Una poética del teatro de situaciones | Centro Cultural de la Cooperación

Una poética del teatro de situaciones

Autor/es: Gabriela Fernández

Sección: Palos y Piedras

Edición: 1


Si nos preguntáramos, como punto de partida, cuál es el componente esencial del teatro sartreano, podríamos arriesgar una respuesta inequívoca: la libertad. Excediendo ampliamente la frontera de la escena, esta condición humana inalienable deja también al hombre sin posibilidad de elección. No puede optar por no ejercerla: necesariamente cada uno de sus pasos es producto de su ejercicio y está implicada en una práctica vital que no puede eludirla.

No en vano Michel Contat y Michel Ribalkai traen a colación la categoría de ensayo para referirse al teatro de Sartre: el objetivo filosófico político se instala como variable de privilegio, más allá de una pretensión de renovación escénica o de montaje espectacular. El texto pasa así a convertirse en sostén favorecido de la circulación de ideas, el libro, soporte tradicional y revalorizado, propone coordenadas de abordaje en las que la lectura, como actividad solitaria y ejercicio hermenéutico, vuelve a cobrar una dimensión trascendente.

Un segundo paso para el análisis del teatro de situaciones es la vuelta al concepto de lo trágico, cuyos modelos son Esquilo, Sófocles, Corneille. Para la mirada sartreana no es la fatalidad lo que rige un destino ineludible, o, en otros términos, no es esa fatalidad sino otra cara de la libertad. Recordemos las palabras de Eric Bentley “la tragedia impone lo que tal vez sea la más directa, total y sincera identificación con la culpa que el arte pueda ofrecer (…) El héroe trágico es culpable. La culpa es su raison d’être” (1982: 242). Pero esa culpa no es producto de un sino ingobernable, sino el fruto de una elección.

También hay para Sartre una muerte de la tragedia que, a la manera nietszcheana, se inaugura con Eurípides. Su punto de inflexión es la indagación en los caracteres, la profundización en lo tradicionalmente denominado “la psicología de los personajes”, en el conflicto interior que cercena las posibilidades dramáticas estableciendo resoluciones previsibles. Para Sartre la alternativa (estética e ideológicamente viable) es la prevalencia de la situación. “Solo hay grandeza en la caída cuando es producto de las propias faltas” (1979:15), expone el dramaturgo francés. Esas faltas que el personaje trágico ha cometido en el ejercicio de su libertad. La situación es entonces la que brinda su potencial dramático: el momento de la elección, que nunca es inconsciente y siempre es deliberada, ese instante a veces ínfimo que “compromete una moral y toda una vida” (1979: 15). Si la tragedia – volviendo a Bentley- nos enfrenta con la muerte al recordarnos que estamos frente a ella en medio de la vida, la situación dramática por excelencia es aquella en la que la alternativa no ofrece posibilidad de redención. Aquella que, lejos de encararnos con nuestras incontables muertes cotidianas, nos presenta una instancia que es definitiva e inapelable: la situación límite como materia del drama.

El teatro enfrenta al hombre en el momento supremo de la elección, donde se juegan su destino y su vida misma y esta “libre empresa” que se desarrolla en el escenario propone un peculiar modo de identificación del espectador. ¿Cuál es el receptor ideal del teatro sartreano? Más allá de las variables políticas y de clase, de sus definiciones de lo que debe ser un teatro popular, el receptor debe ser una pura mirada, ajeno del todo, en su posibilidad de intervención y de contacto, al mundo cerrado de la escena. El universo de ficción debe hablarle de su propia realidad, pero ofrecida como un devenir en el que no puede tener ingerencia. La otredad del personaje no brinda más alternativa que ceder ante la impotencia de no poder inmiscuirse: la oportunidad de mirar, pero no de ser mirado, de ser ignorado como presencia devolviendo al teatro cierta ritualidad perdida y olvidada. En palabras de Sartre,

El puede mirar pero jamás será mirado y se puede considerar que los tres golpes que se dan luego de esta especie de ceremonia inicial que consiste en tomar asiento en la sala representan en sí una ceremonia mágica de despersonalización: el espectador pierde su yo (…). En consecuencia el origen del teatro, el sentido mismo del teatro, es, a mi parecer, presentar el mundo humano con una distancia absoluta, una distancia infranqueable, la distancia que me separa del escenario (…) (1979: 20-22).

No cabe para el espectador otro lugar que el de contemplador, desde el cual presencia el acto, concepto que nuevamente nos acerca al teatro de situaciones. Solo a través de sus actos captamos a los personajes, sin emprender planteos psicologistas ni arriesgar interpretaciones. Vemos así una voluntad humana libre que, en virtud de su albedrío, persigue fines y afronta consecuencias.

El conflicto de derechos que debe mostrarse en la escena tiene en la palabra una herramienta privilegiada y eficaz. Sartre ha abundado sobre el tema, no solo en sus reflexiones sobre el teatro. Así, en Situations II (1982), trabaja, en relación con el compromiso literario, el carácter a la vez fundante y liberador del lenguaje: palabra-instrumento, palabra-arma-cargada con la propiedad de desnudar lo real y hacer que pierda su inocencia en el acto iniciático de ser nombrado y de nombrar. Esa palabra que revela no es meramente la materia del escritor sino también el espacio vital donde está situado, la prolongación de sus sentidos. Tal vez no fuera osado ir un paso más allá: Sartre habla de un cuerpo verbal que rodea al escritor. El cuerpo es palabra, en tanto ésta se despliega desde dentro, desde una interioridad de la que es constitutiva y no simple accesorio o pura contingencia. Hablar es actuar y ese particular modo de acción es también el que encontramos en el teatro de Sartre. Un lenguaje elíptico, complementario del gesto, regido por el principio del compromiso y de la necesidad.

En un devenir de ideas que se implican mutuamente, la poética teatral sartreana rechaza de manera explícita los rótulos simplificadores. No se trata de teatro de tesis ni de teatro filosófico, no se trata de ilustrar una filosofía ni de comulgar con un credo particular. Tampoco la noción de “naturaleza humana” parece ser adecuada para categorizar el teatro que propone, ni el reconocimiento del hombre como ser social, inmerso en un contexto que condiciona y constriñe. El héroe sartreano parece ser irremediablemente un solitario, una suerte de extranjero que penosamente transporta un pesado bagaje consigo. Pero en realidad no lo es: su elección lo posiciona comprometidamente con los demás. La idea de que cada opción no es en verdad una simple decisión individual nutre la entidad de los personajes. El hombre elige poniendo en juego su subjetividad, pero lo hace por todos los hombres y para todos los hombres, sin poder evitarlo. No más tipos, sino seres individuales que desde el ejercicio de su libertad nos hablan de la humanidad entera. Y el hecho de presentar esa condición humana en sus preocupaciones, dolores e inquietudes nos sitúa en una perspectiva que para Sartre es el auténtico realismo de un teatro que se dirija a las masas, que les brinde una imagen certera del hombre contemporáneo ocupado en resolver su problemática más acuciante. La propuesta es absolutamente clara: presentar austeramente un teatro de mitos. ¿Significa esto un retorno a los orígenes? En cierto sentido sí. Sartre denomina mitos a los grandes temas que la humanidad ha mantenido como constantes a la largo de su historia: el amor, la muerte, el exilio, son sus ejemplos. Lo mítico es, en este contexto, aquello que, siendo particular, puede paradigmáticamente ilustrar la situación de todos los hombres. Los grandes mitos son las situaciones paroxísticas, en las que se juegan los destinos y las vidas se comprometen, y es también aquí donde Sartre recurre al ejemplo de la tragedia, cuyo punto de partida es el momento en que comienza a gestarse la catástrofe. Los mitos, por otra parte, preservan la distancia peculiar que es condición sine qua non para la representación teatral, alimentando el carácter ritual del teatro, esa perdida impronta ceremonial que debe ser recuperada:

Para nosotros una pieza no debería parecer jamás demasiado familiar. Su grandeza está vinculada a sus funciones sociales y en cierto sentido religiosas: debe continuar siendo un rito, aun cuando hable a los espectadores de ellos mismos debe hacerlo en un tono y en un estilo que, lejos de hacer nacer la familiaridad, venga a aumentar la distancia entre la obra y el público (Sartre, 1979: 48).

En su propuesta de un teatro de mitos, Sartre se pronuncia decididamente contra un teatro de símbolos, en contra de todo subterfugio o circunloquio que impida presentar la realidad en forma directa. Pero resulta interesante, en este sentido, releer las palabras de Maeterlinck refiriéndose a lo que denomina “la tragedia cotidiana”:

Hay en la vida cotidiana algo de trágico, mucho más real, mucho más profundo y mucho más con­forme con nuestro ser verdadero que lo trágico de las grandes aventuras. Es fácil de sentir, pero difícil de mostrar, porque esa tragedia esencial no es sim­plemente material o psicológica. Ya no se trata aquí de la lucha determinada de un ser contra un ser, de la lucha de un deseo contra otro deseo o del eterno combate de la pasión y del deber. Se trataría más bien de hacer ver lo que hay de sorprendente en el solo hecho de vivir. Se trataría más bien de hacer ver la existencia de un alma en sí misma, en medio de una inmensidad que no está siempre inactiva. Se trataría más bien de hacer comprender, por encima de los diálogos ordinarios de la razón y de los senti­mientos, el diálogo más solemne y no interrumpido, el del ser y de su destino. Se trataría más bien de ha­cernos seguir los pasos vacilantes y dolorosos de un ser que se acerca o se aleja de su verdad, de su belleza o de su Dios (1985: 175).

Ese diálogo del ser y de su destino, ese acercamiento o alejamiento de la verdad o la belleza nos recuerdan el momento de la opción, que con justicia puede ser considerada como lo “sorprendente en el solo hecho de vivir”. En la poética sartreana, la libertad no puede ser un estallido epifánico: debe ser una respuesta concreta ante determinadas situaciones. A partir de una elección -muchas veces sencilla, tal vez aparentemente trivial- el dramaturgo debe construir el personaje, dotarlo de la densidad necesaria para el desarrollo de la acción.

Las reflexiones de Sartre apuntan también a delinear el espectador de su teatro. La construcción de un teatro popular es una meta irrenunciable, en franca oposición al teatro burgués. Esta empresa se ve en principio obstaculizada por una comprobación: la burguesía se ha adueñado del teatro, es algo que le pertenece y que la identifica. Por tanto, un teatro de difusión masiva debe operar un cambio significativo en varias direcciones: un público popular debe encontrar problemáticas afines a su realidad, conflictos humanos que lo afecten y descubrir en la escena el poder desmitificador de la acción dramática. Brecht es en este sentido el dramaturgo que Sartre rescata, en tanto su concepción del teatro popular no está desligada del concepto de teatro político, ni puede pensarse separadamente de ella. Los franceses han sabido apropiarse de su producción dramática, siendo para la mirada sartreana el portador de “una ideología colectiva, un método y una fe” (1979 61). Y Sartre lo posiciona a partir de un personal concepto de lo clásico:

Sí, para Brecht, como para Sófocles, como para Racine, la verdad existe. El hombre de teatro no tiene que decirla, sino que mostrarla, y esta empresa orgullosa de mostrar los hombres a los hombres, sin recurrir a los sortilegios dudosos del sexo y del terror, es sin lugar a dudas lo que llamamos clasicismo. Brecht es clásico por su preocupación por la unidad (1979: 62).

Sartre como Brecht proponen una visión del hombre donde no hay héroes o mártires: tal es una de sus numerosas coincidencias. Víctima y victimario, a la vez, cómplice de lo más atroz, el proceso de identificación, lejos de darse, preserva la distancia absoluta que el espectador debe conservar. La función catártica del teatro vuelve a instalarse, para recordarnos que la única salvación es colectiva y que la toma de conciencia es una necesidad impostergable.

En el cuadro quinto de Las manos sucias, el personaje de Hoederer revela una certera clave de lectura: “Yo tengo las manos sucias. Hasta los codos. Las he metido en excremento y sangre (…) ¿Te imaginas que se puede gobernar inocentemente?” (1987: 87). La respuesta negativa no se hace esperar. Pero tampoco se puede vivir inocentemente y menos aún escribir inocentemente. En la visión sartreana el dramaturgo ha optado, como todo hombre. Y su escritura, ese uso deliberado de la palabra signo, de la palabra instrumento, lo sitúa en una relación de compromiso y libertad. En un juego polifónico la dramaturgia de Sartre nos propone no una, sino varias voces, todas ellas sostenidas en la búsqueda de una verdad que justifique la elección.

Bibliografía citada

Bentley, Eric (1982) La vida del drama, Barcelona, Paidós.

Maeterlinck, Mauricio (1985) “La tragedia cotidiana” en La inteligencia de las flores, Buenos Aires, Hyspamérica, pp. 175-183.

Sartre, Jean Paul (1979) Un teatro de situaciones, Buenos Aires, Losada.

-------------------- (1982) ¿Qué es la literatura? Situations II, Buenos Aires, Losada


i En el prólogo a Sartre, Jean Paul (1979) Un teatro de situaciones, Buenos Aires, Losada.

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