La malasangre y el gran círculo de la violencia | Centro Cultural de la Cooperación

La malasangre y el gran círculo de la violencia

Autor/es: María Belén Landini

Sección: Palos y Piedras

Edición: 4

Español:

La casa familiar en la que transcurre la pieza es una gran alegoría de la Argentina, de aquello que Rosas en su momento construyó como la Argentina federal, como territorio dominado por el yugo de sus caprichos. Este país y, por consiguiente, la casa de Benigno y su familia, se rigen bajo el método de la violencia y el terror. La fecha en la que fue estrenada esta obra es sugerente respecto de los tiempos que corrían y que, de algún modo, repetían la historia de la época rosista. El “Proceso de Reorganización Nacional” estaba llegando a su fin y muchos de los artistas exiliados volvían al país. La violencia de la casa familiar de La malasangre y la de la Argentina de Rosas se vuelve contemporánea, mimética, realista, perdiendo su carácter alegórico.


La casa familiar en la que transcurre la pieza es una gran alegoría de la Argentina, o por lo menos de la provincia de Buenos Aires, de aquello que Rosas en su momento construyó como la Argentina federal, como territorio dominado por el yugo de sus caprichos. Este país y, por consiguiente, la casa de Benigno y su familia, se rigen bajo el método de la violencia y el terror. La fecha en la que fue estrenada esta obra es sugerente respecto de los tiempos que corrían y que, de algún modo, repetían la historia de la época rosista. El “proceso de reorganización nacional” estaba llegando a su fin y muchos de los artistas exiliados volvían al país. La violencia de la casa familiar de La malasangre y la de la Argentina de Rosas se vuelve contemporánea, mimética, realista, perdiendo su carácter alegórico. “En el teatro, específicamente, connotar se vuelve sinónimo de denotar. Este código es posible gracias al binarismo de las fuerzas en juego: se sabe muy bien quién es el enemigo y de quién no se puede hablar”.1

Dolores fue criada desde la violencia, sin conocer otra forma, y no podrá salir de eso más que por un momento, aquel en el que encuentra el amor; pero para volver indefectiblemente, conducida, obligada por su padre, al gran círculo de la violencia.

Cuando entramos a la escena2 o cuando nos adentramos en la lectura de las acotaciones que describen el salón de la casa del terrorífico Benigno, nos topamos con todas las gamas del rojo: “…paredes tapizadas de rojo granate. La vestimenta de los personajes varía también en distintas tonalidades de rojo”.3 El rojo es el color de la divisa federal, de la mazorca, de Rosas, de la sangre. De sangre se vestirá cada uno de los personajes, excepto Rafael, al que “vestirán” de rojo (“rojo sangre”) al final de la pieza. Benigno es el que lleva el rojo más intenso, más macabro, el rojo-muerte: “El padre que viste de rojo muy oscuro, casi negro…” (p. 57). El Rafael-cadáver que Dolores puede llorar en la última escena es la presentificación de los cadáveres ausentes, de los cadáveres que no pueden ser llorados, que no se sabe dónde están. El terror escénico se ubica en el espacio vacío, cubre el vacío social a través del símbolo no simbólico, de la obviedad, de la alusión evidente.

La violencia se instala desde la simbología del propio color del federalismo, y entramos así al universo violento de la familia con las primeras palabras de los personajes, cuando Benigno condena a su mujer por haber tenido la irrisoria idea de que él compartiría el vino con alguien más. La figura del padre es la del detentor del poder autoritario, hace y dice lo que se le antoja sin medir las consecuencias y con un profundo odio, que a fuerza de estar contenido, se hace más intenso, más evidente. En esta primera escena se dirige a su mujer: “¿Qué? Yo dicto la ley. Y los halagos. Y los insultos. Dije lo que dije, y lo puedo repetir. (…) Imbécil.” (p. 59).

Además de la violencia verbal, Benigno se maneja con violencia física, sobre todo en lo que respecta a su esposa, débil y sumisa (“…le toma el brazo, como si quisiera hacerle una caricia. Pero después de un momento, se lo tuerce.” [p. 59]), no así con Dolores, contra quien ejerce una violencia sutil, premeditada y generalmente intermediada por su fiel criado Fermín. La violencia que Benigno utiliza para con su hija es en su esencia irónica, casi cínica, es como si quisiera decirle todo el tiempo que la odia, con el tono del padre que más tiernamente habla a su hija. Esa furia contenida, esa maldad hacia su propia estirpe le sale por los poros de manera evidente y clara, casi sin tapujos, en cada palabra que emite. Cuando consuela a Dolores, que ha sido “ultrajada” por Rafael, utiliza un tono excesivamente irónico, se burla, disfruta pensando en lo que hará con el jorobado y que su hija, en un rapto de ingenuidad, no ha sabido calcular: “Te quedarás sin profesor. Serás burrita, burrota. Como tu madre. Que si viene un franchute no sabe decir buen día. ¿Qué haremos con él?” (p. 77) La violencia contenida que maneja con Dolores muestra que a ella no se la puede tratar como a los demás, Dolores es más fuerte que su madre y no es parte de la servidumbre, por lo que Benigno debe utilizar un recurso más sutil y más solapado que el simple insulto, pero a la vez más dañino, con “efecto prolongado”: la violencia psicológica.

Benigno utiliza todos los medios para ejercer su poder: el arte, la educación, las relaciones sociales, y en cada uno de estos ámbitos imparte su violencia: a través del arte hace que su mujer toque el piano hasta que los dedos no le den más y obliga a bailar exasperadamente a Rafael con Fermín, hasta marearlo, hasta humillarlo, mientras Dolores sufre observando la funesta escena. Aquí nos encontramos otra vez frente al vacío que se llena con lo no dicho socialmente: si el arte estaba coartado por el régimen militar, en este caso el arte se presenta en la pieza en su totalidad como “desencubrimiento” de este arte prohibido pero reproduce a la vez ese arte oficial al servicio del gobierno en la música de la madre usada por Benigno para la tortura.

La educación es el medio que parece usar para que su hija deje a un lado la ingenuidad de la juventud y sea así consciente de los tormentos a los que está expuesta dentro y fuera de la casa, de lo que se debe soportar, sólo porque él así lo desea. El mismo mecanismo que con el arte se produce, sucede también en esta esfera: las instituciones están limitadas y representadas a la vez en el arte.

Y las relaciones sociales le sirven a este padre para desbaratar todo capricho de su hija, imponiéndole un marido que no le tiene ningún respeto y la ultraja tanto y más que él mismo: “[Juan Pedro] la toca brutalmente” (p. 98); “toca a Dolores como alguien que aprovecha burdamente la ocasión” (p. 101). Juan Pedro viene de afuera para reproducir el orden impuesto por “el que corta cabezas” y aceptado por su futuro suegro, que hace oídos sordos a los ultrajes de éste hacia Dolores y le festeja los que se dirijan a cualquier otro, como Rafael, o su propia esposa. Estos tres ámbitos alegorizan también el orden establecido por el gobierno de la época de referencia, porque nadie podía salirse de esos cánones si no quería ser convertido en “melones”, si no quería ser NN en la esfera del vacío.

Benigno (la ironía y el cinismo están ya en su nombre de pila) es “falso, corazón helado, espíritu calculador, que hace el mal sin pasión, y organiza lentamente el despotismo con toda la inteligencia de un Maquiavelo”.4 Tal como Sarmiento caracterizó a Quiroga en su Facundo, Benigno representa la ambivalencia propia de la personalidad pública y el asesino a sangre fría: “…sublimes, clásicos, por decirlo así, van al frente de la humanidad civilizada en unas partes; terribles, sanguinarios y malvados son en otras su mancha, su oprobio”.5

La ironía y el cinismo son las maneras en que Dolores ha aprendido a relacionarse con quienes la rodean. También ella se rige por el simple capricho, ella decide cuándo comenzará su historia de amor, ella se lo confiesa a Rafael, ella lo apabulla desde el principio. Dolores trata a Rafael como se le antoja cuando se le antoja: “Para que yo ofenda, ¡tiene que haber ‘alguien’ para ofender!” (p. 77); y poco después: “Te amo… Te amo con tus ojos furiosos…” (p. 84).

Dolores actúa con los demás personajes de la pieza creyendo que puede calcularlo todo tal cual lo hace su padre, pero hay momentos en los que la sorprende el horror, sobre todo ante la presencia de Fermín. Cuando su padre la maltrata, pareciera que todavía confía en que él la quiere, sin poder reconocer lo que significa cada acto del “hombre de la casa”, sin resignarse a creer que existe ese grado de violencia, a creer que sea real; pero cuando es Fermín quien aparece, Dolores sabe que su campo de acción terminó y que no puede pasar más allá de lo que el criado-bestia le permite: “…cuando era chica le gustaban los regalos que le traía. Dolores: -(…) Me daban horror. Fermín: - (…) ¡Todo un verano le traje arañas!” (p. 105). La apabulla la violencia explícita.

Dolores, a diferencia de su padre, es más pasional, más impulsiva y su inteligencia le permite darse cuenta de lo que pasa en el exterior, de que la violencia que vive día a día se origina más allá de las paredes de su casa, que viene desde más arriba, “del que corta cabezas”. Dolores no soporta escuchar el carro de los melones, sabe lo que eso significa y se enfrenta a su padre para manifestarle que no está de acuerdo con el asesinato, con el horror que se vive. Rafael comparte con ella esa opinión y llega a transmitírselo, lo que los unirá mucho más y dará sentido a “lo importante” de la pieza. “Dolores:- O su mujer. O sus criados… Nadie puede decir que no al señor de la casa. Mueve un dedo y ya está. Madre:- Ese señor es tu padre. Dolores:- ¿Y el otro señor, mamá? ¿El que corta cabezas?” (p. 89).

El amor de Rafael es para Dolores un escape y una lucha contra ese autoritarismo en el que la sociedad entera está inmersa. Los melones simbolizan en la pieza esa violencia externa que se transmite casi directamente al interior de la casa a través de Fermín, el nexo entre el adentro y el afuera, el que trae todo lo externo: trajo a Rafael y de la misma manera “se lo llevó”, y trajo melones para Dolores: “Fermín:- (…) ¡Melones! (…) ¡Pasaron y compré! Pensé, a la niña le gustará” (p. 73). Fermín es el ejecutor, el verdugo, mientras que Benigno se comporta como el autor intelectual de las atrocidades que, orgulloso, su criado-bestia realiza. Fermín es, además, el único que se ensucia las manos con sangre. Mientras los demás acompañan el movimiento de la guerra de la sangre, él la lleva en sus manos primero para hacerle una broma a Dolores y luego para aniquilar su felicidad, le trae el dolor de las cabezas cortadas a su misma presencia. A pesar de que lo que Fermín acarrea dentro de la bolsa no resulta ser realmente una cabeza, el daño que produce en la joven es el mismo, el horror que le genera es aquel que le hubiese producido esa misma cabeza, sólo ver la sangre apabulla a la niña. Es el dolor del disparo de un fusil que no tiene balas, pero que tortura al que no lo sabe.

El terror es el medio por el que el padre y la hija, el marido y la mujer, el amo y el criado se relacionan. Benigno no conoce otra manera, la pieza sólo nos muestra un fragmento de esta sanguinaria vida que lo lleva a las torturas continuas. Lo que sabemos es que responde a alguien que está en el exos, en el afuera. “Incapaz de hacerse admirar o estimar, gustaba de ser temido; pero este gusto era exclusivo, dominante hasta el punto de arreglar todas las acciones de su vida a producir el terror en torno suyo, sobre los pueblos como sobre la víctima que iba a ser ejecutada, como sobre su mujer y sus hijos”.6 Ésta es la manera en la que se maneja Quiroga según Sarmiento y ésta es la manera en la que se maneja Benigno.

Las comparaciones que hasta el momento se han intercalado entre el Quiroga retratado por Sarmiento y el Benigno de La malasangre muestran y confirman que el orden de violencia doméstica impartida por este último responde a y reproduce un orden más amplio, exterior, y que se convierte en el paso previo de aquel que realmente quiere ser mostrado mediante la puesta en escena: el de la dictadura de 1976-1983.

Del otro lado de la violencia representada por Benigno, Rafael es un personaje que encorvado, torcido, jorobado, es aquel que no sigue el “recto” comportamiento exigido, es el que no viste de rojo, el que trae a la casa otra cosa diferente de aquella que trae Fermín, es el representante de “el otro bando”. Por un lado, dijimos que, como vehículo de la educación, saca a la niña de la ingenuidad para hacerle más consciente su sufrimiento; pero, por otro lado, trae el amor y “las cabezas sobre los hombros” para afianzar en Dolores lo que ya se vislumbraba en su carácter. Rafael ingresa transmitiendo una educación avalada oficialmente, respetando los cánones impuestos, pero la confianza con su alumna hace que lo proscrito se fortalezca tanto en él como en ella, que, a través del conocimiento del exterior, hace de su bandera de batalla algo real y concreto. Hace de ella pura confianza en sí misma. El “torcido” convierte lo figurado en una imagen literal para que no nos queden dudas acerca de cuál es la ley que rige la casa, para que no dudemos cuál es la línea que hay que seguir, pero que él no sigue, desviándose, en todo sentido, inclusive pagando el “desliz” con su propia vida. Su joroba le vale humillaciones y sufrimientos, pero también le acerca la posibilidad de conocer el amor. Rafael es el receptor de la parte física y sin tapujos de la violencia ejercida por Benigno y por Fermín; él hace uso de la violencia verbal sólo cuando debe defenderse, sobre todo de las humillaciones de Dolores, frente a quien, por ser su alumna, se muestra más firme que frente a los demás. Rafael se defiende con insultos y sólo una vez le levanta la mano, lo que le costará muy caro. “Dolores:- Hay mujeres que… que se pueden enamorar de los defectuosos… Rafael…) ¡Y defectuosos que por suerte no se enamoran de las imbéciles!” (p. 75).

Rafael y Dolores son los dos únicos personajes que presentan evolución dentro de la pieza, y ésta parece deberse a la influencia del uno sobre el otro. Rafael llega para darle a Dolores aires nuevos y ella lo convierte en un ser con carácter y capacidad de defenderse frente a las agresiones, al menos frente a las suyas, dándole al mismo tiempo la posibilidad de experimentar un sentimiento nuevo, el amor. La relación entre ambos se compone como la contrapartida de la relación entre Fermín y Benigno, ya que llevan la bandera de las “cabezas sobre los hombros”, mientras que los otros abogan por “el que corta cabezas”. La alegoría del país que se vive tiene también sus opositores, sus “unitarios” de turno. Más allá de la lectura obvia que podemos hacer de los dos “bandos” presentes en la pieza, la complejidad se instala desde el personaje de Dolores y la institución familia, eje del discurso oficial de la dictadura: la institución a la que se quiere preservar es en este caso la que revela la peor parte de lo que se vive, en la familia se explicita el conflicto social para que sea el espectador quien elija ceñirse a él o trasladarlo a aquello que sabe que esa puesta en escena quiso decir.

El carácter “opositor” de la pareja es el que lleva a Rafael a la muerte. No así a Dolores, quien cumple nada más y nada menos que el destino que su nombre predica, por ubicarse en una situación intermedia: opositora, pero hija, familia. Rafael transgrede desde su propia figura, desde el amor que profesa hacia la joven y desde el ocultamiento de éste; y es esa trasgresión la que lo hará víctima de la violencia roja de Benigno, que, intermediado por Fermín, lo presentará muerto a los ojos de su propia hija, llenando el vacío con un cuerpo y un nombre.

El final de la pieza nos revela la imposibilidad de Dolores de salir del círculo violento en el que vive, ya que, al momento de pasar a la esfera no doméstica externa, su plan se ve trunco y su nexo “positivo” con el exterior (Rafael) deja de existir, mientras que el “negativo” (Fermín) se hace más presente para duplicar y reproducir la acción y las ideas que el camión de melones le hacía llegar en sus pregones.

En esta última escena tanto como en las anteriores se nos revela el carácter del personaje de la madre, aquel ser que no ignora los sucesos de violencia que se viven dentro y fuera de la casa, pero que tampoco toma partido para enfrentarlos, a pesar de que es también ella una víctima. La madre sufre y ve a su hija y al profesor sufrir pero no se mete, no toma partido y lo único que tiene para decir en el momento del trágico desenlace es “Vamos a dormir” (p. 118). Es parte de los que miran el mundial del ’78 como si a pocos metros del estadio no estuvieran ocurriendo grandes atrocidades.

El círculo de la violencia es un círculo cerrado que se instala desde la primera puesta en escena de la obra en 1981. El terrorismo de estado estaba instalado desde hacía cinco años y formaba parte del contexto cotidiano de actores, espectadores y de la dramaturga, que aún se exiliaba en Barcelona. Esta misma sensación es la que genera la identificación de cada espectador con Dolores, por ejemplo, quien es víctima de la tortura psicológica, o con Rafael, víctima de la tortura física. El régimen de Rosas, “encubierto” en el Benigno padre de familia y el accionar del gobierno de facto “desencubierto” en sus actos, nos muestran una realidad conocida pero no por eso menos violenta. La violencia interna de esa casa, de esa escena, explota y sale hacia afuera y desde afuera vuelve a repercutir en lo interno, porque no puede pensarse la Argentina de 1981 ó 1982 sin la remisión al proceso y no puede pensarse este proceso sin la remisión a la familia.


Bibliografía

  • Dubatti, Jorge, “El lenguaje en clave de los dramaturgos”, Revista Ñ 18 de marzo de 2006.
  • Dubatti, Jorge; Spregelburd, Rafael, “La importancia de llamarse teatro”, Revista Ñ 12 de mayo de 2007.
  • Gambaro, Griselda, La malasangre, Buenos Aires, Cántaro, 2007.
  • Romero, José Luis, Breve Historia de la Argentina, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1996.
  • Sarmiento, Domingo Faustino, Facundo, Madrid, Cátedra, 1999.
  • “Cómo curarse de la realidad con teatro”, entrevista de Alejandra Rodríguez Ballester a Rafael Spregelburd, en Revista Ñ, 14 de abril de 2007.

Notas

1 Dubatti, Jorge, “El lenguaje en clave de los dramaturgos”, Revista Ñ 18 de marzo de 2006, p. 37.
2 Siempre que hable de la puesta en escena me referiré a la del 2005 en el Teatro Regio, protagonizada por Carolina Fal y Joaquín Furriel y dirigida por Laura Yusem.
3 Gambaro, Griselda, La malasangre, Buenos Aires, Cántaro, 2007, p. 57. (En adelante, se cita sólo el número de página).
4 Sarmiento, Domingo Faustino, Facundo, Madrid, Cátedra, 1999, p. 39.
5 Ibídem, p. 131.
6 Ibídem, pp. 141-142.

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