Por una filosofía del imaginario para los estudios teatrales | Centro Cultural de la Cooperación

Por una filosofía del imaginario para los estudios teatrales

Autor/es: Natacha Koss

Sección: Palos y Piedras

Edición: 17


Los estudios teatrales, históricamente, han supeditado cualquier posibilidad de análisis a un trabajo de investigación sobre el texto. Partiendo de la Poética de Aristóteles y, en algunos casos sosteniendo ello hoy en día, pareciera ser que no existe teatro sin literatura dramática.

Esta idea no se manifiesta solamente en los estudiosos, sino también en los propios artistas. Hace muy poco tiempo, el brillante actor argentino Oscar Martínez, quien en la última década incursionó con notable éxito en el campo de la dramaturgia y la dirección, afirmaba:

Yo creo, y lo dije antes y después de escribir, en el teatro de texto, en las obras de texto. Lo que queda del teatro del mundo son los autores: Sófocles, Chéjov, Shakespeare, Miller, Ibsen, Beckett, Simon. El gran teatro es el que está escrito, y los actores y los directores precisamos de buenos textos (…) Es que no creo en las creaciones colectivas ni en esos zafarranchos que se arman, de los que puede salir algo bueno alguna vez.i

En ese alegato se evidencia uno de los problemas más importantes que tiene el teatro: su carácter efímero. Martínez sostiene que el gran teatro es el que está escrito, y eso lo sabemos porque el texto es, en definitiva, “lo que queda del teatro”.

Perdurar.

Vencer al tiempo parece ser la máxima aspiración del hombre desde épocas inmemoriales; vencer al tiempo como una manera de vencer a la muerte, de garantizar que quede algo de nosotros una vez que nos hayamos ido.

Hay un antiquísimo mito griego que nos trae Homero según el cual, cuando Aquiles tuvo partir hacia Troya, su madre Tetis le dijo que dos eran los destinos posibles: ir a la guerra y tener una vida breve y con gloria, o quedarse y disfrutar de una vida larga pero sin gloria. Sin dudarlo Aquiles eligió la primera opción: sólo sus acciones heroicas lo harían vencer a la muerte y, de hecho, lo consiguió; él sigue vivo en la memoria de todos nosotros, que una y otra vez narramos sus hazañas.

El mayor problema del hombre es saberse un ser para la muerte. Toda la filosofía nace de este problema metafísico, irresoluble por propia definición. Friedrich Nietzsche se hace cargo de esto en su indispensable El nacimiento de la tragedia, cuando retoma una vieja leyenda del rey Midas, quien había estado incansablemente recorriendo el bosque a la caza del Sabio Sileno, uno de los integrantes del thíasos dionisíaco.

Cuando por fin cayó en sus manos, el rey pregunta qué es lo mejor y más preferible para el hombre. Rígido e inmóvil calla el demón; hasta que, forzado por el rey, acaba prorrumpiendo en estas palabras, en medio de una risa estridente: “Estirpe miserable de un día, hijos del azar y de la fatiga, ¿por qué me fuerzas a decirte lo que para ti sería muy ventajoso no oír? Lo mejor de todo es totalmente inalcanzable para ti: no haber nacido, no ser, ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es para ti morir pronto.

Nacer significa, para cualquier ser viviente, estar irremediablemente destinado a la muerte. El problema específico en el hombre es que tiene conciencia de ello. Por este motivo, desde diversos fundamentos de la cultura, hemos tratado de perdurar en el tiempo. Sin embargo, más allá de todos estos intentos, no podemos evadir el hecho de pertenecer a una cultura viviente, de ser entes efímeros y el teatro, en tanto acontecimiento, nos recuerda permanentemente esto. ¿Dónde se va la obra cuando ya no se representa, cuando la función se termina, cuando baja el telón? Queda el texto, pero ¿y lo demás?

El teatro por ser aurático, por ser exclusivamente un aquí y ahora, va desapareciendo en su propio acontecer,… igual que los hombres. En este sentido, vivir es morir. En este sentido, hacer teatro es generar un acontecer efímero. Y el acontecimiento está antes que nada; es condición de posibilidad para que cualquier otra cosa ocurra. Antes del signo está el ente; y el ente teatral, en tanto acontecimiento, es inaprensible, no se puede capturar ni envasar, porque ante todo y como condición de posibilidad, el teatro es una vivencia. Dice Ricardo Bartís (2003) que...

El teatro es una performance volátil, una pura ocasión, es algo que se deshace en el mismo momento en que se realiza, no queda nada de él y está bien que eso suceda, porque lo emparenta entonces profundamente con la vida, no con la idea realista de una copia de la vida, sino la percepción de la vida como elemento efímero, discontinuo.

Asumir esta realidad permite redimensionar el valor del texto. Es verdad, la literatura queda, ¿pero es ciertamente lo más valioso del teatro? Si así fuese, cualquier puesta en escena de una obra de Shakespeare debería ser sublime. Si esto no es así, ¿se debe a que Shakespeare es un mal dramaturgo? ¿O el problema fue el acontecimiento?

Porque además, si lo que vale del teatro es el texto, es mucho mejor leerlo en la comodidad del hogar.

Pero también puede pasar que estemos en presencia de un gran dramaturgo, con un excelente director y un reconocido elenco, los rubros técnicos precisos y eficaces… y que a pesar de todo eso en términos de acontecimiento no ocurra nada más que aburrimiento; o parafraseando a Frederick Jameson, una parálisis del goce de vivir.

Y esto acarrea otro problema.

A partir de mediados del siglo XX y gracias a la incorporación del corpus teórico y metodológico de la semiología, la puesta en escena cobró relevancia y autonomía. Sin embargo, la lectura del teatro como sistema complejo de signos llevó a un desarrollo en donde se primó el nivel descriptivo por sobre cualquier otro. Asimismo, al utilizar casi como sinónimos los términos “puesta en escena”, “representación”, “texto espectacular” o “texto tercero”, la semiología también dejaba entrever su deuda con la narratología, lo que hace que los estudios teatrales no puedan evadir el textocentrismo.

Otra vez se esconde el acontecimiento, no ya debajo de una pila de textos sino debajo de una montaña de signos.

Empero ya en la década del 60, diversos intelectuales de diferentes ciencias sociales, comenzaron a cuestionar lo que denominaron la “la ilusión semiológica”, que no es ni más ni menos que la pretensión de dicha disciplina de postularse como propedéutica, de agotar al símbolo en sus descripciones y análisis estando, a fin de cuentas, obsesionada por una explicación utilitaria, pese a la promoción del arte como “obra abierta”. Por ese motivo consideramos relevante plantear, siguiendo la propuesta de Gilbert Durand, una Filosofía de Imaginario que parta de una concepción simbólica y antropológica de la imaginación, es decir, de una teoría que postula el semantismo de las imágenes, el hecho de que no son signos, sino que contienen materialmente, de alguna manera, su sentido. Sin esto, los estudios teatrales seguirán cerrando sus filas bajo una premisa que termina por asumir que el teatro no es efímero, no pertenece al tiempo, no es acontecimiento y, por lo tanto, no muere mientras vive. Ya Mijail Bajtín había notado que...

También la actividad estética resulta impotente para asimilar la caducidad del ser y su carácter de acontecer abierto, y su producto, en este sentido, no es el ser en su devenir real, sino que se integra a éste, con su propio ser, mediante el acto histórico de la intuición estética eficaz. (1997; 7).

Tal vez debamos pensar que la negación del acontecimiento como condición de posibilidad del teatro, no sea otra cosa que la impotencia de asimilar la caducidad del ser.

Pero, además, debemos resaltar que los modos de subjetivación concebidos desde la perspectiva del acontecimiento muestran su carácter relacional, el poder de afectar y ser afectado que genera las condiciones de su constitución. Así, abordar la cuestión de la subjetividad en su aspecto productivo, en tanto modos de subjetivación abiertos a los acontecimientos, nos conduce a considerar la cuestión en términos de una perspectiva lógica-ontológica en conexión con la ética y la política.

Retomando a Giles Deleuze, debemos recordar que el concepto de devenir cobra relevancia, se distingue de la historia, del tiempo de los hechos; en él, el antes y el después se dan a la vez, abriéndose así una temporalidad en resonancia con los acontecimientos, con lo que pasa y no cesa de pasar. Por lo tanto, podemos afirmar que los acontecimientos pertenecen al devenir, lo expresan, son composiciones temporales de múltiples dimensiones en permanente actualización y efectuación. Los acontecimientos se encarnan en situaciones, pero siempre hay algo del acontecimiento abierto a las mutaciones, a nuevas actualizaciones. “Puede que nada cambie o parezca cambiar en la historia, pero todo cambia en el acontecimiento, y nosotros cambiamos en el acontecimiento.” (Deleuze-Guattari, 1993)

Al focalizar al teatro en el concepto de acontecimiento, nos damos cuenta de que se trata de un pensamiento complejo. El concepto de acontecimiento, por un lado, impulsa el abandono de una ontología y una lógica que sostiene la regencia del ser/ente, de la atribución y de las categorías que son la condición de posibilidad para la creencia en las cosas, en los objetos. Por otro lado, afirma una ontología del devenir inmanentista y una lógica de las relaciones y las multiplicidades. Y esto sucede porque el pensamiento del acontecimiento señala un desplazamiento de la preeminencia de la lógica aristotélica por el aporte de los estoicos (que consiste en sostener que el mundo está constituido por acontecimientos) planteando una modalidad lógica diferente, una lógica del sentido.

Se abre una perspectiva lógica-ontológica donde el concepto de acontecimiento contribuye a pensar la noción de individuación singularizante. La mutua apropiación de la subjetividad y el acontecimiento abre una dimensión de singularización que deja de lado el tradicional principio de individuación en beneficio de una singularización intensiva que se despliega gracias a acontecimientos/procesos propios de la subjetivación. Es gracias a esto que la Filosofía del Teatro puede pensar en el concepto de canon de la multiplicidad (Dubatti, 2007/2010), que de otra manera parecería un enunciado oximorónico.

En palabras del propio Deleuze (1995), el aporte consiste en...

Un proceso de subjetivación, es decir, la producción de un modo de existencia, no puede confundirse con un sujeto, a menos que se le despoje de toda identidad y de toda interioridad. La subjetivación no tiene ni siquiera que ver con la persona: se trata de una individuación, particular o colectiva, que caracteriza un acontecimiento (una hora del día, una corriente, un viento, una vida…) Se trata de un modo intensivo y no de un sujeto personal.

En base a todo lo expuesto, podríamos afirmar entonces que si para que algo signifique primero debe ser, y que el teatro es en tanto acontece, existe entonces una dimensión pre-semiótica que lo constituye: “el ente aún no posee ni expresa sentido, ni expresa ni comunica: sencillamente es” (Dubatti, 2008; 90).

Es así como asumir que el teatro es acontecimiento nos obliga a considerarlo como algo más que un sistema de signos, pues hay muchas cosas que están en él que no se manifiestan como tales. Tomemos el ejemplo más pedestre: un actor arriba del escenario se transforma en signo, pero el operador de luces que está a cargo de la consola no. Sin embargo, los dos forman parte del acontecimiento teatral y son partes fundamentales de él.

¿Y si pensamos en los ensayos? Mauricio Kartún nos recuerda que el ensayo teatral “no es otra cosa que un espacio para equivocarse en camino al acierto. Cuando vemos a un pintor sobre la tela, observamos que cada pincelada, lejos de respetar los límites de las anteriores, las invade, las cubre, las modifica, de manera tal que podríamos llegar a pensar un cuadro como una suma de errores corregidos” (2005; 45) ¿A dónde van todos esos “errores corregidos”? ¿Simplemente desaparecen? Por el contrario, en el teatro al igual que en la pintura, los errores permanecen en el fondo, allí donde la percepción sígnica no llega. O más bien, retomando a Dubatti, conforman ese enorme espesor de cuerpo pre-semiótico.

Lo que una Filosofía del Imaginario nos permite considerar es, justamente, el origen del cuerpo pre-semiótico, su multiplicidad y su persistencia en el acontecimiento teatral, sin negar su carácter simbólico. Observemos para ello que en el lenguaje, si la elección del signo es insignificante porque este último es arbitrario, nunca ocurre lo mismo en el dominio de la imaginación, donde la imagen –por degradada que se la pueda concebir- en sí misma es portadora de un sentido que no debe ser buscado fuera de la significación imaginaria. Esta es justamente la potencia fundamental de los símbolos: ligarse, más allá de las contradicciones naturales, a los elementos inconciliables, los tabicamientos sociales y las segregaciones de los períodos de la historia. Pero rechazar para el imaginario el primer principio saussuriano de la arbitrariedad del sigo acarrea el rechazo del segundo principio, que es el de la “linealidad del significante”. Así, la definición de la imagen como símbolo encuentra sus bases en las teorías de Pradines, Jung, Piaget, Bachelard y Durand, entre otros.

La imaginación, según el pensamiento contemporáneo, es resultado de un conflicto entre las pulsiones y su represión social, mientras que, por el contrario, la mayor parte de las veces aparece en su propio impulso como resultante de un acuerdo entre los deseos y los objetos del ambiente social y natural. Retomando a Durand nosotros afirmamos que:

Muy lejos de ser un producto de la represión, en el curso de este estudio veremos que la imaginación, por el contrario, es origen de una liberación. Las imágenes no valen por las raíces libidinosas que ocultan, sino por las flores poéticas y míticas que revelan. Como muy bien lo dice Bachelard, “para el psicoanalista, la imagen poética siempre fue un contexto. Al interpretar la imagen, la traduce en un lenguaje diferente del logos poético. Nunca mejor que entonces, con mayor razón, puede decirse: traduttore, traditore”.

El pasaje de la vida mental del niño o del primitivo al “adultocentrismo” implica entonces un encogimiento, una represión progresiva del sentido de las metáforas. Y el teatro pertenece, en realidad, al terreno lo in-fante, etimológicamente de aquello que aún no ha encontrado su habla, aunque no por ello carece de lenguaje. Es por este motivo que la explicación lineal del tipo deducción lógica o relato introspectivo no basta ya para el estudio de las motivaciones simbólicas. La asimilación subjetiva representa un papel importante en el encadenamiento de los símbolos y sus motivaciones. Gastón Bachelard alcanza una regla fundamental de la motivación simbólica donde todo elemento es bivalente. En El aire y los sueños, vislumbra la revolución copernicana que consistirá en abandonar las intimaciones objetivas, que inician la trayectoria simbólica, para no ocuparse sino del movimiento de esa misma trayectoria.

El vicio fundamental de la teatrología consiste en creer que la explicación da cuenta por completo de un fenómeno que por naturaleza escapa a las normas de la semiología. Es así como para estudiar in concreto el teatro y su simbolismo imaginario resulta necesario internarse resueltamente en la senda de la antroplogía, dando a esta palabra su pleno sentido actual; vale decir: conjunto de las ciencias que estudian la especie del homo sapiens.

Eli Rozik sostiene, en este mismo sentido, que un método científico para el estudio de la creatividad humana, requiere inevitablemente adentrarse en el área de la significación no verbal, lugar donde radica el misterio de la metáfora. Esta nueva teoría ubica a la metáfora en la ruta de las imágenes -en tanto capacidad innata del cerebro humano- por lo que es necesario retornar a un nivel de indagación arcaica ya que, como él mismo afirma, “en el principio fue el símbolo, una imagen mental difusa”. La omnipresencia fenoménica de la comunicación no verbal y su manifestación en la metáfora, implica reconocer las limitaciones de una disciplina semiótica para una visión omniabarcante del problema metafórico, a la vez que una necesidad de abordar una hermenéutica de las imágenes que permita considerar desde otros puntos de vista el estudio de la metáfora en el arte.

Es así como, en términos de Jean-Jacques Wunenburger, la Filosofía del imaginario pretende privilegiar el estudio de las imágenes, las que han sido descuidadas o relegadas a un segundo plano frente a la palabra escrita. El teatro participa de esta dicotomía ya que, en su acontecer, es mayoritariamente imagen (vestuario, iluminación, escenografía, cuerpo de los actores, etc.) y sólo una pequeña porción es texto. Y este problema se intensifica si consideramos que la palabra escrita tiene sólo unos 6 o 7000 años, frente a las imágenes que existen desde que existe el hombre. Hoy nos hallamos ante la civilización de las imágenes pero, sin embargo, estamos imposibilitados de darles un carácter simbólico; la doctrina del imaginario orienta sus esfuerzos a recuperar esta olvidada función.

En consecuencia, convenimos con Hugo Bauzá en llamar Filosofía del imaginario al estudio de un conjunto de producciones mentales o materializadas en obras, sobre la base de imágenes visuales (cuadro, dibujo, fotografía) y lingüísticas (metáfora, sím- bolo, relato), que forman conjuntos coherentes y dinámicos que revelan una función simbólica en cuanto a un enlace de sentidos propios y figurados.

En términos de Gilbert Durand (2003), el fin del siglo XX estuvo marcado por el cuestionamiento a una cultura prometeica de la racionalidad, caracterizada durante largo tiempo por una suerte de voluntarismo progresista. Este modelo está siendo reemplazado por el paradigma de Hermes que da lugar a una racionalidad lábil, por lo que nos vemos obligados a distinguir, en consecuencia, dos modelos: por un lado, una racionalidad muy ligada a modelos lógicos, formales y con una confianza en las virtudes de la demostración y de la verificación experimental que ha servido de referencia a las filosofías de los siglos XVII al XIX (la semiología entre ellas); por el otro, una racionalidad lábil que integra muchas clases de representaciones y de acontecimientos no-racionales y subjetivos (intuiciones, afectos, imágenes), y que valoriza la argumentación, la retórica, la dialéctica. Por eso resulta indispensable volver a orientar la imagen visual y la metáfora hacia sus potencialidades originarias, para dialogar de manera nueva con el conjunto de sistemas de pensamiento del mundo. Porque la imaginación produce sus obras con fines estéticos o lúdicos, pero participa también de fines cognitivos (ayuda a pensar) y de fines pragmáticos (motiva y orienta nuestras acciones individuales o colectivas, en política, por ejemplo, tal como lo muestran las utopías).

Por ello pensamos que el teatro, en tanto acontecimiento generador de metáforas no verbales, puede beneficiarse si decide abrevar en las aguas de una Filosofía del imaginario.


i Reportaje realizado por Sergio Arboleya, “Placer y fidelidad al oficio”, en: revista Acción, 1ª quincena de julio de 2010, Buenos Aires, año XLIV, Nº 1053.

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