El Yo en el teatro del no Yo | Centro Cultural de la Cooperación

El Yo en el teatro del no Yo

Autor/es: Lydia Di Lello

Sección: Palos y Piedras

Edición: 13


La búsqueda teatral es desde el cuerpo a la palabra y no de la palabra al cuerpo. Ésta fue la propuesta central de Jorge Eines en el seminario Repetir para no repetir que dictó en Buenos Aires en agosto de 2011. Con esa idea asistí a una de las pocas funciones de Tejido Abierto. Tejido Beckett que el director trajo al Cervantes con su compañía española. He aquí el registro.

Un riel atraviesa el escenario. En el extremo derecho se yergue una escalera. Rieles y escaleras, acaso barandas, se reproducen en un telón de fondo. Una tela delgada con un diseño urbano en diferentes tonos de valor, una maraña de grises con una doble función. Es un marco casi abstracto, indefinido, una suerte de no lugar como fondo de lo que se desarrollará en la escena y a la vez, un velo en su transparencia. Un velo que oculta y deja ver. Mientras el público se acomoda en sus butacas, detrás de ese velo avanzan seres vacilantes. Sus siluetas son apenas relieves, movimientos de la cortina.

En su lectura del universo beckettiano Jorge Eines arma una trama que se organiza en cuatro segmentos. En el último se advierten resonancias de los personajes emblemáticos de Esperando a Godot, Los días felices y La última cinta de Krapp. El tejido que resulta exige una cierta competencia del espectador. Hay un riesgo, desde ya. Encontrar un espectador competente, “un público que tome decisiones”; en algún sentido, un público creador.

La propuesta que se le hace es un despliegue permanente de teatralidad en los cuerpos de los personajes constreñidos cada uno a su valija. Viajeros en una búsqueda empecinada.

Como sostiene empecinadamente Eines, lo que le interesa es la geografía de los personajes, lo que los cuerpos hacen para ocupar territorios. Aquí los cuerpos de los actores y unos pocos elementos sobre el escenario bastan para recrear la atmósfera de la poética del fracaso y la despalabra. Las palabras, las repeticiones, los murmullos que no dicen son intentos desesperados para paliar la soledad; apenas ayudan a sostenerse en el vacío.

Los actores construyen una curiosa lógica de interacción y aislamiento. Realizan acciones conjuntas: todos son Belacqua Shua*. Los cuatro se ponen de espaldas al público para orinar, se sobresaltan al mismo tiempo y todos ensayan el suicidio, pero cada uno en su rincón, en su propio territorio. Lo que da como resultado una idea de fractura, un ritmo de acciones simultáneas y, sin embargo, fragmentadas.

Pero no siempre es así. Por momentos los cuerpos se enhebran en actitudes complementarias: una chica se saca la ropa en un juego erótico con su compañero, mientras en el fondo otro personaje viste un maniquí. Dos acciones entrelazadas en una sólida estructura que las contiene.

Estos juegos escénicos conforman una escena rica y compleja donde es difícil detener la mirada. Es la elocuencia de la iluminación la que de algún modo guía nuestra percepción selectiva. Una música disfónica se emparenta con los colores tierra que visten los intérpretes, eficaces en el cambio permanente de registro de estos personajes. Seres llenos de preguntas. Ninguna respuesta. Criaturas a la intemperie que se organizan a intervalos a la espera de un fantasma. Una poética de la ausencia.

Hay un riel, sí, pero el tren nunca aparece. El tren se presentifica en el cuerpo en acción de uno de los actores; es un zapateo, es una rueda de bicicleta que se hace girar velozmente, es la vibración de la baqueta de un violín destartalado, etc. Múltiples recursos que el intérprete pone en funcionamiento prefigurando una llegada que nunca se concreta. Los personajes quedan ahí, en un gesto detenido ante el vacío, cada uno con su equipaje. Luego en silencio se dispersan, se retiran cada cual a su mundo con la maleta que simboliza su espacio vital.

Grito, palabra y silencio atraviesan el cuerpo de estos tristes comediantes. La muerte, la mirada, el amor, la soledad, la dominación son sólo algunos de los tópicos que se tematizan sobre la escena. Todo desemboca en un momento conclusivo: el quiebre que implica la pregunta: “Un momento, ¿no estamos a punto de significar algo?”, un instante fugaz donde los personajes se diluyen y reaparecen los actores. Acaso un guiño para un espectador avezado en el universo de Beckett, que sentenció: “Que signifique quien pueda”.

Y, entonces, un final desconcertante: inesperada, se eleva la luna. Una luna de cartón extraída de los harapos. Un astro arrancado a la miseria. Una luna más ficticia que la inmortalizada por el viejo cineasta George Mélièr, aquélla con cara humana que recibe el impacto de una nave cargada de astrónomos. Es la ilusoria luna del “Yo Soy” de Eines. La luna ficticia de la autoafirmación y un personaje que nos interpela señalando el “Yo soy” escrito en la luna: “Imagine si un día feliz esto se acabó”.

La paradoja es bisexual, diría Mauricio Kartún, tiene los dos sexos. La paradoja niega lo que afirma. Esta pieza de Eines se abisma en un final paradojal. La pregunta por el “Yo soy” en la poética del “No-yo”.

Buenos Aires, octubre 2011



* Se trata de Belacqua Shua -explicita Eines en el programa de mano-, constructor de laúdes. Personaje extraído de la Divina Comedia que: “nos descubre el mito de origen de todos los personajes del universo Beckett”.

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