El festín de la escena Cerro | Centro Cultural de la Cooperación

El festín de la escena Cerro

Autor/es: Lydia Di Lello

Sección: Palos y Piedras

Edición: 18

Español:

Cuerpo, vestuario, maquillaje, escenografía, música, luces y sombras interactúan en un territorio donde interior y exterior se confunden. En el cuerpo de las utopías, diría Michel Foucault; el de la poíesis. Este escrito, uno de una serie, se ocupa de la fosforescencia de la escena en el teatro de Emeterio Cerro, en particular del barroquismo de los elementos escenográficos que se articula con el maquillaje denso y el vestuario en las puestas de: Los Olés (1992) y Las Tilas (1993). Amante de merodeos e inestabilidades Cerro estalla la escena convirtiéndose en uno de los dramaturgos más audaces del teatro argentino de postdictadura.


Tu teatro acabalgado de asombro asombra, asoma de tanta poesía

Arturo Carrerai

La escena de Emeterio Cerro (1952-1996) es pantagruélica. Un banquete de palabras, acción dramática y texturas que configuró una de las expresiones más audaces de la renovación del teatro argentino en el período de postdictadura de los años ochenta. Este escrito, uno de una serie, aborda el universo de este teatrista integral que cruza su dramaturgia con artes plásticas y asombra con una exuberancia operística en las puestas de sus obras.

Emeterio abraza la estética neobarroca, una reapropiación del barroco que apunta a la inestabilidad y polisemia. Con su troupe de actores funda en 1983 La Barrosa, su propia compañía teatral, que propone un modo de interpretación apartado del realismo. Cerro quiere artificio.

Artificio y desmesura no sólo en los textos teatrales, sino también en los recursos escénicos. “Era barroco por su tendencia a ver el arte como una sumatoria de artificios– dice Liliana Heer– en contrapunto: lo bello, lo feo, lo monstruoso. Lugar común: la exageración.”

Un exceso barroco en la elección de escenografíasii que se hace cuerpo en el actor, en su registro de actuación, su maquillaje y su vestuario. Un maquillaje exacerbado, casi una máscara, que interviene el rostro del actor. Esta suerte de máscara blanda de la poética de Cerro, en articulación con elementos escenográficos y de vestuario, es el objeto específico de este trabajo. Cuerpo, vestuario, maquillaje, escenografía, música, luces y sombras interactúan en un territorio donde interior y exterior se confunden. En el cuerpo de las utopías, diría Foucault; el de la poíesis.

Hemos analizado en este mismo espacio el lugar del maquillaje en una de las creaciones más disruptivas de Cerro: La Cuquita, pequeño teatro sexualiii. Nos ocupamos ahora del barroquismo de los elementos escenográficos que se articula con el maquillaje denso y vestuario en las puestas de Los Olés (1992) y Las Tilas (1993). Dos piezas de los años 90, período en el que el dramaturgo, radicado en París, viaja por temporadas cortas al país para las puestas de sus obras.

Para ello contamos con críticas de la época y el valioso testimonio de la escritora y psicoanalista Liliana Heeriv, del actor Roberto Lópezv y del artista plástico y puestista Rodolfo Sanzvi.

Cerro siempre había dirigido sus propias obras –relata López– , excepto cuando a raíz de su residencia en París, deja como responsable de algunas puestas nacionales a Baby Pereyra Gez, pilar fundamental de La Barrosa. En otras, prefería regresar especialmente para encargarse de la dirección, como para los unipersonales Los Olés, Las Tilas y La Cuquita, que me tocó en suerte protagonizar. Emeterio venía a Buenos Aires por pocas semanas, y el actor ya debía tener el texto aprendido de memoria al segundo día de recibirlo, entonces, la obra se ensayaba solo en una o dos semanas.

La fosforescencia del espacio

“El festín barroco –señala Severo Sarduy- parece (…) con su repetición de volutas, de arabescos y máscaras, de confitados sombreros y espejeantes sedas, la apoteosis del artificio”. (Sarduy, 2011: 8). Esta suerte de carnaval se materializa, de algún modo, en la escena Cerro donde proliferan objetos inesperados, vestuarios pródigos de detalles y texturas. Un universo descentrado que abre la mirada a diversos y discordantes puntos de vista. Una suerte de destronización del sentido único. Observa Heer:

Amante de contrastes y desequilibrios, Emeterio estaba bien lejos de la armonía. Utilizaba mascarones, pintarrajeos, trajes recargados de adornos, elementos de utilería que acentuaban la tensión de la obra”. Esta riqueza se plasma en las piezas que analizamos en este escrito.

Los Olés, la primera obra de López como intérprete del teatro de Cerro, contó con la escenografía de Elba Bairon:

Un telón de fondo precioso y un tinglado, como un pequeño carrusel circense con dos puertas llenas de serpientes coloridas y barrocamente decorado tanto por fuera como por dentro –relata López– donde me cambiaba de ropa para cada uno de los tres personajes, mientras sonaban coplas españolas de Miguel de Molina y otros cantaores. Contaba, también, con ornamentos de Rodolfo Sanz: dos grisáceos/azulones candelabros gigantes, retorcidos y que portaban decenas de velas cada uno.

Una de las críticas de la época, que no por acaso lleva el título de Desafiando convenciones,vii recoge el impacto de las puestas de Cerro en la escena local:

Sus productos son a primera vista de falsas apariencias y muy a menudo perturbadores; pero una más amplia visión revela la destreza del dramaturgo para crear entidades dramáticas donde el humor más mordaz es omnipresente y casi siempre ocultando (…) un costado siniestro de la realidad a ser examinado.

La profusión entre barroca y kitsch de Cerro aparece también en la puesta de Las Tilas, dice la crítica: “En Las Tilas se encuentra otra vez su barroquismo posmoderno, en forma y contenido. Un caudaloso reciclaje de materia de desecho, que arroja a borbotones para que estalle”viii. Los protagonistas nos cuentan pormenores de una función antológica:

En el estreno de Die Schüle, –narra López– no teníamos escenografía, solo unos telones de Elba Bairon pintados en un rojo fogoso que usábamos de telón de fondo y dos sillas viejas. Cuando Emeterio llegó de Francia y vio eso no le satisfizo completamente, quería algo más barroco. Entonces salimos muy tarde de noche a buscar algo por las calles ya que al otro día era el estreno. Fuimos con Rodolfo Sanz y él encontró unas bolsas cerradas en la calles, a la espera del basurero municipal. Las abrimos y eran infinidad de panes duros. Nos miramos los tres y coincidimos: llenamos el escenario de panes duros. Luego, como se cortó la luz, Sanzix llenó el escenario de 250 velas y así salimos al público y a la crítica.

Los personajes hiperbólicos de nuestro dramaturgo se mueven en este espacio habitado de objets trouvés que encienden la imaginación. Del mismo modo, el cuerpo de sus actores hace carne ese universo del exceso. Ahora analizaremos el maquillaje y vestuario de sus intérpretes en las dos piezas que nos ocupan alrededor de dos ejes: la estética de los bordes y el lugar de lo femenino.

Una estética de los bordes: Los Olés

“Un muro blanco con dos agujeros negros” esto sería el rostro desde la perspectiva de Gilles Deleuze. Un muro blanco como superficie de inscripción, esto es, donde se puede escribir, pero un agujero para producir el efecto de interioridad. El agujero negro está esencialmente bordeado. La boca, los ojos son los agujeros del rostro. Pero el agujero negro no está en los labios ni en las pupilas, sino en el interior del borde.

En la estética de los personajes de Cerro hay una fuerte demarcación de la boca y de los ojos. Así como el dramaturgo juega con el contraste entre el blanco de la página y la letra escrita en tinta de sus textos, generando una cartografía que denuncia vacíos, así marca el hueco entre el maquillaje de los ojos y los ojos de sus actores. Ojos que aparecen exaltados, desbordados. Esto es, saliéndose de su borde.

Este recurso es particularmente manifiesto en Los Olés. En esta pieza, López tiene a su cargo todos los personajes que...

... eran completamente diferentes, pero todos estaban al filo de la desesperación, salvo el niño pregonero. El maquillaje era uno solo ya que nunca salía de escena, de modo que debía servir para los tres personajes y para el presentador: un niño pregonero que narraba las historias que después se verían representadas. La peluca del niño, rizada de tules negros era usada como melena de la mora, de la catalana y de la reina española.

El vestuario funciona aquí como capas de maquillaje que se van superponiendo y cambiando la investidura del único, multiplicado protagonista:

“La ropa del niño era solo una camisa blanca con puntillas de delantera y puños y un bombachón a rayas verde y rojo. La ropa de la mora, solo un enorme tul azul fuerte que cubría la ropa del niño.(…) El vestuario de la Bruja Catalana, puesto sobre la vestimenta del chico, eran unos tiradores que sostenían un caballito de colores rodeando mi cintura. Por último, el más bello de los personajes, con una corona de piedras preciosas y vestido de reina, con ese rojo de sangre, rastros de indios y el ojo que lo vio todo, el testigo surrealista de la historia: una reina española que sueña que se pierde en una selva latinoamericana, con todo tipo de horrores que le suceden en su marcha hacia la salida que no encuentra…”

No por azar, el actor viste un atuendo real con un elemento surrealista que sobresale del fondo de la tela: un gran ojo dibujado, el ojo testigo del horror. Hay una articulación, no inocente, entre el “ojo que todo lo ve” agitado con los movimientos del actor en el manto que le sirve de soporte y la agitación de los grandes ojos subrayados de bordes negros en la mirada exaltada de López.

La voz es cuerpo, dice Roland Barthes. Los diversos ropajes en el cuerpo del actor devienen en voces también diversas de los personajes: “el niño pregonero que lanzaba su relato suavemente con esa voz aguda de la niñez y acentuando todas los finales de frase agudamente, precisamente con acentos en la última sílaba -refiere López- , voz grave y jadeante de la Mora, voz de vieja bruja cascada y agria de la Catalana y voz aguda y super castiza de la Reina era el trabajo vocal que me fascinaba realizar”.

Iconografía femenina: Las Tilas

El sexo alude a una condición biológica; el género, en cambio, es una construcción. En el teatro de Emeterio, lo femenino y lo masculino se juegan en la actuación travestida de sus intérpretes, frecuente en sus puestas.

La actuación travestida es oblicua. “En el desempeño actoral –sostiene Rosenzvaig– es una práctica rica, abundantemente matizada y muy abigarrada”. (Rosenzvaig, 2003: 58). Abigarrada como la escena Cerro.

Hay, en nuestro dramaturgo, una fuerte voluntad de poner el acento en lo ambiguo. Los rasgos femeninos se marcan con capas de maquillaje que operan sobre el rostro del actor.

Un caso es el de Las Tilas con maquillaje de Rodolfo Sanz y vestuario de Elba Bairon. Aquí el actor interpreta a las mujeres protagonistas y a todos los otros personajes de la historia, como testimonia esta crítica de una función de 1993 en el Centro Cultural Rojas: “…Roberto López, único intérprete de la obra, juega su travestismo por superposición: de su figura claramente masculina surge enriquecida la caricatura de ciertos aspectos femeninos…”x

El vestuario travestido del protagonista es una suerte de “traje de noche de Carmen Miranda”: un corpiño a lunares que apenas cubre el torso velludo, cejas, ojos y labios muy pintados, un tocado con frutas tropicales y aretes de perlas.

El traje de Carmen Miranda – cuenta el actor– era simplemente una excusa para que estas dos viejas maestras de arte melodramático de Tandil se lucieran ante el emperador y la emperadora en una obra para el pueblo tandilero. Constantemente buscan trapos y vestuarios ya en desuso para representar con tanta precariedad la pobreza de sus almas y su anodina vida pueblerina.

El propio Cerro dirá que Las Tilas es una obra coloquial con humorismo localista: “Acá hay una historia para ser contada, con dos maestras bonaerenses”. Sin embargo, en la pieza se filtra un hilo fantástico y surrealista: “El Tandil de la ficción teatral deviene un imperio fuera del tiempo, con templos griegos y otros delirios”xi.

“Las mujeres que interpreto, cambiaban sus vestuarios detrás del biombo -cuenta López- para convertirse en el soldado castigado y amarrado a su piedra movediza. Sísifo y su drama en una parodia grotesca y actoralmente maravillosa, las diosas del imperio apareciendo con sus conjuros y presagios, la abuelita de Tandil con los yuyos para curar las heridas del soldado. La Gazpacha novia del soldado y sus ganas constantes de cuchiruchos y atenciones. Todo era un cambio apenas de ropa y de actitud”.

“Personajes comunes y sin embargo, extremos,” como los caracteriza Sanz, estas pequeñas mujeres se expanden al travestirse. Son míticas, son diosas, tienen poderes curativos, son mujeres deseadas o devienen un ícono de lo femenino espectacular como “la bomba brasileña” que conquistó Hollywood.

El travestismo – continúa Rosenzvaig– no está en absoluto vinculado con la apropiación de la “mujer” sino, en todo caso, con la reinscripción del exceso de “mujer”, de femineidad”. (Rosenzvaig, 2003:37). López señala a propósito de las Tilas:

.... el travestismo aportaba la poca femineidad de esas mujeres ancladas en un pueblo asfixiante rodeado de sierras, rumores y vecinos archiconocidos y criticones, mujeres que debieron hacerse fuertes para afrontar su soltería y su soledad.

Lo femenino aquí reside en el artificio. Un actor que se traviste en mujeres que se travisten en Carmen Miranda como figura icónica de lo femenino; lo femenino exterior, mero atributo.

López no busca una ilusión total, sino parcial, al dejar expuestos sus caracteres masculinos. Lo suyo apunta a un simulacro de lo femenino, deliberadamente ambiguo y potente. Estas mujeres olvidadas en un pueblito que las agobia, ellas también son un simulacro de lo femenino.

Si en esta pieza la femineidad está en los atributos, hay un elemento de la escenografía que adquiere particular relevancia: dos frascos de esmalte sobre una mesita.

Como el maquillaje inviste al actor, la escena inviste los objetos. Inanimados, tienen el privilegio de vehiculizar el arte del actor, de ingresar en un mundo Otro; el universo poético del teatro. Nos cuenta el actor: “había dos frascos de esmalte de uñas que usaba para pintarme las uñas de las manos antes de la función y luego me retocaba (sin mojarlas) durante la función”. Un esmalte que, silencioso, cumple su función utilitaria en camarines, a la luz de la escena, adquiere en manos del protagonista el estatuto de un objeto teatral. Un objeto nada superfluo, puesto que viene a reforzar la ilusión de lo femenino.

La Carmen que compone López tiene labios rojos y carnosos bajo un espeso e indisimulado bigote, grandes cejas y pestañas dibujadas que avanzan sobre las mejillas. Aquí el maquillaje se constituye en una suerte de calco de los rasgos icónicos de lo femenino, un adelgazamiento de la femineidad en unos pocos atributos cristalizados y parodiables.

Coda

Ojos desbordados, bocas desbocadas. Capas de ropas que invisten el cuerpo del actor. Un espacio que se satura de objetos de desecho que devienen maravillosos, son sólo algunos de los recursos que se despliegan en la escena Cerro. Un mundo de personajes travestidos, mujeres pequeñas, mujeres míticas, dioses del Olimpo en un pueblo de provincia y sueños de reinas perdidas. Un universo fantástico, de pliegues y repliegues. Un universo móvil. Un permanente estallido de teatralidad y poesía.


Bibliografía

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Notas

i En: Cerro, Emeterio, Teatralones, Buenos Aires, Ediciones de la Serpiente, 1985, p. 46.
ii Un estudio exhaustivo sobre la escenografía en Cerro en: Lydia Di Lello, La escena dibujada: el espacio en el teatro de Emeterio Cerro, Palos y piedras N° 13/año 5. disponible en: www.centrocultural.coop/revista/autor/45/di_lello_lydia.html
iii Di Lello, Lydia, Sexo y desmesura, el maquillaje en La Cuquita de Emeterio Cerro,  La revista del CCC [en línea]. Septiembre / Diciembre 2012, n° 16. [citado 2013-05-28]. Disponible en Internet: http://www.centrocultural.coop/revista/articulo/356/. ISSN 1851-3263.
iv Escritora y psicoanalista argentina, miembro de la Escuela de la Orientación Lacaniana y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis. Cultivó una fructífera amistad con Emeterio Cerro. El título de su novela Neón responde a un festejo con el escritor cubano Severo Sarduy y Emeterio en París.
v Roberto López es actor, dramaturgo, novelista e investigador teatral. Como actor realiza Federico; ¿Alguien sabe qué hora es? (Empire), La Navarro (Bambalinas); Fiebre de heno (Colonial), Teatro Abierto 82' (Margarita Xirgu); Talcualt (Centro Cultural Ciudad de Bs. As.). Hace la asistencia de dirección de La Marita, interpretada por Beby Pereyra Gez y Cecilia Etchegaray. Así conoce a Emeterio Cerro, de quien interpreta las siguientes obras: Los Olés, Las Tilas, La Cuquita, pequeño teatro sexual y Las Guaranís, en el Centro Cultural Rojas, Die Schüle, Espacio Giesso, Gandhi, Bauen., respectivamente. Desde el 2001 reside y trabaja en Europa.
vi Rodolfo Sanz, artista plástico argentino, vestuarista, maquillador, director y puestista teatral. Vive y trabaja en Europa. Ha investigado en diversas áreas y disciplinas, que incluyen pintura, escultura, objetos, teatro y video. Participó de forma parcial en Los Olés (con escenografía de Elba Bairon), en Las Tilas (con una creación espontánea del mismo Cerro y la colaboración de Bairon) y mucho más directamente en La Cuquita, donde tuvo a cargo: escenografía, maquillaje y vestuario,  y Las guaranís en la cual hizo la dirección y puesta en escena.
vii Paolantonio, Jorge, Buenos Aires Herald ,16/7/ 93.
viii Llorens, Carlos, La Razón 1/10/ 1993.
ix Las Tilas se presentó luego en el Centro Cultural Rojas con escenografía y maquillaje a cargo de Rodolfo Sanz.
x Espinosa, Ámbito Financiero, crítica a Las Tilas, 15/12/93.
xi Llorens, Carlos, La Razón, 23/9/1993.

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