Sobre imágenes, poderes, e identidades | Centro Cultural de la Cooperación

Sobre imágenes, poderes, e identidades

Autor/es: Laura Lina, Juan Pablo Pérez

Sección: Investigaciones

Edición: 16

Español:

Innumerables estudios retoman la problemática acerca del vínculo entre arte y política. Se plantea entonces una serie de interrogantes a ser pensados: ¿En qué medida, en la coyuntura actual, la obra de arte se hace cargo del discurso político y viceversa? ¿Cómo se posiciona el discurso artístico a partir del lenguaje y de su propia especificidad? Y por último: ¿de qué manera, a través de esta compleja relación, la obra de arte, los artistas, la institución arte toda, se constituye en un dispositivo fundamental a la hora de definir nuestra condición latinoamericana?
El objeto del presente texto es esbozar algunos puntos de partida para pensar estos interrogantes a partir de ejemplos concretos de –en algunos casos- obras que han formado parte de algunas muestras realizadas en el Centro Cultural de la Cooperación.
Es posible pensar la obra como portadora de tensión, en tanto y en cuanto se piensa una obra como meramente política, como subsidiaria de la política, como –parafraseando a Noé- una esquematización de algo genérico. Históricamente, la imagen ha sido objeto de disputa simbólica. Cuando nos referimos al concepto de imagen, esta idea no se acota solo al “objeto obra” circunscripto al espacio de exhibición, sino, por el contrario, al complejo y extenso repertorio de imágenes que exceden a la galería o al museo, y conforman el escenario de nuestra cotidianeidad.


Porque no será una imagen dentro de lo que comúnmente se entiende por tal la que nos ubique dentro de un proceso cultural. No será tampoco un amaneramiento ni una pequeña variante de las formas de ver conocidas. Una imagen no es más que una pequeña variante si por imagen se entiende una proyección particular, una esquematización de algo genérico. No. Las únicas reales imágenes son las que nos revelan algo nuevo, y esto nuevo no es una visión de lo folklórico, sino, en todo caso, una folklórica visión del mundo. Luis Felipe Noé, 1965

Innumerables estudios retoman la problemática acerca del vínculo entre arte y política. Se plantea entonces una serie de interrogantes a ser pensados: ¿En qué medida, en la coyuntura actual, la obra de arte se hace cargo del discurso político y viceversa? ¿Cómo se posicionan las prácticas artísticas a partir del lenguaje y de su propia especificidad? Y por último: ¿de qué manera, a través de esta compleja relación, la producción de “arte”, los artistas, la institución arte toda, se constituye en un dispositivo fundamental a la hora de definir nuestras marcas y huellas de las identidades histórico-culturales de América Latina?

El objeto del presente texto es esbozar algunos puntos de partida para pensar estos interrogantes a partir de ejemplos concretos de –en algunos casos- obras que han formado parte de algunas muestras realizadas en el Centro Cultural de la Cooperación.

Es posible pensar el “arte” como portador de tensiones, en tanto y en cuanto se piensa una obra como meramente política, como subsidiaria de la política, como –parafraseando a Noé- una esquematización de algo genérico. Históricamente la imagen ha sido objeto de disputa simbólica. Cuando nos referimos al concepto de imagen, esta idea no se acota solo al “objeto obra” circunscripto al espacio de exhibición, sino, por el contrario, al complejo y extenso repertorio de imágenes que exceden a la galería o al museo, y conforman el escenario de nuestra cotidianeidad. Un primer ejemplo concreto de esto lo constituyen los denodados esfuerzos, de la mano de Osvaldo Bayer como su cara visible para desmonumentar a Julio Argentino Roca, y la intención de dejar de contar en la ciudad de Buenos Aires con una estatua que celebra la vida de uno de los genocidas más cruentos de la historia argentina:

(…) apenas a metros del Cabildo, donde se declaró nuestra Libertad y se sostuvo la igualdad de todos como principio. Además, ese monumento fue llevado a cabo por resolución de un gobierno no democrático, en la Década Infame durante el período del general Justo, elegido –como es sabido– por el llamado “fraude patriótico”, término argentino que debería avergonzarnos a todos. ¿Y quién era el vicepresidente del general Justo? Nada menos que el hijo de Roca, Julio Argentino Roca (hijo), quien fue el verdadero inspirador de ese monumento a su padre.i

Es pertinente pensar que hay algo que excede la mera intención de quitar un monumento: es, de un lado, la idea abrir el juego, de recuperar todo lo que ese monumento opaca, lo que invisibiliza. Y esto no refiere únicamente a una expresión metafórica: como es sabido el monumento ocupa un punto neurálgico de la ciudad. Tiene, paradójicamente, una vista privilegiada: se erige, en lo alto, contemplando la Casa Rosada, el Cabildo, la Pirámide de Mayo, la Plaza de las Madres. Interrumpe –irrumpe- en el paso de cualquier transeúnte que quiera cruzar Diagonal Sur: ¿qué le pasa al cuerpo frente a este gigante? ¿Qué ocurre en el momento de tener que desviar, que cruzar, que dar una vuelta? ¿Dónde se ubica el potencial espectador-transeúnte que debe mirar hacia lo alto si quiere contemplar la efigie de Roca?

De eso se trata: desandar las imágenes que condensan valores, jerarquías, disputas, y conllevan un potencial movilizador, revulsivo. Claro está, que tampoco es cuestión de reproducir la “lógica del monumento”ii como esquema de representación occidental y moderno aunque intente cambiar de signo político o de reinvertir el tema de la representación con el monumento a la “mujer originaria”. El salto cualitativo sería poder pensar una lógica “antimonumento” que eche luz sobre lo olvidado, negado y opacado –a través de un nuevo lenguaje visual y simbólico- por el avasallamiento del poder centralizador del estado liberal decimonónico que tuvo como corolario la aniquilación del otro como posibilidad ampliación del territorio ganadero durante la Campaña (conquista) al Desierto de 1879.

La reciente muestra “Arte Plebeyo (en campaña)”, de Rosana Fuertes y Daniel Ontiveros realizada en los meses de septiembre y octubre de 2011 en el Centro Cultural de la Cooperación (CCC), brinda un segundo ejemplo posible para dirimir los cuestionamientos planteados anteriormente. Rosana Fuertes presentó en la misma una instalación constituida por una serie de espejos y cuadros de pequeño formato enmarcados, con distintas frases impresas que pacientemente, con un trabajo minucioso, la artista se ha encargado de recopilar y de reunir, y que al unísono se vuelven abrumadoras. Por un lado, en las referencia identificadas como “ellos”; las frases de los cuadros eran firmadas por diferentes personajes que configuran nuestra mediática realidad: “la gente educada, la gente culta, la gente evolucionada piensa, la gente que tiene hambre no puede pensar y entonces es ahí donde consiguen sus votos, es clientelismo político (Mirtha Legrand)!,” “¿Acaso de las escuelas argentinas se quiere sacar analfabetos revolucionarios (arzobispo Héctor Aguer)?”

Y, por otro lado, la configuración de un “nosotros”, con otras frases, aquellas que no se escuchan, que no se replican, que no se reproducen: esas que rescatan las pequeñas historias personales, “le compré por primera vez botas de goma para que no se mojen tanto los pies”, “a lo mejor, la revolución es esto”, se podía leer sobre los espejos que nos reflejan al mismo tiempo en que nos encontramos frente a las frases. Hay una decisión en la forma, en la manera de la obra: estos cuadros están enmarcados unos de negro (los espejos) y otros de dorado, con flores, emulando un estilo rococó impostado, cubriendo la pared en su totalidad, e invitando a ser recorridos. La obra de Fuertes no se cuestiona acerca de su propio grado de “politicidad”, la obra no representa, sino que presenta: es. Y es en ese límite de ambigüedad donde reside el poder de la imagen.

Un tercer ejemplo puede pensarse a partir de la obra Valsecito #1 de la Serie Cumpleañera (2010) de Nadya Pérez presentada en el marco de la Muestra “FIBRA. Obra sobre papel. Tres generaciones de artistas ecuatorianos” en mayo de 2011 (CCC). En esta pequeña pieza la artista elabora una mirada crítica sobre la tradición y los discursos patrióticos en el contexto de los bicentenarios. Desde una perspectiva de género pone en tensión la representación del cañón emblemático de la Cima de la Libertad en Quito junto a las imágenes de parejas bailando que se van deshaciendo en el sutil bordado sobre el papel. ¿Cómo se resignifican las identidades y las tradiciones en el contexto de la deshilachada globalización? En la lectura que hace Cristóbal Zapata:

Nadya Pérez crea una superficie recamada, a manera de un papel tapiz, donde parece poner en entredicho los discursos patrióticos –con todas sus resonancias ideológicas y sus desafortunadas consecuencias- para, en su defecto, postular una matria: un espacio otro, posible, femenino.iii

Si el ‘vals’ de Nadya Pérez baila a contramano de los discursos dominantes y unívocos, vale la pena pensar cómo el imaginario cultural sobre los “latinoamericanismos” debe volver a poner en conflicto la política a través de otros modos de representación, nuevos lenguajes, distintos modelos y otros marcos teóricos o categorías epistemológicas que señalen de manera irreverente su sentido ideológico desde la propia especificidad artística.


Notas

i Bayer, Osvaldo. “Desmonumentar”, Página 12, Contratapa, 16/05/2010, disponible en: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-145745-2010-05-16.html


ii Krauss, Rosalind. “La escultura en el campo expandido”. En: AAVV. La Posmodernidad. Barcelona, Kairós, 1985.
iii Zapata, Cristóbal, “Nadya Pérez”, en: Fibra. Obra sobre papel. Tres generaciones de artistas ecuatorianos. Ecuador, 2011.

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