ARTE PLEBEYO (en Campaña) por Laura Lina
ARTE PLEBEYO (en Campaña)
Ver, oír, hablar: y hacer
Ignoro el valor formal de esas piezas. Lo único que le pido al arte es que me ayude a decir lo que pienso con la mayor claridad posible (…); es posible que alguien me demuestre que esto no es arte; no tendría ningún problema, no cambiaría de camino, me limitaría a cambiarle de nombre: tacharía arte y lo llamaría política, crítica corrosiva, cualquier cosa.
León Ferrari, 1965.
Cuando a fines de agosto de 2010, junto a Juan Pablo Pérez, Rosana Fuertes y Daniel Ontiveros comenzamos a pergeñar la posibilidad de realizar esta muestra, el panorama político nacional era otro. Varios nombres circulaban como precandidatos a presidente; los mismos que luego se bajaron, se corrieron de ese lugar o se aliaron con otros. No teníamos plena certeza de cuál era -cuantitativamente hablando- la cifra concreta de gente que sumaba su compromiso y su voto a la continuación de este proyecto. Cuando imaginamos “Arte Plebeyo (en Campaña)”, Néstor Kirchner estaba vivo. Y entonces, muy sencillamente, pensamos en una exposición que no hable de política, que no sea subsidiaria de la política, sino, simplemente que sea política. Un año después, pararse ante el retrato de un Néstor casi adolescente, adquiere una contundencia diferente. La instantánea de un joven pelilargo que nos interpela a través de los cristales de sus anteojos setentosos, y que congela, en el trazo rápido de Ontiveros, la utopía, la esperanza y el territorio de proyección. Ese joven retratado, que paradójicamente es quien asumiría años después el gesto político de descolgar uno de los retratos más siniestros de nuestra historia: todo un símbolo de los tiempos que vendrían.
La Real Academia Española, define al retrato como “descripción de la figura o carácter, o sea, de las cualidades físicas o morales de una persona”. Innumerable cantidad de libros, papers y conferencias se han dedicado al estudio de La Gioconda. Las hipótesis mencionan retratos de amantes, de duquesas e incluso hasta un posible autorretrato del artista. Pobre Leonardo Da Vinci. Nunca hubiera imaginado la posibilidad de que esa persona fuese La Monalilita de Daniel Ontiveros. Esta señora que nos observa y ¿se ríe? desde su lugar sacrosanto, inmersa en un ambiente leonardesco donde lo que se esfuma, no es solo la atmósfera que rodea al personaje. La que intenta dialogar con Ricardito y su heredado traje en aquel sueño de convertirse en uno de esos superhéroes de nuestra infancia, aquellos que con un simple cambio de vestuario podían adquirir poderes extraordinarios. O por qué no, con la serie de calzoncillos y medias marca Opositor, y la sutileza de tener que ser utilizados justo ahí (moraleja: señora tenga cuidado porque aunque estén tapados están igual). En esa delgada línea que divide lo retórico de lo literal, reside lo atractivo de la obra de Ontiveros, la cual oscila de manera constante entre un lado y otro. La misma que transforma todo el ambiente con un ánimo festivo en el cual todo se envuelve con cintas, guirnaldas y pompones; y al mismo tiempo, nos enfrenta a lo explícito de una palabra construida con fragmentos de espejos rotos: LIBRES, y la paradoja de saberse reflejado en algo que estuvo hecho añicos y que felizmente vuelve a unirse.
En varias oportunidades me encontré pensando en la veracidad de aquello de “una imagen vale más que mil palabras”. Es que hay algo en la inmediatez del decir, en la brutalidad del lenguaje, que no hay trazo, color, ni existe imagen que pueda suplantarla. Porque cuando uno lee “...sería divino que se quede viuda” o “¿buen negocio trabajar de nieto recuperado, no?”, hay algo del espesor de esas palabras que no admite lecturas ambiguas. Estas frases que resuenan sin matices -entre muchas, pero de verdad muchas otras-, y que con un trabajo casi de hormiga, Rosana Fuertes se ha encargado pacientemente de recopilar y reunir, y que al unísono se vuelven abrumadoras. De un lado, un “ellos” (corrijo: varios ellos) y esta serie de frases que día a día configuran nuestra mediática realidad, y por otro lado un “nosotros”, con otras frases que no se escuchan ni replican, que no se reproducen. Aquellas que rescatan las pequeñas historias personales “le compre por primera vez botas de goma para que no se mojen tanto los pies”, y al igual que el espejo roto que vuelve a unirse, enmiendan y reconstruyen nuestras realidades. Eso sí: esta superpoblación verborrágica se presenta enmarcada de dorado, con flores, de estilo rococó, e invadiendo el espacio de suelo a techo, cual salón de las bellas artes del siglo XIX; apta para cualquier señora gorda que recientemente haya salido a batir cacerola (pero de teflón, eh) o a remontar globitos de colores en las mejores esquinas de los barrios porteños.
El binomio arte-política ha sido revisitado en reiteradas oportunidades. ¿Cuándo el arte subsume su esencia en pos de la política; y cuándo esta última se convierte en un componente meramente estético, deglutido y despojado de su potencial revulsivo? La obra de Rosana Fuertes y Daniel Ontiveros pone de manifiesto el carácter falaz de tales cuestionamientos. Porque el “Arte Plebeyo” no se enmarca dentro de ninguna definición acerca de la manera de hacer un “arte político”. Porque el “Arte Plebeyo”, es arte, y también es política. Y fundamentalmente, porque persigue un fin. El “Arte Plebeyo”, señoras y señores, está en campaña.
Laura Lina - Curadora
Añadir nuevo comentario