Detrás de las palabras perdidas: Es necesario entender un poco | Centro Cultural de la Cooperación

Detrás de las palabras perdidas: Es necesario entender un poco

Autor/es: Clara Ibarzábal

Sección: Palos y Piedras

Edición: 4

Español:

Sin duda, es esta una de las obras más bellas y ricas dentro de la producción de Griselda Gambaro, de lectura ineludible. Más allá de su anclaje en hechos históricos –mediados, ya desde lo argumental, por la mirada desde la literatura–, la obra se abre en el lenguaje: no sólo se potencia la crudeza de un mundo cruel y se depura la forma expresiva, sino que el discurso se vuelve polisémico, rico en significaciones que trascienden la anécdota. Sonoridad que juega también con la disonancia, pues el lenguaje poético, generalmente en boca de Hue o de alguno de los personajes femeninos, se ve contrastado con el prosaísmo de quienes ejercen la violencia a lo largo de la obra. Al tiempo que gana en realismo, la palabra poética se erige en vencedora, sin edulcorar o embellecer superficialmente, sino planteando, desde otro registro, otra mirada, otra actitud posible.


Sin duda, es esta una de las obras más bellas y ricas dentro de la producción de Griselda Gambaro, de lectura ineludible.1 La pieza toma un hecho histórico y lo recrea libremente. Desde los tiempos de Mateo Ricci, muchos misioneros habían ido a China, pero muy pocos chinos habían visitado Francia y sólo uno volvió para contar la historia, John Hu, un converso al cristianismo, quien, en 1722, a los cuarenta años, atravesó medio mundo para llegar a París. Fue hasta allí como copista asistente del padre Jean-Francois Foucquet, misionero jesuita que volvía a su patria después de 22 años. Este sacerdote había dedicado su vida a probar que los antiguos textos religiosos como el I Ching habían llegado a los chinos por el mismo Dios. Esperaba así propagar la fe. Hu tenía que copiar proposiciones de los cuatro mil volúmenes que su maestro había reunido para probar su teoría.

Poco llegó a hacer Hu, dada su respuesta al nuevo mundo –una conducta extravagante–, unida a su incapacidad para hablar el lenguaje o asimilar la cultura y actuar de acuerdo con ella. Para los europeos, aparecía como un loco: en su primer viaje en carro, se bajó del vehículo en movimiento para llenarse la boca de zarzamoras que había en el borde del camino; dio su caro abrigo a un indigente, marchó por las calles de París golpeando un tambor y moviendo una bandera con una inscripción que rezaba: “Los hombres y las mujeres tienen que ser separados en diferentes esferas”, con caracteres chinos. Fue golpeado y encerrado para que depusiera su actitud, pero persistió. Finalmente, Foucquet pidió que se lo internara en el manicomio de Charenton,2 en las afueras de la ciudad. Después de dos años de prisión, Hu preguntó, cuando pudo hablar con alguien en su propia lengua: “¿Por qué me encerraron?”

En una entrevista,3 Gambaro comenta que leyó la historia “en el libro de un norteamericano cuyo nombre no recuerdo. Un libro que ni siquiera leí totalmente. Pero me impresionó la anécdota de ese chino que es llevado a Francia”. La historia está narrada en The Question of Hu, una novela del historiador John Spence, publicada en 1988. El autor plantea la cuestión mayor de la locura y hasta qué punto las instituciones psiquiátricas son un mecanismo de control social. El otro tema es la identidad, tal como se observa en el juego de palabras del título. El asunto central parece ser qué es interpretar otra cultura y qué significa traducir, más allá de ola trasposición de un idioma a otro. Spence no plantea respuestas. Ofrece, sin embargo, una interpretación opuesta a la del cura, que quería darle a los chinos la clave de sus clásicos.

Más allá de su anclaje en hechos históricos –mediados, ya desde lo argumental, por la mirada desde la literatura–, la obra se abre en el lenguaje: no sólo se potencia la crudeza de un mundo cruel y se depura la forma expresiva, sino que el discurso se vuelve polisémico, rico en significaciones que trascienden la anécdota:

Cuando escribo me interesa encontrar frases que puedan ser dichas por personas comunes pero pasadas en un lenguaje artificial. Porque el teatro es eso, busca expresar otra realidad, otra emoción, otro pensamiento. En cuanto a lo metafórico, creo que no hay una intencionalidad. Surge ahí lo que uno es.

Se transparenta esa aguda visión del mundo en un texto de una musicalidad llamativa:

Creo que cualquier escritor está atento a la sonoridad de las palabras, a cómo suenan. Y eso es todo (…) cuál es el peso de una palabra, no lo sé. Yo lo hago sin pensar, con el oído.

Sonoridad que juega también con la disonancia, pues el lenguaje poético, generalmente en boca de Hue o de alguno de los personajes femeninos, se ve contrastado con el prosaísmo de quienes ejercen la violencia a lo largo de la obra. Al tiempo que gana en realismo, la palabra poética se erige en vencedora, sin edulcorar o embellecer superficialmente, sino planteando, desde otro registro, otra mirada, otra actitud posible.

Lo interesante es, pues, ver qué hizo Griselda Gambaro con ese intertexto que sirvió como puntapié inicial y como materia argumental. La pieza teatral está dividida en diez escenas. La primera se desarrolla en casa de Hue, cuando el letrado se está despidiendo de su madre. Va a ser su última cena juntos, pero no la comparten. Ella no comprende la necesidad de partir de su hijo. Él, viudo de cuarenta años, desea cumplir el sueño de viajar y comparar el mundo desconocido con el que ya le es familiar. Ella camina como si la hubieran criado con los pies atados: no necesita irse. Los personajes no tienen rasgos orientales, aunque visten ropa china; no son distintos, simplemente pertenecen a una determinada cultura, que los define. Ella dice que él manda en la casa, pero cuando aparece en escena Hue es pequeño y bondadoso, ingenuo y crédulo, como le reprocha su madre. Él piensa que la vida no es más que un gesto del brazo de Dios que nos acomoda para abarcarnos mejor. Está orgulloso de ser un letrado; ella le advierte que no habla ningún idioma, excepto el chino. Él dice “Hablaré el de Dios”.4 La madre lo llama “niño”. Quizá sea ése el talón de Aquiles de Hue: su desmesurada confianza, en su saber intelectual y en la humanidad; una ingenuidad que no aparece como virtud en un hombre instruido. La madre, en cambio, tiene otra mirada; descree del cura, “el blanco, el aguachento”, ella no lo acepta; tampoco que se haga llamar “Padre”. Éste lleva a Hue a Francia para que lo ayude a traducir el I Ching y otra serie de libros comprados en China. “Dios está viejo, su brazo se acalambra y en su gesto para abarcarnos, nos deja caer. Hue, Hue, ¡tonto! Sufrirás” (p. 66), anticipa, desde su intuición y su experiencia, la Madre, que se quedará esperándolo.5 Esa palabra, “caer”, mutará de significado en el final de la obra.

La segunda escena transcurre en el barco. Hue se siente mareado, vomita. Viste un amplio sobretodo oscuro. No tiene donde “pisar firme”. Las palabras del cura “se pierden”. Ya ni se entienden en chino, no es el idioma aquí lo que los distancia, sino un universo de valores. El Padre se mofa. El hecho de que así lo nombre Gambaro hace más paradójico el trato, pues este personaje se burla de su miedo con crueldad. Hue, en cambio, que sí tiene un ojo cristiano compasivo, se horroriza ante el marinero ajusticiado en el barco y arrojado al mar. Hombre de buen corazón, se precipita en cubierta “con el grito de un personaje risible que cae a un abismo” (p. 70). En la siguiente situación, el barco sale del escenario, están en tierra, pero el viaje continúa, ahora en carruaje. Ya se aprecian diferencias con el cochero en el modo de tratar a los caballos. El cura lo pone incómodo a Hue. El grito sirve para todo: antes que la palabra, el tono o, si no, el gesto violento. El sacerdote quiere entender6 el I Ching. Hue le hace: “Los signos están vivos como las personas”. No se trata de letra muerta, sino de un pueblo que cree en esa palabra venerable. En tanto Hue se arroja a besar la tierra clemente y susurrante, para el Padre, la tierra no cuenta. Golpea al cochero y éste a Hue, con el látigo, como si fuera un animal, degradándolo. “La hierba me habla”, sostiene el chino, quien sabe que la naturaleza espera. El cochero lo ata, él se somete. Padre sostiene: “Ya entenderás”. Sin embargo, le está queriendo decir que sólo le queda la posibilidad de adaptarse a códigos impuestos por otros, a los que él es ajeno.

En la escena 4, en la posada, el sacerdote quiere comer y se muestra muy grosero con la posadera. El mendigo quiere el capote de Hue, quien se lo dará. El padre se opone, niega que Dios quiera que seamos compasivos. “Dios no quiere nada. Es demasiada soberbia saber cuál es su voluntad” (p. 81),7 contradiciéndose, pues él se está arrogando el ser la voz divina. Él ha cometido la desmesura de pretender penetrar el misterio. Entretanto, Hue no puede comer pues no está habituado a los alimentos que se le ofrecen. En tanto se expresa poéticamente, el cura anuncia con grosería que se va a orinar. Hue ve a la posadera y sabe, con ese conocimiento que surge de la conexión profunda, que ella que va a morir. No quiere la hierba arrancada que el cura le ofrece: para qué matar inútilmente. Siguen sin comprenderse. Mientras Hue abraza a la joven que agoniza (“Si la abandono caerá”), el Padre pide vino. El religioso se asusta al ver que su acompañante previó esa muerte y lo llama “diablo amarillo”: no comprende que Dios se revela a quien quiere ni que hay saberes que lo exceden. La quinta parte, un nuevo cuadro, transcurre en la sacristía, donde hay una cruz, el I Ching, una virgen de yeso. El sacristán nombra como “chino asqueroso” a Hue, quien se perdió. Padre, en cambio, lo llama niño. Lascivo, cree que los demás miran o a los hombres o a las mujeres. Advierte que Hue se ha vuelto “analfabeto” ante esta nueva cultura. Como ya no le es útil, prescinde de él. El letrado queda a cargo de sacristán, el cual insulta y maldice al jesuita cuando parte. Tampoco el ama lo quiere allí a Hue, lo desprecian. No lo entienden, les da asco por el olor. El cura ni se ha despedido de Hue, quien viene azorado por la violencia social, lleno de sangre, ha debido correr: “¡me hablaban con piedras!” (p. 93) Reza. “Dios mío, no me permitas el odio. Todo tiene su razón.” Y se pregunta con angustia, como la autora, como nosotros “¿Cuáles son las razones del mundo?” (p. 93) Preguntará reiteradamente si éste es el mundo de los muertos, lo siente como un territorio ajeno a la verdadera vida. Quienes lo rodean no lo entienden a él. Él no entiende a Dios, le pide que le hable.

En la escena 6, la acción transcurre en el loquero de Charenton. El médico sabe que no está loco (no entender y tener otras costumbres no lo es), pero acepta tenerlo allí, como a otros, por dinero y porque sabe que puede trabajar y se dispone a explotarlo. Al médico no le gustan los extranjeros. Abofetea a Hue para ver cómo reacciona. “¿Por qué me hacés esto?” (p. 98) En nueva inversión, quien debiera dar salud, consciente de que no está psíquicamente enfermo, lo interna. Aparecen aquí el tema del lucro, por un lado y otra estrategia de poder: silenciar al que se considera peligroso descalificándolo al atribuirle transtornos mentales. Hue lo confunde con el jesuita: han actuado de modo semejante.

La escena 7 incluye una intertextualidad que complejiza el contenido y la forma de la pieza de Gambaro: Marat-Sade, la obra de Peter Weiss.8 La acción, en el mismo lugar; el loco de la bañera hace de Marat, dirigido por Sade. En esta secuencia de distensión cómica, nos hallamos ante el famoso marqués, a quien Hue confunde con el jesuita, a pesar de que su apariencia es bien grotesca y singular, pues tiene una gran barriga, peluca y zapatos con tacos.9 Gambaro ha cruzado dos referentes históricos, pero anacrónicos: por un lado, Hu y su “protector”, el padre Fouquet, con su discurso sobre la caridad cristiana, autoridad intelectual y espiritual para el letrado chino, negado permanentemente por su acción y la de sus compatriotas, vivieron a comienzos del siglo XVIII; por otro, Marat y Sade, quienes vivieron los tiempos de la Revolución Francesa, sobre el final de la centuria. El político es cuestionado por el marqués, quien expresa los ideales de la revolución, que se vuelve falsa cuando sólo se transforma en terror y cambio de nombres en el ámbito del poder. Sade le dice al Marat ficticio: “Mentiras tus discursos sobre libertad, igualdad, fraternidad” (p. 102) y le predice su muerte. Carlota Corday, la joven que asesina al revolucionario en la obra de Weiss, intenta arañar a Sade, quien quiere tocar sus pechos. El controvertido escritor conduce a Hue a un banco y le habla al Loco: “Le quitaste a ese pobre desgraciado la lengua, las palabras. Viste jirones, pero nada es tan malo como perder las palabras. No comprender”. Sade entiende, en tanto al Loco se le cae la cabeza, como un peso intolerable, quizá el de la razón perdida (por él, por Marat), quizá el de la mala conciencia del Marat que representa. Se habla del cuchillo. Hue cree nuevamente que está en el otro mundo, pregunta si comen. A lo largo de la obra, no podrá compartir el alimento. Carlota contesta, aludiendo a sus propios fantasmas “no comas ni bebas” y hace referencia a la fetidez intoxicante que los rodea. Lo llama “chinito bobo”. Hue quiere irse, pues advierte que nadie está cerca de nadie. No entiende.

En la octava escena, en el mismo lugar, está Carlota, que desea matar, “desatar”, término polisémico en esta escena. Él, que padece la oscuridad, quiere desatarle la camisa de fuerza por compasión. Ella, una niña que desvaría, desea ser libre para ejercer la violencia. Cuando Carlota lo muerde, Hue dice, ya completamente despojado de su ingenuidad inicial, de su confianza en el hombre: “Los desdichados no se reconocen” (p. 110). Es lo que más le duele: ese re-conocimiento es lo que ha estado buscando en la oscura desdicha de esos años, ya lejos de sus libros. El interés se ha desplazado de la cultura libresca a la experiencia vital, que lo ha conducido a lo más primario. Cruzado el umbral, despojado de todo, la búsqueda es otra. Nuevamente es malinterpretado: su acción compasiva es confundida.

La escena 9 se desarrolla en el mismo lugar. El médico comenta que Hue no aprendió a hablar en seis años. Ha sido su manera de resistir el avasallamiento de su cultura y su persona, esa ignorancia consciente ha sido su forma de protección y su estrategia. Si no hay respeto de pares, no es posible dialogar. Llega el Padre, tras largos años de abandono. Aunque hablan el mismo idioma, no hay comprensión. “La espada de hija más fina no puede cortar un río en dos para que deje de correr” (p. 113), le dice Hue, sintiendo que no podrá reponerse de tanta vejación. El cura lo quiere regresar como inmigrante rico. Se manifiesta arrepentido, quiere borrar rápidamente el enorme sufrimiento que ha causado. Con justa ira, largamente contenida, Hue lo acogota, pero lo suelta. Ríe, sin saber ya por qué.10

En la última escena, el círculo se cierra. La madre espera el regreso del hijo con el arroz listo, la comida que a él le gusta, la que culturalmente lo define. Él no la mira al principio. Ella no le quiere dar en la boca: decidida a no tratarlo como un niño, intuye que él necesita recuperar la dignidad perdida. Hue escupe.11 Ya no sueña. Habla del cuchillo, pero la madre no entiende su discurso entrecortado. Al referirse a sus brazos sin fuerza, sostiene “Los tengo acalambrados, como los brazos de Dios” (p. 117). Allá, en Europa, era igual, sin justicia, pero no se entiende. “El mundo de los hombres tiene que ser comprensible, porque no hay pavor más grande que vivir en él y no entenderlo. Ese pavor me hiela” (p. 118), dice el viajero. La madre, compartiendo el destino del hijo, ha quedado muda. Ahora le desata la camisa de fuerza y lo incita a recuperar lo perdido. “Podés soñar”, lo alienta; él no puede reinsertarse fácilmente. La flor no vuelve al tallo, dice Hue: todo es distinto, el tiempo no vuelve atrás. Ha regresado al mismo sitio, pero ha cambiado mucho. Se acurruca con los gestos de un animal o de un loco: en eso lo transformaron, así fue tratado. La madre se arrodilla junto a él. Si bien el cerezo ha muerto, se tienen el uno al otro. Ella, para caer, volverá a un árbol muy castigado. “A uno que no reconoce el sabor del arroz”, a Hue mismo. Le pide a su hijo que la ayude a caer y lo abraza, deslizándose hacia el suelo lentamente, como la posadera. Hue la levanta: los dos quedarán de pie en el final de la obra. La caída parece sugerir la necesidad de morir a fin de renacer. El viaje no ha sido vano: el niño ha muerto, pero Hue ha resistido y ha podido recorrer el camino de regreso que lo reinserta en el origen y lo devuelve a sus raíces, a la tierra que lo recibe.

Sin duda, la obra transita una temática recurrente en la obra de Griselda Gambaro: la relación entre víctimas y victimarios, el incomprensible sometimiento del hombre por el hombre, la degradación como forma de vínculo ante lo que molesta, se desconoce o atemoriza. En este caso, la violencia más penosa se produce al cancelar la palabra del otro como vehículo de comunicación y como sostén del individuo. La palabra es especialmente vital para Hue, que es un letrado, pero en el mundo europeo, sin conocer el idioma, sin poder hacerse comprender, se convierte en un paria. Sin duda, hay una puesta en cuestión de la superioridad de la llamada “cultura occidental”, hegemónica. Todo le está subordinado, incluido el milenario saber oriental. En cuanto a la violencia, se presenta en distintas formas y en varias relaciones: por un lado, la ejerce el cura sobre Hue, abusando de su poder, pero también lo maltratan el cochero (por puro hábito), el sacristán, el ama (lo discriminan), el médico (por conveniencia) y Carlota, en su locura. Hay violencia en todos los estratos sociales. A su vez, ésta, en la ficción dentro de la ficción, comete un crimen político. La presencia de Marat y Sade pone sobre el tapete el tema de la ilegitimidad del terror como herramienta de la autoridad. Finalmente, también se produce en el mundo íntimo, pues la posadera es víctima del maltrato de su esposo. En todos los ámbitos, en todos los tiempos, en todas las culturas –Hue reconoce en el final que también hay muertes evitables en su tierra, es decir, la violencia del hambre– ésta se repite. Se trata de ver cómo se explica (si es posible), cómo se sale de ese círculo, cómo se responde a ella.

Por otra parte, el hecho histórico que vertebra el argumento, en Gambaro, aparece, como vimos, mediado por la literatura: por un lado, por la novela de Spence; por otro, la obra de Weiss. “La poesía es más filosófica que la historia”, dice Aristóteles. Al remitir a ella y no a los acontecimientos originales, Gambaro complejiza algo más que la estructura de su texto, pues tenemos un intertexto teatral en el que a la vez se concreta una representación (la cuestión de que es teatro está permanentemente explicitada en el texto de Weiss, de textura brechtiana). Además, abre su propio texto a la temática de la solución posible al sometimiento de un hombre sobre otro: la revolución emplea métodos violentos para romper con la violencia de la injusticia y termina creando un orden tan injusto como el que pretendió abolir, pues los hombres, cuando detentan el poder, se vuelven ambiciosos y olvidan sus ideales. Sade, como figura representativa de lo que socialmente no se acepta, pone en tela de juicio ese ejercicio de la violencia como método y cuestiona a los revolucionarios por haber convertido ideales válidos en pura retórica, del mismo modo que el jesuita, que se arroga el papel de mensajero de la voz de Dios, es todo menos cristiano. En Gambaro, parece haber un corrimiento en relación con lo que Sade representa. Para Weiss “Lo que nos interesa entre los dos personajes es el conflicto entre el individualismo llevado al extremo y la idea de una transformación política y social”.12 La palabra parece cuestionada. En tanto no se sustente en la acción o sea desdicha por el gesto, no es verdadera: la contundencia de la realidad muestra que el proclamado cambio social no beneficia a los de abajo; simplemente cambian los nombres de arriba; ruedan unas cabezas para que se impongan otras.

En las dos obras teatrales, se habla de actitudes humanas que no se modifican, que se perpetúan en la historia, repitiéndose cíclicamente: someter al otro al sumirlo en la ignorancia. A Hue se lo hace padecer la triste humillación de verse despreciado por no saber lo que la cultura acepta como valioso. Por otra parte, está la cuestión de la soberbia del que detenta el conocimiento, constituido en un poder que se ejerce o del que se hace uso, no como una riqueza que puede compartirse y enriquecerse en el intercambio y no basta con poner lo que se aprende al servicio de otro: el intelectual ha de poseer lucidez en su mirada acerca del mundo; no cabe en él la ingenuidad del lego, ése ha sido el pecado de Hue, quien ha necesitado recorrer el mundo y experimentar la injusticia en carne propia para “saberla”. Sade desnuda la vacía hipocresía del discurso cultural: lo obsceno no es el exhibicionismo sexual, ámbito reservado a la intimidad, sino la mentira política, el maltrato del hombre por el hombre, la exposición de los cadáveres, la justificación de la tortura y de la muerte, en cualquier tiempo y lugar. No aparece una referencialidad directa a nuestra historia política; simplemente, el hecho de que la autora sea Griselda Gambaro, para quien conoce su trayectoria, hace que nos remitamos a ella, más allá de que lo que sucede resuene inevitablemente en nuestra historia reciente, es imposible que no tenga eco en cualquier espectador y en cualquier sitio. De hecho, el haber tomado un suceso lejano en el tiempo y el espacio por parte de una autora que no anula la referencialidad, mucho más directa –aunque no necesariamente más contundente– en otras muchas obras, habla de una pretensión de universalidad, sin que se aligere o pierda la alusión local.

El eje no está puesto por mera casualidad en el siglo XVIII, tan marcado por la voluntad racionalista de la comprensión desde la palabra, época signada por el afán de comprender y penetrar en el fondo del misterio. Se trata de un período marcado por un determinado concepto de saber, libresco, enciclopédico, metódico, eurocéntrico, opuesto en la obra a la cultura oriental, milenaria, de otro signo, hecha de un sabor diferente, poblada de poesía. Si hay una reivindicación de la palabra como lo propiamente humano, en la recuperación que hace Sade de lo corporal y en la fuerza de los objetos y las imágenes, se afirman el acto sobre el gesto, el gesto y el objeto escénico por encima del discurso, que no alcanza. Los golpes y el maltrato se entienden en todos los idiomas; también el abrazo. Cuando se quiere, también se malinterpreta hasta lo más inocente y más simple: la mirada crea intenciones de las que el otro carece. Al cancelar la palabra, se le impide a Hue aclarar la situación; no hay intención de escucha. Lo comprende el espectador, que tiene una visión mucho más abarcadora que los personajes, cuya visión es siempre parcial, incluida la de Hue. El cuchillo y el árbol, al igual que la fosa abierta de la puesta en escena no necesitan explicación: su iconicidad, su sugerencia, su simbolismo son captados desde la sensibilidad más primaria y son mucho más potentes que el falso discurso de la caridad cristiana –no se sustenta con hechos– o de la fraternidad manchada de sangre. Puede mucho más el tono de voz de la madre, la imagen de su espera permanente, su caída en el abrazo final, que le recuerda a Hue que tiene mucho para ofrecer aún, tiene una fuerza extraordinaria frente a cierto uso de la palabra que se marchita como peso muerto. El árbol de la imagen permanece cuando el discurso racional se vacía de sentido.

Sin embargo, el texto de Gambaro, desde la enorme riqueza lingüística, desde su misma buscada exquisitez, que opone la delicadeza de Hue a la cruda brutalidad de los occidentales de la cuna de la civilización, reivindica la palabra. Gambaro incluye hermosos textos poéticos en su obra, intertextos que no están vacíos de contenido. El lenguaje de la poesía tiene un saber y un sabor eternos, como la comida que nunca se llega a compartir en la obra. El hombre queda despojado de su esencia cuando no puede decirse, se desdibuja como ser humano cuando no puede dar cuenta de sus padres, su patria y su nombre, como se hacía en los tiempos antiguos al llegar como huésped. Hue queda totalmente vulnerable, pues él cimentaba su propio valor en sus saberes. Al no poder traducir, se siente inerme, ha perdido lo que consideraba más suyo. Lo interesante es que, al tiempo que reivindica el valor de la palabra –la poética en particular, que no ha perdido sentido, que es portadora de la cultura más arraigada, aquella de la que jamás podemos ser despojados–13 encuentra que detrás de las palabras está la dignidad del gesto, de la imagen, de la acción.

Ante los procedimientos de cancelación del diálogo, fundados en la degradación del interlocutor, en el ultraje a su palabra, el espectador, quien comprende el idioma, realiza el procedimiento inverso al de la escena, donde reina la incomprensión Es posible recuperar el vínculo, no ya en los libros, sino en el teatro, donde se comprende y se experimenta más allá, detrás de las palabras. La Madre se presenta como la propia tierra que permanece, donde podemos caer y recuperar las palabras perdidas. Paradójicamente, en el intento de entender un poco, madre e hijo se entienden sin necesidad de palabras, en el abrazo. Y la cultura queda preservada en el sabor del arroz, más allá de los abismos. Detrás de las palabras, en la imagen, en el abrazo íntimo, en el sabor del arroz.


Bibliografía

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  • -----. “Desconfío de tanta aprobación”, entrevista, Revista Ñ, Buenos Aires, 28 de junio de 2008.
  • Dubatti, Jorge, “Sentido y forma de la revolución en el teatro de Peter Weiss”, en Weiss, Peter. Persecución y asesinato de Jean-Paul Marat, representados por el grupo de actores del Hospicio de Charenton bajo la dirección del señor de Sade, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 1999.
  • Gambaro, Griselda. Teatro 6. Atando cabos. La casa sin sosiego. Es necesario entender un poco, Buenos Aires, Ediciones de la flor, 1996.
  • Gilio, María Esther. “Tres mujeres y una pasión”, entrevista, en Teatro, Revista del teatro San Martín, año XVI, N° 48, Buenos Aires, septiembre de 1995, pp. 48-52.
  • Mazziotti, Nora (Comp.). Poder, deseo y marginación. Aproximaciones a la obra dramática de Griselda Gambaro. Buenos Aires, Puntosur, 1989.
  • -----. “Trabajosas búsquedas desde los márgenes” en Teatro, Revista del teatro San Martín, año XVI, N° 48, Buenos Aires, septiembre de 1995, pp. 38-43.
  • Taffetani, Oscar. “El intraducible idioma de los vencidos”, en Teatro, Revista del teatro San Martín, año XVI, N° 48, Buenos Aires, septiembre de 1995, pp. 44-47.
  • Tarantuviez, Susana. La escena del poder. El teatro de Griselda Gambaro, Buenos Aires, Corregidor, 2007.
  • Weiss, Peter. Persecución y asesinato de Jean-Paul Marat, representados por el grupo de actores del Hospicio de Charenton bajo la dirección del señor de Sade, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 1999.

Notas

1 La obra, de 1994, se estrenó en la sala Casacuberta del TMGSM, con dirección de Laura Yusem, al año siguiente. En la puesta, los papeles protagónicos fueron interpretados por Horacio Roca (Hue) y Rita Cortese (Madre). Los roles secundarios fueron representados por Roberto Castro (Jesuita, Sade), Eduardo Nutkiewicz (Sacristán, Loco, Enfermero), Miguel Moyano (Mendigo, Guardián, Médico) y Soledad Villamil (Posadera, Ama, Carlota). Sólo los dos primeros tienen una identidad definitiva; los otros roles se presentan como intercambiables, de ahí que los mismos actores interpreten –siempre con eficacia– diferentes roles. La música original de Carmelo Saitta y el trabajo de musicalización de Claudio Koremblit generaron una adecuada ambientación y climas, sin subrayados innecesarios. La escenografía –simple, económica y bella al presentar un Oriente delicado frente a la Europa brutal– fue, como el vestuario, obra de Graciela Galán. La iluminación, en consonancia con la propuesta integral, estuvo a cargo de Jorge Pastorino.
2 Para quien ha leído la obra de Peter Weiss, de 1964, o visto la película que Peter Brook dio a conocer en 1966, es inevitable recordar Marat-Sade, que aparecerá como intertexto en la pieza de Gambaro.
3 Revista Teatro, N° 48, setiembre de 1995, p. 48.
4 Gambaro, Griselda. Teatro 6. Atando cabos. La casa sin sosiego. Es necesario entender un poco, Buenos Aires, Ediciones de la flor, 1996. (En adelante, se cita sólo el número de página)
5 En la puesta en escena de 1995, ella permanece en un segundo plano, siempre aguardando el regreso del hijo. En ese momento, se inicia el calvario de Hue, tal como su madre intuye.
6 En este juego de situaciones paralelas, también en el cura hay una necesidad de desentrañar el misterio de una identidad, pero aquí con voluntad de dominio, con una cierta irrespetuosidad por la idiosincracia de una cultura diferente.
7 Se corresponde con la frase de Hue: “Hablaré el (idioma) de Dios” (p. 64): desde distintos lugares –Hue, con pretensión de universalidad, el cura para autojustificarse– ambos se creen portadores de su Palabra.
8 Weiss, Peter. Persecución y asesinato de Jean-Paul Marat, representados por el grupo de actores del Hospicio de Charenton bajo la dirección del señor de Sade, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 1999.
9 La confusión es irónica, en tanto se presentan como dos figuras antagónicas, pero en el sentido inverso al del mundo social. Quien debiera haber sido un padre comprensivo, se mostró cruel y lejano; Sade, de mala reputación, considerado un modelo de depravación, se muestra lúcido y humano.
10 En la citada puesta de 1995, el personaje llora convulso.
11 Varias veces hemos aludido a esta imposibilidad de comer, de saborear: al comienzo Hue y su madre no comen juntos; en el viaje, vomita; en la posada no puede probar bocado; ahora escupe.
12 Más allá de su naturaleza ficcional, pues la discusión entre ambos es creación de Weiss y se apoya en el hecho de que el marqués pronunció la oración fúnebre ante la tumba del revolucionario, Marat-Sade se funda en una investigación histórica que aprovecha intertextualmente textos de Sade y de Marat. (cfr. Dubatti, Jorge, “Sentido y forma de la revolución en el teatro de Peter Weiss”, en Weiss, Peter. Persecución y asesinato de Jean-Paul Marat, representados por el grupo de actores del Hospicio de Charenton bajo la dirección del señor de Sade, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 1999.)
13 Los intertextos de la poesía china –cita explícitamente reconocida por Gambaro– también pueden tomarse como una reafirmación del valor del discurso literario como forma de habitar el mundo. Un saber con un determinado sabor, intransferible.

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