El 19 y 20, o mejor, algunas palabras sobre Los 19 y 20 | Centro Cultural de la Cooperación

El 19 y 20, o mejor, algunas palabras sobre Los 19 y 20

Autor/es: Paula Abal Medina

Sección: Especial

Edición: 13


El orden, el equilibrio, no es más que un desequilibrio social que se ha institucionalizado”

J. W. Cooke

Los tiempos extraordinarios enraizan con una potencia inextinguible en la memoria social. Mis recuerdos de ambos días, 19 y 20, son prácticamente exhaustivos: cada momento privado, ínfimo, parecía sintonizar con la historia, para volverse imborrable.

¿Qué ocurrió durante aquellas jornadas? Frente a la declaración de estado de sitio se produce una sublevación. Por eso alguien interpretó correctamente: el 19 y 20 de diciembre se terminó la dictadura militar. Es el fin de un largo proceso de reclusión en la esfera privada. Y es la masividad y la virulencia con la cual se transgrede aquel penoso acto de gobierno la iluminación general que, a mi juicio, permite comprender lo que hay de unidad en esa impensada reunión de miles de hombres y mujeres gritando por las calles “que se vayan todos”.

“Una suma de desesperaciones y soledades; lo que nos presentaba como una reacción colectiva era el término medio de los desalientos y lo que había de idéntico entre todos esos hombres agotados era la voluntad de no unirse”. La frase corresponde a Sartre y se formula para describir procesos históricos muy disímiles, sin embargo, expresa el modo predominante de existencia colectiva tras el terror de estado, las hiperinflaciones y el desempleo. Algo de esta relación social se termina de resquebrajar como consecuencia del 19 y 20. Descendimos como torbellinos moleculares de nuestros edificios y creamos un encuentro con potencia destituyente.

Estas líneas no pretenden obviar, más bien todo lo contrario, que la sublevación se inició en los barrios y en las rutas, que su protagonista fue el trabajador desocupado organizado y su herramienta de lucha el piquete. Desde Cutral-Có y Plaza Huincul, Tartagal y General Mosconi, hasta diseminarse por todo el conurbano bonaerense, con epicentro en La Matanza, aquellos a quienes el discurso neoliberal sentenciaba a la exclusión, forjaron una identificación disruptiva, piquetera, que horadó el orden entonces vigente.

El par incluidos-excluidos funcionó durante los noventa como un potente disciplinador social. Operando selectivamente sobre uno u otro polo se ensayaban diversas formas de enfrentamiento entre subalternos: (a) incluidos privilegiados – excluidos, cuando las leyes de flexibilización laboral pretendían “eliminar los privilegios de los que tienen trabajo en pos de los que tienen hambre, los excluidos”; (b) incluidos – excluidos obsoletos; cuando se fundaba el desempleo sistémico en la falta de acreditaciones individuales; (c) incluidos – excluidos violentos; cuando el objeto exclusión deviene sujeto piquetero y su práctica política logra visibilizar los fundamentos del modelo económico-social. Entonces es el momento del final de juego: el corte de ruta se asocia al delito, se construye un identikit piquetero. Se opera descomponiendo y falseando la protesta: neumáticos quemados, caras tapadas y palos son los emergentes que se focalizan y amplifican para criminalizar la protesta y preparar la intervención represiva.

La forma de afectar uno de los lados de la demarcación incluidos-excluidos tenía efectos muy significativos sobre el otro lado. La culpabilización de los desocupados por su situación de desempleo creaba a su vez una carrera desenfrenada para asegurar la empleabilidad entre los incluidos. El estigma de la violencia que recayó sobre las organizaciones de trabajadores desocupados exacerbó la sujeción del trabajador a los requerimientos empresarios más brutales.

Recuerdo aún el relato y la expresión, tan triste, de un repositor de mercadería de un supermercado a mediados de 2001:

Yo estoy rogando que no lo hagan pero si me dicen el día de mañana estás despedido, no sé qué voy a hacer […] pero los reclamos no me parecen, les falta pacifismo, me parece que uno sí tiene que luchar para conseguir alguna respuesta, pero yo no lo haría, te digo que no lo haría. Yo sé que uno para conseguir algo tiene que luchar, pero yo no lo haría. Si mañana me llegan a pagar $100, no sé, a lo mejor me sumaría si tengo una esposa y familia y me estoy muriendo de hambre y necesitaría sí o sí, si me quedo así entre la espada y la pared; es decir, o voy a luchar o me muero, entonces tal vez sí, pero no, no. O sea que de última, muy de última, lo haría.

El desempleo es el que otorga sentido a su trabajo, se siente un desempleado en potencia, si quiere su puesto tendrá que merecerlo cada día, por eso su pacifismo, en tiempos en que uno de cada cinco no consigue realizar una hora de trabajo remunerada a la semana. Tiempos, también, en que cientos de personas se agolpaban puertas, afuera, de ese mismo supermercado para exigir, pedir o recuperar algo de lo expropiado durante décadas y que en aquél año ponía en riesgo la supervivencia misma. Porque el hambre, aunque parezca una obviedad hay que decirlo, fue letal.

En forma invertida, pero abonando el mismo efecto, “piquetero” pasó a ser una etiqueta para la descalificación más profunda. Piquetero, bardero, cabeza, zurdito son palabras que circulaban como sinónimos en los relatos, por ejemplo, de mandos medios de empresas, incluso en los de muchos trabajadores. Quienes así se pronunciaban exaltaban sus formas civilizadas de adaptarse a las realidades vigentes.

Volví a hablar varias veces con Rubén, el repositor, tras diciembre de 2001. Parecía petrificado de terror al recordar las jornadas de diciembre: el supermercado estuvo completamente vallado, algunos días durmió allí adentro, con un palo que siempre debía estar al alcance de su mano. La demarcación social de incluidos-exluidos se sostenía, literalmente, con una trinchera, justo ahí, en las puertas del establecimiento.

Simultáneamente Alfredo Coto, el dueño de la cadena de supermercados, declaraba:

La gente se puso la camiseta porque fue consciente de que estaba en juego su futuro. La verdad que es un gesto que nos conmovió a todos. La colaboración que tuvimos de parte de los trabajadores fue impresionante. El centro comercial de Ciudadela recién lo habíamos abierto hace unos meses, pero igual los empleados de esa sucursal no dudaron en salir a defender su trabajo. Acá hubo gente que se quedó a dormir e incluso algunos empleados que viven en las villas cercanas a los locales nos informaban sobre cuándo podían producirse los saqueos.

Con cinismo rancio y una violencia simbólica revulsiva se empeñaban, los concentrados, en resucitar el orden de los desequilibrios más redituables de su historia.

Un último ejemplo para graficar los modos del enfrentamiento incluidos-excluidos proviene, ¡por supuesto!, del diario La Nación (12/08/2001). La nota, firmada por una tal Alejandra Rey, se titula Frustración y miedo de convivir con piqueteros:


Hay olor en el aire. Hay un olor nauseabundo en el aire y hay humo, también. Ellos –así los denominan– estuvieron muy temprano el miércoles último ocupando la ruta nacional N°3, a la altura de Isidro Casanova, a metros de las vías, y prendieron fuego, una vez más, cerca de 20 neumáticos. Entonces el aire fue irrespirable, el humo negro se metió en las narices, en los pulmones y en las casas y otra vez todo fue un caos. Ellos son los piqueteros. Los que así los denominan –y en el fondo los detestan– son los comerciantes de la ruta, hombres y mujeres de La Matanza que lo perdieron todo o que lo están por perder gracias a la arbitrariedad de los que protestan, que eligen ése y no otro lugar para quejarse. La Nación hizo una recorrida el miércoles último y allí estaban los comerciantes: todos tras gruesas rejas, como encarcelados, mirando pasar los autos, los vecinos, porque de vender algo en estos tiempos de cortes de rutas, ni hablar. […] Y tampoco es justo respirar el olor a excremento humano que dejan los humanos piqueteros luego de cada corte.

Estas citas vuelven más palpable la magnitud de la transgresión que hizo posible el 19 y 20. Las experiencias asamblearias nacidas del encuentro callejero así como lo que condensa el cántico “piquete, cacerola, la lucha es una sola” expresan la mayor productividad política de los acontecimientos. Rechazan el constructo ideológico de la exclusión y su asimilación a lo violento, se animan a la protesta y trazan un horizonte de recomposición social.

De algún modo, entonces, lo singular, lo propio del 19 y 20 es que la protesta se esparce por los territorios “incluidos”. La tonalidad común de aquel conjunto heterogéneo de manifestantes es la sublevación frente a la imposición de aislamiento. Lo más disruptivo, no generalizable al conjunto que allí se congregó, es la apropiación colectiva de los espacios públicos, las asambleas barriales y la articulación entre sujetos sociales.

El recuerdo del 19 y 20 nos hace revivir también el dolor y la rabia frente al asesinato de 38 manifestantes en calles, puertas de supermercados y plazas de distintas localidades del conurbano bonaerense, de Rosario, Ciudad de Buenos Aires, Paraná, Río Negro, Córdoba, Corrientes y Tucumán. Un redespliegue feroz hacia la violencia para preservar el orden de las injusticias descomunales que, de todas formas, esta vez no alcanzó.

¿Qué implica el fin de un orden? Algo de estallido, algo de derrumbe y algo de refundación. Muy gráfica es mi representación de la idea de estallido, como tratándose de sus partes finalmente descompuestas y suspendidas en el aire. Cuando se inscriban nuevamente no lo harán en un campo desmagnetizado, podrán componer algo nuevo pero no deshacerse de lo que había del todo en la parte. Quiero decir: tras el estallido, aparece nuevamente un orden, la mayor oportunidad se produce cuando logra expresar una normalidad diferente, transformada.

El fin de un orden, decíamos, tiene además algo de derrumbe y de refundación… Sólo cuando el tembladeral proviene desde abajo es el orden mismo el que está en juego, entonces el presente se expande con alternativas. Es lo que ocurría durante aquél año 2001. Sin embargo, como implacable, lo que se derrumba se reserva, hasta el último segundo, el peso de la inercia. Y la inercia, como también decía Cooke, es reaccionaria, obra a favor de lo que es y está.

Por eso, tal vez, las vivencias del 19 y 20 son tan heterogéneas. Por un lado, el terror de Rubén allí, adentro del lugar ajeno, y el terror de quienes estaban del otro lado de la trinchera, allá, afuera del lugar ajeno. Por otro lado, quienes pudimos vivenciar, desde las escalinatas del Congreso, sin dirimirnos en la frontera, un nuevo horizonte.

La historia, ya sabemos, se inscribe selectivamente entre clases y el 19 y 20, no hizo excepciones.



Hoy, el recuerdo de aquellas jornadas, es parte de un campo de disputa. Mucha dirigencia partidaria y sindical parece empecinada en confiscarle significado para señalarlo como el momento de la anti-política. Para ellos la política es repetición, rutina obediente, de lo instituido.

Aquí, por el contrario, entendemos que el 19 y 20, el 2001 en general, tuvo la impronta de la política viva, de la que habla Castoriadis cuando afirma que


La creación de la política tiene lugar debido a que la institución dada de la sociedad es puesta en duda como tal y en sus diferentes aspectos y dimensiones (lo que permite descubrir rápidamente, explicitar, pero también articular de una manera distinta la solidaridad), a partir de que una relación otra, inédita hasta entonces, se crea entre el instituyente y el instituido.

En todo caso el 2001 es condición de posibilidad de muchas de las transformaciones que desde el 2003 componen una normalidad nueva. Normalidad que, aún con restauración y persistencias, tiene impedido el recurso de la amnesia: no puede abolir el 19 y 20.

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