Discépolo en penumbras: una aproximación a la versión de Stéfano de Guillermo Cacace | Centro Cultural de la Cooperación

Discépolo en penumbras: una aproximación a la versión de Stéfano de Guillermo Cacace

Autor/es: Paula Ansaldo

Sección: Palos y Piedras

Edición: 16


Stéfano (1928) de Armando Discépolo, dirigida por Guillermo Cacace e interpretada por el grupo Apacheta, bajó de cartel este año después de cinco exitosas y premiadas temporadas. La obra se presentó por primera vez en 2008 en el teatro Apacheta Sala Estudio, espacio coordinado por el mismo director.

Se trata de una pequeña sala, un galpón devenido teatro, que recibe a los espectadores con música de ópera, introduciéndolos en el mundo de la obra, aún antes de comenzado el espectáculo. Su pequeño tamaño contribuye a establecer una fuerte relación de cercanía con los personajes, que permite al espectador sentirse muy próximo al drama, como si fuera una suerte de testigo o espía de la tragedia familiar. Esta idea comienza a forjarse ya desde el comienzo, debido a que los actores ya se encuentran en escena cuando el público va ingresando a la sala. Los conocemos por primera vez en una situación típica, rutinaria, en una cena familiar. Vemos lo numeroso de la familia, las tres generaciones que se sientan a la mesa, y a partir de esta primera imagen ya se nos plantea el conflicto que luego se desarrollará en la pieza: el padre, Stéfano, que da nombre a la obra, no se encuentra sentado en la mesa junto con el resto de los integrantes de la familia sino aislado, a un costado de la habitación, solitario, trabajando en sus partituras, y dándole la espalda al resto del núcleo familiar, que cena en silencio. Los actores no hablan, y lo que se oye en off son las voces de lo que podría ser una charla familiar grabada. Pero los sonidos que escuchamos no nos dicen nada, ni producen cambio alguno en los rostros de los personajes, sino que, simplemente, suenan como un fondo de palabras sin significado, que no sirven para establecer comunicación alguna entre los personajes. Ya desde el comienzo, entonces, se nos plantea un clima de aislamiento e incomunicación. La mesa redonda, el espacio por excelencia de encuentro familiar, se constituye así como un mero ritual desganado.

Esta primera imagen de la familia no se encuentra en el texto dramático sino que es introducida por el director funcionando como una suerte de prólogo. La puesta se toma también ciertas libertades en relación a las didascaliasi, pero respetando el ambiente general que de ellas emana: el abandono, la miseria, el descuido y la suciedad presente en el mobiliario. Las alfombras están raídas, los muebles gastados, las luces quemadas y las sillas -al igual que los protagonistas del drama- apenas consiguen tenerse en pie. Sábanas cuelgan del techo debido a que “la sala que vemos es comedor, cuarto de estar y de trabajo, de noche dormitorio y cuando llueve, tendero” (257). El decorado sonoro, presente durante toda la obra, genera un ambiente invernal, lleno de frío y viento, que provienen de un exterior desolado. Si bien la casa da a la calle del barrio, ningún sonido feliz proviene de la extraescena, no oímos nunca niños jugando, sino únicamente la lluvia y el viento que a través de los vidrios rotos de las ventanas se cuela en el interior de la habitación.

El vestuario se encuentra en armonía con el resto de la puesta, ya que respeta los colores opacos, grises y descuidados que caracterizan el mobiliario, pero a su vez es referencial, puesto que cumple la función de marcar la clase social a la que pertenecen los personajes, al igual que su ocupación: Stéfano, Pastore y Esteban visten de traje porque trabajan; en cambio, las mujeres y el abuelo, que se quedan en la casa, visten ropa hogareña, delantales y zapatos rotos; sus ropas están arrugadas; sus pelos, despeinados, y los pies de sus hijos, sucios, lo cual demuestra el abandono en el que viven, tanto en lo externo como en lo interno.

El aspecto de los personajes se complementa con sus movimientos y ademanes torpes y a veces, ridículos. Se trata de cuerpos cansados, vencidos, encorvados y resignados que demuestran que “corporalmente el personaje grotesco no aguanta más”.ii La puesta de Cacace enfatiza especialmente este aspecto de la obra, a partir de un fuerte trabajo con la gravedad, sus personajes tienden hacia el piso con la pesadez de las piedras que se acumulan en la habitación: se arrodillan, se arrastran, se acurrucan, duermen y mojan con sus lágrimas el piso de su casa. Pareciera ser que no pueden mantener su cuerpo erguido, ya que cargan sobre su espalda el peso de sus frustraciones y sufrimientos.

En el caso de los personajes jóvenes en cambio, no se produce un movimiento de descenso, puesto que los hijos directamente han nacido abajo, por lo que el suelo se presenta como su espacio natural. Radamés gatea por la habitación durante todas las escenas, y Ñeca se agazapa detrás de los muebles, acentuando su espalda curvada que no parece la de una niña, si no la de una anciana. El tono llorado con el que habla y la mueca de su rostro es un acierto actoral, que muestra la fusión entre lo cómico y lo patético que define al grotesco, ya que al verla, el público no sabe si reír o llorar. La relación que establecen los personajes jóvenes con el espacio lleva a preguntarse por el futuro de estos niños que no pueden siquiera levantarse del suelo para salir de las penumbras de su casa, secarse las lágrimas y jugar al sol.

Por otro lado, el director se sirve de la gestualidad y el movimiento de los cuerpos para dar visibilidad a la imposibilidad de comunicación entre los integrantes de la familia, eje central a partir del cual se articula la obra, y que la puesta enfatiza. Hay un profundo trabajo con la mirada de los personajes, cuyos ojos nunca se cruzan del todo. Cuando Stéfano habla con su padre o con su esposa, su rostro apunta siempre en dirección contraria, evadiendo así la mirada del otro. La fuerte discusión entre Alfonso y su hijo no se produce frente a frente, sino que ilustra el planteo de Viñas que dice que “del coloquio resuelto ‘cara a cara’ se va pasando al encogimiento del personaje que da la espalda”iii. Stéfano no quiere escuchar lo que su padre tiene para decirle, ya que no quiere confrontarse con la realidad en la que vive, por lo cual va girando su silla de manera tal que nunca queda de frente a él, sino que siempre le da la espalda. La madre se sitúa físicamente en el medio de los dos hombres, convirtiéndose en una mediadora que constantemente intenta aclarar la comunicación que, sin embargo, no se logra.

La palabra, el lenguaje los separa porque, a pesar de que no hay un uso excesivo del cocoliche como en otras obras del autor, el choque generacional se produce debido a que Stéfano es una persona más formada y culta, que hasta corrige a su padre cuando éste habla de manera incorrecta:

–ALFONSO: tú sei nu frigorífico per mé.

–STÉFANO: jeroglífico, papá. (265)

Otro recurso que se utiliza en la puesta para mostrar el aislamiento y la imposibilidad de los personajes de conectarse y conocerse, es el gesto contenido, el gesto truncado. Repetidas veces las manos se estiran para tocar el cuerpo del otro, pero el ademán se detiene antes de llegar a realizarse, como si el espacio que los separara fuera inconmensurable, imposible de ser superado mediante un gesto de cariño.

El amor que Margarita y Stéfano no se pueden expresar, se vuelca entonces en los hijos a quienes les expresan una ternura y un cariño que hasta podría parecer excesivo. Aunque las didascalias no lo indiquen, son numerosos los momentos donde abrazan y acarician a sus hijos más pequeños. Estas imágenes tiernas contrastan con la violencia contenida y reprimida que por momentos, emana de los personajes. Esto puede verse, por ejemplo, cuando Margarita intenta golpear a su marido -indicación que no está presente en el texto dramático- luego de reprocharle que la haya engañado y arruinado; o cuando Radamés comienza a imitar el aplauso que le dará a su padre cuando estrenen su ópera en el teatro y éste, llorando de frustración, levanta el brazo para pegarle. Nuevamente aquí, los gestos quedan truncos, no se concretan, pero hacen visible la desgracia, los rencores, la lucha interna y la inestabilidad emotiva de los personajes que no logran exteriorizar aquello que sienten más que con violencia.

Lo mismo sucede en el momento en que los personajes parecen estar finalmente acercándose: cuando Margarita y Stéfano lloran juntos abrazados se crea un instante de amor, que es bruscamente interrumpido por la torpeza del personaje que, cuando quiere acariciar a su esposa y pedirle perdón, sin querer le mete un dedo en el ojo. Se evidencia aquí, que son las propias acciones del personaje las que no le permiten lograr aquello que desea: la comunicación con su familia y el acercamiento con el otro.

Por último, cabe destacar la comicidad lograda a partir de la gestualidad de los personajes, especialmente en el caso de los abuelos y de Pastore, los cuales aparecen fuertemente caricaturizados. La primera escena, donde asistimos a la discusión entre María Rosa y Alfonso, provoca risa en el público debido a sus dolores fingidos: la tos falsa del abuelo y las quejas de la abuela en forma de “ayes” que funcionan como una suerte de latiguillo. Si bien la puesta de Cacace no explota demasiado el potencial cómico del texto, puesto que elige incrementar el aspecto patético, se mantienen pequeños momentos de humor que suponen un alivio para las tensiones provocadas por el drama. La aparición del personaje de Pastore, con sus pantalones demasiado cortos, sus ademanes torpes y ridículos y su risita nerviosa, supone un respiro, una mejoría que antecede la tormenta, ya que es justamente este personaje payasesco el que traerá la verdad a un hogar donde rige el autoengaño. Ya no podremos reírnos de él luego del maltrato que injustamente recibe por parte de Stéfano, y casi que nos avergonzaremos de nuestra risa. En la puesta de Cacace, a diferencia del texto dramático, Stéfano acogota a Pastore y levanta una silla para pegarle con ella, y es en medio de este gesto ridículo que escucha la verdad de los labios de su amigo y se produce la caída de la máscara. El movimiento queda suspendido en el aire, el personaje baja los brazos que sostienen la silla y recibe él mismo el golpe que iba destinado a Pastore.

Cacace establece luego una larga pausa entre el acto primero y el epílogo, introduciendo acciones en el momento de espera indicado por Discépolo por medio de la caída del telón. Vemos a los personajes sufrir el frío, lavar y colgar ropa de manera mecánica, sin vida, y hasta llorar en coro por la imposibilidad de conciliar un sueño tranquilo. Esto contribuye a ralentizar el desarrollo de los acontecimientos, dando lugar a un ritmo más lento que caracteriza el grotesco, por oposición al ritmo rápido y a veces festivo del sainete. El silencio se carga de tensión y el ruido del viento adelanta la tragedia.

La música es incidental, y acompaña el relato, contribuyendo a sumir al espectador en una sensación de melancolía constante. Es payasesca y lúdica cuando aparece la figura ridícula de Pastore, pasando a ser densa y trágica durante el epílogo. La iluminación complementa este efecto a partir de la dialéctica entre luz y sombra, claridad y oscuridad, dando lugar, especialmente en el epílogo, a un espacio expresionista, ya que rechaza el color y utiliza el claroscuro y las penumbras, creando así un espacio agobiante, fantasmal, de pesadilla, como el de los sueños de Radamés.

El espacio expresionista se denomina también espacio interiorizado, ya que lo que sucede en el exterior duplica el interior del personaje, dando lugar a una “objetivación escénica de los contenidos de la conciencia”iv. Esto se logra en la obra, por ejemplo, a partir de la iluminación de los cajones y puertas del aparador que de pronto se abren, iluminándose desde el interior, como preludiando la apertura del alma del personaje que ocurrirá en la secuencia siguiente. Como ya no tiene nada que perder, Stéfano saca afuera lo que lleva adentro, echando luz a su interior, y con la invisible mandolina le canta a su familia las verdades crueles que hasta entonces nunca ha podido decirles.

Su rabia comienza a salir al exterior, y su primera víctima es la estatua de la Virgen que durante toda la obra permaneció sobre la repisa con una vela encendida a sus pies. El gesto contenido que no le permitía a Stéfano patear una simple silla sin luego arrepentirse, se convierte ahora en furia sin límites. No duda en romper sus más queridas pertenencias y el jarrón que arroja al suelo en el texto original es reemplazado aquí por la Virgen, con quien establece un monólogo confesional antes de romperla en pedazos. Esto no sólo demuestra que Stéfano está poseído por “una crisis de alegría dolorosa” (287) que lo lleva a destruir todo lo suyo, sino que se convierte también en un símbolo, y adquiere así una carga que el florero del texto original no poseía. La Virgen es la depositaria de todos los deseos de la familia; es a ella a quien le piden salud, dinero y amor; en sus pies encienden la llama de la esperanza, y es ella, a su vez, la testigo del paso de los años sin que esas aspiraciones se cumplan. Su mirada interpela a Stéfano porque es testigo de su fracaso, el recuerdo de todos los sueños de su familia que él no pudo cumplir, y es por eso que termina –como las esperanzas de la familia– hecha añicos contra el piso.

Se produce luego la segunda gran modificación del texto dramático, la que tiene consecuencias importantes que afectan el sentido de la pieza. Nos referimos al encuentro personal entre Stéfano y su hijo Esteban, recortado y sintetizado por Cacace. Había aquí un largo diálogo entre ambos –revelador de la estructura espiralada de la pieza– donde Esteban (quien no casualmente tiene el mismo nombre que Stéfano, aunque castellanizado) se muestra como una suerte de versión mejorada de su padre, puesto que es capaz de crear artísticamente. Aquel diálogo es reemplazados por un breve intercambio entre ellos. Se suprimen entonces los fragmentos donde Stéfano vaticina el fracaso de su hijo:

– STÉFANO: cuando se te caiga el pelo y te veas la forma de tu cabeza -de tu propia cabeza que no conoce, ciego- te voy a dar la mandolina para que repita este pasaje. (291)

El personaje de Esteban posee así una menor cantidad de diálogos; no se defiende de las acusaciones de su padre, ni se manifiesta como un personaje de carácter fuerte que permanece firme en sus ideales y aspiraciones de ser un gran poeta. Al quitar estos parlamento, se desdibuja la esperanza que deja la pieza de Discépolo en la generación venidera que puede quizás, superar los errores de los padres. Esteban termina caído en el piso viendo a morir a Stéfano y difícilmente podemos creer que le espera un futuro distinto al de su padre. La obra se tiñe así de un pesimismo aún mayor, potenciado por los gritos desesperados de Radamés que acompañan la muerte del protagonista.

Durante toda la obra se apelan a las analogías referidas a animales, tanto desde lo verbal como desde lo físico. Se habla de la ostra, de “hacer la cabra”, de la mariposa y de que Stéfano recibe los huesos (las instrumentaciones) que le tira Pastore como si fuera un perro. Pero es en el epílogo donde se llega a la total animalización del sujeto. A Stéfano ya no le queda nada, ha perdido su honra social, su dignidad y sus afectos, puesto que con la caída de la máscara “se ha producido el desgarro interior y ya el personaje no puede volver a encontrar su lugar en el mundo”v.

Una vez que se ha concretado su muerte interior, la muerte espiritual, le resta únicamente la física. El personaje termina en cuatro patas imitando el sonido de la cabra y muere en el piso como un animal. Se ha deshumanizado totalmente, en tanto que ha perdido el poder del habla, sus aspiraciones artísticas, su capacidad de creación y su habilidad para entregar amor a sus semejantes. No ha podido comunicarse ni a través de la música –ya que nunca ha escrito su ópera– ni mediante el lenguaje. Y muere emitiendo un sonido animal, porque ya no puede expresarse en palabras.

La muerte aparece así como una liberación, como el único espacio, el único lugar a donde el personaje puede ir luego de la pérdida de su ilusión, luego de la muerte de la mariposa


Bibliografía

  • De Costa, René, “Stéfano: el humor negro en el grotesco criollo”, Texto Crítico, mayo-agosto, Nº 10, 1978, pp. 86-94.
  • Discépolo, Armando, Stéfano en Obra dramática. Teatro. Vol. III, Buenos Aires, Galerna, 1996.
  • Dowling, Lee, “El problema de la comunicación en Stéfano de Armando Discépolo”, Latin American Theatre Review, Vol. 13, No. 2: Spring1989, pp. 57-63.
  • Dubatti, J, Concepciones de Teatro. Poéticas teatrales y bases epistemológicas, Buenos Aires, Ediciones Colihue, 2009.
  • Fischer, Patricia, “La condición melancólica del inmigrante en Stéfano (1928) de Armando Discépolo”, en Pelletieri, Osvaldo (ed.), Huellas Escénicas, Buenos Aires, Galerna, 2007.
  • Gilardenghi, Sabrina, “La dirección de actores en la escena local. Entrevista a Guillermo Cacace”, Telón de fondo, Nº 14, Año VII, diciembre 2011, pp. 345-360.
  • Pellettieri, Osvaldo, “Armando Discépolo: entre el grotesco italiano y el grotesco criollo”, Latin American Theatre Review, Vol. 22, No. 1: Fall 1988, pp. 55-71.
  • Viñas, David, Grotesco, inmigración y fracaso, Buenos Aires, Corregidor, 1973.

Notas

i En su Semiótica teatral, Anne Ubersfeld denomina didascalia todo lo que en el texto de la obra no está pronunciado por el actor (diálogos y monóĺogos de los personajes), y que incluye las acotaciones y las instrucciones del autor (explicaciones sobre entonaciones, gestos y movimientos; escenografía, efectos especiales, etc.)
ii Viñas, David, Grotesco, inmigración y fracaso, Buenos Aires, Corregidor, 1973, p. 134.
iii Ibídem, p. 16.
iv Dubatti, Jorge, Concepciones de Teatro. Poéticas teatrales y bases epistemológicas, Buenos Aires, Ediciones Colihue, 2009, p. 126.
v Pellettieri, Osvaldo, “Armando Discépolo: entre el grotesco italiano y el grotesco criollo”, en: Latin American Theatre Review, Vol. 22, No. 1: Fall 1988, p. 61.

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