Pensar la expectación desde la Filosofía del Teatro: Miguel de Cervantes y Jorge Luis Borges frente al espectador teatral | Centro Cultural de la Cooperación

Pensar la expectación desde la Filosofía del Teatro: Miguel de Cervantes y Jorge Luis Borges frente al espectador teatral

Autor/es: Jorge Dubatti

Sección: Palos y Piedras

Edición: 11

Español:

Ofrecemos en las siguientes páginas algunas reflexiones sobre el espectador teatral “posible” o “imposible”, que surgen del análisis de la novela Don Quijote de Miguel de Cervantes y del cuento “La busca de Averroes” de Jorge Luis Borges desde los fundamentos de una teoría de la expectación según la Filosofía del Teatro.


Una primera versión de este trabajo se publicó en nuestro libro Filosofía del Teatro II (Atuel, 2010)

A) Don Quijote, el espectador imposible: la aventura del retablo de Maese Pedro (Segunda Parte, XXV-XXVII) y su análisis en “Idea del teatro” de José Ortega y Gasset

En la Segunda Parte (1615) de Don Quijote de la Mancha, la aventura del retablo de Maese Pedro (que se abre en el cap. XXV, concentra su desarrollo y desenlace narrativo en el XXVI y concluye con la revelación de la verdadera identidad del “titerero” en el XXVII1) es una de las más preciadas por los amantes del teatro. Se trata, como ha señalado Celina Sabor de Cortazar, de “un caso de teatro dentro de la novela” (1987, p. 87). Esta microsecuencia de la estructura episódica de Don Quijote (primer nivel de su estructura narrativa) posee diferencias respecto de otras aventuras de la Primera y Segunda Parte: según Cortazar, “el retablo de Maese Pedro se da como réplica a una situación similar que aparece en el falso Quijote del Licenciado Avellaneda (cap. 27)” (ibid.). Los objetivos de esta ponencia serán tres:

  1. volver sobre el texto de la aventura del retablo de Maese Pedro para destacar algunos aspectos de su composición desde el eje del comportamiento de Don Quijote como espectador;
  2. observar cómo analiza Ortega y Gasset el episodio en su “Idea del Teatro. Una abreviatura” (1946) para ilustrar su teoría ontológica del teatro como producción de “irrealidad” y “fantasmagoría”;
  3. discutir al menos dos afirmaciones de Ortega y Gasset, a la vez analíticas y teóricas, a la luz de una Filosofía del Teatro (Dubatti, 2007 y 2008), para llegar a la conclusión de que Don Quijote encarna el modelo del espectador imposible.

1. Detengámonos primero en los pormenores de esta aventura de Don Quijote para analizar su comportamiento como espectador, su percepción del acontecimiento teatral representado en la venta, y su reacción. Ya avanzado el cap. XXV aparece Maese Pedro en la venta y anuncia la próxima llegada del retablo y del mono adivino. Es muy bien recibido por el ventero, hecho que despierta la curiosidad de Don Quijote: “qué mase Pedro era aquél y qué retablo y qué mono traía” (p. 745). El ventero informa que Maese Pedro es

“un famoso titerero, que ha muchos días que anda por esta Mancha de Aragón enseñando un retablo de la libertad de Melisendra, dada por el famoso don Gaiferos, que es una de las mejores y más bien representadas historias que de muchos años a esta parte en este reino se han visto” (p. 745).

Si bien el ventero ha puesto más el acento en la representación titiritesca, la atención de Don Quijote y Sancho pronto se fija en el mono adivino, preocupados por obtener información sobre el futuro y el presente. Tras que Maese Pedro y su mono reconocen a Don Quijote y éste queda “pasmado” (p. 746) por la halagüeña comprobación de su virtud adivinatoria, el titiritero expresa su voluntad de armar el retablo y se entrega a la tarea. Mientras tanto, Don Quijote expresa su asombro por el extraño poder sobrenatural del monito y atribuye a su amo “un pacto tácito o expreso con el demonio” (p. 748). “Estoy maravillado cómo no le han acusado al Santo Oficio” (p. 748), reflexiona. La doble información brindada hasta ahora por Cervantes es estratégica por su valor prospectivo:

- el ventero le ha aclarado a Don Quijote que la de Melisendra y Gaiferos es una “representada historia”, artificio artístico-teatral, y si Don Quijote lo ha escuchado con atención, debería entonces tener conciencia de que verá enseguida una representación de teatro de muñecos;

- pero Don Quijote parece más interesado en atribuir a Maese Pedro poderes demoníacos. ¿Acaso intuye ya un vínculo entre esos poderes y los de los “encantadores” o “malos que me persiguen” de los que hablará más tarde (p. 757)?

La sugestión que la acción del monito despierta en Don Quijote anuncia que, aunque se lo ve sereno, está más dispuesto a la especulación sobrenatural que a la observación y reflexión realistas. Maese Pedro volverá a estimular la excitación de Don Quijote al exaltar el carácter maravilloso de su retablo: “sesenta mil [novedades] encierra en sí este mi retablo (...) es una de las cosas más de ver que hoy tiene el mundo” (p. 750).

Cervantes reserva los últimos párrafos del cap. XXV a la descripción del retablo titiritero, “lleno por todas partes de candelillas de cera encendidas que le hacían vistoso y resplandeciente” (p. 750). Maese Pedro se mete dentro del retablo para “manejar las figuras del artificio” (p. 750): es el manipulador de los títeres y el sonidista (ejecuta “atabales y trompetas y [...] mucha artillería”, pp. 750-751). Por fuera, frente al retablo se coloca un muchacho, criado de Maese Pedro, “para servir de intérprete y declarador de los misterios del tal retablo”: hará las veces de “trujamán” (p. 750), es decir, el “intérprete de lenguas” (como señala Rico en nota). Varilla en mano, el muchacho señalará además las figuras titiritescas destacando las situaciones y orientando la mirada de los espectadores. Toda la venta se ha emplazado frente al retablo y “acomodados [en sus asientos están] Don Quijote, Sancho, el ventero y el primo en los mejores lugares” (p. 750).

El cap. XXVI se abre con el inicio de la representación y el narrador destaca (a través de una cita de Virgilio) el silencio y la atención de los espectadores. Cervantes destina a la experiencia de Don Quijote espectador un discurso deliberadamente elíptico: construye la acción interna de Don Quijote (sus emociones, su pensamiento, su progresiva estimulación) desde la infrasciencia, es decir, apenas informa al lector sobre qué está pasando en la conciencia y el ánimo de Don Quijote. Vemos unas pequeñas puntas de iceberg que apenas dejan intuir la efervescente gradación interna que culminará manifestándose en Don Quijote transformado en volcán incontenible de heroicidad caballeresca.

Don Quijote escucha en silencio y de pronto interrumpe el relato del muchacho para pedirle que use un estilo literario más sencillo. Desde dentro del retablo Maese Pedro indica a su ayudante que haga “lo que ese señor te manda” (p. 753). Don Quijote realiza una segunda interrupción: corrige un detalle del relato, no hay campanas en las mezquitas de Sansueña y sostener lo contrario le parece “un gran disparate” (p. 754). Pero esta vez Maese Pedro interviene pidiéndole a Don Quijote que “no mire vuesa merced en niñerías” (p. 754) y le recuerda que muchas comedias que se representan frecuentemente están “llenas de impropiedades y disparates” (p. 754) y reciben aplauso y admiración. Don Quijote, muy reflexivamente aún, da la razón a Maese Pedro. (Y de esta manera apoya una explícita crítica a la inverosimilitud de la poderosa comedia española.)2

Pero cuando sobreviene la persecución de Gaiferos y Melisendra por la caballería mora, y aumenta el peligro que corren los “católicos amantes”, la acción teatral crece en intensidad, acentuada por los sugestivos sonidos del espectáculo (trompetas, dulzainas, atabales, atambores). El muchacho anuncia la posible inminencia de “un horrendo espectáculo” (p. 755) y Don Quijote se pone de pie, vocifera, estalla espada en mano.

“-No consentiré yo que en mis días y en mi presencia se le haga superchería a tan famoso caballero y a tan atrevido enamorado como Don Gaiferos. ¡Deteneos, mal nacida canalla, no le sigáis ni persigáis; si no, conmigo sois en la batalla!

Y, diciendo y haciendo, desenvainó la espada y de un brinco se puso junto al retablo, y con acelerada y nunca vista furia comenzó a llover cuchilladas sobre la titerera morisma, derribando a unos, descabezando a otros, estropeando a éste, destrozando a aquél, y, entre otros muchos, tiró un altibajo tal, que si Maese Pedro no se abaja, se encoge y agazapa, le cercenara la cabeza con más facilidad que si fuera hecha con masa de mazapán” (p. 755).

También a los gritos Maese Pedro intenta advertirle que “estos que derriba, destroza y mata no son verdaderos moros, sino unas figurillas de pasta” (p. 755), pero en segundos el balance es desastroso: el retablo y los muñecos quedan destrozados por la espada de Don Quijote, el mono escapa por los tejados, los espectadores se asustan y desbandan y el mismo Sancho Panza siente “pavor grandísimo, porque, como él juró después de pasada la borrasca, jamás había visto a su señor con tan desatinada cólera” (p. 755).

Tras su acción heroica, aún en pleno paroxismo, Don Quijote celebra la existencia de la “andante caballería” por el servicio que presta a la humanidad, mientras Maese Pedro es consolado por Sancho Panza: conmovido, promete al titiritero que cuando Don Quijote caiga en la cuenta de que ha cometido “algún agravio”, lo reparará con ventajas (p. 756).

Don Quijote, sin embargo, afirma que no advierte qué puede estar debiéndole a Maese Pedro y ante el reclamo del titiritero, parece recuperar la visión de la realidad y tomar conciencia de lo que ha hecho. Pero cuando escuchamos sus palabras: “Ahora acabo de creer lo que otras muchas veces he creído” (p. 757), vemos que continúa bajo la alteración de su locura y atribuye un nuevo engaño a los malvados encantadores que lo persiguen. “No hacen sino ponerme las figuras como ellas son delante de los ojos, y luego me las mudan y truecan en las que ellos quieren” (p. 757). Inmediatamente después parece aceptar su error:

“Real y verdaderamente os digo, señores que me oís, que a mí me pareció todo lo que aquí ha pasado que pasaba al pie de la letra: que Melisendra era Melisendra, don Gaiferos don Gaiferos, Marsilio Marsilio y Carlomagno Carlomagno. Por eso se me alteró la cólera, y por cumplir con mi profesión de caballero andante quise dar ayuda y favor a los que huían, y con este buen propósito hice lo que habéis visto: si me ha salido al revés, no es culpa mía, sino de los malos que me persiguen; y, con todo esto, de este mi yerro, aunque no ha procedido de malicia, quiero yo mismo condenarme en costas” (p. 757).

Cervantes desorienta intencionadamente al lector: ¿“yerro” o engaño de encantadores?, ¿reconoce su brote de locura, o es ésta su confusa manera de expresar que pagará los daños aunque éstos sean en última instancia responsabilidad de sus perseguidores? Más desconcierta aún Don Quijote cuando llama a lo sucedido “notable desgracia” (p. 758) y a la vez apresura a Maese Pedro a terminar con el acuerdo de paga porque tiene hambre y quiere irse a cenar. De pronto la locura de Don Quijote vuelve a tornarse claramente manifiesta: Maese Pedro ve “que don Quijote izquierdeaba [comenzaba a disparatar] y que volvía a su primer tema” (p. 758) porque Don Quijote expresa que sería una desgracia

“si ya no estuviese Melisendra con su esposo por lo menos en la raya de Francia, porque el caballo en que iban a mí me pareció que antes volaba que corría; y así, no hay por qué venderme a mí el gato por liebre, presentándome aquí a Melisendra desnarigada, estando la otra, si viene a mano, ahora holgándose en Francia con su esposo a pierna tendida” (p. 758).

El remate del capítulo evidencia la maestría composicional de Cervantes: vuelve al motivo del mono adivino con el que abrió la aventura en el cap. XXV. Don Quijote querría saber “con certidumbre que la señora doña Melisendra y el señor don Gaiferos estaban ya en Francia y entre los suyos” (p. 759), pero solo el monito podrá decírselo, por supuesto, cuando regrese. A través de un juego de puntos de vista narrativos, Cervantes limita el acceso al conocimiento de qué le pasa a Don Quijote: la ambigüedad de sus palabras coloca al lector entre la constatación y la duda. Cordura y locura, conciencia e inconsciencia, ubicación en la realidad y pérdida de la realidad, identificación de la convención teatral y su desaparición. El teatro es para Cervantes una manera privilegiada de multiplicar el conflicto de Don Quijote con el espesor ontológico del mundo.

2. En su conferencia “Idea del teatro. Una abreviatura” (1946)3 José Ortega y Gasset se vale del análisis de la aventura de Maese Pedro4 para ilustrar su teoría sobre el teatro5. Sin duda “Idea del Teatro” es la columna vertebral de la contribución de Ortega al pensamiento teatral. Ortega se plantea la base de una Filosofía del Teatro al radicalizar la pregunta ontológica: “¿Qué es la cosa teatro?” (p. 219). Justamente el título de la conferencia, “Idea del teatro”, proviene de la afirmación de que “la noción que nos entrega el ser, la verdad de una cosa, es su Idea” (p. 221). “El Teatro es un edificio” (p. 232), responde inicialmente, y a partir de esa afirmación va desplegando los componentes constitutivos del teatro en tanto ente, acontecimiento del ser. Del concepto material de “edificio” accede a otro más abstracto y sutil en términos teóricos: el de espacio. “El espacio teatral es una dualidad: la sala y la escena” (p. 233), será el siguiente paso, y a partir de allí formulará una teoría de las imágenes teatrales. Para Ortega hay una diferencia radical entre literatura y teatro: “La palabra tiene en el teatro una función constitutiva, pero muy determinada; quiero decir que es secundaria a la ‘representación’ o espectáculo. Teatro es por esencia, presencia y potencia visión –espectáculo- [sic], y en cuanto público somos ante todo espectadores, y la palabra griega théatron, teatro, no significa sino eso: miradouro, mirador” (p. 235). Avanza en la formulación de una teoría del teatro como construcción de imágenes cuyo cuerpo poético determina que “el escenario y el actor son la universal metáfora corporizada, y esto es el Teatro: la metáfora visible” (p. 240). Tal como destaca Tordera, Ortega encontrará en el término fantasmagoría un aliado clave para definir “el ser como en tanto expresión de la irrealidad” (p. 242). Para Ortega “la boca del escenario aspira la realidad del público, la succiona hacia su irrealidad” (p. 147), por eso “nuestra mente tiene también que saber acomodarse” (p. 244), fundar el juego de expectación como convención adquirida. Preocupado por la realidad presente del teatro “en ruina”, en el anejo III a “Idea del teatro” Ortega sugiere una manera de pelear por la preservación del “futuro del teatro”: “Es preciso reconquistar la efectividad de la fantasmagoría” (p. 300), esto es, la capacidad de construcción de irrealidad a través de la metáfora visible por parte del espectador.

El teatro es, entonces, para Ortega y Gasset, “esencial carácter de fantasmagoría, de creación de irrealidad” (p. 249). Vamos al teatro porque necesitamos “descansar (...) de vivir o, lo que es igual, de ‘estar en la realidad’” (p. 254). La condición del hombre en la realidad es “tarea, esfuerzo, seriedad, responsabilidad, fatiga y pesadumbre [por lo que] le es inexcusablemente necesario algún descanso” (p. 254). “El hombre necesita de cuando en cuando evadirse del mundo de la realidad, necesita escapar”, afirma Ortega (p. 255). “Este traerse de su vida real a una vida irreal imaginaria, fantasmagórica, es dis-traerse” (p. 256) y “la forma más perfecta de la evasión al otro mundo son las bellas artes” (p. 257). Varias páginas antes, Ortega había afirmado: “La boca del escenario aspira la realidad del público, la succiona hacia su irrealidad. A veces esta corriente de aire es un vendaval” (p. 247).

Ortega y Gasset basa en estas ideas su interpretación de la aventura del retablo de Maese Pedro y del funcionamiento del acontecimiento teatral en ella. En síntesis, expone dos observaciones principales, que están conectadas en su argumentación:

“En la pobre cocina de la venta castellana sopló aquella noche el vendaval de la fantasmagoría y el mundo imaginario del retablo de Maese Pedro con su poder de succión absorbió el alma ingrávida, inestable de Don Quijote, la hizo pasar de la sala al escenario. Esto quiere decir que Don Quijote ha dejado de ser espectador, público, y se ha transmutado él mismo en personaje de la obra teatral, con lo cual, es decir, al tomarla como realidad, ha destruido su fantasmagoría” (p. 247).

“[Pierre] Janet y otros psicopatólogos franceses poco perspicaces [...], decía[n] de esta locura que consistía en la pérdida del sentido de lo real. Lo cual me parece una perfecta tontería. Es bien claro que la verdad es lo inverso; esas menguas o anomalías mentales revelan una pérdida del sentido de lo irreal. Es como si la broma no se tomase en broma, sino en serio” (p. 248).

Veamos la primera observación. Para Ortega, entonces, Don Quijote fue succionado, absorbido por “el vendaval de la fantasmagoría”. ¿Acaso fue tan intensa, tan potente la representación (en un sentido artístico, por la belleza de los muñecos de pasta, por la pericia del relator y del manipulador, por la sugestión de las luces y los sonidos, por la gradación del relato, tal vez) para convertirse en “vendaval”? El “mundo imaginario” del retablo, con su naturaleza irreal, desequilibró el “alma ingrávida, inestable de Don Quijote”, de manera tal que le hizo perder el límite entre realidad e irrealidad. Según Ortega, Don Quijote dejó de ser espectador y se transformó “él mismo en personaje de la obra teatral”. De esta manera, la pérdida de la conciencia, de la discriminación entre realidad e irrealidad, destruyó la fantasmagoría.

En cuanto a la segunda observación, más someramente: Don Quijote espectador no pierde el “sentido de lo real” sino “el sentido de lo irreal”.

3. Es mucho lo que se puede destacar, y también discutir, de lo propuesto en materia de teoría teatral por Ortega y Gasset en su conferencia “Idea del teatro”. Algunas de sus observaciones son absolutamente vigentes, otras responden a una visión superada por las nuevas teorías. Creemos que es muy valiosa su posición de examen ontológico del teatro. Nos parece además muy acertado valerse de la aventura del retablo de Maese Pedro para pensar el teatro. Pero consideramos que a la luz de las nuevas direcciones de la Filosofía del Teatro (Dubatti, 2007 y 2008), su interpretación del comportamiento de Don Quijote espectador merece ser revisado.

La Filosofía del Teatro define el teatro como un ente complejo que se constituye históricamente en el acontecer; el teatro es algo que pasa, que sucede, es un ente-acontecimiento, es decir, un acontecimiento ontológico producido en la esfera de lo humano pero que la trasciende. Al menos dos definiciones expresan la especificidad del teatro como acontecimiento. La definición lógico-genética del teatro sostiene que se trata de un acontecimiento triádico, constituido internamente por tres sub-acontecimientos relacionados entre sí: el convivio, la poíesis y la expectación. Una segunda definición, la pragmática, lo define como la instauración, a través del acontecimiento, de una zona de experiencia y construcción de subjetividad, determinada necesariamente por la presencia de los tres componentes (convivio, poíesis, expectación). Ambas definiciones reconocen en el acontecimiento teatral la existencia de un espesor ontológico de heterogeneidad, un salto ontológico entre al menos dos niveles del ser en el acontecimiento: la realidad cotidiana (nuestro común mundo compartido) y la realidad de la poíesis.

A la luz de estas teorizaciones, podemos releer el comportamiento de Don Quijote espectador en la aventura del retablo y revisar las observaciones de Ortega y Gasset.

Las dos primeras objeciones planteadas por Don Quijote al muchacho nos permiten afirmar que Don Quijote está atento a la poíesis que genera el acontecimiento y que se comporta como un espectador cabal: observa la construcción artística, el estilo del relato y su posible falla de verosimilitud por la referencia a las campanas en el mundo moro. También posee la capacidad de aceptar reflexivamente la observación de Maese Pedro sobre las convenciones disparatadas de las comedias. En ambos casos demuestra su capacidad de percibir la poíesis en el acontecimiento.

Todo parece indicar que, hasta ese momento, Don Quijote cumple con las exigencias del acontecimiento teatral: expecta, desde una distancia ontológica, el acontecimiento poiético en convivio, y puede realizar predicaciones sobre la poíesis. Sin embargo, cuando estalla y arremete con su espada contra el retablo y los títeres, podemos suponer que ya no percibe la poíesis como tal, sino que ésta ha desaparecido en su percepción. Don Quijote ya no advierte el salto ontológico de la realidad cotidiana a la realidad poiética ni percibe el espesor de heterogeneidad que instala la relación entre ambas realidades. Piensa la segunda como un continuum de la primera. La poíesis ha desaparecido y Don Quijote regresa al nivel convivial de la vida cotidiana: convive con Melisendra, Gaiferos y los moros, a los que atribuye existencia en el tiempo presente, coetáneo. Don Quijote se asemeja en su incapacidad para instalar la distancia ontológica de la expectación a los niños-espectadores o a los espectadores ingenuos, que aún no han adquirido conciencia de la convención y confunden el arte con la vida, la poíesis con la realidad cotidiana.

A diferencia de Ortega y Gasset, preferimos entonces no hablar de “realidad” e “irrealidad” (o “fantasmagoría”) sino de diversidad ontológica entre la realidad cotidiana y la realidad de la poíesis. También a diferencia de Ortega, afirmamos que, en el momento de su brote, Don Quijote ha dejado de ser espectador, no porque se haya transmutado él mismo en personaje de la obra teatral, sino porque ha dejado de percibir –de expectar- el salto ontológico que separa la realidad cotidiana de la realidad poiética. Para Don Quijote en el acontecimiento ya no hay poíesis (mundo paralelo al mundo, sujeto a sus propias reglas, esas mismas reglas que Don Quijote sabe aceptar para la comedia), sino una regresión al nivel ontológico cotidiano por la imposibilidad de percibir el nivel ontológico poiético.

Es importante observar que el brote de locura de Don Quijote en esta aventura es semejante al que padece en muchas aventuras anteriores. Por lo tanto sería un error atribuir su “yerro” a una especificidad del acontecimiento teatral. Así como Don Quijote ve molinos y concibe gigantes, de la misma manera ve títeres y cree que son personas reales. No hace falta apelar al “vendaval de la fantasmagoría” (seguramente el retablo de Maese Pedro y su ayudante debía ser muy tosco en términos artísticos) o al funcionamiento de la teatralidad, sino más bien a la incapacidad de Don Quijote de reconocer el espesor ontológico de la vida cotidiana. Don Quijote no es absorbido por la fantasmagoría teatral –como pretende Ortega- sino que pierde el sentido de la realidad cotidiana y por lo tanto no puede construir el sentido de la realidad poiética.

En suma, no nos parece una “perfecta tontería” lo afirmado por Janet y otros psicopatólogos franceses “poco perspicaces”. Por el contrario, la “pérdida del sentido de lo irreal” (afirmada por Ortega), creemos, es resultado de la “pérdida del sentido de lo real”. Si para la Filosofía del Teatro la expectación teatral instala en el acontecimiento un mirador ontológico, la estabilidad del sentido de lo real cotidiano es indispensable para establecer fricciones, roces, tensiones, rechazos y pérdidas momentáneas con la realidad de la poíesis. He aquí uno de los placeres y compensaciones más potentes del teatro (especialmente en nuestros días): el reencuentro con la realidad cotidiana a través de su fricción, de su diferencia y tensión ontológica con la poíesis.

En conclusión, el comportamiento de Don Quijote en el teatro lo señala como un anti-espectador. La inestabilidad mental de Don Quijote (su imposibilidad de reconocer la realidad cotidiana) le impiden poner en ejercicio la actividad ontológica de la expectación de los entes poiéticos, ya que ésta consiste en la permanente discriminación de los niveles del acontecimiento ontológico. Don Quijote no reconoce la poíesis teatral, en consecuencia no puede expectar. Don Quijote no reconoce la realidad en la realidad cotidiana, por lo tanto menos aún puede reconocer la “irrealidad” (retomando el término de Ortega) de la poíesis en su fricción-tensión ontológica con la realidad cotidiana. El retablo de Maese Pedro reduplica la carencia de Don Quijote: debería aprender primero a reconocer la realidad en la realidad cotidiana, y luego a reconocer la “irrealidad” en la realidad cotidiana. Si no reconoce la realidad específica de la poíesis (ya señalada fundacionalmente por Aristóteles en su Poética, en el 334 a.C.), Don Quijote es condenado por su desequilibrio a ser el espectador imposible.

B) La "derrota" de Averroes (Borges, El Aleph): otras formas del espectador imposible. Experiencia y teoría del teatro

Más allá de la multiplicidad de interpretaciones que ha generado y generará, el cuento "La busca de Averroes" de Jorge Luis Borges6, como señala Ilan Stavans (1988), habla de teatro. El protagonista de la historia es Averroes (1126-1198), filósofo andalusí medieval que, cuando intenta comentar la Poética de Aristóteles, descubre que no sabe a qué refieren las palabras tragedia y comedia. Averroes -dice el narrador- ya había encontrado estas "palabras dudosas" (p. 95) años atrás en el libro tercero de la Retórica. Ya entonces sus iniciativas para descifrarlas habían sido en vano, porque "nadie, en el ámbito del Islam, barruntaba lo que querían decir" (p. 95).

En su segunda parte metatextual7, el cuento declara que el objetivo de su escritura ha sido "narrar el proceso de una derrota" (p. 103). Se ha leído esa "derrota" de diversas maneras. Pero en tanto el cuento se refiere al teatro, la "derrota" puede ser resignificada desde la problemática teatral. Para nuestra lectura, se trata de la derrota de quien pretende (o pretenda) comprender el teatro sin haber participado de la experiencia teatral. Borges coincidiría así con uno de los supuestos de la Filosofía del Teatro: en tanto acontecimiento ontológico, el teatro provee un orden de experiencia singular, cuyos saberes son específicos (“el teatro teatra”), y sólo son accesibles desde la praxis teatral en el acontecimiento. Recuérdese nuestra apropiación del principio ab esse ad posse en Filosofía del Teatro II (2010): del ser (del acontecimiento teatral) al poder ser (de la teoría teatral) vale, y no al revés. Para Borges, Averroes no puede comprender qué son la tragedia y la comedia a través de las explicaciones de Aristóteles en la Poética sencillamente porque no ha tomado contacto con el ser del teatro en el acontecimiento y carece de los saberes de la experiencia teatral. Esos saberes no pueden ser transmitidos más que teatralmente.

Mucho se ha escrito sobre este cuento magistral (véanse en la Bibliografía los destacables trabajos del mencionado Stavans, junto a los de Abadi, Alazraki, Balderston, Dapia, Soriano, Waisman). Mucho podría además aportarse desde una lectura teatrológica del cuento8. En esta ocasión nos proponemos dos metas: analizar la presencia del teatro en el texto del cuento; caracterizar la "derrota" de Averroes en tanto derrota teatral y, en consecuencia, explicitar brevemente las principales ideas sobre el teatro que se desprenden de la derrota teatral de Averroes.

1. La primera referencia al teatro que hallamos en el cuento corresponde a la Poética de Aristóteles. Es sabido que Aristóteles no utiliza el término "teatro", pero al referirse en particular a la tragedia y la comedia, y al diferenciar la naturaleza y las especies de la poesía, por extensión caracteriza el objeto, el medio y el modo de la poíesis teatral (para la distinción de estos conceptos, véase especialmente Poética, 2004, caps. I, II y III, y los comentarios de Sinnott, especialmente en 3-4). Que Averroes no comprende qué es el teatro ni cómo trabaja un actor se hacen evidente cuando escribe en su comentario que "admirables tragedias y comedias abundan en las páginas del Corán y en las mohalacas del santuario" (1971: 103). Tanto el Corán como las mohalacas son literatura, texto sagrado del Islam y poemas preislámicos9.

Podemos suponer que el Averroes de Borges ha leído completo el tratado aristotélico. Si bien dice que las palabras tragedia y comedia "la víspera (...) lo habían detenido en el principio de la Poética" (p. 95), luego afirma haber comprobado que "esas dos palabras pululaban el texto de la Poética" (p. 95)10. Se detuvo "en el principio", pero luego avanzó sobre el texto, o antes ya lo había leído. “La víspera", el día anterior. Ratifica que ha realizado la lectura completa de la Poética el hecho de que Averroes, tras la visita a Farach, ingresa a la biblioteca y, sin releer el texto aristotélico, escribe su comentario sobre "el sentido de las dos palabras oscuras" (p. 103). ¿Se atrevería a aventurar el sentido de estas palabras sin haber agotado la ayuda que podría brindarle Aristóteles en otros párrafos de la Poética? ¿Cómo no buscar ayuda en el texto mismo y no leerlo completo? Si realizase el comentario sin haber leído íntegro el tratado, Borges estaría sugiriendo que Averroes es temerario y poco riguroso en su exégesis. Si por el contrario lo ha leído completo, Borges sugiere que, a pesar de la exposición del tratado de Aristóteles, Averroes no ha logrado comprender qué son tragedia y comedia. ¿Una crítica a Averroes? No está en la intencionalidad del relato. ¿Una crítica a Aristóteles? ¿Acaso el griego no explica suficientemente bien qué es el teatro como para lograr transmitir su singularidad? Creemos que esta segunda hipótesis es más sustentable11.

El segundo contacto de Averroes con el teatro puede hallarse en la visión de los niños que juegan en la calle:

"De esa estudiosa distracción lo distrajo una suerte de melodía. Miró por el balcón enrejado; abajo, en el estrecho patio de tierra, jugaban unos chicos semidesnudos. Uno, de pie en los hombros de otro, hacía notoriamente de almuédano; bien cerrados los ojos, salmodiaba No hay otro dios que el Dios. El que lo sostenía, inmóvil, hacía de alminar; otro, abyecto en el polvo y arrodillado, de congregación de los fieles. El juego duró poco; todos querían ser el almuédano, nadie la congregación o la torre. Averroes los oyó disputar en dialecto grosero" (p. 95).

Pocas líneas antes, el narrador afirma que Averroes "se dijo (sin demasiada fe) que suele estar muy cerca lo que buscamos" (p. 95). Y es cierto: de alguna manera indirecta, lo que busca Averroes está a pocos metros de su ventana. Pero Averroes no sabe verlo. Además, decimos de "una manera indirecta" porque Averroes atestigua una escena de teatralidad no-poiética, es decir, de teatralidad “anterior” al teatro. Y lo es en doble grado: primero, porque se trata de la teatralidad no-poiética del juego, que sin ser teatro comparte con la teatralidad poiética el procedimiento de la representación o mímesis; en segundo grado, porque el juego tematiza la teatralidad no-poiética de la liturgia (los chicos representan la acción de un almuédano desde una torre frente a la congregación de fieles). Lo que ve Averroes no es teatro aún, pero se le acerca y semeja por género próximo a través del artificio de la representación mimética. ¿No es teatro aún? No, porque no hay en los niños la voluntad de producir poíesis o cuerpo poético. No es teatro aún, además, porque técnicamente no hay expectación: los tres niños actúan, ninguno de ellos contempla la escena, y a la vez los tres ignoran la mirada de Averroes, en consecuencia, no hay compañía, los muchachos no hacen de Averroes un compañero en el acontecimiento ni hay división del trabajo con el espectador. Es decir: ni Averroes asiste como testigo a un acontecimiento teatral completo (en el que conviven niños actores produciendo poíesis con el o los niños espectadores que observan), ni tampoco hay quien lo invite a Averroes a ser espectador de una representación teatral. Pero lo más importante -diría implícitamente Borges- es que tampoco habría en la mirada de Averroes la condición sine qua non del teatro: la conciencia posible de salto ontológico-poiético. Averroes no puede ser espectador teatral porque no están haciendo teatro para compartirlo con él, y porque carece todavía de los saberes del espectador teatral. Averroes es doblemente -retomando la expresión utilizada en nuestro análisis del Quijote- un espectador imposible12.

La tercera referencia al teatro proviene de las palabras del viajero Abulcásim Al-Asharí: cuenta en la cena en casa de Farach que en Sin Kalán (Cantón), China, visitó un teatro y asistió a una "función" teatral.

"Una tarde, los mercaderes musulmanes de Sin Kalán me condujeron a una casa de madera pintada, en la que vivían muchas personas. No se puede contar cómo era esa casa, que más bien era un solo cuarto, con filas de alacenas o de balcones, unas encima de otras. En esas cavidades había gente que comía y bebía; y asimismo en el suelo, y asimismo en una terraza. Las personas de esa terraza tocaban el tambor y el laúd, salvo unas quince o veinte (con máscaras de color carmesí) que rezaban, cantaban y dialogaban. Padecían prisiones, y nadie veía la cárcel; cabalgaban, pero no se percibía el caballo; combatían, pero la espada era de caña; morían y después estaban de pie" (p. 99).

Lejos de comprender que se trata de una representación teatral, Farach piensa que se trata de "actos de los locos" (p. 99), pero Abulcásim lo corrige: "No estaban locos (...) Estaban figurando, me dijo un mercader, una historia" (p. 99). El narrador afirma: "Nadie comprendió, nadie pareció querer comprender" (p. 99). Abulcásim, "confuso", insiste:

"Imaginemos que alguien muestra una historia en vez de referirla. Sea esa historia la de los durmientes de Éfeso. Los vemos retirarse a la caverna, los vemos orar y dormir, los vemos dormir con los ojos abiertos, los vemos crecer mientras duermen, los vemos despertar a la vuelta de trescientos nueve años, los vemos entregar al vendedor una antigua moneda, los vemos despertar en el paraíso, los vemos despertar con el perro. Algo así nos mostraron aquella tarde las personas de la terraza.

-¿Hablaban esas personas? -interrogó Farach.

-Por supuesto que hablaban -dijo Abulcásim, convertido en apologista de una función que apenas recordaba y que lo había fastidiado bastante-. ¡Hablaban y cantaban y peroraban!

-En tal caso -dijo Farach- no se requerían veinte personas. Un solo hablista puede referir cualquier cosa, por compleja que sea.

Todos aprobaron ese dictamen" (p. 100).

Nuevamente Averroes está cerca de lo que busca, pero no lo sabe ver, o mejor, no lo puede re-conocer, porque nunca ha vivido la experiencia del acontecimiento teatral13. Como dice Abulcásim: "no se puede contar cómo era esa casa" (la sala teatral), es decir, se trata de una experiencia en sí misma difícil de transmitir, pero lo es más aun cuando quienes escuchan su relato no han estado nunca en un teatro ni han participado en un acontecimiento teatral. Abulcásim distingue el comportamiento de los que están "en la terraza" (los artistas, sobre el escenario) y enuncia a su manera el principio de presencia/ausencia con el que trabaja la poíesis teatral14. Explica el procedimiento de la representación teatral, la escena: figurar-mostrar una historia corporalmente (física y físicoverbalmente), en lugar de referirla. Pero finalmente Farach obtura la comprensión del procedimiento de la escena con la referencia a un "hablista". ¿Para qué figurar-mostrar una historia, si todo puede ser contado por un solo hombre? ¿Por qué recurrir a la escena, si se puede referir-resumir esa historia en vez de actuarla? Farach -con la anuencia de todos- objeta, en los términos aristotélicos de la Poética, el principio del teatro en favor del principio de la épica. En lugar de comprender el teatro, lo cuestiona reclamándole lo que el teatro no quiere dar15. Sustituye la comprensión de un objeto (el teatro) por la exaltación de otro (la épica, el relato). En suma, la asistencia de Abulcásim a una función teatral, y su transmisión del saber adquirido a través del relato de su experiencia teatral, tampoco le sirven a Averroes para comprender el teatro. Recibir el testimonio de un espectador no equivale a ser espectador ni a intervenir en la zona de experiencia teatral. Porque, como señalamos en Filosofía del Teatro I, la experiencia teatral es intransferible.

2. Tras esos tres contactos indirectos con el teatro (mediados por el tratado de Aristóteles, por la teatralidad no-poiética del juego y de la liturgia, por el relato de la experiencia de Abulcásim en una función teatral), Averroes es derrotado en su posibilidad de comprender el teatro, y en consecuencia, en su posibilidad de comprender qué significan en particular tragedia y comedia. Prueba definitiva de su derrota está en lo que Averroes escribe a su regreso de la cena en casa de Farach: "Aristú (Aristóteles) denomina tragedia a los panegíricos y comedias a las sátiras y anatemas". Retomando la distinción de Aristóteles de objeto, medio y modo de las especies de la poíesis (caps. I, II y III de la Poética), Averroes se centra en el objeto (tema del cap. II de la Poética) y realiza una caracterización errónea, pero no incluye en su comentario observaciones sobre el medio y el modo de la expresión teatral. Borges sintetiza: la derrota de Averroes consiste en "querer imaginar lo que es un drama sin haber sospechado lo que es un teatro". Y esto hace a Averroes "absurdo" (p. 104). "Un teatro": es evidente que Borges se refiere al espacio teatral, sin duda porque la peculiaridad de ese espacio es elocuente para una intuición de la dinámica teatral. Además, Borges sabe que "teatro" es, etimológicamente, el "lugar para ver", el "mirador", el espacio. No le han servido a Averroes ni la explicación de Aristóteles, ni la visión de la representación en el juego, ni el relato de una visita al teatro. La derrota de Averroes consiste en que no puede comprender el teatro sin la experiencia de su acontecimiento. Podemos reconocer al menos tres razones de la derrota teatral de Averroes:

a) la falta de experiencia teatral. Tragedia y comedia no se pueden entender por explicación aristotélica: carecemos de experiencia de aquellos acontecimiento teatrales, y por lo tanto no podemos tener de ellos una ajustada conceptualización16.

b) la falta de conceptualización que impide volver a reconocer la experiencia, en tanto la producción de poíesis teatral y la expectación implican actividad conciente (Tatarkiewicz). Si no se ha tenido una primera experiencia y, en consecuencia, no se ha podido conceptualizarla, tampoco se podrá reconocer el teatro en posteriores acontecimientos.

c) el reclamo a la experiencia teatral de lo que no brinda en sí misma. No se le puede pedir a la experiencia teatral -como hace Farach, y todos aprueban- lo que ésta no hace. Reemplazar la figuración-mostración de una historia por su referencia verbal, es desplazar la riqueza y singularidad del teatro por la épica (o el relato). En el mejor de los casos, ésta última también constituye una forma de teatro (teatro del relato, teatro épico), pero Farach y sus comensales no advierten que de esa manera están ignorando el modo central de expresión teatral: la escena.

Creemos que a través de "la derrota de Averroes" Borges reconoce implícitamente que el teatro constituye una zona de experiencia y se constituye en ella. Reconoce que esa experiencia encierra saberes específicos, que se desprenden (y adquieren) de la intervención en dicha zona. En consecuencia, pensar el teatro es pensar lo que sucede en la experiencia del acontecimiento teatral. Pensar el teatrar. No se puede acceder al conocimiento ni a la conceptualización del teatro sino a través de la experiencia. Averroes no puede entender el teatro con sus saberes anteriores al teatro. El teatro es, entonces, un saber de la praxis teatral.

A diferencia de la traducción (y más aún de la "traducción de una traducción" con la que trabaja Averroes, que desconoce el siríaco y el griego, pp. 94-95), la experiencia teatral no admite intermediación sino directa incidencia en el convivio.

No se puede reconocer el teatro si, luego de la experiencia, no se formula teóricamente la idea (Ortega y Gasset, 2008) o forma del teatro, a través de una distancia crítica de reconocimiento ontológico. Pero no hay manera de construir un diseño teórico sin haber atravesado el campo de experiencia: ab esse ad posse...

Tampoco se reconoce el teatro si, por ceguera ontológica o falta de colaboración (compañía, disponibilidad, amigabilidad), se niega su especificidad y se le pide que haga lo que no puede hacer o lo que no es.

Borges muestra en la errónea conclusión de Averroes, en su "derrota", un desfasaje entre el ser de la cosa (tragedia, comedia) y su interpretación-conceptualización. Desfasaje entre el mundo y el pensamiento sobre el mundo. Esto implica por parte de Borges el reconocimiento de un estatus objetivo en el ser de las cosas. Hay conocimiento de las cosas, no sólo invención. Y ese conocimiento (como ha señalado Alazraki, 1974: 118-120) es re-conocimiento: la “causalidad” borgeana se sostiene en la idea de que comprender la cosa es tener en cuenta todo lo sucedido antes (siglos y siglos) en torno de esa cosa. Cuando Averroes des-conoce la cosa teatro, des-conoce una causalidad de siglos.

Para concluir sinteticemos que Averroes no puede pensar el teatro porque:

- no ha intervenido en la experiencia del acontecimiento;

- no sabe lo que el teatro sabe, cómo el teatro teatra;

- recurre a intermediarios, cuando debería recurrir directamente a la experiencia;

- si no ha pensado la experiencia, no posee la idea o forma del teatro, que le permita volver a reconocer la experiencia;

- le pide al teatro lo que no es.

¿Y acaso nosotros, usted lector y yo, no somos también, como Averroes, espectadores imposibles del teatro del pasado? La historia del teatro es la historia del teatro perdido. Sin duda se conserva una memoria del teatro -a través de textos, objetos, testimonios...-, pero no pueden conservarse sus acontecimientos vivientes ni sus zonas de experiencia.


Bibliografía

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Notas

1 Todas las citas de la novela se harán por la edición del IV Centenario (Cervantes, 2004).
2 ¿Cervantes no aprovecha estas palabras de Maese Pedro para enmascarar el resentimiento que parece sentir a causa de su limitada proyección como dramaturgo?
3 Incluido en La idea del teatro y otros escritos sobre teatro de José Ortega y Gasset (2008), con recopilación, estudio preliminar y edición crítica de Antonio Tordera (Universidad de Valencia). Tordera ha rastreado en la totalidad de la producción de Ortega (ediciones, manuscritos y páginas inéditas) aquellos textos del filósofo español centralmente dedicados al teatro. El volumen recoge ocho artículos breves: “El poeta del misterio” (1904), “Divagación sobre El barbero de Sevilla” (c.1904), “Notas de Berlín. Función de gala en Berlín” (1905), “Shylock” (1910), “Meditación del marco” (1921), “Elogio del Murciélago” (1921), “La estrangulación de Don Juan” (1935), “O Século” (1946) y la extensa conferencia mencionada, más sus tres anejos (2008, pp. 215-300). Citamos por esta edición. Los subrayados en las citas de Ortega corresponden al autor.
4 También comenta esta aventura, aunque con otros objetivos, en su Meditaciones del Quijote (2004, pp. 808-809).
5 Para un desarrollo pormenorizado sobre las ideas de Ortega y Gasset en torno del teatro, véase el estudio preliminar de Antonio Tordera a La idea del teatro y otros escritos sobre teatro, pp. 90-135.
6 Todas las citas de "La busca de Averroes" remiten a la edición de El Aleph de Alianza Emecé, 1971: 93-104.
7 A su manera, Borges retoma el procedimiento ancestral del cuento didáctico (a lo Don Juan Manuel) y tras referir el cuento regresa al marco desde el que fue enunciado para explicitar su intencionalidad.
8 Ya lo hemos analizado desde otra perspectiva en Filosofía del Teatro I (2007: 37-39): a partir de la figura del "hablista" pusimos el acento en la idea del narrador oral como actor, en la narración oral como teatro del relato y en el origen teatral de la literatura (siguiendo a Eduardo Sinnott, 1978, y a Florence Dupont, 1994).
9 Mohalaca es la castellanización del término mu'allaqat. En el cuento Borges hizo antes referencia a las mohalacas cuando se discute en casa de Farach.
10 Es decir, abundaban, proliferaban en el texto de Aristóteles.
11 Borges coincidiría, entre otros, con Florence Dupont (Aristote ou le vampire du théâtre occidental, 2007).
12 ¿Y si remotamente suponemos que los chicos estuviesen ensayando la escena de un misterio o alguna forma de teatro desprendido de la liturgia, a la manera de las expresiones de la escena medieval? No lo creemos: el narrador dice (tal vez asumiendo el punto de vista de Averroes) que los niños "jugaban".
13 Averroes vive en el siglo XII en Córdoba, en el Al-Ándalus, territorio de la Península Ibérica bajo el poder de los musulmanes entre el siglo VIII y el XV. Borges parece retomar una antigua afirmación de la historia del teatro europeo: la Edad Media, especialmente en España, es el período en el que se ha interrumpido la tradición teatral, que regresa con fuerza en el Renacimiento. Desde hace varias décadas, a partir de una ampliación del concepto de teatro, esta idea está siendo revisada (ver los diversos capítulos al respecto en Javier Huerta Calvo, dir., Historia del teatro español, tomo I, 2004: 35-235).
14 Tema que desarrollamos centralmente en Filosofía del Teatro III.
15 Según nuestra argumentación en Filosofía del Teatro I, la épica in vivo, en convivio, sería una forma del teatro, podemos llamarla teatro del relato o teatro épico. La literatura nace oral bajo la forma del teatro. Pero Farach no argumenta como nosotros: según su visión, el “hablista” (el poeta oral, rapsoda, aedo) se opone genéricamente al principio del actor teatral (quien representa, “figura” las acciones miméticamente con su cuerpo).
16 Al espectador actual le pasa exactamente lo mismo que a Averroes: ¿quién puede asegurar cómo eran las representaciones de la tragedia clásica y la comedia clásica? ¿Acaso la lectura de Aristóteles nos permite reconstruir, o al menos construir cabalmente aquella experiencia perdida?

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