¿Renovar el Mercosur? Volver a la historia para entender el presente
Leonardo Granato
En el marco de una nueva ola conservadora en la región que tiene entre sus principales indicadores el triunfo de Mauricio Macri en la Argentina, la fuerte y creciente oposición en Venezuela y Ecuador, el referendo negativo para la reforma constitucional boliviana, el proceso de impeachment contra la presidenta Dilma Rousseff está generando graves consecuencias al interior de Brasil que ya impactan regionalmente. En lo atinente a las relaciones exteriores del país, el gobierno interino ya mostró su intención de “disciplinar” el Mercosur conforme los designios del “mercado”, alineándolo con los principios de un proyecto de gobierno deslegitimado por haber sustraído a la soberanía la decisión sobre quién gobierna, sin que medie una elección.
Evidentemente, así como la última década estuvo marcada por un “cambio” de época, según palabras del presidente ecuatoriano Rafael Correa, hoy parece que aquella utopía integracionista de comienzos de los años 2000 está simplemente “arrinconada” por el retorno de una integración “abierta” a los mercados. En su discurso al asumir el cargo de ministro de Relaciones Exteriores de Brasil del actual gobierno interino de Michel Temer, el 18 de mayo de 2016, José Serra expresaba: “Junto com os demais parceiros, precisamos renovar o Mercosul, para corrigir o que precisa ser corrigido, com o objetivo de fortalecê-lo, antes de mais nada quanto ao próprio livre-comércio entre seus países membros, que ainda deixa a desejar, de promover uma prosperidade compartilhada e continuar a construir pontes, em vez de aprofundar diferenças, em relação à Aliança para o Pacifico, que envolve três países sul-americanos, Chile, Peru e Colômbia, mais o México”.
¿Renovar el Mercosur? Sin lugar a dudas, esta pregunta encierra una dicotomía que permeó y que permea al Mercosur, así como a la integración latinoamericana en general, que se debate entre un modelo asociado a las fuerzas externas del mercado (representado por el modelo de la Alianza del Pacífico y por los tratados de libre comercio), y un modelo que nos remite a estrategias de desarrollo e inserción internacional autocentrados, no subordinados a aquellos países que detentan las posiciones de poder en el sistema mundial (representado por las ideas e iniciativas integracionistas en América del Sur de la última década). De esta forma, el objetivo de este breve análisis es retomar conceptos históricos, oriundos del pensamiento latinoamericano en materia de integración regional, que nos den subsidios para entender e interpretar eventuales rumbos del Mercosur actual.
En primer lugar, es importante mencionar que las elaboraciones teóricas que surgieron localmente para “pensar” la integración, particularmente a partir de mediados del siglo XX, no pueden ser analizadas desconsiderando su “contexto”: la expansión del capitalismo y la hegemonía del pensamiento neoliberal. Históricamente, hubo diferentes formas de pensar la integración regional en América Latina, ya sea como manifestación de una sociedad centrada en el mercado, ya sea como “reacción” a la expansión capitalista en el entendimiento de que tal sistema sólo garantizaba el atraso de los países más pobres con relación a los países más poderosos.
De esta forma, no resulta difícil visualizar cómo la disputa entre la ofensiva neoliberal (representada por autores como von Hayek, vos Mises y Friedman) y el keynesianismo entre 1945 e 1970 aproximadamente, se reflejó en las primeras experiencias latinoamericanas de integración, a través de la dicotomía entre aquellos que defendían una política de integración basada en el principio de libre comercio (que a su vez tenía como motivación ser funcional a la liberalización promovida por instituciones multilaterales tales como el entonces GATT, el FMI y el Banco Mundial) y aquellos que buscaban ir más allá, reafirmando la importancia de una “solidaridad estratégica” con vistas al desarrollo y a una inserción no subordinada en el sistema internacional.
A semejanza de lo que ocurría en la integración europea, en la que encontrábamos una “Europa-mercado” y una “Europa-comunidad”, en términos de institucionales, esta dicotomía también se expresaba en la primera ola del regionalismo latinoamericano representado por la creación del Mercado Común Centroamericano y de la ALALC en 1960, que en los 80 sería sustituida por la ALADI, y del Pacto Andino en 1969. Los países andinos y centroamericanos identificaban la integración como mecanismo de desarrollo mientras que Argentina, Brasil y México lo veían apenas como mecanismo de liberalización, restringiendo el rol del Estado a la eliminación de barreras al comercio.
Del “otro lado” de aquellas visiones que priorizaban la consagración del principio de libre comercio, vamos a encontrar una serie de contribuciones, cargadas de valores trascendentes para nuestras sociedades, tales como igualdad, libertad y justicia social. Contribuciones que centraron su reflexión en América Latina y en las relaciones asimétricas con el sistema internacional. Sin lugar a dudas, el principal antecedente con el que nos encontramos es el de los estudios sobre desarrollo económico de la CEPAL de los años 50. Cuál era el diagnóstico? Que las economías latinoamericanas exportadoras de materias primas eran fuertemente dependientes de la demanda externa. Cuál era la solución? La industrialización sustitutiva de importaciones, conducida por el Estado y no por las fuerzas del mercado. Junto con qué? Con la creación de un mercado común capaz de absorber una producción de grande escala y así ampliar los intercambios comerciales. Allí está la integración, al servicio de un desarrollo endógenamente entendido.
Ahora bien, este diagnóstico sólo vino después de una premisa fundamental formulada por Raúl Prebisch de forma pionera en el marco del pensamiento latinoamericano: el sistema internacional es asimétrico, desigual y jerarquizado en un esquema “centro-periferia”, en cuyo contexto la desarticulación de las estructuras productivas se presentaba como una característica que los países latinoamericanos reproducen desde su pasado colonial. En el marco de este aporte de la CEPAL, se consolidó un pensamiento que entendía la integración como una “acción política”, y no como una mera fórmula, o un instrumento gerencial. Tanto que el propio Celso Furtado, integrante del equipo comandado por Prebisch en la CEPAL, hacia finales de la década del 60 calificaría la integración regional como una “forma avanzada de política de desarrollo”.
Con base en la tradición cepalina se fueron gestando ideas también en las áreas del pensamiento social y de la ciencia política, destacándose particularmente en la década de 60, autores como José Vasconcelos, José Ingenieros, Alfredo Palacios, Víctor Haya de la Torres y José Carlos Mariátegui, entre otros, que, rescatando el pensamiento social de finales del siglo XIX, privilegiaban la “unidad latinoamericana” como reivindicación de la igualdad, la independencia, y en la década del 70 la llamada teoría de la autonomía. Este movimiento, liderado por Juan Carlos Puig en Argentina y Helio Jaguaribe en Brasil propició diversos análisis sobre la situación latinoamericana en el contexto mundial, sobre la asimetría existente en la relación América Latina-Estados Unidos, así como sobre la necesidad de ponderar el contexto regional como parte de la estrategia que debía ser impulsado por los países latinoamericanos buscando el desarrollo y la inserción internacional en un mundo bipolar.
Al definir autonomía como la máxima capacidad de decisión considerando los condicionantes del mundo real, Puig reconocía la posibilidad que los países periféricos pudiesen “neutralizar” o “contrarrestar” el accionar hegemónico de los países centrales. Conforme los preceptos formulados por Puig, los países periféricos necesitan recursos mínimos y elites comprometidas con el proceso de “autonomización” así como de una integración real, con países semejantes, que les permita la máxima acumulación posible de poder para sustentar el proyecto de autonomía (en términos contemporáneos, Aldo Ferrer al hacer referencia a las capacidades de poder nos remite a esta vertiente de pensamiento). Ya el propio Jaguaribe, también orientaba su pensamiento hacia el llamado “modelo autónomo de desarrollo e integración” que permite dimensionar la importante alianza establecida entre desarrollo y autonomía (fin) e integración regional (medio).
Ya en los años 90 surgieron en la región nuevas elaboraciones teóricas sobre cómo entender la integración regional, esta vez alineadas con los preceptos neoliberales que venían abriendo fuertes precedentes desde la década de 70. De esta forma, conjuntamente a la construcción del Estado neoliberal en América Latina y a las reformas de ajuste estructural, un nuevo paradigma para entender la integración significó un “quiebre” con relación a las tradiciones de pensamiento antes comentadas. En realidad, no era del todo “nuevo” porque como vimos, la vertiente de la liberalización siempre disputó un espacio con las corrientes desarrollista y autonomista, tal vez lo de “nuevo” tenga que ver con el hecho de que la visión del “regionalismo abierto” (abierto a los mercados) adoptará no sólo los mecanismos de mercados sino también sus valores (tales como eficiencia o competencia), anteponiéndolos a cualquier otro objetivo orientado al bienestar social. Y lo más paradójico es que esta “nueva” estrategia global del regionalismo abierto sería elaborada por la propia CEPAL, y aplicada al contexto latinoamericano en 1994 a través del lema “transformación productiva con equidad”. También el Banco Mundial lanzó el llamado “nuevo regionalismo” reforzando el concepto elaborado por la CEPAL que buscaba que la integración regional funcionara como complemento de las políticas aperturistas de la época.
En términos institucionales, las ideas e intereses mencionados se materializaron en la creación del Mercosur, en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, integrado por México y en la reformulación del Pacto Andino, ahora Comunidad Andina, que representaban la segunda ola de regionalismos, adaptados a las nuevas directrices neoliberales. Con relación a la adaptación del Mercosur a la globalización neoliberal, es importante enfatizar que conforme el esquema que aún surge del Tratado de Asunción, el bloque dejó atrás el componente de coordinación interindustrial buscado por el programa inicial de integración entre Brasil y Argentina que dio origen al Mercosur, para transformarse en plataforma de inserción comercial en la economía internacional bajo los designios del mercado. Esto es importante que sea dicho porque si bien se buscaba la conformación de un mercado común que fortalecería a los Estados miembros, eran los mismos Estados los que a través de innúmeras excepciones perforaban la posibilidad de conseguir un esquema más sólido para convertirse en una simple área de libre comercio que dejaba a los Estados partes más expuestos a la “mano invisible” del mercado. Por otra parte, cumplir con el objetivo del mercado común en un escenario signado por fuertes asimetrías competitivas y por la ausencia de una agenda real y eficaz de coordinación de políticas era casi imposible. Como corolario, un esquema organizacional “mínimo”, centralizado en los poderes ejecutivos, no consiguió canalizar las crisis internas particularmente de Brasil y Argentina, colocando al Mercosur en extrema fragilidad.
Ya en los años 2000, una nueva ola de presidentes de izquierda y de centroizquierda que buscaron la superación del dogma neoliberal a través de proyectos nacionales de ampliación de derechos sociales y económicos, posibilitó la retomada de los tradicionales ideales de autonomía y desarrollo en materia de integración regional, que debieron convivir con el “fantasma” de la liberalización comercial tan presente y nunca abandonado, hasta los días actuales. Uno de los principales objetivos del Mercosur, particularmente a partir de 2003, fue construir un espacio regional común que, además de ampliar las oportunidades de generación de empleo, inversiones, energía, infraestructura y comercio, se constituya en una verdadera estrategia de desarrollo productivo y bienestar social. Este es, en definitiva, el modelo de inclusión social e inserción internacional que ha venido impulsando la alianza argentino-brasileña, con expresivo apoyo del resto de los países miembros, así como de partidos políticos y movimientos y organizaciones de la sociedad civil, y materializado en los llamados “Consenso de Buenos Aires” y “Compromiso de Puerto Iguazú”, de octubre de 2003 y noviembre de 2005, respectivamente.
Valores como la reciprocidad, la solidaridad y el reconocimiento de las grandes asimetrías y desigualdades nacionales y sociales dentro de cada país y del bloque de integración como un todo, fueron expresión de un nuevo “entendimiento” en este campo. Las dimensiones productiva, social, ciudadana y política se expresaron con singular relevancia a través de diferentes instrumentos e instancias creadas. A pesar de ello, también debemos reconocer que este “cambio de visión” en la forma de concebir el Mercosur, y las políticas consecuentes, parece no haber tenido la fuerza suficiente para “reformular” efectivamente el bloque, que buena parte de su dinámica sigue asociada a una racionalidad aperturista distinta a la requerida en la nueva etapa característica de la última década. De cualquier manera, más allá de las críticas que puedan formularse, el Mercosur cuenta hoy con grandes conquistas producto de los grandes esfuerzos realizados en los últimos tiempos por recuperar una identidad fundada en los tradicionales ideales de autonomía y desarrollo; ideales que a pesar de la “renovación” pretendida por los nuevos gobiernos, permanecerán latentes, desafiantes. La historia nos enseña.
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