido elegidas por su “potencialidad rítmica, más allá de su rentabilidad semiótica”vi, puesto que endulzan el oído por la densidad de su pronunciación.

El lugar de la palabra como rectora del drama es tomado aquí por la iluminación, pues es la luz es la que lleva el ritmo, la que marca el espacio donde deben ubicarse los actores, la que dirige la mirada, establece los tiempos, construye el escenario y el cuerpo del actor. Pone énfasis en determinado espacio, en determinado gesto o personaje fragmentándolo. La luz no sigue los movimientos de los actores por el escenario sino que son los personajes los que se sitúan en la luz. Se trata de cuerpos que buscan no ser ocultados ni invisibilizados, sino hacerse ver, mostrar el sufrimiento, la lucha, y el grito que deforma sus rostros. Los actores caminan por el escenario y es la iluminación la encargada de mostrar u ocultar su presencia. Pero los cuerpos están, a veces son siluetas, a veces quedan en sombras rodeados por el humo que flota sobre el escenario dificultando la percepción del espectador. Pero los cuerpos están.

En la obra de Pacheco, las cosas oscilan, transitan para completarse y luego retornan. La obra tiene una estructura circular, comienza con la muerte y termina con la muerte. Se desarrolla como un gran recuerdo hecho de jirones, como fragmentos de la memoria. Avanza pero vuelve al origen, a una misma escena ahora transformada por el viaje, por el ritual del teatro. La obra termina y no hay aplausos. La luz se posa sobre la platea porque los cuerpos activos ya no son los que están en el escenario sino los cuerpos de los espectadores. La silla vacía queda iluminada en el centro: hay un espacio por llenar.

Y el escenario está otra vez en sombras, porque el teatro es circular como la vida, la luz nace de una oscuridad inicial y se extingue para volver a ella. Pero la obra parece decir que la búsqueda todavía es posible, mientras las ventanas se abran y haya pájaros volando.


Bibliografía

  • Artaud, A., El teatro y su doble, Buenos Aires, Sudamericana, 1971.
  • Bishop, C., “Performance delegada: subcontratar la autenticidad”, Otra parte. Revista de letras y artes, nº 22, verano 2011.
  • Cornago Bernal, O., “Interludio. El espacio como escenario de resistencias: la escritura poética y el teatroposdramático”, Resistir en la era de los medios. Estrategias preformativas enliteratura, teatro, cine y televisión, Madrid, Iberoamericana Vervuert, 2005.
  • Dubatti, J., Consideraciones sobre el cuerpo y la cultura en el sistema de ideas del Prefacio a El teatro y su doble de Antonin Artaud, en AAVV., Cuerpos, Universidad Nacional de Jujuy, 2001.
  • Foucault, M., Vigilar y castigar, Buenos Aires, Siglo XXI, 1989.
  • Pavis, P., “Puesta en escena, performance: ¿Cuál es la diferencia?”, telondefondo. Revista deTeoría y Crítica Teatral, FFyL, UBA, año 4, nº 7, julio 2008.

Notas

i Artaud, A., El teatro y su doble, Buenos Aires, Sudamericana, 1971, p. 10.
ii Pavis, P., “Puesta en escena, performance: ¿Cuál es la diferencia?”, telondefondo. Revista deTeoría y Crítica Teatral, FFyL, UBA, año 4, nº 7, julio 2008, p. 16.
iii Bishop, C., “Performance delegada: subcontratar la autenticidad”, Otra parte. Revista de letras y artes, nº 22, verano 2011, p. 7.
iv Foucault, M., Vigilar y castigar, Buenos Aires, Siglo XXI, 1989, p. 159.
v Cornago Bernal, O., “Interludio. El espacio como escenario de resistencias: la escritura poética y el teatroposdramático”, Resistir en la era de los medios. Estrategias preformativas enliteratura, teatro, cine y televisión, Madrid, Iberoamericana Vervuert, 2005, p. 203.
vi Ibídem, p. 202.

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