Hay un indudable ímpetu vigoroso en los dibujos de Elsa Mareque; dotadas de una concentración monástica, las líneas entretejen capas superpuestas, como lianas trenzadas de una red arácnida, imbuidas en un clima denso, asfixiante; una trama opresiva. Formas orgánicas, espesas e impenetrables, insinúan los recovecos húmedos de una selva, espacio de lo fértil y lo vital, pero también de la despiadada lucha por la supervivencia. Mediante gestos, texturas y grafismos sutiles, Mareque hace del acto de dibujar una disciplina marcial, entendiendo la dedicación artística como un ejercicio de la conducta, la insistencia, el rigor y la regularidad. La comunión entre la tenacidad sistemática, la concentración metódica, la voluntad y la repetición; el temple devoto y la tracción a sangre mancomunadas, la meditación y el arrebato del acto de dibujar aunados en una misma labor poética; de esa manera, cada obra resulta el diario de un conflicto, un campo de batalla donde las fuerzas creativas en pugna hacen las paces.