Cuerpo presente y cuerpo ausente: relaciones y diferencias entre cine y teatro | Centro Cultural de la Cooperación

Cuerpo presente y cuerpo ausente: relaciones y diferencias entre cine y teatro

Autor/es: Araceli Mariel Arreche

Sección: Palos y Piedras

Edición: 17


El cine es creador de una vida. Apollinaire.

En el cine, el arte consiste en sugerir emociones, y no en relatar hechos. Canudo

La inscripción del cine en el ámbito del arte trajo consigo profundos cambios en el territorio estético. Basta con repasar algunos de los variados manifiestos de las vanguardias históricas para encontrar al joven arte en el centro de la experimentación de prácticas como la plástica, la literatura y el teatro - por nombrar algunas de las artes tradicionales - y un núcleo de reflexiones en torno a la indagación sobre su identidad (especificidad) en el campo de lo expresivo.

Con la aparición del cine, la reproductividad técnica instala definitivamente un nuevo modo de concebir la relación obra – espectador. Como afirma Walter Benjamín, eliminando el carácter aurático de la obra artística se pasará de un fundamento cultural a un valor exhibitivo.

En este contexto, las relaciones del arte del cine con el del teatro fueron numerosas, y su diálogo en distintos niveles ha ofrecido más de una perspectiva para sus estudios. Dentro de ellos, la mirada semiótica es la más usual, no sólo en lo que refiere al análisis de casos traspositivos sino también a la naturaleza discursiva de ambas manifestaciones en cuanto textos destinados a la comunicación. En este sentido, como argumenta Gianfranco Betettini, ambas prácticas discursivas se diferencian sensiblemente en la modalidad de sus enunciaciones y, sobre todo, en los usos a los que sus productos están sometidos en la pragmática de sus manifestaciones. El cine, a diferencia del teatro está condicionado por la presencia de un “punto de vista” (el objetivo de la cámara) y por el consiguiente conjunto de características perspectivas y antropocéntricas que marcan las imágenes. Aún así, el teatro y el cine pueden ser considerados como aferentes en un mismo principio semiótico, como modalidad técnica y social distinta de un único fundamento ordenador formalizable en la noción de “puesta en escena”. La misma consiste en la organización productiva de un discurso, en la constitución de un espacio representativo, expresivamente autónomo respecto a cualquier referencia externa al procedimiento semiótico puesto en acción.

Por otro lado - y también dentro de una perspectiva formal pero desplazando la atención hacia los procesos materiales de realización, es decir, en la condición de “mecanismos de producción de significados”- ciertos estudios se orientan a visibilizar sus relaciones estructurales, centrándose para ello en la noción de intermedialidad. Esta perspectiva trata de focalizar en el aprovechamiento por parte de cada uno de estos medios de los mecanismos formales del otro, así como en el rendimiento de ciertas estrategias estructurales compartidas por ambos en su evolución histórica (Cornago Bernal).i

El derrotero de este artículo pretende orientarse en otra dirección buscando pensar al cine y al teatro ontológicamente, es decir en su especificidad de acontecimientos. Considerando que ambas experiencias exceden una estructura sígnica y no necesariamente son reductibles a la condición de lenguaje, se tratará aquí de abrir el horizonte a nuevos problemas desde donde pensar sus relaciones y diferencias.

Cuando un filósofo confiesa una «fascinación hipnótica» por el cine, ¿es casualidad que su pensamiento lo lleve al encuentro de los fantasmas de las salas oscuras? Jacques Derrida

La constatación inicial que diferencia ambos acontecimientos se da en relación al actor como cuerpo de trabajo, “cuerpo en actuación”. En el teatro el actor en persona presenta al público su ejecución artística; por el contrario, la ejecución del actor en cine es presentada por todo un mecanismo, lo que trae aparejado en primera instancia diferencias significativas en las modalidades de la actuación. A diferencia del teatro, en cine la dinámica de la actuación estará sometida “a una serie de tests ópticos” (Benjamín, 1973: 8)ii, el cuerpo del actor está ausente del hecho vivo puesto que no es él quien presenta a los espectadores su ejecución, y es allí donde sus posibilidades de re-accionar sobre la experiencia del espectador como lo hace el teatro “acomodando su actuación al público durante la función” (Benjamin, 1973: p. 8) le está vedada. Dicha condición, a su vez, transforma al espectador de cine en “un experto“ que emite su dictamen sin que para ello lo estorbe ningún tipo de contacto personal con el artista, comprometiéndose sólo a través del “aparato” (Benjamin, 1973: 9) Así como el actor representa para un aparato, el espectador se compromete a través de él.

A propósito del cine silente, Luigi Pirandello refería al exilio del actor de cine, el destierro de la escena y de su persona en tanto su cuerpo, devendría en un síntoma de deficiencia al que se lo despojaba de su realidad al transformarlo en imagen, en sombra. De algún modo la ausencia del público y la mediación del mecanismo hace que el cuerpo del actor se quede sin aura, la reproducción técnica entrega una copia y, como lo expresa Benjamín, el aura se liga al “aquí y ahora” Entonces, a lo que consideraríamos una “atrofia aurática” el cine responde con una construcción artificial: el “sistema de estrellas” y su culto.

Por su lado el teatro como acontecimientoiii produce entes en su acontecer, se liga a la cultura viviente, a la presencia aurática de los cuerpos (Dubatti, 2010: 28). Es un acontecimiento complejo fundado en una peculiar zona de experiencia y subjetividad en la que intervienen convivio – poíesis – expectación. Un espacio–tiempo de “habitabilidad” de al menos dos cuerpos presentes y en relación no mediada: actor y espectador. “El teatro, en tanto acontecimiento convivial, está sometido a las leyes de la cultura viviente: es efímero y no puede ser conservado, en tanto experiencia viviente teatral, a través de un soporte in vitro “(Dubatti, 2010: 34)

A diferencia del cine en el teatro la multiplicación convivial artista-espectador hace del intercambio subjetivo un encuentro “parejo de beneficio mutuo” entre ambos; dicho intercambio se da en la medida que “en la compañía hay más experiencia que lenguaje” (Dubatti, 2010: 35)

La base irrenunciable del teatro es entonces el convivio, de allí su naturaleza corporal, territorial, localizada. Su compañía –“disponibilidad”– para el diálogo es diferente al cine ya que es experiencia viviente.

El cuerpo del actor en teatro deviene en cuerpo poéticoiv con características singulares que condensa sobre sí el ser ente que hace acontecimiento y es producido por el acontecimiento. En teatro el cuerpo territorial del actor se desterritorializa en un nuevo cuerpo poético, se somete a procesos de des-individuación para convertirse en materia de la poíesis y el espectador contempla el espesor de la convivencia entre el cuerpo natural – social, el afectado y el poético.

En cine la visión cinematográfica se corporiza a partir de las sombras que se mueven en la pantalla. “La substancialización está directamente ligada a la densidad o, más bien, a la a-densidad del no-ser, del gran vacío negativo de la sombra” (Morín, 2001: 40)

Al referirse al acontecimiento cinematográfico, la mayoría de sus estudiosos aluden a un mundo al alcance de la mano, donde el espectador se exalta en su propio doble encarnado en los héroes o las aventuras proyectadas; una suerte de experiencia que encarna una técnica ideal de la “satisfacción afectiva” (Anzieu). Jean Epstein refería a las salas de cine como laboratorios mentales en los que se concreta un psiquismo colectivo a partir de un haz luminoso.

A partir de ese torbellino luminoso de fulgores, dos dinamismos, dos sistemas de participación, se derraman uno en el otro, se completan, se reúnen en un dinamismo único. El filme es ese momento en el que se unen dos psiquismos. El incorporado en la película y el del espectador. La pantalla es ese lugar en el que el pensamiento actor y el pensamiento espectador se encuentran y adquieren el aspecto material de ser un acto” (Morin, 2001: 179)

Un acto, un encuentro donde “se imagina por mí, en mí lugar y al mismo tiempo fuera de mí” (Morin, 2001: 179), donde el carácter festivo propio de la celebración teatral es transformada en pura “fascinación ilusoria de la mirada”

En torno a la experiencia espectatorial es interesante retomar aquí algunas de las reflexiones de Jacques Derrida a propósito de una entrevista que diera para Cahiers du cinéma. “Tengo una pasión por el cine, una suerte de fascinación hipnótica, podría permanecer horas y horas en una sala, incluso para ver cosas mediocres” (Derrida, 2001: 2). Esta suerte de “fascinación hipnótica” a la que alude se trataría de una forma de emoción que tiene su fuente en el hecho mismo de la proyección:

Es una emoción totalmente diferente a la de la lectura, que imprime por su parte en mí una memoria más presente y más activa. Digamos que en posición de «mirón», en la oscuridad, gozo de una liberación inigualable, un desafío a las prohibiciones de todo tipo. Se está ahí, ante la pantalla, mirón invisible, autorizado a todas las proyecciones posibles, a todas las identificaciones, sin la menor sanción y sin el menor trabajo. Es también por eso, sin duda, que esta emoción cinematográfica no puede tomar, para mí, la forma de un saber, ni siquiera la de una memoria efectiva. Como esta emoción pertenece a un dominio totalmente diferente, no puede ser un trabajo, un saber, ni siquiera una memoria. (Derrida, 2001: 2)

Dicha experiencia subjetiva es reconocida como “viaje imaginario”, “transporte directo” aludiendo a la condición de posibilidad que la naturaleza de la imagen fílmica - “imagen ilusoria” - instala en el acercamiento con el orden de lo real.

La experiencia cinematográfica pertenecería al ámbito de la espectralidad, en relación a lo que se dice sobre el espectro –ni vivo ni muerto– en psicoanálisis –o con la naturaleza misma de la huella. El cine puede poner en escena la fantasmalidad, casi frontalmente (cine fantástico, películas de vampiros o de aparecidos, etc.), pero es lo espectral la naturaleza propia de la imagen cinematográfica. “Todo espectador, durante una función, se pone en contacto con un trabajo del inconsciente que, por definición, puede ser asimilado al trabajo de la obsesión [hantise] según Freud; experiencia de lo que es «extrañamente familiar» [unheimlich]v. (Derrida, 2001: 5)

Esta “fascinación hipnótica” que posee el cine hace a la singularidad de su ser- acontecimiento, y está ligada a su régimen de creencia.

La impresión de realidad (no referimos aquí a los grados ilusorios de un modo narrativo, sino a la naturaleza propia que ofrece el dispositivo) compensaría la ausencia del cuerpo del otro en la ceremonia del cine. Esta fenomenología que sólo le corresponde al cinematógrafo, a la que Derrida denomina “aura suplementaria”, está ligada a una técnica particularvi, una suerte de memoria específica que permite proyectarse al espectador en los filmes.

Así, el cine facilita el trabajo con lo que podríamos llamar “injertos” de espectralidad, inscribe rastros de fantasmas sobre una trama general, la película proyectada, que es ella misma un fantasma.

Memoria espectral, el cine es un duelo magnífico, un trabajo del duelo magníficado. Y está listo para dejarse impresionar por todas las memorias luctuosas, es decir, por los momentos trágicos o épicos de la historia. Son entonces estos procesos de duelo sucesivos, ligados a la historia y al cine, que, hoy, «hacen andar» a los personajes más interesantes. Los cuerpos injertados de estos fantasmas son la materia misma de las intrigas del cine. (Derrida, 2001: 6)

Como en el teatro, en el cine también se reivindica lo colectivo y lo comunitario pero de formas distintas. El cine requiere lo colectivo - la proyección en sala - , el espectáculo y la interpretación comunitaria, al mismo tiempo que existe una desvinculación fundamental: “en la sala, cada espectador está solo”. Es la gran diferencia con el teatro, donde lo colectivo contraría la soledad del espectador. Este es el aspecto profundamente político del teatro: la reunión es una, y expresa una presencia colectiva militante.

La denominación que conviene, entonces, para referir al cine, es la de «singularidad» que desplaza, deshace el lazo social y lo reconstituye de otro modo. Es por ello que existe en la sala de cine una neutralización de tipo psicoanalítico: “me encuentro solo conmigo mismo, pero librado al juego de todas las transferencias”. (Derrida, 2001: 14). Hay, en la base de la creencia en el cine, una extraordinaria conjunción entre la masa –es un arte de masas, que se dirige a un colectivo, y recibe representaciones colectivas–, y lo singular –esta masa es disociada, desligada, neutralizada. Este fenómeno fiduciario, de hacer «como si», de «creer» más en un film que en otras manifestaciones artísticas, es sostenido por la representación.

Este abreviado itinerario que hemos esbozado reconoce la necesidad de iniciar un nuevo recorrido desde donde pensar las relaciones y las diferencias del teatro y del cine. En un contexto de desdelimitación, donde el arte se vuelve cada vez menos evidente, se trata de pensar la especificidad de estos acontecimientos como problemas ontológicos.

Así como el teatro a lo largo del siglo XX reacciona paradójicamente contra la transteatralización y se redefine en oposición a ella; fundando una vía de reencuentro con el campo de lo real –vamos al teatro a “construir realidad, morada, y subjetividad” (Dubatti, 2007: 17) –, en cine sucedería algo similar.

En las últimas décadas hemos pasado de la pantalla espectáculo a la pantalla comunicación, de la unipantalla a la omnipantalla. Hoy asistimos a la era de la pantalla global - en todo lugar y todo momento –, al siglo de la pantalla omnipresente y multiforme, planetaria y multimediática. Sin embargo, o paradójicamente, en vez de disolverse la experiencia de la pantalla cinematográfica ésta se refunda.

En todo caso, la pregunta es en qué condiciones se da el acontecimiento cinematográfico en la época hipermoderna (Lipovetzky / Serroy) Precisamente cuando se consolidan el hipercapitalismo, el hipermedio y el hiperconsumo globalizados, el cine inicia su camino como pantalla global. Ésta tiene diversos sentidos, que por lo demás se complementan bajo multitud de aspectos. En su significado más amplio, remite al nuevo dominio planetario, al estado-pantalla generalizado que se ha vuelto posible gracias a las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. Son los tiempos del “mundo pantalla”, de la “todopantalla”, contemporánea de la red de redes; pero también de las pantallas de vigilancia, de las informativas, de las lúdicas, de las de ambientación. “La todopantalla no hace retroceder el cine: al contrario, contribuye a difundir la mirada cinematográfica, a multiplicar la vida de la imagen animada, a crear una cinemanía general”. (Lipovetzky, Serroy, 2007: 25)

Lo que algunos quieren pensar como la muerte del cine se puede pensar, entonces, como la consagración de una mirada.

Aunque el cine cumpla una función narrativo-expresivo onírica de primer orden, esta dimensión, sin embargo, no es única. Hay otra función, insuficientemente destacada pero crucial, que abre una perspectiva del todo distinta: y es que el cine construye una percepción del mundo. No sólo según el papel clásico que se concede al arte, cuya función estética es, en efecto, hacer ver, a través de la obra, lo que en principio no se ve en la realidad. Sino, en un sentido más radical, produciendo la realidad. Lo que nos pone delante el cine no es sólo otro mundo, el mundo de los sueños y de la irrealidad, sino nuestro propio mundo, que se ha vuelto una mezcla de realidad e imagen-cine, una realidad extra cinematográfica vertida en el molde de lo imaginario cinematográfico. (Lipovetzky / Serroy, 2007: 321)

Ese cine que durante mucho tiempo se consideró únicamente el lugar de lo irreal, resulta que ha forjado la mirada, las expectativas, las visiones del ciudadano moderno; más aún, las ha ampliado, agrandado, expandido para constituir las del ciudadano hipermoderno. . El cine es hoy uno de los principales instrumentos de “artificación del universo hipermoderno”. (Lipovetzky / Serroy, 2007: 321)

A fines del siglo XIX, Oscar Wilde afirmaba que el arte es mejor que la vida. Casi cien años después Truffaut decía lo mismo del cine. Hoy, en los tiempos hipermodernos, con el replanteo del lugar socio-estético ocupado por el teatro y el cine, parecería que la vida acaba por imitar a éste último.


Bibliografía

  • Benjamín, Walter, La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica. Madrid, Taurus, 1973.
  • Bettettini, Gianfranco, La conversación audiovisual. Madrid, Cátedra, 1996.
  • Derrida, Jacques, 2001, “El cine y sus fantasmas”, en: Cahiers du cinéma, Nº 556, Abril, 2001.
  • Dubatti, Jorge, Filosofía del teatro II, Cuerpo poético y función ontológica, Buenos Aies, Atuel, 2010.
  • ------------------, Filosofía del teatro I, Convivio, experiencia, subjetividad, Buenos Aies, Atuel, 2007.
  • Lipovetzky, Gilles / Serroy Jean, 2007, La pantalla global. Cultura mediática y cine en la era hipermoderna, Barcelona, Anagrama, 2007.
  • Morin, Edgar, El cine o el hombre imaginario, Barcelona – Buenos Aires – México, Paidós, 2001.

Notas

i En: “Relaciones estructurales entre el cine y el teatro: de la categoría del montaje al acto performativo”, Anales de la Literatura Española Contemporánea.
ii El autor refiere aquí a un cuerpo sometido –el del actor – a la actividad de una cámara – mecanismo – encargado de guiar y registrar las posiciones físicas de una dinámica que sólo se dará a conocer completa a través del montaje.
iii Como lo afirma Deleuze acontecimiento en su doble sentido, en tanto algo que acontece y algo en lo que se coloca la construcción de sentido.
iv Veáse aquí La poética de Aristóteles.
v El autor amplía esta relación de equivalencias entre psicoanálisis y cinematografía y dice: “...numerosos fenómenos ligados con la proyección, con el espectáculo, con la percepción de ese espectáculo, poseen equivalentes psicoanalíticos. Walter Benjamin tomó muy pronto conciencia de esto, y aproximó desde un principio a ambos procesos, el análisis cinematográfico y el psicoanalítico. Incluso la visión y la percepción del detalle en una película están en relación directa con el procedimiento psicoanalítico. La ampliación no sólo agranda, el detalle da acceso a otra escena, una escena heterogénea. La percepción cinematográfica no tiene equivalente, sino que es la única que puede hacer comprender por experiencia lo que es una práctica psicoanalítica: hipnosis, fascinación, identificación, todos estos términos y procedimientos son comunes al cine y al psicoanálisis, y he ahí el signo de un «pensar en conjunto» que me parece primordial. Por otra parte, una función [séance] de cine es apenas un poco más larga que una sesión (Derrida, 2001: 5)
vi La imagen cinematográfica se supone que nos pone ante la cosa misma, sin trucos ni artificios, hay un deseo de olvidar que la técnica puede transformar absolutamente, recomponer, artificializar la cosa.

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