Pizarrones del futuro: una mirada histórica con perspectiva a los debates actuales | Centro Cultural de la Cooperación

Pizarrones del futuro: una mirada histórica con perspectiva a los debates actuales

Autor/es: Pablo Perel, Eduardo Raíces, Martín Perel

Sección: Investigaciones

Edición: 1

Español:

Trata sobre la universidad pública, periodo 1973/83, entre los proyectos emancipatorios y la represión de los claustros. El caso de la Facultad de Derecho de la UBA. Se consideran rupturas y continuidades respecto a las experiencias de aquella década, ante la persistente crisis de la educación superior pública.


Creemos que la expresión de Osvaldo Bayer con que cierra el prólogo de nuestro libro Universidad y dictadura. Derecho, entre la liberación y el orden (1973 /83), citada en el título de este escrito, contribuye metafóricamente a ubicar las coordenadas de un debate necesario sobre las rupturas y continuidades de los últimos treinta años en la educación superior argentina. Porque, si bien se tiende a situar correctamente a la dictadura cívico-militar iniciada en 1976 como una etapa de transformaciones sociales profundas, a menudo se circunscriben sus gravosos efectos a esos años, sin abordar los desencadenantes previos ni las consecuencias posteriores.

Es por eso que en nuestra investigación pretendimos sintetizar los trazos fundamentales de los cambios impuestos en la educación superior pública por el terrorismo de estado, a la vez que presentar algunas reflexiones sobre la coyuntura actual, inevitablemente marcadas por lo acontecido en aquel entonces.

Son numerosos los factores que enmarcan la politización militante de las universidades, en sintonía con otros ámbitos que se vieron influenciados por la emergencia de nuevas ideas y experiencias emancipatorias. El ejemplo de las luchas por la descolonización en Asia y en el continente africano, la decisiva Revolución Cubana, posteriomente el mayo francés, junto a hechos como la manifestación –y posterior matanza- en la plaza de Tlatelolco en México, con un protagonismo estudiantil muy marcado, impulsaron la puesta en debate del papel de la universidad y su vinculación con la práctica política. Hay que destacar, además, que en el ámbito nacional el golpe del 55 y la consiguiente proscripción del peronismo había sembrado la pregunta, particularmente para las izquierdas, de por dónde pasaban las posibilidades sustantivas de cambio social. Los años comprendidos entre el golpe del 66 -que supuso entre otras cosas la intervención de las universidades y una crisis decisiva de las ilusiones reformistas1- y el levantamiento popular, liderado en 1969 por obreros y estudiantes, conocido como el Cordobazo, terminaron de definir la apuesta de numerosos sectores juveniles a favor de las luchas “de liberación nacional”. Contra lo que puede suponerse, la renovada etapa dictatorial que se inicia con Onganía y se extiende hasta Lanusse conoce un fermento político muy significativo, expresado en la gestación de las llamadas “cátedras nacionales” o la introducción del pensamiento marxista en facultades como la de Filosofía y Letras de la UBA, a la par de la creciente movilización del estudiantado, dentro y fuera de los claustros. Por cierto que corresponde también a estos desarrollos emancipatorios una contrapartida desde el poder, evidenciada en las medidas para “cesar la subversión interna”2 y los primeros atisbos de un modelo privatista que se trataría de imponer durante el “Proceso” y posteriormente con las reformas de cuño neoliberal emprendidas en la década del 90.

A partir de 1973, con la asunción del gobierno de Cámpora, se llevaron adelante iniciativas para democratizar la enseñanza universitaria y emprender cambios en los planes de estudio, las concepciones pedagógicas y el rol del profesional. Por supuesto, el contexto era propicio para el desarrollo de este proyecto, ya que se apuntaba a instrumentar en cada ámbito propuestas de corte antiimperialista y popular. Esta época conoció el predominio en muchas de las universidades nacionales de la llamada “Tendencia Revolucionaria del Peronismo”, que mantenía una estrecha relación con algunas de las organizaciones político-militares de la izquierda peronista. Para el cargo de interventor de la redenominada Universidad Nacional y Popular de Buenos Aires (UNPBA) fue designado Rodolfo Puiggrós, apoyado por los sectores más avanzados del peronismo en el ámbito universitario y respetado por la izquierda en sus diversas expresiones.

El programa impulsado antagonizaba incluso con algunas posiciones deudoras del citado reformismo, que sostenían el modelo pedagógico tradicional. Partiendo de la crítica hacia el saber encapsulado que se entregaba en las aulas, promovía una formación orientada específicamente por el interés nacional y la soberanía cultural. Un autor citado en la época, el brasileño Darcy Ribeiro, sostenía que era necesario “responder a la política reaccionaria de la Universidad con una contrapolitización revolucionaria. Es decir, intencionalizar toda acción dentro de la Universidad en el sentido de hacerla actuar como un centro de concientización de sus estudiantes y profesores que gane a los mejores de ellos para las luchas de sus pueblos contra las amenazas de perpetuación del subdesarrollo”.3 La propuesta vinculada al camporismo, en definitiva, pretendía insertarse en el debate latinoamericano acerca del rol de la enseñanza, de la investigación y de los intelectuales en las luchas contra la colonización material y cultural de los pueblos.

Entre los ejes salientes de la ruptura impulsada, se puede contar la apertura masiva del ingreso, mediante la eliminación de cupos y los exámenes de admisión. Al establecerse un nuevo sistema de becas de investigación, los recursos se orientaron a la “socialización de los temas de estudio”. Entre otros, pueden mencionarse las presentaciones de proyectos para investigar aspectos de las empresas populares en Argentina, sobre las condiciones de trabajo de los operadores de ENTEL (Empresa Nacional de Telecomunicaciones), o acerca de los núcleos habitacionales colectivos, inquilinatos y pensiones. Para los estudiantes se planteaba enfatizar la formación teórico-práctica, acercando la academia a la vida cotidiana de los sectores populares. La investigación y las primeras prácticas de aquellos estudiantes y egresados afines a la militancia política buscaron englobarse a través de nuevas estructuras, como la del “Centro Piloto de Investigaciones Aplicadas” (CEPIA). Estos eran definidos por sus responsables como organismos complementarios a las organizaciones barriales representativas (aquellas que “tuvieran vocación de garantizar el proceso de liberación y resuelvan los problemas de los sectores marginados y populares”).

Con ello, el postulado sobre el rol del universitario se veía trastocado radicalmente. En un artículo sobre las elecciones de delegados ante la Federación Universitaria para la Liberación Nacional de Buenos Aires4 se sostenía que “la Universidad y los estudiantes persistirán como isla de soledad en tanto no integren su práctica social y académica a la práctica social y económica de los explotados. Estudiar mucho es necesario, sí. Pero ahora es más necesario que nunca preguntarse qué se estudia, de qué manera, a quién servirá ese conocimiento, sin esperar al momento del egreso (...) Es preciso que aquello que convierte al estudiante en privilegiado, su estudio, sea poco a poco un privilegio colectivo que no se resolverá con sólo democratizar la enseñanza sino acercando al estudiante a la realidad de los trabajadores, aprendiendo de esta realidad y aportando desde ahora un arma más en el avance hacia la definitiva liberación”.

En este sentido, los objetivos de la intervención del 73 apuntaban a terminar con una universidad academicista (autonómica, estructuralmente elitista y devota de un universalismo abstracto) al estilo de las que funcionaban en los países capitalistas dependientes, y a lo que consecuentemente se entendía como una formación destinada a servir de recurso calificado para las empresas multinacionales y generadora de un profesionalismo privatista e insolidario con las necesidades sociales.

El caso de la Facultad de Derecho es muy ilustrativo de ese academicismo dependiente y, por contraste, de los intentos por contrarrestarlo. La función de nuevo delegado interventor de esa casa de estudios recayó en Mario Jaime Kestelboim, de quien Puiggrós en el concurrido acto de su asunción, el 1º de junio de 1973, expresó: “Elegí para dirigir esta casa de estudios al abogado Mario Kestelboim porque ha sido defensor de presos políticos y aquí abundan funcionarios de la dictadura, porque es un hombre de izquierda y ésta es una facultad de derecha y porque es judío en una facultad llena de fascistas”.

El plan de estudios de abogacía, vigente desde 1961, estaba asociado a una visión iusprivatista, que priorizaba el interés particular en el ejercicio profesional. En contrapartida, para la nueva universidad eran requeridos profesionales orientados a la defensa de los intereses colectivos, particularmente de los sectores más desfavorecidos, y al derecho público, aptos para desempeñarse en la esfera estatal. Para el régimen de práctica forense, se proponía romper con la línea divisoria, “carente de toda base científica”, entre teoría y praxis. Los estudiantes debían poder canalizar las necesidades reales de la comunidad, a partir de consultorías en los barrios. Para ello se previeron las siguientes instancias de trabajo: mecanismos de discusión colectiva con los vecinos y las organizaciones que los agrupen para la solución de los problemas vecinales; difusión y cumplimiento de las leyes e interacción con las organizaciones barriales en el seguimiento de la marcha de las consultorías.

Los visos reformadores de la nueva gestión trajeron aparejado un serio cuestionamiento de numerosos docentes sindicados como afines a las multinacionales o representantes de sectores de poder económico y político. En algunos casos, se los sometió a una suerte de “juicios populares” con directa participación estudiantil, en los que se impugnaba tanto la filiación ideológica del “acusado” como, bajo la lógica del caso testigo, la propia estructura jerárquica de la enseñanza tradicional.

Bajo la influencia ya mentada de autores como Paulo Freire, en determinadas cátedras, se produjeron ensayos para revertir el tradicional verticalismo unidireccional de la trasmisión del conocimiento entre enseñantes y enseñados. A su vez, se intentó lograr un grado de producción conjunta de saberes, mediante el énfasis en la participación asociativa de sendos factores en la aprehensión de la realidad histórica y social, desde una visión dinámica de lo jurídico que excedía los marcos académicos en procura de realimentarse en la percepción concreta de los conflictos de la vida social.

Respecto a las políticas de edición, se dispuso la firma de convenios en exclusividad con la Editorial Universitaria de Buenos Aires (EUDEBA), alejándose así del negocio editorial privado. Por otra parte, la venta de los materiales editados se dio en exclusividad al Centro de Estudiantes para la Liberación Nacional (CELINA).

El corte abrupto de experiencia se produjo a partir de la acción represiva comandada por Ottalagano desde la cartera educativa nacional e Ivanissevich desde el rectorado de la Universidad, ambos fascistas confesos enrolados en la derecha peronista.

En este período se corta de cuajo el lazo entre educación superior e investigación científica. El proceso de desmontaje de la infraestructura de investigación de la UNBA, iniciado en 1966, se vuelve en este punto una política legitimada. Ya en su discurso de asunción, Ottalagano dirá, citando al presidente estadounidense Richard Nixon, que “la Universidad equivoca sus fines cuando emplea sus fondos para la investigación… La investigación deben hacerla las empresas industriales con los universitarios que ellas elijan o con los superdotados que tengan vocación de inventores”.5

Desde el punto de vista edilicio, es significativo señalar una serie de cambios operados con el advenimiento de la intervención. La Facultad de Derecho volverá con presteza a organizarse bajo una disposición espacial diferenciadora y jerárquica, retomando el esquema tradicional. Esto es, la neta separación entre las áreas abiertas al acceso estudiantil y las reservadas a profesores y autoridades, como marca distintiva de la distribución desigual del poderío simbólico dentro del contexto institucional. El ingreso y la salida de ese verdadero micromundo que es esa casa de estudios sería objeto de vigilancia y pesquisa. La fastuosa entrada del edificio neoclásico, con sus múltiples puertas giratorias, fue definitivamente cerrada, habilitándose la relativamente menor entrada lateral, utilizada hasta nuestros días. El control del acceso, limitado por los requerimientos de “seguridad” (presentación de documento, revisación de efectos personales, etc.), asegura la exclusión de cualquier “elemento extraño” y refuerza la distinción entre lo académico y extraacadémico. Como solía decirse, “se venía a estudiar” y no a ejercer otras actividades, bajo una amenaza palpable.

La etapa isabelista de labor restauradora será, en resumen, el prolegómeno del genocidio. Para explicar esta unidad de intereses represivos, intentamos demostrar que no es posible entender la magnitud de la depredación de protagonistas y contenidos a que se vio sometida la educación pública en Argentina, sin hacer referencia al peso simbólico que comportara el efímero intento transformador de sus estructuras de acuerdo y hacia un proyecto de liberación nacional.

El 24 de marzo del 76 verá la suspensión de las actividades académicas y la intervención de las universidades nacionales, cuya dirección es asumida por oficiales castrenses. Los resultados más inmediatos de la subordinación educativa a los imperativos militares se reflejan en el porcentaje de estudiantes dentro del total de personas desaparecidas que manejó la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), del orden del 21 %. Las universidades nacionales en particular, fuertes proveedoras de la militancia política de las izquierdas, fueron golpeadas duramente: al secuestro de docentes, estudiantes y no docentes, se sumó una vigilancia policial permanente dentro de los claustros, la supresión y traslado de carreras sospechadas de prohijar “subversivos”.

En lo académico, se consolidó el sistema de cupos para el ingreso, antes alentado por Ottalagano, que redujo dramáticamente las inscripciones (en la UBA, de un total de 40.825 inscriptos en 1974, se pasó a la cifra de 13.127 inscriptos para 1977). Complemento de esto será la imposición del arancelamiento, inicio de un camino hacia la redefinición de la educación pública como un servicio antes que como un derecho social, en la línea del desmantelamiento de las capacidades estatales promovido por la política económica de Martínez de Hoz y avalado por los organismos internacionales de crédito. Esto se materializó en la ley de facto 22.207, por la cual se consideró establecer alguna “tasa por la prestación de los servicios administrativos” por cabeza de “estudiantes cuya situación familiar les permita seguir regularmente una carrera sin tener que trabajar, muchos de los cuales estarían incluso en condiciones de contribuir a costear en parte sus estudios universitarios”.

El inicio de la década del 80 ve paulatinamente el lento deshielo del sistema político, tras la suspensión impuesta por las fuerzas armadas en el poder a la actividad de los partidos tradicionales. Se abría la hora del diálogo, un publicitado “tiempo político” heredero de las frecuentes reuniones, formales e informales, entre militares y dirigentes de los años previos. Factores de peso como la crisis económica y del modelo de acumulación capitalista neoliberal, la resistencia creciente del movimiento obrero y la organización de la protesta por las violaciones a los derechos humanos, iban forzando un clima social adverso en el que se volvía imperiosa la discusión del futuro de la dictadura. Entre las élites directoras, sus intelectuales orgánicos y los sectores políticos oficialmente reconocidos como actores relevantes (y admisibles en el juego institucional), se dará el debate de alternativas. En esas discusiones tuvieron un papel relevante numerosos operadores jurídicos que prosiguieron su carrera hacia altas posiciones universitarias y profesiones con posterioridad al fin del régimen. Incluso algunos de ellos, como el célebre Mariano Grondona, bosquejaron planes de transición que aseguraban a las fuerza armadas no solo la impunidad para sus crímenes, sino un papel tutelar del subsiguiente régimen democrático.

Diciembre de 1983 implicó el comienzo de un retorno al orden constitucional que no supuso una refundación institucional, luego de los años del genocidio. En las universidades públicas, si bien retornaron varios profesores alejados por persecuciones políticas, simultáneamente se convalidaron los concursos docentes que acomodaron a partidarios de las sucesivas dictaduras. La reinstalación de los principios del reformismo obturó la memoria de la experiencia transcurrida durante la denominada “primavera camporista”, y estableció un esquema de funcionamiento burocratizante, prebendario y formalmente democrático en sus estructuras. Fue (y aún parece ser) imposible en este marco reeditar medidas tales como la presencia de veedores estudiantiles en las mesas de exámenes, la discusión colectiva en ronda dentro de las aulas, los juicios académicos a docentes cómplices de usurpadores del poder constitucional, la incorporación de los trabajadores no docentes al gobierno de la UBA, entre otras.

El movimiento estudiantil también se vio afectado por los efectos devastadores de la represión iniciada en 1974 y sistematizada con el golpe de estado posterior. La participación en los órganos representativos fue limitada, especialmente en Facultades como la de Derecho o Ciencias Económicas, a meros formalismos como las votaciones de “autoridades”. Se impuso el imaginario profesionalista que priorizó la trayectoria individual por sobre una pertenencia y contribución a un proyecto colectivo. Asimismo, con sus altibajos, una parte importante de la representación estudiantil se burocratizó luego de 1983, asemejándose más a una camarilla al servicio de los detentores del poder en la anquilosada estructura de gobierno de la UBA; el caso que elegimos estudiar es elocuente al respecto. Baste recordar que la controversia desatada alrededor de la posible elección al rectorado del decano Alterini, ex funcionario de la última dictadura, se extendió a los modos en que se rige el destino de las universidades públicas y a las alianzas espurias que siguen sustentando el descalabro cometido en la UBA, tras casi veinticinco años de imperio del “estado de derecho”. Este antecedente, junto a perspectivas halagüeñas como las que surgen del inicio de acciones judiciales por crímenes de lesa humanidad cometidos durante la etapa isabelista, parecen conformar –pese a todo- un contexto propicio para repensar de modo crítico y con amplitud los orígenes del proyecto represivo del terrorismo de estado y su impacto en la educación pública, particularmente en las universidades. Las conclusiones de esa tarea, en la medida en que se potencien como parte de un debate colectivo, contribuirán a llenar los pizarrones del futuro.

Notas

1 Hacemos referencia aquí a las ideas emanadas de la Reforma Universitaria de 1918, pero especialmente a un tipo de discurso, en ellas basado, que sustentó y sustenta todavía hoy una visión supuestamente “progresista” de la institución universitaria, contrariada a menudo en los hechos por la enunciación de un principismo vacío y la instalación de prácticas clientelares que hacen de las universidades un botín para el beneficio de castas naturalmente reacias a todo intento democratizador.

2 Expresión tomada del discurso del ministro del interior, Guillermo Borda, al presentar el proyecto de ley orgánica de las universidades, Ministerio de Cultura y Educación, Leyes Universitarias, Buenos Aires, 1970. Cabe señalar que obras de este estrecho colaborador de regímenes dictatoriales integran hasta el presente la bibliografía de estudio en la carrera de abogacía, entre otras.

3 Ribeiro, Darcy, La universidad nueva, un proyecto. Buenos Aires, Ed. Ciencia Nueva, 1973, p. 27.

4 “Elecciones estudiantiles en Buenos Aires. Respaldo a la política de la intervención” en Confluencia revolucionaria por la patria socialista, año 1, nro. 1, enero de 1974, pp. 13 y 14.

5 Discurso del 10 de septiembre de 1974, citado en Pérez Lindo, Universidad, política y sociedad, Buenos Aires, EUDEBA, 1985, p. 174.

Compartir en

Desarrollado por gcoop.