La responsabilidad del intelectual: Ideología y cultura. Indroducción y Selección de Ana María Ramb. | Centro Cultural de la Cooperación

La responsabilidad del intelectual: Ideología y cultura. Indroducción y Selección de Ana María Ramb.

Autor/es: Héctor Pablo Agosti

Sección: Especial

Edición: 12


Introducción

En 1898, Emile Zola acuñó el término “intelectual” en un documento firmado por destacadas figuras de la cultura francesa. Reclamaban la libertad y reivindicación del militar Alfred Dreyfus, víctima de un caso de espionaje que reveló el larvado antisemitismo en un vasto sector de una sociedad que se preciaba de democrática. Décadas más tarde, en sus Cuadernos de la cárcel –escrito en las mazmorras fascistas el ensayista y militante del PC italiano Antonio Gramsci, estudioso de los vínculos entre cultura y política, retoma el término devenido en categoría, y define a los “intelectuales orgánicos”, aquéllos que desempeñan en la sociedad la función de intelectuales, más allá de que sea imposible considerar actividad humana alguna que prescinda del ejercicio del intelecto. La Argentina tuvo el privilegio de conocer tempranamente el pensamiento de Gramsci, gracias a que Héctor Pablo Agosti lo introdujo y difundió en nuestro medio. En 1951 publica Echeverría, donde interpreta la constitución de la cultura argentina en clave gramsciana, influencia presente en otras obras suyas, y que se expresa en temas muy caros para este pensador nuestro, de admirable envergadura y de reconocimiento internacional: por ejemplo, cuál es la responsabilidad del intelectual en nuestros tiempos. Sus reflexiones muestran refrescante actualidad, como se verá en estas páginas, escogidas de su obra Ideología y cultura.


Noticia

Durante la primera quincena de abril de 1978 mantuve en la Universidad Central de Venezuela, en Caracas, un cursillo de seis lecciones sobre los problemas suscitados por la relación entre ideología y cultura. Promovido por la Facultad de Humanidades y Educación y su Escuela de letras, encontró una acogida simpática que obligó a repetir algunas de sus clases en la Universidad de los Andes, de la hermosa ciudad de Mérida.

Al recogerlas ahora en volumen cabe dejar constancia que su texto se limita a reiterar las notas utilizadas en el dictado, apenas con los agregados y conexiones indispensables para la unidad del discurso, así como con el aparato técnico necesario para apoyar, y aun desarrollar, las tesis sustentadas.

H.P.A.

Buenos Aires, 1º de mayo de 1979

Nota del editor: He aquí fragmentos de una de esas conferencias.

Los intelectuales y la ideología

La función “natural”

Las relaciones entre ideología y cultura replantean naturalmente el papel de los intelectuales en la sociedad. No se trata de que sean ellos los únicos portadores de ideología; sí de que tienen, por así decirlo, una función “profesional” en dicho ámbito.

En sus estudios tan precisos sobre el tema Gramsci mostró que cada sociedad crea sus propios intelectuales, encargados de conseguir la homogeneidad social, principalmente por medio del derecho y de la opinión pública. Igualmente destacó cómo algunos fracasos –la caída de las comunas medievales, por ejemplo- se debieron a “una clase económica que no supo crearse la propia categoría de intelectuales y ejercitar por lo mismo una hegemonía antes que una dictadura”.

Esta función –la de promover la hegemonía, vale decir, el consenso- destaca el carácter “profesionalmente” ideológico que asume la función de los intelectuales en la sociedad civil.

Qué es un intelectual

Dentro de la formulación de una política moderna es éste, por consiguiente, uno de los temas privilegiados. Es evidente que, en los tiempos actuales, ningún país puede prescindir de la planificación científica por un lado, ni de un sistema adecuado de concepciones comunes capaz de vincular a la sociedad con lo que un tanto ampulosamente ha dado en llamarse “proyecto de país”. En este doble orden de preocupaciones, y atendiendo principalmente a cuanto dijimos acerca de las culturas contradictorias, resulta asimismo indiscutible que ninguna clase social pueda prescindir de sus intelectuales.

Las respuestas para este planteo pueden ser de índole diferente y hasta contrapuesta. Llegan desde la exaltación ensoberbecida del papel de los intelectuales, ascendidos casi hasta la condición de guías impertérritos, hasta su negación radical en nombre de la revolución. Esa negativa, justo es consignarlo, no se limita a señalar la inanidad del intelectual como ser social. Envuelve asimismo a la cultura, y aun al hecho mismo de aprender, bajo el supuesto de que tales ejercicios significan integrase en el statu quo de la explotación capitalista. Aunque parezca contradecirse, ambas actitudes conservan un rasgo que las emparienta. Ambas, en efecto, se manifiestan al margen del comportamiento dialéctico que ofrece la doble línea de continuidad y rechazo en la cultura.

Ese fenómeno, a su turno, es concomitante con la doble línea de continuidad y negación en el proceso productivo y, por lo tanto, en la historia misma de la sociedad. Cualquier descripción sobre el comportamiento de los intelectuales debe inscribirse necesariamente en dicho cuadro. (…)

El trabajo productivo

El tema no es ocioso porque en las condiciones de la revolución científico-técnica la ciencia ha pasado a convertirse casi directamente en fuerza productiva, prescindiendo de muchas de las anteriores mediaciones. Asegura un ensayista italiano: “Cuando decimos que la ciencia, la tecnología, con las perspectivas que persiguen de automatización creciente de los procesos de producción, adquieren las características de un verdadero y auténtico instrumento de producción, de una fuerza productiva directa en un nivel siempre más elevado, decimos también que el diafragma que parecía separar la ciencia de la economía va desapareciendo gradualmente, y que la misma investigación está ahora subordinada a finalidades de clase”.

No quiere significarse con esto que exista una integración absoluta que la ciencia, traslada de manera directa al aparato productivo, sino que la velocidad contemporánea con que los resultados de la investigación se incorporan en la práctica industrial produce un hecho inédito en sus resultados, aunque acaso no lo haya sido en sus motivos o sus impulsos. En la primera de estas clases (confróntese el apartado 6) determinamos una diferencia entre la objetividad de las fuerzas materiales y la posible interpretación ideológica que pueden suscitar o sugerir. Esa misma distinción, a mi juicio, cabe establecerla entre la objetividad de la conquista científica y el subjetivismo de la interpretación ideológica que con frecuencia suele acompañarla.

Pero precisamente esta circunstancia de velocidad casi instantánea en la aplicación o incorporación de los resultados científicos al aparato productivo crea una problema nuevo en lo que concierne a la apreciación de la ciencia y a la función de los intelectuales, sobre todo los de formación y actuación científica. La magnitud de la ciencia contemporánea, en efecto, obliga a encararla en condiciones tales que elimina la antigua ilusión del sabio solitario entre retortas, picos de Bunsen y microscopios; sólo los grandes monopolios o el Estado tienen condiciones para asumir la investigación y realizarla. En tales circunstancias, la objetividad desinteresada de la búsqueda científica queda notoriamente reemplazada por una objetividad interesada: es lo que el antes citado ensayista italiano señalaba como “subordinada a finalidades de clase”. A mi modo de ver, esta supeditación a finalidades de clase tiende más a declarar el vínculo con la necesidad productiva o con el incremento de fuerzas productivas, sujetas naturalmente a los límites de la apropiación privada en la sociedad capitalista. Pero habiendo desaparecido tales obstáculos en la sociedad socialista, ¿no resulta ya lícito advertir que la ciencia no puede ser meramente explorada como una superestructura, aunque no pueda desestimarse todo cuanto sus conquistas contribuyen al esclarecimiento y conformación de la conciencia social? No me convence demasiado la solución de considerarla como una super-estructura directamente conexa al sector estructural de las fuerzas productivas, como proponen algunos teóricos marxistas. Me parece una situación intermedia frente a ciertos niveles –como puede ser el caso de la ciencia- que no son directamente asimilables a la superestructura porque están en conexión directa con las fuerzas productivas o, al menos, con las actividades productivas. Es en todo caso, un problema de largo alcance cuya elucidación no nos proponemos en este cursillo.

La aproximación de la labor intelectual con el trabajo productivo –entiendo en su sentido más genuino, no en el menguadamente utilitario que le asigna la plusvalía capitalista- coloca sobre un plano más real el papel de los intelectuales en la sociedad e inclusive determina modificaciones en la composición orgánica de esa misma sociedad. Asistimos evidentemente a una transformación del trabajo. Si bien es cierto que ni aun en la manualidad más extremosa hay ausencia de intelectualidad, resulta indudable que las mutaciones técnicas de la sociedad contemporánea incorporan cada vez mayores exigencias de intelectualidad en el trabajo manual. La autorización podría ser en ello ejemplo elocuente, como lo es asimismo el reclamo educacional que ese hecho objetivo determina. La nueva función productiva de la ciencia y la tecnología desempeña en esto un papel nada desdeñable.

Tales circunstancias son determinantes desde el punto de vista social: tienen repercusiones extraordinarias que gravitan sobre el proceso de constitución de la clase obrera moderna y contribuyen por lo mismo a la formación ideológica de la sociedad. La característica principal de ese fenómeno es la transformación de los técnicos en trabajadores productivos, esto es, en productores de plusvalía: es el “obrero colectivo” de que hablaba Marx.

Perdónese la larga cita instructiva: “…en el proceso de trabajo se aúnan el trabajo manual. Más tarde, estos dos factores se divorcian hasta enfrentarse como factores antagónicos y enemigos. El producto deja de ser fruto directo del productor individual para convertirse en un producto social, en el producto común de un obrero colectivo; es decir, de un personal obrero combinado, cuyos miembros tienen una intervención más o menos directa en el manejo del objeto sobre el que recae el trabajo. Con el carácter cooperativo del propio proceso de trabajo se dilata también, forzosamente, el concepto del trabajo productivo y de su agente, el obrero que produce. Ahora, para trabajar productivamente ya no es necesario tener una investigación manual directa en el trabajo; basta con ser órgano del obrero colectivo, con ejecutar una cualquiera de sus funciones desdobladas”. De esta manera, la definición del trabajo productivo (“Dentro del capitalismo, sólo es productivo el obrero que produce plusvalía para el capitalista o que trabaja por hacer rentable el capital”) sigue siendo aplicable al “obrero colectivo” como colectividad, aunque pueda ser diferente la situación de cada uno de sus miembros individualmente considerado. Así pues, en la noción del “obrero colectivo” el dato fundamental es el hecho de producir plusvalía, que es la situación en que se encuentran muchos de los individuos que en la jerga moderna ha dado en llamar “cuadros”; por su colocación objetiva son “productores de plusvalía”, aunque sus sinsabores subjetivos le lleven a renegar frecuentemente de la situación subordinada. (…)

La fractura intelectual

Conviene observar, sin embargo, la conducta de los intelectuales propiamente dichos en el plano que motiva estas reflexiones. La doble circunstancia del mundo a que hemos aludido –la revolución científico-técnica por un lado, la evolución del capitalismo hacia el socialismo por el otro- determina un episodio original en la relación de esos intelectuales con la sociedad. La nueva relación deriva de hechos materiales; pero tales hechos, a su turno, están cargados de imprevisibles consecuencias ideológicas.

Es indudable que determinadas categorías de intelectuales, cuyo comportamiento los aproxima a la condición del artesano, como es el caso de algunas ramas artísticas, reflejan la ambigüedad típica de la pequeña burguesía en sus relaciones con las clases fundamentales de la sociedad. Pero ese rasgo relativamente constante comienza a modificarse en las circunstancias concretas de la sociedad contemporánea, dentro de las cuales el individualismo, aunque no extirpado, empieza a perder algunos de sus basamentos objetivos aunque subsistan sus deslumbrantes ilusiones. Pero ocurre que, observados en su conjunto, los intelectuales dejan de ser exclusivamente “funcionarios ideológicos de las clases dominantes”, como los había descrito Gramsci; a partir de una base social objetiva, intrínsecamente contradictoria, su función superestructural principia a denunciar una relativa autonomía. A esa modificación en la conducta no es ajeno el nuevo nivel en que se manifiestan las relaciones del intelectual con el sistema productivo. No se trata de una relación directa, explícita, con la rotundidad del vínculo simple entre la causa y el efecto, pero no es episodio desdeñable. Las consecuencias ideológicas que de tales hechos se desprenden son, a su turno, otras tantas configuraciones del mundo contemporáneo convertidas en elemento “profesional”, vale decir inspirador, para la existencia individual y colectiva de los intelectuales. (…)

La nota individualista

En el instante mismo en que definimos una nueva situación del intelectual en la sociedad contemporánea, determinada principalmente por sus nuevas relaciones con el aparato productivo, ello no nos autoriza a imaginar modificaciones esenciales o espectaculares que casi los convirtieran en los demiurgos del proceso histórico: es acaso lo contrario mientras no consigan incorporarse conscientemente en el “intelectual colectivo”. Las nuevas relaciones con el aparato productivo pueden determinar –y lo logran en muchos casos- consecuencias ideológicas cuyo resultado global es significativo y en algún modo trascendente. Es –diríamos- la inserción activa del intelectual dentro del conglomerado históricamente variable que denominamos pueblo. Pero tales consecuencias ideológicas no alteran en lo fundamental, salvo para ciertas categorías técnicas muy particulares, lo que cabría entender como condicionamiento psicosocial de los intelectuales. Ese condicionamiento se prolonga (o puede prolongarse) después en sus propias actitudes ideológicas. (…)

La evolución y la complejidad del saber actual hacen imprescindible el trabajo en equipo para casi todos los sectores de la ciencia y la investigación, pero ello no acontece parejamente en la labor artístico-literaria. El arte es esencialmente un fenómeno de origen social, aunque el artista no siempre perciba sus vínculos y sus motivos con frecuencia sutiles: la ejecución de la obra de arte, en cambio, es primordialmente individual salvo contadas excepciones que no alteran por lo demás la línea básica. De ello se sigue que la nota individual no puede negarse en nombre de un ilusorio colectivismo, porque un gran artista es siempre un “diferente”. Pero de ello se deduce asimismo que cuando dicho acto legítimo llega a su exaltación, el individualismo se transforma en un hecho de ideología. La actitud individual es un dato objetivo; el individualismo es su deformación subjetiva.

Puede advertirse igualmente que cuando el individualismo llega a sus extremos, la nota ideológica asume aspectos monstruosos. Un hombre de derecha como García Venturini, según ya lo vimos, habla del intelectual como “un modo de disentir”: es visible que al decirlo tiene en cuenta preferentemente a los escritores . Curiosamente lo mismo vendrá a decirnos alguien que presume de izquierda, como Sartre, quien nos anoticia que “la condición del intelectual se define por su capacidad de impugnación”, o como Vargas Llosa, cuando asegura que el papel “que debe cumplir un escritor dentro de cualquier sociedad (escúchese bien: cualquier sociedad) es una función crítica permanente”, o como Marguerite Duras, que ya llega hasta el tope de pontificar la “obligatoriedad” del rechazo puesto que “no existen individuos sin ese rechazo”, de lo cual deduce que la ideología, y sobre todo la militancia política, impiden percibir la realidad…..

El intelectual y el político

En todo caso, tales distinciones instrumentales acrecientan una función desigual en el plano de la ideología, con gradaciones que también se acentúan en el caso de los escritores en virtud de su manejo “profesional” de las ideas.

De esta función más preponderante se ha pretendido deducir el papel que los humanistas desempeñarían en la sociedad contemporánea: mientras los técnicos y los científicos preparan el producto, los humanistas preparan a la sociedad para el consumo del producto mediante su influencia sobre la mass media. Es un planteo inaceptable como descripción real, pues equivaldría casi tanto como reducir las humanidades al nivel de los agentes de publicidad, pero es parcialmente admisible como indicio de una separación instrumental indudable.

Si por analogía o extensión se quisiera reconocer con ello, siquiera en el terreno de las mediaciones, la función ideológica más destacada (más destacada, aunque no excluyente para las demás ramas) que asume la literatura, y las ciencias socioeducativas en general, cabría entonces encarar uno de los temas más irritantes originados por ese distingo. La incidencia más destacada de la literatura en la ideología, y recíprocamente, ha supuesto (y lo sigue determinando en muchos casos) la fuente de los mayores desencuentros entre el escritor y el político, concebido también este último, según lo vimos, como un “intelectual” ya sea por sí o como componente del “intelectual colectivo”. Se producen entonces las conductas no siempre paralelas, dentro de las cuales la particular psicología del artista suele desempeñar papeles nada desdeñables.

En esta relación no siempre armónica el político suele tener urgencias concretas que se desprenden de sus aptitudes para apropiarse los acontecimientos de manera más real e inmediata. El escritor y/o el artista suelen actuar después, y se comprende: necesitan de alguna perspectiva para reflexionar. Pero esa misma reflexión, todo lo ideológicamente cargada que se pretenda, nunca es una generalización, como en el caso del político, sino una individualización o una personalización. Entonces podría reprochárseles un cierto “retraso”, que no es tal, o reclamárseles una “actualidad” que se confunde con la fugacidad del comentario periodístico, lo cual implica a su turno una actitud “ideológica” (y casi siempre una actitud ideológica mezquina) frente a la obra de arte. Sin embargo, aun con ese aparente “retraso” frente al acontecimiento, hay con frecuencia en la obra de arte, y especialmente en la literatura, una función de adivinación que suele ser un adelanto realista, lo cual tampoco es siempre comprendido por las urgencias reales del político.

Sería impropio negar la legitimidad de ambos planos de preocupaciones en la función del “intelectual” o en la imprescindible comunicación entre los dos sistemas de “intelectuales”. En el plano de la ideología nada hay más imperioso que la necesidad de colmar ese destiempo. Fue de sinsabores innecesarios y de evitables fracturas en el pasado. Vale la pena esquivarlos en el presente.

Compartir en

Desarrollado por gcoop.