Campos fenomenológicos: El cuidador, de Harold Pinter | Centro Cultural de la Cooperación

Campos fenomenológicos: El cuidador, de Harold Pinter

Autor/es: Mariana Gardey

Sección: Palos y Piedras

Edición: 17


Esencial para cualquier discusión de la presencia fenomenológica del cuerpo en la escena moderna, es la influencia del realismo teatral y su concepción radicalmente material de la escena. En respuesta a las innovaciones escénicas del realismo –innovaciones que trabajaron para particularizar la escena a través de sus elementos físicos– el teatro del siglo XX trata sobre la materialidad de la escena y la relación entre el actor/ personaje y su entorno. En el nivel más íntimo, la exploración de la materialidad del teatro moderno puede trazarse a través de sus accesorios, esos componentes móviles de la escena que han obtenido tanto protagonismo en el drama contemporáneo. Incluso cuando son escasos –como en las escenografías minimalistas de las obras de Beckett- los accesorios constituyen puntos nodales privilegiados en el campo de la escena, imponiendo una materialidad poderosa y una densidad semiótica y fenoménica. El estatus perceptual del objeto tiene profundas implicaciones en la relación entre el actor y el mundo y en la “materialidad sentida” de este conjunto escénico.

Las obras de Harold Pinter, como las de Samuel Beckett, constituyen un cuerpo de drama que concierne profundamente a sus parámetros fenomenológicos, y ponen en primer plano el estatus del objeto teatral en el campo fenomenológico de la representación, su rol en la aprehensión y la experiencia de la espacialidad teatral, y el diálogo entre sus modos de presencia y los del cuerpo del actor/ personaje. Aunque los investigadores de Pinter se han ocupado más regularmente de la cuestión de la temporalidad en sus obras, estas están entre las más espacialmente autoconscientes del drama contemporáneo. Conducidos por una fuerte territorialidad, sus personajes luchan para afirmar su espacio personal dentro de las habitaciones que sirven para demarcar lugares de otro modo, y que atestiguan el profundo sentido arquitectónico de Pinter. Dentro de esas fronteras y entre los objetos que sirven para articular sus campos espaciales, los personajes se mueven en una relación visual entre sí, llamando la atención hacia sus propios cuerpos y hacia los contornos físicos y perceptuales de su entorno. La escena de Pinter es el asiento de una materialidad tanto ficcional como real, y sus parámetros son corporales, en el sentido en que espacio y objeto se corporizan en la inmediatez del teatro, y en el sentido en que su estatus depende, en parte, de la presencia orientada por el cuerpo en un mundo material de objetos. De todas las obras de Pinter, quizá El cuidador ilustra mejor el intenso interés del dramaturgo en la fenomenología del objeto. Reflejando y acentuando un evidente interés a través de sus obras, Pinter despliega aquí estrategias deliberadas para enfatizar la inherencia dual del objeto dentro de la percepción y del cuerpo dentro de sus campos perceptuales.

Como Shepard, y como el Beckett de Los días felices, Pinter efectúa una intensificación de la inercia objetual y la intrusión de la materialidad, deconstruyendo la estabilidad de la escena convencional a través de una escena densa atestada de objetos azarosos. La densidad de la descripción escénica de Pinter refleja la discontinuidad física de la puesta en escena de la obra:

Habitación. En la pared del fondo hay una ventana. La mitad inferior de la ventana está cubierta con una bolsa de arpillera. Una cama de hierro a lo largo de la pared izquierda. Por encima hay un pequeño armario, tachos de pintura, cajas conteniendo tornillos, tuercas, etc. Más cajas, jarrones, al costado de la cama. Una puerta arriba a la derecha. A la derecha de la ventana hay una pila de trastos compuesta por: una pileta de cocina, una escalera de tijera, un balde para carbón, una cortadora de pasto, un changuito para compras, cajas, y algunos cajones de aparador. Debajo de esta pila, una cama de hierro. Pegada a ella, una cocina a gas. Sobre la cocina, una estatua de Buda. Abajo, a la derecha, un hogar. Alrededor, algunas valijas, una alfombra enrollada, un soplete, una silla de madera volcada, cajas y algunos ornamentos. Un perchero para ropa, algunos cortos listones de madera, una estufa eléctrica pequeña y una muy vieja tostadora eléctrica. Debajo hay una pila de diarios viejos. Debajo de la cama de Aston, sobre la pared izquierda, hay una aspiradora que recién se verá cuando se la use. Un balde cuelga del techo.i

Como lo expresa Davies (con una atenuación cómica): “Tiene unas cuantas cosas aquí” (11). Pinter acentúa esta densidad escénica y la particularidad de sus componentes a través de una variedad de medios dramatúrgicos. Los personajes se comprometen en repetidos gestos indiciales, aislando objetos individuales a través de miradas y otros modos de señalamiento: Mick, por ejemplo, abre la obra mirando con lentitud el cuarto en todas las direcciones, “contemplando un objeto tras otro” (17), y el sonido de las gotas en el balde colgado del techo ocasiona miradas que forman parte de una coreografía recurrente de mirada dirigida en la obra. Este señalamiento es reforzado por el lenguaje de la obra, atiborrado con alusiones a objetos y su materialidad: “balde de basura”, “cortinas grandes y pesadas”, “un poco de jabón”. En la escena y en las palabras, los objetos invaden esta obra, presionando desde el fondo hasta el frente mientras ocupan el espacio lingüístico y teatral.

Al mismo tiempo, como los objetos desplazados de las obras de Shepard o las cosas personales del bolso de Winnie, estos trastos portan indicios de objetos fragmentados, de la “funcionalidad” de Baudrillard como se refleja en los sistemas domésticos interior y exterior con sus designaciones de educación, experiencia y clase. Fragmentados en la escena de El cuidador, estos sistemas aparecen sólo en los marcadores que dejan detrás, y su inaccesibilidad es evidente a través de la parodia: las referencias de Mick al penthouse, con su mesa “de madera enchapada en teca afromosia, aparador con cajones negro mate, sillas curvas con asientos tapizados, sillones forrados de color crema” (76 s.); el sobretodo de Davies; o la sierra vaivén de Aston, que (como los otros objetos) representa una esfera de conocimiento, riqueza y experiencia ajena a Davies:

DAVIES: ¿Una sierra vaivén, compañero?

ASTON: Sí, me podría venir muy bien.

DAVIES: Sí. (Corta pausa.) ¿Qué es eso exactamente?

(Aston va a la ventana y mira hacia afuera.)

ASTON: ¿Una sierra vaivén? Bueno, es de la misma familia que la sierra de marquetería. Pero es un accesorio, ¿sabe? Se la ajusta a una barrena portátil con mango.

DAVIES: ¡Ah, qué bien! Son muy prácticas.

ASTON: Por supuesto. (37)

Descontextualizados de esta manera, los objetos que comprende el campo escénico de El cuidador, apuntan a sujetos a los que una vez se adaptaron, funciones que una vez asumieron, relaciones de propiedad y uso en las que una vez participaron –pero estos sujetos, posiciones y relaciones se desvanecen detrás de la materialidad del presente, dispuesta con lo fortuito auto-cancelante. Mirando fijamente la habitación, Mick observa, tranquilamente: “Toda esta basura no le sirve a nadie. Es un montón de chatarra. Porquerías. Con estas cosas no se hace una vivienda. No habría forma de ponerlas. Pura porquería” (77). Para los objetos que ocupan esta escena –una silla de madera volcada, una cocina de gas que no funciona (con un Buda sobre ella), un changuito para compras– aun el uso se ha perdido. Davies comenta sobre sus zapatos: “Entonces tuve que quedarme con estos, ¿sabe? Pero ya no sirven para nada, están demasiado gastados” (26). El mundo escénico de El cuidador apunta a un mundo de estructura y adecuación que se aleja de su materialidad incoherente; el uso da paso a una inercia no utilitaria.

En sus particulares subversiones de instrumentalidad y uso, la obra de Pinter evoca, con pertinencia casi extraña, la fenomenología de Heidegger del objeto y el entorno. Según Heidegger, el entorno en que el sujeto se mueve y opera se presenta como equipo, caracterizado por la manipulabilidad y la buena disposición. El equipo es definido como tal con referencia a las tareas o funciones a las que está subordinado; el martillo existe para martillar el clavo, el clavo para ser martillado; ambos como parte de un proyecto de hacer o suceder. En el uso normal, la materialidad del equipo se retira de la conciencia explícita en el transcurso de ser usado: el martillo es, en un sentido, suplantado por la tarea para la que es usado. Cuando la utilidad se subvierte, sin embargo (la pieza individual del equipo es dañada, falta algo esencial al cumplimiento de la tarea, u otras cosas quedan en el camino), el objeto equipo se vuelve impertinente, obstinado, no-equipo; en esas circunstancias, la buena disposición se revela como algo sólo presente y no más. En realidad, sugiere Heidegger, con una frase relevante para El cuidador, la buena disposición no se desvanece simplemente, sino que se despide en la conspicuidad de lo inusable. Cuando Aston continúa intentando colocar el enchufe en la tostadora con un destornillador, tanto el enchufe como el destornillador adquieren esta conspicuidad, una cualidad que comparten con otros componentes del mundo de los objetos no-equipos de la obra. Incluso los zapatos de Davies caen presa de esta reversión heideggeriana; su comentario sobre la inutilidad de sus zapatos recuerda la discusión de Heidegger sobre los zapatos campesinos de Vincent Van Gogh: “Una sola pieza de equipo es gastada y usada totalmente; pero al mismo tiempo el uso mismo también cae en desuso, se gasta, y se vuelve usual. Esta cualidad de equipo se consume, se hunde en mera cosa.”ii

Como el personaje más victimizado por la subversión de la función y la disposición, Davies lucha para encontrar un lugar para él en este entorno desfuncionalizado, para recuperar un dominio de los objetos a través de su subordinación. Como otros personajes de Pinter, él intenta establecer la distancia esencial a este dominio y afirmar su lugar como sujeto de sentido dentro de un mundo objetivizado. Como Teddy le dice a su familia en Regreso al hogar, describiendo indirectamente su bien defendida indiferencia: “Es una manera de poder mirar al mundo. Es una cuestión de cuán lejos puedes operar sobre las cosas y no en las cosas (…) Ustedes son sólo objetos. Sólo… se mueven alrededor. Puedo observarlo. Puedo ver lo que hacen. Es lo mismo que hago yo. Pero ustedes están perdidos en eso. Ustedes no me van a hacer… Yo no me voy a perder en eso.”iii Pero los esfuerzos de Davies para establecer esta relación con la materia, para recuperar las estructuras de objetividad y uso, son frustrados por el entorno de la obra, un entorno que se impone no como sistema funcional, sino como campo fenoménico, poniendo en primer plano –incluso aumentando– el enredo del sujeto en su mundo perceptual. Los objetos están desfamiliarizados, y en su libertad del uso, su materialidad se vuelve al mismo tiempo extraña y (en una paradoja pinteriana) íntima. En un sentido, su materialidad refleja una inaccesibilidad esencial, un rechazo de apropiación incluso mental. El desconcierto hacia el mundo de las cosas es evidente en cada momento: solo por primera vez al final del acto I, Davies examina los objetos en la habitación, sometiéndolos a cuestionamiento: “¿Pintura? ¿Qué estará por pintar?” (40). Cuando antes toma la estatua de Buda: “¿Y esto qué es?”, y Aston le dice: “Es un Buda”, todo lo que puede decir es: “¡Vamos!” (29).

Pero si este entorno permanece inaccesible (especialmente para Davies, ya que los objetos presentes en él pertenecen a otros), su misma fisicalidad es también una apertura al campo sensorial donde el individuo está en contacto continuo con los objetos circundantes. En este nivel, el sujeto humano confronta su ineludible inherencia en el mundo de los objetos, registrada en los canales sensoriales a través de los cuales los objetos existen como fenómenos. Merleau-Ponty ha escrito sobre “el espesor de la presencia pre-objetiva”, y este espesor indica continuamente la agencia sensorial del cuerpo. Los elementos de este campo en El cuidador afectan al cuerpo: el aire de la ventana es frío, como la lluvia que entra por ella; las frazadas están polvorientas; la bombilla de luz del techo es brillante; los objetos están en el camino, necesitando ser movidos. La preocupación de Davies por encontrar zapatos que le queden bien sugiere una preocupación mayor por un entorno que se ajuste (o fracase en hacerlo) a las exigencias fisiológicas del individuo. El mismo lenguaje de la obra refleja esta implantación del sujeto en su campo perceptual, como los adjetivos establecen los registros sensoriales en un mundo de cosas sustantivo (luz “brillante”, vaso “grueso”).

Desestabilizado por el fracaso de la objetividad como un sistema de distancia y subordinación, el objeto que se revela fenoménicamente es caracterizado por una trayectoria dual. En su opacidad, el objeto huye del sujeto que percibe, negándole a este sujeto la definición ontológica dada por un mundo unificado, concreto. La ansiedad que esta alienación le causa a Davies a lo largo de la obra tiene una forma simbólica en la bolsa perdida que contiene sus pertenencias personales, en la ausencia de un espejo que le provea su reflejo (56), y en los papeles perdidos que le darían la autenticación que Davies ansía desesperadamente: “¡Demuestran quién soy! Sin ellos no me puedo mover. Son la prueba de quién soy, ¿sabe? ¡Sin ellos estoy jodido!” (32). Al mismo tiempo, el mundo fenoménico es caracterizado por una trayectoria hacia el sujeto, cuando los objetos invaden la subjetividad a través de una fisicalidad prefuncional, forzando el yo hacia sí mismo en una autoconciencia objetificante. Interactuar con un mundo de objetos en un nivel fenoménico es comprometerse con una vulnerabilidad potencial y descubrir las inestabilidades del yo y el cuerpo dentro de este mundo. Este riesgo destaca la ambigüedad en la palabra sujeto, que designa el yo como referencia originante, y el yo como “sometido”, propenso a las violaciones de un mundo externo. En su análisis sobre el sentido del tacto, Elaine Scarry nota una oscilación experiencial entre el exterior y el interior, el hecho de que “tacto” se refiere, ambiguamente, tanto a una exploración sensorial del ambiente exterior como al registro pasivo de sus estímulos en la superficie del cuerpo. El sujeto corporizado es, paradójicamente, un “sujeto propenso”, pasivamente enredado en el mismo mundo que busca trascender. Para Davies, el intento de apropiarse de objetos de uso humano rebota en sí mismo, revelando el cuerpo no sólo como instrumento de subjetividad, sino también como un objeto para sí mismo, con sus autónomas, radicalmente corporizadas necesidades y propensiones. Usar una cama revela el cuerpo como necesitado de confort y descanso; comer un sándwich de queso revela el cuerpo como hambriento, necesitado de comida; cuando se fuerza un brazo detrás de la espalda de alguien, este duele. El paso del objeto a lo abyecto es natural desde la vulnerabilidad corporal de Davies hasta el cuerpo sufriente de Uno para el camino (1984), El lenguaje de la montaña (1988), Tiempo de fiesta (1991) y el sketch Nuevo orden mundial (1991).

Sartre escribió sobre el repliegue del cuerpo en sí mismo como un objeto bajo la mirada de otro: “El shock del encuentro con el Otro es para mí una revelación en la vaciedad de la existencia de mi cuerpo fuera como un en-sí mismo para el Otro. Así mi cuerpo no es dado meramente como lo que es pura y simplemente vivido; antes bien esta “experiencia vivida” –en y a través del hecho contingente y absoluto de la existencia del Otro– se extiende hacia afuera en una dimensión de huida que se me escapa”. Y en otra parte: “El Otro es el sujeto que se me revela en esa huida mía hacia la objetivación” (El ser y la nada, 461, 345). La revelación alienante del cuerpo como objeto en El cuidador es efectuada, en parte, a través de la mirada del Otro: Davies se despierta para ver a Aston mirándolo; comiendo su sándwich, es mirado por Mick, quien no come. El cuidador, como otras obras de Pinter, puede ser entramada en términos de la mirada, sus trayectorias, y su acción objetificante. Esta reducción del sujeto a objeto bajo la mirada sugiere por qué es desconcertante que Mick termine su inspección visual de la habitación al comienzo de la obra mirando al público, fijando a los espectadores en su pretendida “invisibilidad”. Pero la mirada del Otro en el drama de Pinter sólo refuerza una igualmente fundamental objetificación del cuerpo en la presencia de las cosas y la particular vulnerabilidad del cuerpo en esta interacción. A este nivel, podemos hablar de una “persecución” del cuerpo por las cosas –una amenaza potencial en la cocina de gas que acecha cerca de la cama de Davies y una amenaza real en la aspiradora que lo ataca en la oscuridad. Esta persecución al sujeto corporizado lo empuja hacia una pasividad material, privándolo de su centralidad y retornándolo a su contingencia física (como Mick hace con Davies, en la arena lingüística, dividiendo su nombre asumido en sus sonidos constituyentes: “¿Jenkins? Jen… kins” (43). Esta conciencia incómoda del cuerpo implicado como cuasi-objeto en un campo de cosas es evidente en la reacción de Davies cuando Aston lo acusa de hacer ruidos mientras duerme:

DAVIES: Un momento… Espere un momento. ¿Qué quiere decir con eso? ¿Qué tipo de ruidos?

ASTON: Gruñidos. Palabras incoherentes.

DAVIES: ¿Palabras incoherentes? ¿Yo?

ASTON: Sí.

DAVIES: Yo no hablo en forma incoherente. Nadie me dijo eso antes. (35)

El hecho de que el cuerpo hace sus propios ruidos, independientes de la conciencia y la atención, objetifica este cuerpo en un campo que es uno mismo y no uno mismo, y esto implica una alienación no simplemente del yo respecto de su entorno, sino también del yo respecto del cuerpo, ahora revelado en su paradójica y vulnerable facticidad.

El mundo escénico de El cuidador de Pinter, en sus trayectos desde y hacia el sujeto que percibe y su reversión perceptual de lo objetivo hacia lo preobjetivo o fenoménico, revela y explora un terror primitivo del objeto. En la base de este terror hay un miedo de la reversión del cuerpo hacia una condición de ambigüedad e inestabilidad. Que esta alienación es también una revelación del cuerpo en su existencia biológica, así como una revelación de la inherencia del yo en un mundo de objetos y de otros, puede explicar el magnetismo peculiar que esa experiencia ejerce sobre Davies (como lo hace en otros personajes de Pinter), y que el gesto final del viejo sea un ruego para quedarse en su departamento inhospitalario. El terror de los objetos en las obras de Pinter es también una intimidad angustiada: un enraizamiento que incluye el cuerpo en su ser biológico cuando este se priva de una relación funcional con las cosas. Plügge observa que la emergencia del cuerpo físico en la experiencia de la corporeidad viva puede efectuar un distanciamiento/ desplazamiento hacia lo objetivo y una intensa pertenencia, ya que el cuerpo físico es “no meramente una cosa particular con características particulares, sino el origen de las relaciones con un mundo que el cuerpo elige y por el cual es elegido” (“El hombre y su cuerpo”, 307). La presencia corporal puede envolver a los personajes de Pinter en la contingencia, pero (hasta el entorno institucional brutalmente objetificante de Uno para el camino y las otras obras de mediados y fines de los ’80) esta permite un cierto modo de estar vivo y una apertura al ser sensorial y perceptual que señala un retorno al sujeto biológico, incluso si este yo ha sido desmantelado y desprotegido como los objetos que amueblan el departamento de Aston. Paradójicamente, no sólo este trayecto hacia la corporización constituye el origen de las relaciones con el mundo, sino que sirve como base de contacto con el Otro, un campo de intersubjetividad y sus modos de interacción. Esta inherencia mutua del sujeto y del Otro sugiere posibilidades de relación no tomadas en cuenta por el modelo sartreano de interacción, con su inaccesible Otro y su mirada cooptante, territorializante. “La mirada del Otro me transforma en un objeto”, escribe Merleau-Ponty, “sólo si ambos nos recluimos en el meollo de nuestra naturaleza pensante, si ambos nos hacemos en una mirada inhumana, si cada uno de nosotros siente que sus acciones no son tomadas y entendidas, sino observadas como si fueran las de un insecto” (Fenomenología de la percepción, 361). El cuerpo en El cuidador –visto, oído, olido, y tocado– es un cuerpo situado en un campo de inextricabilidad, conociendo y conocido, sujeto a la promesa aterradora y emocionante de la revelación: como cuenta Aston, “El hecho es que estuvimos ahí sentados hablando de bueyes perdidos… y, de pronto, ella puso su mano sobre la mía y así nomás me preguntó: “¿Te gustaría que yo te mirara el cuerpo?” (37).

En otras palabras, bajo las maniobras del habla –lo que Pinter ha llamado “una evasión continua, intentos desesperados y resistentes de guardarnos para nosotros mismos” (“Escribiendo para el teatro”, 15) –, el sujeto corporizado sufre y disfruta una cierta inextricabilidad preobjetiva, en la que la distancia cede ante una inherencia cargada de ambigüedad y riesgo. “Tú… permaneces”, dice Hamm al cierre de Final de partida, solo y no solo, rodeado de los pocos objetos de la obra que son su carga y todo lo que él ha dejado. La emergencia del cuerpo como el lugar de su “permanencia” es una característica central del teatro contemporáneo, y pone en primer plano el interés corporal latente en la estética realista. En su puesta en escena del cuerpo, particularmente el cuerpo en crisis, obras como El cuidador constituyen un legado de realismo teatral, con su búsqueda del cuerpo “fisiológico” y sus modos paradojales de alienación e inherencia. Central a este legado es la misma objetualidad de la escena realista, que transforma la puesta en escena en entorno material y resitúa el cuerpo dentro de sus múltiples (y a menudo problemáticos) campos habitacionales.


Bibliografía

  • Garner, Stanton, Bodied Spaces. Phenomenology and Performance in Contemporary Drama, Ithaca and London, Cornell University Press, 1994.
  • Heidegger Martin, Poetry, Language, Thought, New York, Harper and Row, 1971.
  • ----------------------, Being and Time, Bloomington, Indiana University Press, 1982.
  • Merleau-Ponty, Maurice, Fenomenología de la percepción, Barcelona, Planeta-Agostini, 1985.
  • Pinter, Harold, El cuidador. Los enanos. La colección, Buenos Aires, Losada, 2004.
  • --------------------- 1976, Complete Works: One, New York, Grove.
  • Sartre Jean Paul, 2004, El ser y la nada, Buenos Aires, Losada.

Notas

i Harold Pinter, 2004, El cuidador. Los enanos. La colección, Buenos Aires, Losada, p. 14 s.

ii Martin Heidegger, 1971, “El origen de la obra de arte”, en Poetry, Language, Thought, New York, Harper and Row, 35.

iii Harold Pinter, 1965, The Homecoming, New York, Grove, p. 61 s.

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